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Se Casan Creyendo Que-gustavo Ferrari

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SE CASAN CREYENDO QUE… 1. Se casan creyendo que el matrimonio es una meta y descubren que el matrimonio solo es un camino hacia una meta siempre mayor. Alcanzar una meta deseada es algo maravilloso. Pero en cuanto ésta se logra, el humano satisface una aspiración y quiere siempre más, porque ninguna meta llena plenamente el ansia del corazón humano, que tiene siempre una sed “ilimitada”. Para un andinista es maravillos alcanzar alcanzar la cumbre del Aconcagua, pero una vez logrado el objetivo, viene la desilusión de que hay que bajar de nuevo al lugar  de donde se partió. Si se hace del matrimonio una “meta”, una vez que se ha logrado, aparece el vacío, la inconsistencia del propósito propósito siempre limitado. El ser humano quiere siempre “más”. Descubrir, en cambio, que el matrimonio es “camino” significa que el objetivo final es mucho más alto, es la meta de la vida misma: amar, ser más persona, perfeccionarse, capacitarse para tocar las cumbres en el desarrollo de la propia persona (Para el creyente es preparase para perfeccionarse en el amor, cumpliendo el gran mandamiento divino de amar, y poder entrar así en la vida eterna, en la felicidad de todos, cuya condición de entrada en el Reino del amor amor es “haber amado”, haberse “especializado” en el amor). Visto de este modo, el matrimonio es un camino de crecimiento personal hacia una meta sin límites, es una fuerza y fuente de energía, vitaliza a la persona que se compromete a caminar así, y los esposos se convierten en una ayuda mutua para ser más persona, más capaces de amar, con horizontes siempre más abiertos hacia el infinito, por un lado inalcanzable, por cierto, como todo ideal, pero por  otro, siempre más estimulante, porque se propone como objetivo la perfección de las personas, el pleno desarrollo de la propia originalidad, y no el pequeño resultado de estar juntos y gozar solo de la vida que pasa. Si el matrimonio es visto solamente como un “pasarlo bien juntos”, aunque les les resulte, como no se puede retener esa felicidad, su fugacidad es fuente de una gran desilusión. Si además surgen dificultades, menos sentido tendría. Qué terrible haberse casado, vivir un tiempo juntos, haber logrado convivencia, sexo, hijos,  bienestar y  bienestar y decir: “¿Esto es todo?” Distinto es, en cambio, proyectarse en ideales altos, para vivir   plenamente la vida, con metas espirituales estimulantes, como son: el triunfo de la verdad, ver dad, del bien, de la belleza, de la justicia social en su derredor, de la paz en la familia y en el ambiente, el presentar  ideales nobles a los hijos, contruir la mayor perfección en la propia persona y en las personas amada (si se es creyente, en orientar el ideal hacia el Bien Absolito, Dios, el Bien Definitivo que da sentido a todo). Entonces todo tiene sentido, toda situación adquiere perspectivas de desafío, nuevos estímulos,  para hacer y realizar lo que cada uno “es” para “ser más”: personas person as más plenas, aunque siempre limitadas e imperfectas. A primera vista se puede interpretar interpretar esta versión del matrimonio como un “idealismo romántico”, irrealizable. Pero la realidad humana muestra que el amor de los que se aman y sueñan juntos ideales altos, les da energía espiritual para vivir esta aventura de la vida; porque el amor puede siemrpe más. Los novios no pueden desperdiciar este idealismo creador, que es posible cultivar y hacer crecer por  toda la vida. Matrimonios muy felices lo pueden atestiguar. El estaba muy molesto con ella después de una última y penosa desilusión. Se habían herido, inculpándose mutuamente. El confió su pena a un amigo, quien lo invitó a evadirse de la pena “echando una cana al aire”. El aceptó, sin s in reflexionar. Avisó a su casa cas a que, por trabajo, salía de Santiago, lo que era habitual, y pasó la noche noche en una “fiesta”. La esposa se sorprendió de que, al llegar  a su supuesto destino, no le telefoneara, como acostumbraba hacerlo, y a la mañana siguiente fue a la oficina para enfrentar el problema. Empezó a examinar el auto y constató que no llevaba señales en el  parabrisas de un viaje largo. Entró y le pidió abiertamente el boleto del peaje. El no se defendió. Reconoció su mentira y explicó que estaba tan amargado que aceptó la invitación de un amigo para ir a  bailar y olvidarse de todo, y que estaba muy mu y arrepentido porque se había sentido peor. Pero ella no  pudo escuchar sus razones, razone s, estaba furiosa y ofuscada ofuscad a y lo interrumpió violentamente: “¡Te “¡Te vas! ¡No quiero verta más en la casa, no te aguanto más! Vete Vete a sacar tus cosas…” El me relataba, muy herido, lo doloroso que había sido no sentirse escuchado, y más todavía, en la tarde, ir a retirar sus maletas, encontrar en su casa a una pareja, muy amiga de ambos, conversando con su señora, seguramente escuchando su desahogo, y que ninguno de los dos se levantara para hacer un gesto de comprensión, sino que los tres se quedaran inmóviles y callados hasta que el se marchó solo y derrotado. La esposa fue después a hablar conmigo y al relatarme su versión y todas sus reacciones posteriores; la escuché atentamente y le dije: “Está bien, tu tienes tus razones para actuar como actuaste, pero si lo examinamos bien, todo lo que hiciste no te hace feliz. Me imagino yo ser tu marido, en la misma situación, y te invito a que me escuches como si te hablara el en este momento. El podría decirte: Tienes razón al echarme, al no quererme, yo me porté mal y fui egoísta, lo acepto. No te amé en ese momento, pensé solo en mí. Pero dime ahora tu la verdad. ¿En quién piensas tu? ¿En mi y en nuestros hijos? No, solo solo en ti, en tu molestia, en tu herida y me estás diciendo ‘¿Tu no me quisiste? Tampoco yo te quiero, vete’. Está bien, me voy, pero me doy cuenta de que tu tampoco me quieres, también tu estás  buscando sólo lo que te conviene, y descubro descub ro que somos los dos egoístas, que cada uno piensa y pensó solo para si, y que es normal entonces lo que sucedió, tanto lo mío en defraudarte con esa aventura estúpida, como lo tuyo en recharzarme ahora y manifestarme que no me quieres mas, o que nunca me quisiste… de verdad ¿Vale ¿Vale la pena seguir juntos, valió la pena casarnos y tener cuatro hijos? ¿Qué es el amor, el matrimonio, una pequeña aventura que se aprovecha mientras todo sigue bien y, cuando no sale a cuenta, se bota como un objeto desechable?... Si te dijera todo esto como tu marido, ahora que estás calma ¿cómo reaccionarías? ¿Sientes que  puedes hacer algo, que puedes reconsiderar r econsiderar tu actitud, sientes que brota algo en ti que es la verdad de tu amor más grande que la ofensa y que el dolor de haber sido pisoteada?” pisoteada?” Ella empezó a emocionarse y a reconocer que había actuado también con egoísmo, que había sido muy impulsiva, pero que le dolía mucho, y no podía soportar una mentira, que ya desconfiaba de el… “Mira, le dije, hay dos maneras de enfrentar el amor. Una es ‘cambia para que te quiera’ y la segunda es ‘te quiero para que cambies’. La primera dice ‘Da tu el primer paso’, la segunda dice ‘yo doy el primer pas’. La primera es la fácil, pero de muy invierto resultado; la segunda es la del verdadero amor, porque una persona cambia, o puede cambiar, si se siente amada. Sólo el amor da fuerza y estímulo para cambair. Tu eres cristiana y sabes que el amor auténtico es así: dar siempre el  primer paso, porque si, porque el amor es gratuito, ama porque quiere, porque decide amar para hacer  feliz al otro, por ser buena, por querer ser buena, digna de ser amada, realizadora de un ideal de vida que vale la pena. Te das cuenta de que el matrimonio no es una meta a la que se llegó, y si es buena se amntiene y si es insatisfactoria, insatisf actoria, se cambia de meta. meta . Ves Ves que el matrimonio es un camino largo, difícil, lleno de dificultades, de días espléndidos y de días oscuros, pero el camino sigue, la meta es más inculpándose mutuamente. El confió su pena a un amigo, quien lo invitó a evadirse de la pena “echando una cana al aire”. El aceptó, sin s in reflexionar. Avisó a su casa cas a que, por trabajo, salía de Santiago, lo que era habitual, y pasó la noche noche en una “fiesta”. La esposa se sorprendió de que, al llegar  a su supuesto destino, no le telefoneara, como acostumbraba hacerlo, y a la mañana siguiente fue a la oficina para enfrentar el problema. Empezó a examinar el auto y constató que no llevaba señales en el  parabrisas de un viaje largo. Entró y le pidió abiertamente el boleto del peaje. El no se defendió. Reconoció su mentira y explicó que estaba tan amargado que aceptó la invitación de un amigo para ir a  bailar y olvidarse de todo, y que estaba muy mu y arrepentido porque se había sentido peor. Pero ella no  pudo escuchar sus razones, razone s, estaba furiosa y ofuscada ofuscad a y lo interrumpió violentamente: “¡Te “¡Te vas! ¡No quiero verta más en la casa, no te aguanto más! Vete Vete a sacar tus cosas…” El me relataba, muy herido, lo doloroso que había sido no sentirse escuchado, y más todavía, en la tarde, ir a retirar sus maletas, encontrar en su casa a una pareja, muy amiga de ambos, conversando con su señora, seguramente escuchando su desahogo, y que ninguno de los dos se levantara para hacer un gesto de comprensión, sino que los tres se quedaran inmóviles y callados hasta que el se marchó solo y derrotado. La esposa fue después a hablar conmigo y al relatarme su versión y todas sus reacciones posteriores; la escuché atentamente y le dije: “Está bien, tu tienes tus razones para actuar como actuaste, pero si lo examinamos bien, todo lo que hiciste no te hace feliz. Me imagino yo ser tu marido, en la misma situación, y te invito a que me escuches como si te hablara el en este momento. El podría decirte: Tienes razón al echarme, al no quererme, yo me porté mal y fui egoísta, lo acepto. No te amé en ese momento, pensé solo en mí. Pero dime ahora tu la verdad. ¿En quién piensas tu? ¿En mi y en nuestros hijos? No, solo solo en ti, en tu molestia, en tu herida y me estás diciendo ‘¿Tu no me quisiste? Tampoco yo te quiero, vete’. Está bien, me voy, pero me doy cuenta de que tu tampoco me quieres, también tu estás  buscando sólo lo que te conviene, y descubro descub ro que somos los dos egoístas, que cada uno piensa y pensó solo para si, y que es normal entonces lo que sucedió, tanto lo mío en defraudarte con esa aventura estúpida, como lo tuyo en recharzarme ahora y manifestarme que no me quieres mas, o que nunca me quisiste… de verdad ¿Vale ¿Vale la pena seguir juntos, valió la pena casarnos y tener cuatro hijos? ¿Qué es el amor, el matrimonio, una pequeña aventura que se aprovecha mientras todo sigue bien y, cuando no sale a cuenta, se bota como un objeto desechable?... Si te dijera todo esto como tu marido, ahora que estás calma ¿cómo reaccionarías? ¿Sientes que  puedes hacer algo, que puedes reconsiderar r econsiderar tu actitud, sientes que brota algo en ti que es la verdad de tu amor más grande que la ofensa y que el dolor de haber sido pisoteada?” pisoteada?” Ella empezó a emocionarse y a reconocer