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Filosofia-socratica

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MIGUEL GARCÍA BARÓ FILOSOFÍA SOCRÁTICA EDICIONES SÍGUEME SALAMANCA 2005  Para Juan Miguel Palacios Cubierta diseñada por Christian Hugo Martín © Ediciones Sígueme S.A.U., 2005 C/ García Tejado, 23-27 - E-37007 Salamanca / España Tlf: (34) 923 218 203 - Fax: (34) 923 270 563 e.mail: [email protected] www.sigueme.es ISBN: 84-301-1559-5 Depósito legal: S. 298-2005 Impreso en España / Unión Europea Imprime: Gráficas Varona S.A. Polígono El Montalvo, Salamanca 2005 CONTENIDO  Prólogo .............................................................................. I. SÓCRATES ANTE EL TRIBUNAL 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. Preliminares ................................................................ La Defensa de Sócrates como diálogo ........................ Los maestros ............................................................... Esquema de la defensa que hizo Sócrates de sí mismo La sabiduría socrática ................................................. Lo intermedio ............................................................. La ley, lo divino y la educación .................................. Dos morales ................................................................ Tiempo y eternidad ..................................................... Dos perspectivas sobre el mal ..................................... ¿Intelectualismo moral socrático? .............................. Sobre el número de las Ideas ...................................... Las partes del individuo .............................................. La ignorancia .............................................................. El diálogo .................................................................... El bien y el ser ............................................................ El alma ........................................................................ II. SÓCRATES ANTE LA MUERTE 9 13 15 19 25 31 35 41 45 51 53 57 61 83 87 93 101 127 135 141 PRÓLOGO Hay dos modos de entender la filosofía, que han quedado clásicamente representados para siempre: el uno, en los dos capítulos  primeros de los libros Metafísicos de Aristóteles; el otro, en la De fensa de Sócrates escrita por Platón. Según el primero, el filósofo, el hombre, de nada necesita menos que de la filosofía. Sólo cuando otras actividades culturales han cubierto nuestras verdaderas necesidades, e incluso sólo des pués de que las carencias de diversiones también estén suprimidas  por ciertas artes de segundo orden, entonces, en el ocio  perfecto, nace la filosofía. Por ejemplo, nace en el fondo de los santuarios egipcios, cuando un poder milenario ha logrado que la acumulación de las artes y las curiosidades y las necesidades humanas se decante, en el centro de esa estabilidad formidable, en auténtico ocio. Sólo entonces aparece un apetito como de tercer orden, aunque es verdad que su hueco se va señalando en los anteriores cam pos de los conocimientos y en el ámbito de la vida humana y subhumana, ya desde el dominio de los animales incapaces incluso de memoria y de todo aprendizaje. Se trata del apetito de saber por sa ber, sin necesidad, sin emoción, como los Dioses mismos sabrán. Para esta visión de la filosofía, todo se reduce a tesis, pruebas e hipótesis. Todo es perfecta objetividad y, por lo mismo, perfecta intersubjetividad. En la filosofía cabe olvidar por completo al hom bre que la descubre, la busca, la trabaja. Según el segundo modo de entenderla –que bien puede llamarexistencial  se , por contraste con el objetivo o cósico –, la filosofía, en cambio, es ni más ni menos necesaria que la vida misma. Es, desde luego, un modo de vivir; pero, a la larga, se descubre que, en definitiva, es el único modo en que la vida realmente es vivible para el hombre. Y, en consecuencia, el contenido de la filosofía no  puede ser, para esta comprensión de ella, realmente separable del 10 Prólogo hombre que así vive. No está constituido por proposiciones, más que en la medida en que las mismas afirmaciones, las pruebas y las hipótesis se dejan entender como partes vivas del hombre. Defiendo esta forma segunda, la socrática, de entender la filosofía, y veo que mi situación no es demasiado diferente de la que decía Sócrates que él tenía a su alrededor: me temo que nadie me creerá cuando digo que no se puede vivir sin filosofía