que había actuado también con egoísmo, que había sido muy impulsiva, pero que le dolía mucho, y no podía soportar una mentira, que ya desconfiaba de el… “Mira, le dije, hay dos maneras de enfrentar el amor. Una es ‘cambia para que te quiera’ y la segunda es ‘te quiero para que cambies’. La primera dice ‘Da tu el primer paso’, la segunda dice ‘yo doy el primer pas’. La primera es la fácil, pero de muy invierto resultado; la segunda es la del verdadero amor, porque una persona cambia, o puede cambiar, si se siente amada. Sólo el amor da fuerza y estímulo para cambair. Tu eres cristiana y sabes que el amor auténtico es así: dar siempre el  primer paso, porque si, porque el amor es gratuito, ama porque quiere, porque decide amar para hacer  feliz al otro, por ser buena, por querer ser buena, digna de ser amada, realizadora de un ideal de vida que vale la pena. Te das cuenta de que el matrimonio no es una meta a la que se llegó, y si es buena se amntiene y si es insatisfactoria, insatisf actoria, se cambia de meta. meta . Ves Ves que el matrimonio es un camino largo, difícil, lleno de dificultades, de días espléndidos y de días oscuros, pero el camino sigue, la meta es más grande, y perdonar a las personas por sus errores y caídas es un maravilloso ideal que da sentido a la vida, al saber interpretar los obstáculos no como una barrera sino como un desafío para crecer, para superarse, para ser más persona, como soñaste cuando te casaste con el. Es cierto que el te falló, pero ¿le vas a fallar ahora fallar ahora también tu? ¿Y tus hijos qué dirán? ¡Nos fallan todos! ¿Qué es el amor?” MI amiga aceptó el desafío, superó la prueba, ambos volvieron a encontrarse y supieron sanarse mutuamente las heridas. El me confesó después: “Nunca me sentí tan amado como cuando nos reconciliamos. Ella me  perdonó de corazón, porque porqu e me sentó amado por ser yo, y no por mis cualidades cu alidades o porque me portaba  bien, sino porque si, porque ella es buena buen a y me ama de verdad. Como nunca ¡la quiero!”. quiero! ”. El matrimonio es realmente camino, un camino de crecimiento en la capacidad de amar hacia una meta siempre mayor, siempre más estimulante, porque si uno aprende a “amar bien”, es más feliz. Pero “amar bien” significa purificarse contínuamente del egoísmo que quiere invadirlo todo. todo. Quien no está decidido a luchar contínuamente contra ese enemigo del amor verdadero, acepta perder la batalla de antemano, y va a la deriva. El matrimonio es una aventura seria, maravillosa, pero difícil. Solo los preparados triunfan. Siempre debe decir se se lo opuesto cuando se está en crisis: “el matrimonio es difícil, pero es maravilloso”. Hay que saber tener presente siempre esa parte de verdad que, en momentos de crisis od e euforia, se olvida: cuando la vida matrimonial es maravillosa y feliz, recordar que es difícil (no pueden los cónyuges “dormirse sobre los laureles”), y cuando parece que ya no vale la pena, recordar y repetirse que, si resulta, es maravillosa. 2. Se casan creyendo que se conocen, y descubren que recién aprenden a conocerse. A los novios les parece imposible aceptar esta afirmación: que no se conocen bien. Sin embargo, es una tremenda realidad. Conocerse no significa solamente distinguir a una persona entre una muchedumbre, ni sólo conocer bien “algunas” reacciones de la la otra persona. Por “conocer” aquí entendemos saber con bastante exactitud como es la otra persona en su realidad total. Esto significa conocer y saber prever sus reacciones más íntimas frente a situaciones concretas y a menudo desconcertantes. Es imposible saberlo antes. Recién casados, el, sentado en el living, se dirije a ella con el tono (según el) más normal y cariñoso que le nace y dice: “Oye, ¿me traes el diario que está en la pieza…?” Ella traduce el mensaje a su manera. Le parede, le suena, como una orden, una exigencia de servicio a una empleada doméstica, que está solo para atender al patrón, y queda herida, perpleja, y se retira a llorar desilusionada, malherida en su sensibilidad (se “pasó la película” de que los hombres son todos así, que una vez casados cambian y se vuelven déspotas. De novios, son tiernos y conquistadores, se decía; casados, se vuelven duros y triránicos, exigiendo que los sirvan…). El se da cuenta de que no obtiene respuesta y se acerca, le rpegunta “¿Qué te pasa?” Ella se da vuelta de espaldas y rehusa a contestarle. ¿Cómo le va a explicar lo que le pasa…? El se sorprende y se rpegunta para sus adentros “¿Quién entiende a una mujer?”. El no la conocía a ella en profundidad, en su sensibilidad y en su historia personal anterior, que la hacía demasiado sensible a las expectativas; y ella no lo conocía tampoco a el en sus reacciones normales –  normales – para para el -, las cuales la lastimaban profundamente. Aquí no se trata de ver quién tiene o no la razón, o quién tiene o no la culpa. Se trata, en cambio, de aceptar que la persona del otro es un misterio, un universo desconocido con reacciones siempre imprevisibles. La persona no es un instrumento del cual se toca una tecla y se espara una respuesta prevista. Las personas tienen su historia, su educación, su herencia genética y sobre todo su libertad. Aceptar  que se casan sin conocerse significa estar abiertos a aceptar la sorpresa, a veces desagradable, pero que no es siempre fruto de la mala voluntad, sino de la misteriosa naturaleza diferente de los sexos, de las culturas y de la vida que llevó a cada uno hasta el matrimonio. Ir preparados para no asustarse ante las reacciones desconcertantes del otro y evitar hacer de ellas un drama, es una sabia actitud que libera de muchos traumas y de conflictos dolorosos. Estos pueden resolverse con la predisposición aceptada de antemano, en el noviazgo, de que cada uno es “diferente”, que es de otro universo mental y sensible que el suyo, y tiene “sus razones”, su explicación válida para reaccionar así (lo que no significa que tenga razón), de modo que lo que le parece “natural” y “obvio” a uno, no es para nada natural y obvio para el otro. De esta predisposición a no dramatizar y a no interpretar como mala voluntad lo que es a menudo solamente “manera de ser varón” o de “ser mujer”, nace la “comprensión”, la disponibilidad a ponerse en el lugar, en el punto de vista del otro, no para darle la razón, porque a lo mejor no la tiene, sini para explicarse lo lo que pasa y no atribuir a causas malignas lo que es solamente una reacción “diferente” de la esperada. El “sentido del humor”, cultivado, puede ser y es, de hecho, muy liberador para diluir tensiones. Lo  peor es dramatizar las situaciones. A veces “exagerar” una situación, con finura y claridad de mensaje,  pone las cosas en su lugar ayudando a yudando a abrir los ojos. Muchas situaciones “no “n o se ven” por falta de conocimiento de la psicología del otro sexo. Una cosa es la ignorancia, el despiste; otra cosa, la mala voluntad. No se puede partir sospechando, de primera, “mala voluntad”, sino siempre y únicamente “un  posible error” o “malentendido”. Si la persona que provoca el problema no se siente juzgada, aunque haya obrado desacertadamente, y solo se le hace ver cómo fue recibido su mensaje, como llegó, lo que significó para el otro, más fácilmente toma conciencia de su error y tiene más disponibilidad al cambio. Nadie cambia si no se da cuenta de su error. erro r. La vida matrimonial es una continua adaptación de dos modelos de vida diferentes, en los que cada cual cree que el suyo es el mejor y más natural, y se sorprende de que el otro no lo vea así. Una amiga recién casada entendió bien esta lección y después de haber escuchado el ejemplo citado arriba, del trato del patrón a empleada que se daba en ese matrimonio, me contó que a ella un día le sucedió lo mismo, tuvo la tentación de derrumbarse herida y de abandonar la escena, pero se acordó de no dramatizar la situación, y de darle un toque de humor. Después que el marido le pidió con tono  prepotente que le trajera un café, ella se fue a la cocina, se vistió con el atuendo de la asesora del d el hogar  ausente, y se presentó reverente con la bandeja servida. - ¿Qué te pasa? –  pasa? – le le preguntó el esposo sorprendido - ¿Te estás volviendo loca…? - No –  No – le le dijo -, -, ocupo mi puesto… diste una orden a una empleada y empleada deberé ser… ¿quieres eso?... –  eso?... – concluyó concluyó medio sonriente y medio “picada”. El la abrazó y le dijo con cariño: - Ven tontita, tu sabes que te quiero… Pero la lección fue aprendida, me confesó ella, desde entonces: - Veo que siempre se cuida en el tono o sabe enseguida darse cuenta de sus errores y pedirme disculpas. Un gran secreto para llevar buenas relaciones en la pareja son los mensajes claros. Nunca hay que suponer que el otro traduce correctamente lo que uno siente o experimenta. Un sentimiento mal expresado puede también ser interpretado como un capricho o una acusación indirecta y, en lugar de  provocar comprensión, puede despertar rechazo. 3. Se casan creyendo que realizan el matrimonio con esa persona que conocen, y descubren que se casan, también, con toda la historia de esa persona.  No sólo es difícil conocer a otra persona, lo es también conocerse a sí mismo. Cada persona tiene raíces escondidas y desconocidas que se ramifican en innumerables brotes, a veces incontrolables, que  pueden influir poderosamente en su conductta con resultados incluso catastróficos. Ella es una joven simpática y muy querendona. Su novio la quiso mucho, pero no le toleraba una falla de su personalidad, que a el lo desesperaba. La joven padecía de una claustrofobia incontrolable. Cada vez que debía entrar en un ascensor, ella se rehusaba y pedía subir por las escaleras, y el se molestaba. Le parecía ridículo el miedo de ella al ascensor y llegó hasta a poner en duda el futuro matrimonio. Bien aconsejados, acudieron a un especialista, y supieron pedir ayuda. Escarbando en su pasado, el facultatitvo descibrió la raíz del porblema, el brote oculto que causaba la inexplicable conducta. La joven empezó a recordar que cuando niña muy pequeña tenía una nana que no toleraba sus llantos, y al verla llorar, la amenazaba con castigarla encerrándola en la despensa oscura. Asustada, la niña lloraba más angustiada, hasta que la empleada cumplía su amenaza. Al liberarla del suplicio, la intimidaba nuevamente diciéndole que si la delataba a la mamá, la encerraba otra vez, logrando así que la niña sepultara su angustia en el silencio de la impotencia. Pasaron los años, la antigüa nana se perdió en la historia de la familia, la niña “olvidó” toda esa época dolorosa, pero no la olvidó su subconsciente, que quedó marcado por la angustia del encierro. Con el andar de los años, la joven manifestó su miedo incontrolable a los ascensores, a pesar de su esfuerzo por dominarse y de las insistencias de sus familiares, hasta alcanzar la resignada aceptación de esa “manía” inexplicable, pero tolerable al fin. La joven confesó que cada vez que se cerraba la puerta del ascensor, experimentaba un pavor que la inundaba de angustia, y que la obligaba a gritar y a querer  salir, porque parecía que iba a morirse. Terminó evadiendo toda circunstancia en la que debiera subir un ascensor. Descubierto, finalmente, el origen de su desequilibrio psicológico, pudo asumir y explicar su miedo, que fue lentamente disolviéndose hasta quedar como un inofensivo recuerdo. Su historia era  parte decisiva de su personalidad. Conociendo mejor la historia de una persona se aprende a conocerla más y a amarla en su realidad concreta: cómo es y no cómo “debería ser”. En este caso, el error del novio consistía en criticar a su  pareja por “miedo” y en “imponerle” una conducta r azonable. En cambio, el miedo de la joven no era controlable por la voluntad, suno que era una señal de alarma que debía ser respetada y tomada en cuenta con cariño para descubrir qué necesidad vital estaba dañada - en ese caso, el sentirse valorada, apreciada en su realidad, en su sensibilidad-. Si la nana la había dañado, aplastando su sensibilidad, más la dañaba, sin quererlo, el novio, al rechazar y ridiculizar el miedo que la afectaba en su sensibilidad herida. El proceso era vicioso; el miedo, en lugar de disminuir, crecía. Los sentimientos, si son auténticos, si parten del fondo del propio ser, deben ser absolutamente respetados, porque no son ni buenos ni malos, sólo son señales de algo interiorr, de una necesidad no satisfecha. Expresan clara o confusamente que algo importante sucede denteo de la persona. La joven no se sintió amada cuando niña; solo al sentirse amada, comprendida, pudo sanar su herida. La falta de comprensión, la falta de amor sólo pueden ser sanadas con más comprensión y con más amor, nunca con ideas, consejos o críticas, siempre contraproducentes. Si dos personas quieren vivir juntas por amor, como exige el matrimonio, necesitan prepararse, ejercitándose en la comprensión, en la delicadeza, en el respeto de los sentimientos del otro, empezando por ejercitarse con las personas que ya actualmente conviven con ellas, sin esperar llegar al matrimonio para empezar a pracricar la comprensión y el respeto de los sentimientos de su pareja. Esta capacidad no se improvisa, se ejercita en cada relación con las personas. Otro ejemplo confirmará la importancia de conocer la historia personal hasta sus raíces, para poder  amar a la persona del otro en su realidad concreta. El es un joven profesional, con un normal éxito en su trabajo y en sus relaciones. A punto de contraer matrimonio, decidió abrirse a su novia y revelarle que sentí en su interior rasgos inexplicables de violencia que lo descontrolaban y que le hacían sospechar la existencia de posibles síntomas de locura. El fenómeno se producía siempre ante la misma persona, en la oficina: su jefe directo. Cuando éste se la cercaba por cualquier motivo y le hablaba, él se mordía por dentro de rabía y sentía un impulso ciego de rechazarlo, de conestarle mal, hasta de golpearlo. Las reacciones eran evidentemente anormales y desmedidas, porque el jefe era muy correcto, muy respetuoso y hasta particularmente amable con el. No había motivos plausibles para esas reacciones “locas”. Como ella lo quería, decidieron, antes de casarse, consultar a una amiga psiquiatra. Con paciencia, la especialita fue indagando en la niñez del joven, sus relaciones con su padre y madre, y de repente,  brilló la luz. El papá había muerto cuando el era muy niño, la mamá había vuelto a casarse y el  padrastro era un hombre muy duro, intratable, que le pegaba a la mamá; el sufría al ver llorar a su madre y llegó a pensar en sus adentros: “Cuando sea grande, le voy a pegar a este tipo”. Toda esta realidad, el joven profesional la había olvidado y tuvo que realizar grandes esfuerzos  para hacer aflorar a la conciencia esa dolorosa historia de su infancia. Por instinto, por no sufrir, la ocultaba, olvidándola: De repente, la doctora le preguntó: - ¿Y cómo era el aspecto físico de tu padrastro? - Alto, flaco y con barba… - ¿Y cómo es el aspecto de tu actual jefe? El joven sonrió y confesó: - Alto, flaco y con barba. - ¿Qué culpa tiene su jefe si se le parece? El problema quedó resuelto. El pudo volver a la oficina y ver con otros ojos a su jefe directo. Los rasgos de aparente locura desaparecieron. El subconsciente es el archivo de la historia personal y es bueno consultarlo para explicar ciertos comportamientos sospechosos. Conocerse bien a sí mismo es uno de los mejores aportes a la buena y feliz convivenvia matrimonial. Los dos casos citados son muy dramáticos, y sin duda no se todos los días. Pero las reacciones interiores, los sentimientos, las reacciones espontáneas que nacen en uno son de todos los días. Estas reacciones espontáneas interiroes son los rasgos más originales de la personalidad individual. Expresar con naturalidad esos sentimientos, es darse a conocer como uno es, y poder ser amado, amada como se es, no como el otro supone o desea que sea. Para abrirse uno al otro se requiere la confianza, la seguridad de ser bien acogido y aceptado como uno es, sin sentirse juzgado. Para logar esta confianza mutua, es necesario un aprendizaje. La confianza mutua no se improvisa. Es un ejercicio. Aparentemente, al principio es muy fácil abrirse, y a los dos les parece que la confianza es plena y creen que es definitiva. Pero no es así. Basta que una vez un sentimiento auténtico (pena, susto, rabia, ternura, alegría) haya sido rechazado, juzgado como no válido o inoportuno, para provocar  la herida de la desconfianza. Apacere el temor de no se racogido, acogida, y la persona se cierra, no quiere exponerse a sufrir y desconfía. Cuando una persona se abre y expresa un “sentimiento”, la mejor manera para acogerla es que el otro expresa a su vez, en seguida, lo que siente al escucharla. Si uno se abre, el otro debe abrirse y  ponerse en la misma “onda”. Si uno se desnuda psicológicamente, el otro deberá, al escucharlo, hacer  lo mismo: desnudarse, decir lo que siente. El error más grande es contestar a un sentimiento o a una emoción con ideas, con juicios, con razonamientos. Los sentimientos existen para ser expresados, y se expresan para ser acogidos. Aquellos que no se manifiestan, aunque haya la necesidad de expresarlos, se vuelven “resentimientos” y se acumulan, explotan y se expresan tumultosamente cuando uno no quiere y no los puede controlar. Acoger un sentimiento es darle la posibilidad de existir. Es aceptarlo como es. No se puede juzgar. Es muy fácil caer en la trampa. Ella me djo: - Me siento desanimada… El, con la mejor buena voluntad, le contestó: - Pero, por tan poco… Si la cosa no es tan grave, va a pasar… Quiso aliviarla, pero formuló un juicio: “Tu desánimo no tiene razón de ser por tan poca cosa”.  No le dio derecho de existencia al sentimiento. Ella no se sintió “comprendida”, acogida en su “desánimo”. Para ella era legítimo y válido. Nadie puede medir el sentimiento del otro. Es lo más  personal y original que existe. Una acogida válida habría sido: “¿Te desanima mucho eso?”, porque habría tomado en cuenta toda la realidad interior de la otra persona, respetando su sentimiento siempre legítimo. Solo después se podr á “razonar” y ver si existe correspondencia entre la causa y el efecto. Pero la  primera reacción debe ser siempre de acogida, sin ningún juicio valorativo de bueno o de malo, porque lo que se siente es algo espontáneo, y en si no es bueno ni malo. Es. Expresa lo que pasa por dentro. El mismo error lo puede cometer ella. El le dijo: - Me da rabia porque fulano no aceptó la candidatura que le ofrecimos… iba a ganar seguro (se trataba de un club deportivo) Ella: - Pero, ¿qué ganabas tu si el aceptaba?, más problemas para ti en el club. La rabia de él era un sentimiento que revelaba dolor interno, pues consideraba injusto e inmerecido el rechazo del amigo. Pero era su sentimiento, su reacción personal, digna de respeto y de acogida. Ella  juzgó esa rabia como no razonable, no válida, y la descalificó como equivocada. El se sintió incomprendido. Los sentimientos no están nunca equivocados. Son una realidad interior. Desproporcionadas podrían ser  las reacciones y las decisiones provocadas por los sentimientos, pero no los sentimietos. La rabia puede llevar a reacciones y decisiones indebidas, y estas serán calificadas de incorrectas o malas moralmente,  porque dependen de la voluntad. Pero las reacciones r eacciones posteriores que dependen de la voluntad no son los sentimientos, que son espontáneos y corresponden a la sensibilidad de cada persona. 4. Se casan creyendo que saben amar, pero descubren que solo están empezando a aprender a amar. Cuando empieza la vida matrimonial, todo es fácil, o al menos, todo parece fácil, hasta que aparecen las primeras dificultades. ¿Cuáles son las rpimeras e inevitables dificultades? El doloroso descubrimiento del “egoísmo” en el otro. (¡En uno mismo no se ve casi nunca!) Los jóvenes jóvenes esposos creen amarse porque con facilidad, sin dificultad, se “agradan”, y al gratificarse mutuamente en el amor juzgan “amarse bien”, porque les parece ser felices haciendo feliz al otro. Pero no descubren todavía que en ese amor está escondido un gran interés: cada uno ama al otro  porque siente “agrado” en amarlo, saca su ventaja, busca expresamente ese “agrado” “a grado” y, mientras mientras lo logra, le parece que eso es amar, y queda tranquilo pensando que así debe ser y que así seguirá siendo. Pero la vida no es así: la verdad del amor es mucho más profunda. El amor verdadero es “desinteresado”, busca de verdad el bien auténtico del otro, y el bien verdadero del otro no corresponde automáticamente al “bien agradable” del uno; al contrario, a menudo los “bienes” que busca uno son opuestos y surge el conflicto. Mientras funciona “lo que me gusta a mi, te gusta a ti”, todo anda sobre ruedas, sobre todo al  principio de la vida en común, en la que cada uno, sin dificultad mayor, pone lo mejor de si. Pero  pronto o tarde aparecen las diferencias de personalidades: sensibilidades diversas, reacciones r eacciones diferentes ante el mismo estímulo (elección de colores o de objetos), tradiciones familiares constantes (mi mamá me enseñó así… y a mi qué me importa, ¡anda a vivir con con tu madre!), enfoques diferentes de la misma situación (el es varón, ella es mujer, por algo son distintos por naturaleza). Ambos descubren que no es fácil ni rápido entenderse, ponerse de acuerdo en tantas pequeñas cosas, esas “tantas pequeñas cosas” que hacen la vida agradable o insoportable. ¿Cómo superar estos obstáculos? Hay una sola respuesta: aprender a amar. Aceptar primero que se han casado sin saber amar, confundiendo “amar a otro” con “agradarse en el otro”. Amar es poner el acento acento en “el otro”. Agradarse, biscar el propio agrado, es poner el acento en “el  propio yo”. Cambiar de eje: acentuar el verbo amar, ama r, abandonar el verbo “amarse a sí mismo a expensas del otro”, es una tarea ardua, difícil, que compromete la propia voluntad, la propia decisión de hacer  feliz al otro, que se puede traducir en esta máxima fundamental: “En el amor se gana al saber perder”  por amor al otro, lo que significa que cuando tu cedes, ce des, sabes perder, renunciar a algo legítimo tuyo para el bien de otro, tu sabes amar, vences tu natural egoísmo (el yo fanático) para que el otro viva, para que  pueda existir en su plenitud, pueda ser más feliz. Tu mueres un poco para que qu e el otro “viva”.  