socrática. Tengo la sospecha vehemente de que en mi mundo nada interesa menos que  pensar, porque se tiene la certeza de que pensando no sólo no se resuelve nada, sino que se aburre uno mucho y hasta se retrocede en sentido moral. El tiempo empleado en pensar podría, al parecer, ocuparse más dignamente en hacer cualquier otra cosa, desde jugar  a besar, desde luchar a curar. Naturalmente, no puedo estar seguro de que ésa sea la verdad, porque no se puede diagnosticar de ninguna forma qué sucede realmente en el mundo de las personas. Ni las encuestas sociológicas, ni las experiencias personales son suficientes. No paso de una sospecha que se va arraigando en mí. Y que me alarma y entristece, porque, si estuviera bien fundada, significaría una pérdida terrible de sentido, belleza y bien: una multiplicación,  para muchas personas, de los sufrimientos inevitables de la vida. Me digo, como Sócrates, que la causa principal no puede ser otra que alguna falsa representación de lo que quieren decir las palabras  pensamiento y  filosofía. La más cercana a ellas es  poesía, y muy  próxima está también la palabra religión. Pero todo el mundo parece saber perfectamente –así dice mi sospecha– que no es verdad: que la poesía, que es valiosa e interesante, no tiene nada que ver  con la filosofía; y que lo mismo le ocurre a la religión –de la que no sé decir si de pronto interesa a muchos, después de haber atravesado un período de profundo desprestigio social–. Quizá la distinción mal entendida entre revelación y razón, que ha actuado desastrosamente en los últimos siglos sobre la historia intelectual de Occidente, tenga mucho que ver con lo confuso de toda esta situación. Pero para un socrático el pensar es, entre otras muchas cosas que también podrían decirse de él con verdad, el más pleno de los sentimientos, la emoción más auténtica, la obra moral principal, la vía misma para cualquier seguimiento de la santidad de Dios. Mi convicción, respaldada por mi experiencia –lo que vale cognoscitivamente mucho más que ninguna sospecha que pueda yo te-  Prólogo 11 ner sobre mi mundo social–, es que sólo el que no haya intentado ni de lejos pensar puede creer todas esas tonterías de la propaganda que le es tan contraria. Y también estoy convencido de que el modo de vivir que es la filosofía puede aprenderse, sobre todo, meditando en el destino de Sócrates. Claro está que no quiero decir que en la imitación directa de un modelo tan antiguo encontremos con seguridad la filosofía como modo de vivir hoy nosotros; sino que es pensando sobre Sócrates  –o sea, yendo más acá y más allá de él, preguntando a su persona je, refutándolo a veces, equivocándonos y rehaciendo nuestro camino– como debemos acostumbrarnos a la filosofía. Porque la filosofía sólo lentamente se deja volver a encontrar cuando uno ya no es un niño; y la vejez de nuestra cultura nos saca a todos de la infancia bien pronto. Este pequeño libro continúa la serie que inicié en la primavera de 2004 con la publicación de De Homero a Sócrates. Invitación a la filosofía. La realización del proyecto primitivo ha conducido a dividir en varios volúmenes el tratamiento de los problemas que antes todavía creí posible reunir en un solo tomo. Naturalmente, la lectura de esta  Filosofía socrática no requiere el conocimiento de su antecesor. Simultáneamente he compuesto, para esta misma colección, un comentario sobre una nueva traducción de La Defensa de Sócrates, o sea, del texto platónico que pone los fundamentos para cualquier  meditación en el campo de la filosofía socrática. Como es claro, tampoco este comentario resulta indispensable para la inteligencia del libro que tiene el lector en sus manos. I SÓCRATES ANTE EL TRIBUNAL 1 Preliminares Es un problema muy secundario el de identificar al Sócrates histórico, y son bastantes los eruditos que piensan que Aristófanes, Platón, Jenofonte, Aristóteles y los doxógrafos posteriores nos han legado una situación de complicaciones y contradicciones tan graves, que nadie puede ya reconstruir a ciencia cierta quién fue realmente Sócrates. La verdad es que el Sócrates real, mucho más real que la persona que vivió en Atenas en la segunda mitad del siglo V antes de Cristo, es el de los textos de Platón, porque ése es el fundador de la filosofía como modo de vida, y es a ése al que se refieren, combinándolo en mayor o menor proporción con los otros Sócrates, cuantos sobre él y sus pensamientos y sus actos discuten. Al