No hay amor verdadero si no se aceptan “pequeñas “pequ eñas muertes”. Quien no sabe “perder”, no sabe amar.  No se trata de perder por perder, ceder por ceder, por apocamiento o sumisión. No, al contrario, es renunciar a algo voluntaria y libremente por amor verdadero al otro. Es identificarse con el otro porque lo amo, porque así lo he decidido. El amor parte sumamente “interesado” y va madurando en la medida que se vuelve conscientemente “desinteresado”. Entendamos bien: un amor desinteresado no significa un amor sin interés, lo que equivaldría a “indiferencia”, a “no me importa”, sino al revés, significa “interés desinteresado”, que se preocupa del otro, tiene sumo interés por el otro, pero en forma “desinteresada”, como una madre que lucha para que su hijito “coma”, pero claramente lo hace por el bien de su hijo y no por el bien bien de ella, aunque está siempre muy “interesada” en que su hijo crezca bien y sea feliz. Ella, a su vez, por eso mismo, será más feliz, pero desinteresadamente. Por esta razón, afirmamos que los esposos parten sin saber amar y sostenemos que el matrimonio debe llegar a ser una “escuela de amor”. El dilema es tajante: o aprenden a amar y aceptar que no saben y se esfuerzan en aprender, o sencillamente la vida los empujará al fracaso, porque no resistirán los inevitables brotes de egoísmo, las normales dificultades de la vida en común. Desafortunadamente, la sociedad actual abre con facilidad las compuertas a permisividad de la ruptura del matrimonio, que está siempre al alcance de la mano (separación, nulidad, búsqueda de compensación oculta con otra persona), en lugar de invitar a luchar, a superar el egoísmo, a no aceptar  enseguida el camino más fácil. Se interpreta el matrimonio como un simple “negocio”. Un “negocio” se lleva a cabo si conviene y en cuanto dure la convivencia. La persona del otro, en esa concepción, pasa a ser un “objeto” de conveniencia: se toma y se deja al gusto personal. Es la “consagración del egoísmo”, el único “dios” que manda, al cual todos parecen rendirse. En cmabio la concepción auténticamente humana (y, por lo tanto, cristiana) del matrimonio como “escuela de amor”, enfrenta la vida comola gran y noble tarea de perfeccionar la propia persona y la del otro en la capacidad de amar, colocando el amor  –   – el el amor auténtico- como ideal de vida en plenitud, que logra logra siempre más y mejor felicidad: una felicidad naturalmente “relativa”, compatible con este mundo de hombres “imperfectos”, una felicidad que es “comunión de personas”, “dos que sienten y gozan de ser uno”, dos que se aman “bien” y que experimentan, cada cada día más, que el amarse bien los realiza como personas y los estimula a realizarse siempre más, transformando los “obstáculos” en “peldaños” para crecer, en lugar de chocar estérilmente contra ellos. Hay amor verdadero cuando cada uno se siente valorizado por el otro. Conclusión: el amor  auténtico, correspondido –  correspondido – lo lo que significa que ambos saben amar-, amar-, hace felices a ambos, y “a amar se aprende” paso a paso, acentuando los resultados positivos y corrigiendo, con la reflexión, las experiencias negativas. Si se acepta que el matrimonio es y debe ser una “escuela de amor”, los esposos no se asustan ni dramatizan los errores y conflictos que surgen inevitablemente, a pesar de la mejor “buena voluntad”. Parten aceptando que son “aprendices”, y se considerarán siempre en “prekinder” en el aprendizaje del amor. Porque el “doctorado en amor” sólo se logra en el último día de su camino de felicidad. Ella fue a consultarme por un problema grave en su matrimonio: su marido había caído en el alcoholismo. Para ella era insoportable: “No lo puedo aguantar más. Vengo Vengo a preguntarle si tengo derecho, como católica observante, a la separación, o soy egoísta su lo decido”. Investigando más a fondo descubrimos que su marido había sido un hombre que la había querido mucho y al que ella también quería; que el había caído en el alcoholismo después de una grave dificultad en el trabajo, hacía pocos años, y que además nunca “tomaba” en público, ni en fiestas ni con amigos, sino que siempre solo y a escondidas. - ¿Cómo actúa usted cuando lo descubre? - Me indigno, lo reto, le hago ver que es un mentiroso, que me promete y no cumple y que yo no lo soporto más y que me va a obligar a dejarle solo. En resumen, usted lo convence de que el es malo, incapaz, que no tiene remedio, y sin quererlo, lo fuerza a hundisre en su angustia y, naturalmente, en su desesperación, el acude al único remedio fácil a su alcance: enajenarse con el alcohol, que le parece un alivio indispensable en su angustia. Usted quiere a su marido, ¿no es verdad?, y está aquí por algo: quiere ver si hay algún camino para salvarlo. No se atreve a abandonarlo, aunque se siente tentada a hacerlo por desesperación, porque no le ve salida. Pero, veamos qué es “amar” para usted. Usted cree honradamente que ama a su marido cuando lo “reta” para sacarlo de su impotencia frente al alcohol, pero en el fondo le está diciendo cambia para que yo te quiera como antes, haz el esfuerzo tu primero pata que yo pueda quererte como deseo. Y en cambio –  cambio – usted usted es cristiana y cree en el amor auténtico-, amar de verdad es partir al revés de su planteamiento. En lugar de decir “cambia tu, para que yo te quiera”, trate usted de decirle, no con  palabras sino con su manera de ser, “yo te quiero como antes, confío en que tu puedes cambiar”. Amar  es dar el primer paso. El segundo, casi todos somos capaces de darlo, pero el primero, el correr el riesgo de no ser correspondido, es lo más difícil, pero es lo más valioso: es la actitud del verdadero amor. Saber amar es saber dar siempre el primer paso. Usted es cristiana, pida ayuda a Dios para ser capáz. El nos amó y así quiere que lo imitemos. Nos dijo: “Ámense el uno al otro como yo los he amado”. Si usted toma en serio su fe, sentirá la la fuerza para  jugarse de nuevo por su marido. Amarlo cuando el es “fantástico”, somos capaces cap aces todos de hacerlo, amarlo para salvarlo, como en esta situación, sólo los que aman de verdad son capaces y eld esafío los hace crecer en el amor y en su capacidad de amar. ¿Se siente estimulada a hacerlo? - Si, me doy cuenta de que había equivocado el camino. - ¿Qué siente ahora por su marido? - Siento que lo comprendo y me baja un arrepentimiento que me dan ganas de abrazarlo. - Entonces enfrente enfrente ahora a su marido de otra manera. Llegue a casa y “desconciértelo”. Si lo encuentra bebiendo en su pieza, ¿qué le nace hacer ahora? - No sé, no puedo celebrar lo que está haciendo. - Celebrar no, por su puesto, pero puede acercarse con comprensión, con cariño de enfermera que quiere ayudar, en lugar de mostrar una cara indignada, que el capta enseguida y traduce como rechazo, como desamor. Presente una cara dolorida, pero amable, que comprende la impotencia y quiere ayudar, que no  juzga, sino que comprende su infelicidad y su búsqueda equivocada de compensación, compens ación, y pregúntele si necesita algo, ofrézcale acompañarlo a la cama con un tono amable, y –  y – aparete aparete de si el resultado es favorable o no-, usted se sentirá mejro, porque se sentirá más mujer, más esposa amorosa y fiel –  fiel – en en las duras y no sólo en las maduras-, maduras-, y el círculo “vicioso” puede volverse “virtuoso”. Pero acuérdese de que las actitudes, para que se vean válidas y eficaces, deben ser auténticas, deben partir desde adentro, desde el corazón. No se pueden inventar con la cabeza. Hágalo sólo si le nacen del corazón. No actúe por lección aprendida, no sería auténtico. Despierte y cultive desde ahora esos sentimientos que han brotado aquí en nuestra conversación y actúe así, trate de ser verdadera por  dentro. En el amor no se puede mentir, ni a sí mismo ni a los demás. Si no siente no enfrente la situación todavía, déjela que madure más tiempo, pero conserve la decisión de actuar así. Meses más tarde supe por una hermana de ella, amiga mía, que el resultado había sido “maravilloso”, que el había dejado de beber y salían juntos a todas partes con la alegría de antaño. Esa esposa comprendió finalmente cual era la forma del amor verdadero, desinteresado, se “interesó desinteresadamente” por su marido al que siempre creyó que amaba, pero “a su manera”, hasta descubrir que debía amar “a la manera de la necesidad de el”. El amor verdadero es “creador”, “salva”, libera, despierta lo mejor del otro, estimula el desar rollo rollo de la persona, se pone en el lugar del otro. Adoptar actitudes nuevas requiere reflexión, descubrir valores ocultos, tomar decisiones valientes, saber pedir ayuda y asumir riesgos. Los novios pieden pensar que “amar” es fácil al sentirse “enamorados”, y que la espontaneidad va a durar todo el tiempo. No es así: el amor nace espontáneo, pero sólo crece “cultivado. Quien piensa casarse y cree que se puede vivir de la renta del “capital del amor”, está muy equivocado y es muy iluso. Si el amor no crece, muere. El amor, como el fuego, no acepta el estancamiento: o sigue ardiendo ar diendo o se ahoga. Al amor, amor, como al fuego, hay que alimentarlo. El único combustible válido para alimentar el amor es el don de sí. No tus cosas, no tus acciones, sino tu, tu personalidad, tu intimidad, tu transparencia, tu realidad interior, comunicada y regalada, alimentan a limentan mi amor.  No basta amar, hay que hacer sentir al otro que es amado y que uno ama. am a. El mensaje debe ser  medido como llega, no como partió. 5. Se casan confundiendo el enamoramiento con el amor. Creer que estar enamorado y amar es la misma realidad es la confusión y la ilusión más común. Para casi todos, “estar enamorados” es sinónimo de “amar”. Pero no s así, es sólo parte de la verdad. verdad. Estar enamorado significa sentirse atraído poderosamente, casi irresistiblemente, por el otro; es sentir  esa fuerza “mágica” que está toda en el otro y que actúa espontáneamente en uno. Es un llamado  poderosos a amar, es verdad, pero no es en sí s í mismo mismo y automáticamente “amor”. El enamoramiento es “pasivo”, el estímulo se recibe desde afuera, y nuestras reacciones “espontáneas”, sin esfuerzo ninguno, dependen totalmente de la fuerza del “atractivo”, del imán: “el otro”. El amor, en cambio, cambio, es “activo”, y aunque parte siempre de un estímulo exterior, depende  principalmente de la voluntad, de mi capacidad de decisión: yo “quiero” jugare por esa persona (porque me atrae, si, pero yo decido comprometerme). Yo decido buscar el bien de ella, pongo todo de mi parte  para lograr su felicidad, me esfuerzo para hacerla más feliz (conmigo, por cierto, y por consiguiente, debo reconocer una parte de interés, de ventaja mía, que debo controlar para que no invada toda mi acción y mi interés predomine y asfixie el bien verdadero de la otra persona y el egoísmo eche a perder  toda la relación). El enamoramiento llega solo, sin esfuerzo, y para ello no se paga ningún “precio”, no cuesta nada. El amor en cambio, por ser una decisión que se pone al servicio de la otra persona, requiere “esfuerzo”, no en sentido “doloroso”, porque si se ama no se sufre, sino “esfuerzo” en el sentido de “gastar energía”, luchar, comprometerse, “pagar el precio”. El enamoramiento como tal, no se puede manejar: o está o no está. Si se pierde esa magia, ya no depende de uno “decidir enamorarse de nuevo de la misma persona”; si el enamoramiento está todavía vivo, reaparece, pero si ha muerto, se perdió la “magia” maravillosa y espontánea y la misma persona, antes tan “atractiva” e “irresistible”, ahora no dice “nada”, no provoca más que indiferencia y hasta rechazo. El amor, en cambio, depende de la voluntad, del “querer amar”, de la decisión de buscar el bien de la otra persona, y esta decisión o fuerza interior yo la puedo controlar, estimular, hacer crecer, jugarme a fondo con facilidad cuando me es grato hacerlo, gracias al atractivo que perdura, gracias a “mi buena voluntad”, a mi decisión, a mi compromiso asumido. Es más difícil cuando el atractivo ha disminuido o ha desaparecido, y en este caso pueden sobrevenir otras motivaciones para desear el bien de la otra  persona: el respeto al compromiso, el cariño que subsiste, la gratitud, los hijos… Pero entonces, ¿el amor es sólo una decisión que va de la voluntad que puede hasta ser fría y calculadora, por pura conveniencia, interesada y egoísta? No, en absoluto. Estamos hablando del amor  conyugal de dos personas, varón y mujer, que “estando enamoradas” deciden unirse para amarse de verdad y para siempr e. El amor, esa decisión de la voluntad, supone el “enamoramiento”, el atractivo fuerte y espontáneo, la “química” de “gustarse el uno al otro porque si”, porque se siente hechos el uno  para el otro, pero el matrimonio no puede apoyarse sobre el “enamoramiento”, sobre el “atractivo”. Éste es indispensable, debe existir, y mientras más fuerte, mejor será el resultado, pero siendo indispensable, no es suficiente. El aire también es necesario e indispensable para vivir, pero no es suficiente, ¡nadie puede vivir de puro aire! Es evidente que el enamoramiento y amor parten juntos, están muy unidos y a primera vista  parecen una sola realidad, pero sabemos que en la vida amenaza fácilmente la separación y, si desaparece el enamoramiento, el atractivo pasivo, y no hay un amor fuerte, una capacidad de amar, de  jugarse por el bien del otro – y de los otros-, lo que significa buscar el bien verdadero de la familia y de la persona que sufre por ese desamor, el matrimonio fácilmente se desintegra y, con él, la familia. Pero, si desapareció el enamoramiento, el atractivo, ¿vale la pena seguir viviendo juntos, por puro “esfuerzo de la voluntad”? ¿Será eso amor verdadero? Llegada la situación a ese extremo, debemos reconocer que la vida en común se vuelve insoportable, pocos la resisten si sólo están motivados por el  bien de los hijos, y casi todos terminan buscando compensaciones por fuera, o con amantes ocultos o decididamente estableciendo otra unión. Ésta es la triste realidad. Entramos aquí en una situación, por desgracia, muy común, pero extrema, que es el final de un recorrido en el que se han cometido muchos errores, que normalmente, con una buena formación, se habrían podido evitar. El gran error consiste justamente en confundir amor y enamoramiento. Si acepto esta verdad, que el enamoramiento es indispensable, insustituible, pero que su control no depende de mí, sino que depende de lo que despierta en mi la otra persona, y acepto que el amor, en cambio, como hemos explicado, depende de mi decisión de jugarse por el otro, llego a la conclusión de que el amor puede y debe ser “cultivado”, cuidado, estimulado, enriquecido con actitudes y gestos que despiertes respuestas creadoras, gratificantes, que hagan crecer el “enamoramiento”, el atractivo del otro, no sólo en el sentido “físico exterior” que con La edad y la rutina lentamente se pierde, sino el “enamoramiento” más profundo, la valoración de la persona entera, la admiración por sus más nobles cualidades “cultivadas”, desarrolladas, estimuladas, porque cada uno da lo mejor de sí y se llega de esta manera a la hermosa síntesis de que “amor” y “enamoramiento” llegan realmente a fusionarse, nunca a confundirse, y en ese caso uno ya no sabe si ama “porque está enamorado” (fuerza exterior), osi está más enamorado que nunca porque ama de verdad (fuerza interior) y es amado a su vez de verdad. El amor es, sobre todo, “una decisión”: decido regalarme al otro y acogerlo como es, porque amo y quiero amar más, quiero ser feliz al hacer feliz a otro. Para llegar a esta cumbre del amor humano – y cuántos hermosamente llegan-, no se puede plantear  el matrimonio como puro amor-atractivo, sino como “atractivo” + “capacidad de amar”; se trata de  jugarse por el otro y tomar la decisión de querer cuidar como sagrado ese amor, que es amor siempre frágil, expuesto a la rutina y al desamor, sujeto a nubarrones que ocultan el atractivo visible. El que lo haya experimentado asegura que está vivo, aun invisible e insensible, en el momento de la desilusión pasajera, pero en esa situación la voluntad, la decisión de amar, soporta la tempestad, se aferra a la roca de su decisión de amar y tiene confianza en que reaparecerá la alegría de la reconciliación, de sentirse amado el uno por el otro, no solamente porque “me agradas”, sino porque “eres tú”, por ser quien eres, “el ser que yo decido amar”. Aparece aquí el momento más sublime del amor auténtico: sentirme amado porque si, por ser yo  persona, como soy, y no amado porque “me porté bien”, “te di el gusto”. Nunca el amor es tan grande y tan auténtico como cuando es plenamente – estupendamente-, gratuito, sin otra explicación que “el amor mismo”, porque si, porque te amo y no puedo no amarte, “estés como estés”, porque tú eres “mi amor”, y quiero que lo sepas. Ella era una chiquilla de 15 años, muy atractiva. Cursaba el 3° medio. El, un joven mayor, muy  buen mozo y de mucho “porvenir”. El se enamoró locamente, pero no podía salir con ella y pololear,  porque el padre de la niña era muy estricto y se oponía absolutamente a que su hija, tan joven, se comprometiera en un pololeo que la podría desilusionar fácilmente y hacerla sufrir. Aceptó finalmente el pololeo para cuando ella terminara su enseñanza media. Así, el joven tuvo que resignarse a manifestar su “amor” desde la distancia. Todas las tardes, cuando sabía – o controlabaque su “amor” había regresado a casa, protegida desde el colegio por su padre, el joven circulaba por  horas en motocicleta en derredor de la cuadra de su amada, haciendo el mayor ruido posible bajo las ventanas para enviar mensajes cifrados de apasionado amor a su inalcanzable “Dulcinea”. Pasaron los años de colegio fijados por la autoridad paterna y la niña pudo salir a pololear libremente. Cuando ella cumplió la mayoría de edad, en esa época los 21 años, pudieron contraer matrimonio. A los 3 años de casada, ella vino a consultarme para alcanzar una solución a su problema. Su “enamoradísimo pololo” se había vuelto frío e indiferente, no se preocupaba más de ella y un día una amiga lo vio paseando por Viña con una jovencita, en forma claramente comprometedora. - Yo lo supe y lo enfrenté. Al principio me lo negó, pero después lo reconoció y largó toda la verdad. - Si, es cierto – me dijo- estoy enamorado de esa niña. Pero mira, voy a decirte toda la verdad. Me enamoré de esa niña porque la encontré igual a ti cuando te conocí: los mismos ojos, la misma carita, el mismo corte de pelo, el mismo porte al andar. Sí, me enamoré de ella, como me enamoré de ti cuando te conocí. ¿Qué culpa tengo yo si ahora no siento nada por ti? ¿¡Qué le voy a hacer!? Hasta aquí el hecho real. Veamos evidentísima la confusión entre enamoramiento y amor. El joven se casó enamoradísimo, pero no sabía “amar”. Se casó por el atractivo, y mientras duró el atractivo, duró la conveniencia. Se perdió el atractivo y ya no había nada que sostuviera el matrimonio y todo terminó. Si el amor humano se apoya sólo en el atractivo, habrá tantos amores cuantos atractivos aparezcan y sabemos que “los atractivos nuevos” son siempre más poderosos que nos ya conocidos. Si la verdad fuera ésta, el amor humano sería siempre terriblemente inconsistente, como lo es actualmente en tantas  parejas. El resultado final sería que los matrimonios no podrían ser nunca felices, porque sin esta estabilidad, no puede haber felicidad. La inseguridad es una amenaza constante al amor conyugal. La seguridad no la puede ofrecer el enamoramiento, tan dependiente de lo de afuera. La seguridad la puede aportar sólo el amor, la decisión de amar. Con razón la experiencia histórica lo afirma claramente en la fórmula clásica de todas las culturas  para celebrar el matrimonio: el representante de la sociedad no te pregunta si “estás enamorado”, sino te pregunta “¿quieres como esposo, como esposa a…? El matrimonio debe tener por base un compromiso serio, no sólo una emoción, un atractivo, por   poderoso y aparentemente irresistible que sea. Por estos motivos, el matrimonio es una empresa de adultos, de personas maduras psicológicamente, que saben lo que hacen, que conocen las responsabilidades que asumen y tienen capacidad espiritual, mental, moral, decisional para comprometerse a cumplirlas. Contraer responsablemente matrimonio, supone y exige “formación”, capacitación para enfrentar  los desafíos que se presentan y un cierto conocimiento indispensable de los posibles problemas. Una seria y oportuna preparación al matrimonio es una primera garantía de mejor convivencia. Cabe destacar, por consiguiente, la importancia del tiempo de “noviazgo”, para conocerse lo más  posible no solo en gustos y aspiraciones, sino sobre todo en la conducción de las relaciones, es decir, en descubrir entre ambos la capacidad de adaptarse en las diferencias, aprendiendo a enriquecerse en la diversidad, abriéndose lo más posible al conocimiento mutuo, para encontrar el camino común del crecimiento personal sin sacrificar la originalidad del otro. El paso de pololos a novios no lo da la fijación de la fecha de matrimonio, sino la decisión de confrontar seriamente sendos proyectos de vida y cerciorarse de si logran integrarlos en un proyecto común que los una en un ideal de vida que favorezca el crecimiento de cada uno en su originalidad. El darse cuenta a tiempo de que no están hechos el uno para el otro, porque descubren que no  pueden conciliar un proyecto común, los libera del fracaso dolorosísimo de constatarlo irreparablemente después de casados. Son los dos errores extremos en el noviazgo: el no “pelearse” nunca y el pasar en “continuos conflictos”. No digo que sean señales fatales, pero son señales que deben ser tomadas en cuenta. El no tener ningún conflicto puede ser señal de buen carácter y de buena adaptación, pero también  puede ser señal de que no profundizan las relaciones interpersonales, no se dan a conocer a fondo y tal vez ocultan su verdader apersonalidad. El miedo a perder al otro puede exigir un esfuerzo de adaptación que produce la ilusión de una  buena armonía, pero ese esfuerzo después se revela inconsistente, porque pierde la motivación de la conquista. El peligro está en una relación superficial. El otro extremo es: “pasamos peleando, pero nos ponemos siempre bien…”. El conflicto es siempre señal de que algo no funciona, que la desadaptación es evidente. Estando enamorados, el atractivo es siempre más fuerte que el disgusto de la incomprensión, y al principio es fácil superar los conflictos,  pero es siempre pelogroso no tocar el fondo de las causas, el no querer remediarlas, corrigiendo los defectos evidentes. En todos los casos, la señal inequívoca de un caminar seguros hacia una buena relación firme y  prometedora es el crecimiento de la confianza, la serenidad en las relaciones, el sentir amor profundo hacia la persona del otro a pesar de ver claramente sus limitaciones, pero sobre todo “la superación de todo estancamiento”.  