menos, los que lo discuten para pensarlo, y no como meros estudiosos de la historia vieja. Pues bien, si se va a ver con cuidado, todo Sócrates está en la  platónica Defensa, aunque sólo el lector de los demás diálogos es el que termina por convencerse de que, efectivamente, en todo lo que es esencial, Sócrates está por entero en este breve y emocionantísimo texto. De aquí que mi meditación sobre Sócrates quepa toda ella en el marco de un comentario de la Defensa. De hecho, el procedimiento que sigue el desarrollo de este libro  presenta, en primer lugar, yendo muy directamente al asunto, las cuestiones mayores que se suscitan en torno a cualquier intento de apropiarse personalmente el modo socrático de filosofar como modo de vivir hoy. Luego, paulatinamente, se van desgranando, en una segunda visión, los problemas con los que se ha tomado ya contacto. Es éste el momento de ampliar el campo visual explícitamente haciendo entrar en él otros muchos textos platónicos, algunos de los cuales ha convenido comentar con detalle. 16 Filosofía socrática El final de mi ensayo regresa a la prisión de Sócrates. Desde las últimas páginas de Critón, abre las cuestiones del futuro.  No quiero demorarme en los detalles de arqueología. Todos sa bemos, en sus líneas mayores, la historia del proceso, la condena y la muerte de Sócrates, en el año 399 a.C., cuando el reo conta ba ya setenta años, y muy poco después de la derrota ateniense frente a Esparta y de la restauración de la democracia, salvado el año de la tiranía oligárquica. Supondremos que el factor político de más peso que decidió la persecución de Sócrates ante el tribunal –persecución dirigida, desde el segundo plano, por uno de los hombres fuertes de la democracia restablecida– fue el recuerdo de su asociación con el veleidoso Alcibíades, de quien se creía haber  sido el discípulo predilecto del viejo Sócrates. Debe también sa berse que el proceso capital por impiedad (asébeia) se realizó ba jo las difíciles condiciones –difíciles, se entiende, para la acusación– de la muy reciente amnistía. Sócrates, de hecho, parece emplear en su defensa el recurso de mostrar que la otra parte sólo se acoge a presuntos delitos prescritos, análogos a los que llevaron a la persecución de Anaxágoras en los tiempos de Pericles. Por todo lo cual, el nombre de Alcibíades no es mencionado por nadie en el proceso mismo.  No se puede olvidar tampoco que esta clase de juicios, en los que se pedía la condena capital y que no se hallaban bajo leyes es pecíficas, transcurrían en un solo día, y tenían que terminar con la adopción de una de las dos resoluciones. En una primera fase del  procedimiento, ante la muchedumbre del tribunal popular designado por sorteo, y contando con la posibilidad de interrogar a su acusador, el que se defendía pretendía ganar para su causa a la mayoría simple de los jueces. Incluso, si tenía tanto éxito en esto que sólo una quinta parte o menos del tribunal votaba, transcurrido este primer acto, en favor de la parte acusadora, ésta no sólo corría con los gastos del juicio, sino que quedaba automáticamente perseguida, a su vez, judicialmente. Pero si la mayoría simple de los Quinientos decidía que el acusado era culpable, entonces se seguía una segunda fase del proceso, en la que el condenado tenía que abogar por  que se le aplicara no la pena que desde el principio había sido solicitada por la acusación, sino la que él ahora propusiera. Y de nuevo la mayoría simple inclinaba la balanza luego a uno u otro lado.  Preliminares 17  Platón nos conserva un tercer discurso de Sócrates dirigido, sucesivamente, a los que acaban de condenarlo a beber veneno y a los que únicamente reconoce él como sus jueces, o sea, los que han insistido hasta el final en su inocencia, y hasta han votado la segunda vez pidiendo que, en vez de la poción venenosa, la Ciudad le reserve una plaza de benefactor público en el Pritaneo, con derecho a ser alimentado allí vitaliciamente a costa del presupuesto del Estado. Este tercer discurso, blanco muy especial de la crítica escéptica, pretende haber sido dicho aprovechando los instantes en que los detalles burocráticos están siendo ultimados, una vez que las dos sentencias han sido ya pronunciadas. Vayamos sin más preámbulos a lo que importa. Y ahora tomaremos en la mano un hilo interminable, en el que se desmadejará luego toda la historia del pensamiento occidental, y con el que hay que construir también el futuro.