Ñps defectos y fallas seguirán existiendo, pero es negativo y contraproducente dejarlos pasar, o  peor, “defenderlos”, como si fueran un bien, un valor. Reconocer los propios “defectos” y comprometerse a luchar para superarlos es señal de vitalización de la relación, es señal de crecimiento y de voluntad de amor para hacer feliz al otro. Si no se ofrecen mutuamente logros concretos, aunque pequeños, y no se abren con confianza descubriéndose como son y como aspiran a ser, reconociendo su parte oscura de la propia personalidad, vivien sólo de ilusiones sobre su futuro.  Nadie se haga la ilusión de poder cambiar al otro. Sólo se puede motivar y estimular al otro a cambiar, pero todo cambio real sólo se produce por dentro, por una decisión interior, motivada por el amor y por un ideal superior. Creían concoerse, pero en realidad nos e conocían realmente y se casaron muy enamorados creyendo que se complementaban mutuamente. El era mayor que ella, muy realizado profesionalmente, y solo aspiraba a tener una mujer al lado para protegerla y beber de su ternura. Ella, muy insegura en su  personalidad, pero aparentemente muy decidida y emrpendedora, vio en el la solución de su inseguridad emocional y de sus problemas familiares. Se casaron rápidamente (un año de noviazgo) y el la mimó como pudo. Ella se dejaba amoldar a su “exigencias” (que eran todas cariñosas), y el se sentía feliz de cuidar y agradar a su “niña”. Ella se resistió a tener hijos por sentirse insegura de si misma. Pasaron algunos años y ella fue “creciendo” como persona, pidió más espacio de comunión, y empezó a sentirse insatisfecha de la pura condescendencia “paternalista”: quería tener un “partner” a la  per en frente y el se resistía, no podía aceptar el cambio, le parecían quejas “insustanciales”: no te falta nada, te quejas de llena… y la insatisfacción mutua fue aumentando. Las señales de alamra no fueron escuchadas. Ella empezó a retraerse, a no expresar más sus inquietudes, a tener miedo a las reacciones de el, y a su vez, a dejar correr las cosas, confiando en que se arreglarían por si solas con el pasar del tiempo.  No se comunicaron profundamente. El vacío se hace siempre insostenible, en cualquier  matrimonio, y nunca faltarán ocasiones para llenarlo. Ella se enamoró de otro, se asustó, trató de pedir  ayuda insinuándole a el que veía en peligro de interesarse por otra persona; el se ofuscó y le insinuó que no toleraría nunca una traición, como una deslealtad sin nombre; y de silencio en silencio, de distanciamiento en distanciamiento, lleharon al enfrentamiento violento y, finalmente, a la separación con todas sus dolorosas consecuencias para ambos.  No se habían propuesto, al conocerse, un proyecto común (sólo tenían expectativas comunes que no eran suficientes). Ella se cansó de tener al lado a un “papá” protector y proveedor. Al terminar una etapa válida y satisfactoria para ambos – se creían realmente muy felices, lo reconocen ahora-, ella empezó a cambiar, a desear un compañero de tura que la dejara ser “ella”, a tomar sus decisiones y a correr sus riesgos como persona, a sentirse acompañada en libertad y no en “amorosa sumisión”, pero sumisión al fin, y se independizó. Las diferencias, por las que se buscaron, se transformaron en obstáculos; no aceptaron eld esafío de crercer juntos y de dejar crecer al otro para complementarse a un nivel superior; no supieron abrirse a la plena confianza, acogerse en la verdad, aunque dolorosa, pero en la verdad, que siempre libera, y la ruptura llegó inevitablemente.  No faltó solo tiempo: faltó intención y necesidad de concoerse más a fonfo para fundar una familia. Estaban tan enamorados, eran tan estupendos los dos y se sentían tan el uno para el otro, tan complementarios… pero no se dieron cuenta a tiempo ni sospecharon que las personas van cambiando, se desarrollan, sienten nuevas necesidades, buscan nuevas plenitudes. El amor auténtico no es observador; es fiel, pero es creador, estimula el crecimiento, abre horizontes, no se asusta de la legítima libertad, ofrece espacio a la originalidad del otro, pero siempre en función de la “comunión”, de una unión a más alto nivel.  No basta estar y sentirse enamorados, no basta la buena voluntad de amar al tro, no basta la sinceridad y la honradez de las intenciones: el matrimonio en sí es maravilloso, pero es difícil. Exije muchos recursos de conocimiento mutuo, de aprendizaje de comunicación en profundidad, de crecimiento en la confianza para revelar con humildad los propios vacíos, en la medida que se descubren; capacidad para aceptar sorpresas desconcertantes, humildad en reconocer erroes, tanto involuntarios como por orgullo, disponibilidad para saber pedir ayuda, reconocimiento de la propia fragilidad.  No se puede pretender tener todas esas cualidades experimentadas antes de casarse, no; por  supuesto que una madurez no se improvisa ni puede exigirse al comienzo de una experiencia, pero si, es imprescindible que ese horizonte de cualidades y exigencias estén a la vista, sean reconocidas como válidas, y sean buscadas y ejercitadas pacientemente y con perseverancia en la medida que se va descubriendo su necesidad. Nada puede improvisarse desde cero, pero tampoco nada puede descuidarse y dejarse solo al azar. El amor es una plantita delicada. Exige cuidados especiales. 6. Se casan creyendo que es fácil amarse, como fue tan fácil enamorarse… y descubren, después, que amar es difícil y exige vencerse, pero el resultado es maravilloso. ¡Ninguna cosa fácil es maravillosa, y ninguna cosa maravillosa es fácil ni está al alcance de la mano! Todo lo grande, lo valioso, exige esfuerzo. Así es la vida real, a diferencia de las películas. Lo que realmente vale, cuesta conseguirlo. Se  premian logros difíciles y la felicidad es un premio. La gran ilusión de los enamorados es siempre la de creer que el amor de casados seguirá fluyendo tan espontáneamente y tan felizmente como fue su primer encuentro y su pololeo, que basta “quererse”, sentir el amor ardiente que los une, y que todo seguirá así, “viento en popa y luna llena”… Podrá tocarle esa suerte a un matrimonio entre mil, pero “norlamente” sucede lo contrario (no  porque “deba” ser así, sino porque “así sucede” en la realidad). En la convivencia diaria, los esposos se muestran realmente como “son”, esto es, personas con limitaciones, con “deformaciones”culturales y temperamentales –recordemos que no existe el “mal carácter”, solo existe “un carácter mal cuidado” o “malamente educado”-, defectos hereditarios o adquitidos, que al principio no se notan o no molestan tanto, pero que con la repetición llegan a exasperar. Surgen diferencias de gustos y de intereses que manifiestan tendencier divergentes, las cuales se traducen en que prácticamente “cada uno tira para su lado”, y surge la defensa del propio yo, que se siente amenazado, pasado a llevar no tomado en cuenta como “antes”. Aparece la tentación de defenderse, de encerrarse en sí mismo, de empezar a desconfiar de la verdadera personalidad del otro, de temer abrirse por miedo a una mala acogida y al sufrimiento. Las pequeñas incomprensiones se van acumulando y las personas del ser amado, en lugar de ser un estímulo como antes, empeiza a aparecer como una “potencial amenaza”. En lugar de seguir esperando del otro una “gratificación”, se tiene una frustración. Se empieza a sentir una sorpresiva e inesperada herida, una incomprensión siempre dolorsa, y lentamente se va formando en la mente la duda: “¿Habré elegido bien? ¿Me habré equivocado al casarme? ¿Por qué me habré metido en esto?” Es el momento de licado de la crisis existencial que, según mi experiencia, ningún matrimonio, por  estupendo que sea, ha podido o podrá evitar. Es una “quebrada”, un paso escabroso en el camino de la vida en común, que ninguna pareja dejará de atravesar. Es el momento importante del paso decisivo del “amor adolescente” al “amor adulto”: el amor  adolescente, inmaduro, se casa con el “personaje” (el que imagina que el “otro es”). El amor adulto se casa con la “persona” (el que el otro es realmente).  No es que “uno” se haya equivocado con respecto a la realidad del otro. La verdad es que los dos han entrado en el “juego del personaje”, sin darse cuenta; sin prpoponérselo, perod e hehco estimulándose mutuamente, cada uno ha “jugado al personaje”, o sea, ha dado realmente “lo mejor de si”, se ha esf orzado en presentar al otro su mejor cara, en parte para conquistar y en parte porque el estímulo del otro era tan fuerte que no le costaba nada dar lo mejor de si. En cambio, ya casados y “asegurada” la conquista, empieza la “normalidad”. Cada uno se muestra como es, vale decir, como fue siempre, en su casa, en su trabajo, en todas sus relaciones, y la “ilusión ficticia del todo color de rosa” ¡desaparece!, asoma la desconcertante “realidad” que “es como es”; es decir, por un lado “no responde a las expectativas” y es desilusionante y, por el otro, presenta un gran desafío: “¿Eres capaz de amarme así como soy? Cuando te casaste conmigo, ¿pensabas amamrme sólo si y en cuanto te agradaba, o estuviste dispuesto(a) a amarme de verdad, siempre, por mi bien, por ser  yo esa persona, cuando te complazo y cuando no soy capaz o no me resulta complacerte?” En esos momentos de crisis aparecen siempre estas preguntas secretas, que ambos no se atreven a formular al otro y que tal vez ninguno es capaz si quiera de formularse honradamente a si mismo. Es difícil poner en primera persona esas preguntas, pero de alguna manera surgen todas en el fondo del  propio ser, a veces expresadas en otra forma más cruda y cruel: “¿Y quién me paga para seguir en este asunto? Me dan ganas de amdnarme a cambiar y dejar todo botado… Para esto no valía la pena casarse…” De una manera u otra, es la misma crisis. Es precisamente en estos momentos cuando se rpesenta la ocasión de tomar las grandes decisiones, tomar en serio el compromiso asumido, amar de verdad al otro, jugarse el todo por el todo por el otro, aceptar amar al otro como es, enfrentar la crisis con humildad y veracidad, tratando de tocar fondo. Se necesita aprender con calma a distinguir lo que es “fundamental” de lo que es “secundario” en la vida matrimonial, lo que es consistente y profundo y que vale de todas maneras, y lo que es ocasional e intrascentdente, superficial, fruto de un mal momento o de una mala interpretación de un mensaje, de un gesto, una falta de atención, una irritación mal expresada o una indiferencia o desconsideración, fruto de un cansancio momentáneo y no de un desamor o de una pérdida real de interés. “Un invendio bien administrado puede dar buenos dividendos”, dice un viejo refrán. Toda crisis  puede ser transformada en un desafío para crecer, para tomar decisiones a fondo, para revisar  seriamente y en profundidad y la propia vida y la mutua relación en apreja, siemrpe que esté firme, en el fodo, la convicción inquebrantable de que el compromiso de amarse está fuera de discusión, que no hay “dudas de fondo” sobre el amor mutuo, porque no hay motivos serios para cuestionarlos. La situación dolorosa del momento, muy real, por cierto, no debe desconocerse ni dejar de tomarse en cuenta. Al contrario, debe dársele la importancia que tiene, es decir, tomarla como síntoma revelador  de que algo no funciona bien, y trata de descubrir la raíz del problema. Es importante, sobre todo, hacer  aflorar con delicadeza, sin enjuiciar ni culpar los sentimientos heridos, esforzándose cada uno por   ponerse en el lugar del otro, de comprender lo que le sucede por dentro, sin sentirse acusado, sin disculparse con razones, sino aceptando humildemente que los hechos, los “porfiados hechos”, se dieron así, haya o no haya habido intención de herir. La buena voluntad o la correcta explicación no cambia el dolor sufrido por la otra persona. Lo que importa en ese momento, para superar la crisis, no es “demostrar que no hubo intención de herir”,  porque sería contraproducente; en efecto, recalcaría que el dolor de la otra persona no tiene  justificación, es “tonto” y, por tanto, agravaría la herida. En cambio si la persona interesada en reparar “asume” el dolor de la otra sin dar explicaciones, sino sencillamente “compartiendo el sufrimiento del otro aquí y ahora” , entrando en sintonía con el dolor  manifestado, haciéndolo propio, se produce la comprensión que libera las tensiones y reaparece la comunión de personas, cada uno se siente de nuevo amado por el otro y la crisis pasa a ser beneficiosa,  porque descubren, en la prueba, que se aman de verdad, porque el uno se interesa a fondo por el otro. Ama al otro como “es” y no como “debería ser”. Ella es matrona y madre de dos hijas pequeñas. El es muy buen profesional, médico, y ambos están entregados profesionalmente al servicio de los más pobres. Queriéndose mucho, tenían dificultades serias entre als exigencias del trabajo – renunciando a honorarios altos hay que trabajar más tiempo para sostener a la familia- y la atención esperada por la esposa y los hijos, siempre deficitaria. Los escuché en varias oportunidades para aliviar en conflicto y limar asperezas. La última vez que los vi, el declaró confiado que las cosas marchaban mejor, y que estaban logrando el equilibrio. La señora lo miró y, con pena, dirigiéndose a mí, dijo: - Si, estamos mejor, pero todavía hay algo en mí que no le puedo perdonar todavía… El la miró extrañado. Ella prosiguió: - Si, no te puedo perdonar que hace cuatro años, cuando nació nuestra segunda hija, tú me hayas dejado sola en el hospital… - Pero, ¿Cómo? ¡Por favor! Si ya lo hemos hablado – contestó angustiado-. Yo te pedí perdon, te  prometí que nunca más lo volvería a hacer. Me sentiría ahora incapaz de volver a hacerlo, me resulta absurdo que haya podido por un momento parecerme más importante el trabajo que el nacimiento de un hijo, no podría ni ocurrírseme hacerlo –y me miró consternado como diciéndome “qué más puedo hacer” y, en cierta manera, insunuándome que ya el problema era de ella, de su incapacidad para superar esa situación y de perdonar… Yo me di la vuelta hacia ella y le pregunté: - ¿Cómo te llega su respuesta? Ella la miró con pena y me dijo: - No me llega. - ¿Te das cuenta de que su dolor persiste aquí y ahora? Ella está sufriendo ahora, no es sólo unr  ecuerdo doloroso, está vivo y presente. Haz algo aquí y ahora por ella. El me miró perplejo, la miró a ella con cara dolida, y confundido exclamó: - Realmente no se que hacer, la veo sufrir y me duele; quisiera ser capaz de hacer cualquier cosa  para aliviarla, pero no se. Yo me dirigí a la señora y le pregunté: - ¿Cómo te llega ahora lo que dijo? Y ella, emocionada, contestó: - Ahora me llega. En la primera respuesta, els e había disculpado, había tratado de demostrar con razones, no con sentimientos, que todo había sido ya reuselto con su propósito de buena voluntad y su arrepentimiento, sin duda valiosos y sinceros, pero que no tocaban el problema de fondo. Ella había sufrido por causa del, y el, en cambio, con todas sus explicaciones, no había sufrido nada – al parecer- por los sufrimientos de ella, o, al menos, no había sabido manifestarlo. Cuando expresó sus sentimientos, su impotencia para aliviar la carga y su dolor por no lograrlo, hubo comunión de personas, en el mismo plano de los sentimientos dolorosos, y la comprensión alivió la tensión. Comulgaron en el mismo dolor. Hubo comunión. La “comprensión” de la cual estamos hablando no es de tipo intelectual; intelectualmente, el había comprendido perfectamente lo que le pasaba por dentro a ella, pero emocionalmente no lo había incorporado, para vibrar en la misma frecuencia. El no le había hecho sentir que el dolor de ella era ahora su propio dolor. Si no hay comunión de sientimientos, el amor es, en ese momento, teórico, racional, frío, incomunicable. Es muy importante aprender a usar “la misma frecuencia emocional” en las relaciones de amor. Para resolver una crisis, y las crisis conyugales son siemrpe emocionales (de incomprensión en lo que le pasó por dentro a cada persona), es imprescindible haber hecho ejercicios de “comunicación”, de expresar los sentimientos profundos, para aprender a usar la misma frecuencia. Regulatmente, en las parejas, por falta de información clara, cad auno usa una frecuencia distinta,  por decirlo así: uno habla, transmite en FM, y el otro maneja solo – en ese momento- la frecuencia de AM, y nunca sintonizan. Uno (ella generalmente) pide comprensión (onda FM), y el otro (él generalmente) contesta con una explicación o un consejo (onda AM), y la incomprensión es total y dolorosa. Ella es psicóloga, y el, gerente de una empresa. Ambos habían aprticipado en reuniones en las que yo había explicado la importancia de la comunicación auténtica, que se logra con la expresión de los sentimientos, que son la reacción más espontánea, profunda y personal. Ella me confesó que una noche estando pacíficamente acostados, quiso poner en práctica la “teoría”, por estar atravesando por un buen momento. El relato posterior fue de los dos. Ella: - Yo me abrí expresando mis sentimientos, pero fue un desastre. Su teoría no sirve (dirigiendose a mi), esa noche salimos peleando. El: - Nunca tuve tanta buena voluntad para ayudar a mi mujer como esa noche, pero fue imposible. Surgió una pelea que nos dejó tres días sin hablarnos. ¿Quién entiende a una mujer? Se enoja hasta cuando uno tiene la mejor voluntad para ayudarla. Ella: - Me hubiera dado un beso siquiera. ¿Qué había pasado? Ella realmente – en el primer acto de la discusión- actuó en forma correcta. Expresó sus sentimientos. Relató lo que había sentido, desahogándose: - Estoy agotada. En el hospital, puros casos agobiantes. Llego a casa, los niños se la pasan peleando, ya no doy más. El: - Bueno, deja el trabajo, nos podemos arreglar sin esa plata, yo suplo… Ella se indignó por el consejo porque quería a su trabajo y solo deseaba sentisre psicóloga en su realidad. Ella había hablado en FM, expresando limpiamente su agobio, y el le contestó en AM, con un consejo, sugiriénsole lo que “podía”, o peor, “tenía” que hacer. Ella quería desahogarse, sentirse comprendida, acogida, valorada en su incomodidad profunda, pero en verdad, pasajera. El le ofreció una solución, seguramente válidad en cuanto al “hacer”, pero no válida en el “sentir”, porque lo que sentía ella no fue tomado en cuenta. Al contrario, ella se enojó, porque inconscientemente tradujo la respuesta de su marido como un enjuiciamiento, como si le hubiera dicho: “Te quejas porque quieres. Basta que dejes el trabajo y todo se ar regla”. En el fondo, ella interpreró: “Me siento incomprendida en el trabajo y por mis hijos en la casa y, sobre tdoo eso, además me dicen que la culpa es mía. No lo acepto”. El enojo era inexplicable. La buena voluntad del marido, por cierto indiscutible, pero inoperante – al contrario, contraproducente-, no resolvió el problema y surgió el confrlicto. No usaron la misma frecuencia y la comprensión fue completa. Por algo ella exclamó espontáneamente en el relato sucesivo: “Por último, me hubiera dado un beso siquiera”; lo qie anhelaba era una acogida “afectiva” y no “intelectual”, por muy razonable y válida que fuera. Cuando hablamos de comprensión, queremos hablar de la comunicación afectiva, emocional, al mismo nivel de intimidad y no en el puro nivel intelectual, de las ideas, de los consejos, de los juicios. Es bueno recordar que, en general, la esposa pide siempre y primero “comprensión afectiva” y no “solución” rápida de su problema. El varón está más acostumbrado, frente a un problema, a buscar y ofrecer luego soluciones, y choca con la expectativa de la mujer, que espera ante todo acogida afectiva, comprensión. En el caso citado, el marido trató a la esposa como gerente, dando soluciones a los problemas. El da  prioridad a la solución de los problemas y no al problema de la persona, como pedía ella. Esa es la diferencia entre tratar un “negocio”” y tratar “una relación conyugal” (y más tarde la familiar). En la oficina, un gerente “despacha problemas”, está en ese puesto para r esolverlo. En la casa, no rige, en  primer lugar, esa eficiencia. La vida pide una eficiencia de otro tipo. El centro es el problema de las relaciones afectivas, que las personas “se sientan amadas”, y no solo que la “casa”, como “estructura”, funcione bien. Lo interesante de las reflexiones que surgieron de ese episodio fuq ue las esposas presentes en la reunión, acotaron con hornadez que todas se sentían un poco “gerentes” con sus hijos, porque casi siemrpe, en lugar de tomar en cuenta primero lo que “sentían” ellos, “despachaban enseguida sus  problemas” y no daban importancia a sus emociones. Reconocieron que el problema de usar  frecuencias diferentes en la comunicación no era un problema “masculino”, sino un problema  profundamente humano de ambos sexos, un problema de educación en la comunicación, de conocer, valorar y respetar los sentimientos propios y ajenos. Si uno no sabe reconocer y expresar los propios sentimientos, menos podrá acoger y respetar, valorando, los sentimientos de otra persona. Respetar y valorar los sentimientos del otro  Nunca se insistirá suficientemente en la importancia de respetar y valorar los senimientos de la otra  persona en la convivencia matrimonial. Es tan fundamental, que los ma yores problemas de la convivencia surgen especialmente de la “incomprensión”, y la incomprensión es justamente el resultado de no saber reconocer, respetar y tomar en cuenta lo que “siente” la otra persona. Una cosa es “entender” a la otra persona, y otra muy distinta es “comprenderla”. Entender y captar  con claridad lo que la otra persona nos dice, es mirar desde afuera la realidad de la otra persona. Comprender, en cambio, es mirar “desde adentro” de la otra persona, tratar de ver la realidad como la ve el otro. No se trata de darle la razón, o de pensar y sentir como la otra persona. Sería falso, o sería  perder la propia personalidad. Se trata, en cambio, de tratar de descubrir e identificar las razones que tiene el otro para reaccionar de esa manera. Es tratar de ver como ve el otro, sin enjuiciar como ve. Solo se trata de ver por un momento con los ojos (o anteojos) del otro, para poder “comprender” lo que le pasa por dentro. Esa persona puede estar totalmente equivocada, pero ve erróneamente las cosas de esa manera y desde esa posición reacciona. Sin interpretar mal lo que sucedió, es natural que reaccione mal. Al  ponernos en su lugar, tratamos de comrpender su reacción. Podemos así, explicarnos esa reacción (no se trata de aprobarla). Si una persona tiene un defecto en la vista y el rojo lo ve verde, afirmará convencida que un tomate no está maduro, y nosotros, en cambio, vemos claro que está bien rojo y bien maduro, pero “comrpendemos” su sinceridad y su error y podremos ayudarla sin herirla ni descalificarla. La comprensión es amor verdadero. Si sólo “entendemos”, sin duda traducimos bien lo que la otra persona nos expresa: “que el tomate está verde”, y como vemos que está equivocada, la rechazamos y la herimos discutiéndole. Si, en cambio, hacemos el esfuerzo de comprenderla, de ponernos en su lugar, tratando de captar lo que le  pasa, aceptamos con naturalidad que se equivoque, no dudamos de su sinceridad y sólo le haremos ver  su inexactitud, explicándole cómo vemos nosotros la realidad, pero sin condenarla ni descalificarla. En este ejemplo se trata sólo de un error físico, fácil de superar. Pero cuando la percepción no es tan clara, como sucede con los sentimientos, que se entrecruzan y nos confunden, el “comprender” es más difícil y habrá que ejercitarse mucho más para comprenderse; pero los resultados son tan maravillosos que abren el horizonte a la felicidad de sentirse comprendidos, aceptados, como uno es, respetado en su intimidad y valorado en su propioa identidad, porque el “sentir” no es en sí ni bueno ni malo, “es”, “sucede” en el interior de la persona, y como tal, es algo personal, “sagrado”, digno de respeto, como expresión de la personalidad original. Despreciar o desvalorar un sentimiento auténtico, es despreciar y desvalorar a al perosna misma que lo expresa como intimidad suya. Cuántas heridas innecesarioas se producen por desconcoer estas realidades de la persona. En toda relación de personas debemos partir aceptando esta verdad fundamental: “los sentimientos son sagrados”, no se pueden juzgar como “malos”, “buenos”, “válidos” o “inválidos”, “deseables” o “indeseables”. Son “así”, reales, porque son reacciones espontáneas a un estímulo y no depende de uno tenerlos o no tenerlos en ese momento: brotan solos, pues no somos libres de que aparezca o no aparezca un sentimiento. Hablamos aquí de “sentimientos” como reacciones epsotnáneas e incontrolables, “interiores”, que no dependen de la voluntad. Otra cosa es una reacción voluntaria y de liberada provocada por un sentimiento, reacción que puede ser proporcionada o desproporcionada, y de la cual cada persona debe responder. Sentrir frñio, sentir náusea, sentir asco, sentir pena, rabia, susto, preocupación, ternura, simpatía, son reacciones interiores espontáneas, que no depende de uno tenerlas o no tenerlas, sentirlas o no sentirlas. Surgen de la propia naturaleza de la persona. Si esa rabia y el expreso con un gesto ofensivo, ese gesto, esa actitud ya es mía, de mi libertad y de mi responsabilidad. Esa reacción es controlable, depende de mi voluntad controlarla o, al menos, dependerá de mi educación anterior haberme ejercitado en controlar mis reacciones exteriores debidas a las espontáneas anteriores. Lo mismo debemos decir de la envidia, del rechazo que a veces llamamos “odio”, del miedo y de todo otro sentimiento espontáneo que surge libremente en nosotros: son reacciones espontáneas, siempre válidas si son interiores; no válidas, si se expresan mal exteriormente (actitudes). Cuando no respetamos los sentimientos tal como son y los juzgamos como “malos” o “tontos” o “rechazables”, herimos a la otra persona, la descalificamos, y ella se siente “incomprendida”, herida en su intimidad, porque los sentimientos expresan la propia personalidad más íntima, más sagrada, más inviolable. Pisotear un sentimiento auténtico es pisotear a la persona en su identidad más profunda. La expresión de un sentimiento en sí auténtico, puede mezclarse con “actitudes” desconcertates de rabia o de rechazo. Una persona llora porque sufre; junto a la pena verdadera y profunda puede expresar con el tono, con las palabras o los gestos un gran rechazo, expresar que no quiere saber nada de la comrpensión del “otro”. En ese caso, el “otro” no capta la pena auténtica, que debería despertar  comprensuión, sino que capta sólo el rechazo y responde fácilmente con su propio rechazo y empeora la situación. En este caso se mezckan sentimientos ya ctitudes, y todo se confunde. Si una persona se siente dolida, y conserva heridas profundas y repetidas, no puede reaccionar bien ante el primer gesto de comprensión del otro, porque no le cree y lor echaza. Si la persona afectada, que tenía buena voluntad para “aliviar la carga”, se siente rechazada, fácilmente queda a su vez herida, se siente ella también pisoteada y se distancia más. El círculo se vuelve vicioso. Para romper esa espiral de incomprensión y de rechazo mutuo, ambos necesitan sentirse escuchados y respetados en sus sentimientos, muy legítimos y dignos de ser valorados en cada uno. Un tercero que los escuche y ante el cual puedan expresarse a fondo sin sentirse juzgados, permite a cada uno darse cuenta de lo que le pasa al otro y más fácilmente bajan las tenciones, y así uno puede asumir el dolor  del otro. Es muy importante que cuando uno se abra, el otro no interrumpa y le permita desahogarse a fondo, expresando con toda libertad sus emociones, siempre que sean emociones, sentimientos de lo que le ha  pasado íntimamente, y que no sea enjuiciamientos, acusaciones directas o indirectas que insinúan la culpabilidad del otro, porque éstas provocan más reacciones de defensa, las que volverían más insostenible la situación. Faltando untercero capacitado para ayudarlos, podrían intentarlo los dos solos, pero preparándose mutuamente, comprometiéndose seriamente a expresar lo que siente cada uno y a no interrumpir al otro  para rectificar sus afirmaciones, para evitar decididamente todo enjuiciamiento o acusación. Ejemplo: “Me sentí muy ofendida por lo que dijiste de mi madre”… es expresión nítida de un sentimiento. En cambio: “Tui fuiste muy duro con mi madre” es un enjuiciamiento y provoca una reacción de defensa. La comunicación se hace imposible y sólo se engancharían en una nueva discusión. El secreto está en aceptar que “los sentimientos”, lo que sucede íntimamente a cada persona, son “sagrados”, no se pueden tocar, juzgar, condenar, cambiar. Solo se pueden acoger con respeto como válidos y dignos de consideración. En un segundo tiempo, se podrán dar explicaciones y aclarar  intenciones. Es fácil y más común equivocarse sin darse cuenta, y, con la mejor intención, provocar resultados desastrosos. Ella le expresa su “sentimiento”, lo que experimentó interiormente al recordar lo que escuchó la noche anterior en una comida en la que el se expresó despectivamente de las mujeres. Ella se sintió muy aludida negativamente. Se lo dijo. El, con la mejor voluntad, le quiso aliviar la carga y le contestó: “Pero cómo le das importancia a un chiste, fue una frase dicha de paso y que no tenía nada que ver  contigo…” El creyó que con esa explicación ella queda´ria satisfecha. Pero no fue así: a ella le había dolido y le seguía doliendo. Su sentimiento de pena era auténtico y no podía ser aliviado con explicaciones; el solo podía asumir como válido ese dolor y compartirlo dándole importancia a ese sentimiento, respetándolo en su legítima expresión: la pena. En cambio, lo desvalorizó, lo consideró como “equivocado” y, sin quererlo, agrgó otra pena, la de hacerle creer que sufría tontamente, sin razón, porque no entendía nada (luego, era “tonta”). A primera vista, este análisis aparece como muy rebuscado, pero la vida es así y de esas pequeñas y aparentemente “insignificantes” incomprensiones se va formando la distancia de la creciente incomprensión en la apreja y aumenta paulatina y ocultamente el “ripio” entre los dos. Si no deciden revisarse, tocar fondo en las heridas de sus relaciones, y aprender a sanarlas a tiempo, se van acumulando los motivos de desconfianza y la persona más sensible y más afectada, generalmente la mujer, se cierra en su desconfianza y toma distancia para expresar lo que siente y, en lugar de crecer en comunión y ser más felices, crece un sentimiento de soledad que nadie sabe a dónde puede conducir. La sorpresa de parejas que a los 20 o 30 años de matrimonio aparentemente normal se separan, no es tal sorpresa. Sin darse cuenta de su gravedad, estuvieron acumulando heridas no sanadas, que los fueron enfriando y distanciando insospechadamente hasta ese resultado: la convivencia se hizo insostenible. Tienen siete años de matrimonio. Se quieren mucho, pero a veces los sentimientos perturban la relación, por mala interpretación o por emitir mensajes poco claros que confunden al otro. El tuvo un trabajo excesivo ese fin de semana. Ella deseaba estar con el siquiera el domingo. El se comprometió a que iban a ir juntos ese domingo a ver un terreno fuera de santiago con otros socios y sus esposas para tomar las últimas decisio0nes del negocio en curso. Resultó que las otras esposas no aceptaron ir y ella decidió quedarse en casa, pero con la confianza de que el volvería temprano para estar con ella. No sucedió así, los hombres se fueron eun solo auto y debían someterse a un horario común. El, a media tarde, se dio cuenta de la situación y que no podía salir todavía, y ella le cortó la comunicación. Horas después, en el camino de regreso, el insistió y ella no quiso escucharlo. El regresó a las 10 de la noche. Se contró con la puerta del dormitorio cerrada con llave, y el pijama y las dos almohadas de su uso habitual fuera de la puerta. El tenía la conciencia tranquila de haber actuado correctamente y le desconcertó el mensaje de rechazo de su mujer. Recogió con calma sus pertenencias y se acostó en la pieza de su hijo. Cuando ambos me relataron el episodio, yo le pregunté a cada uno qué había sentido en esa circunstancia. Ella me dijo: - No sabía como expresar mi rabia y cómo hacerle entender que me dolía sentirme pospuesta a los negocios y a su trabajo, y que lo necesitaba. El agregó: - Yo me sentí amado. Me concentré con calma para interpretar el mensaje, leí rabia en la puerta cerrada, pero rabia por no haber estado con ella, y por tanto, leí “ganas de estar copnmigo”, y debajo de esa rabia, un gran amor mal expresado, pero comprensible. Me quedé tranquilo. Después medité en el gesto de dejarme el pijama y las dos almohadas que yo necesitaba, y leí entre líneas un mensaje de ternura y me dormí tranquilo, seguro de que todo se iba a arreglar. El amor estaba firme. El episodio fue casu simpático. Mi mujer es así y la quiero así, pero le hice ver después con calma que esperaba otra actitud de ella, y nos comprendimos. El supo interpretar el mensaje. Los sentimientos pueden estar superpuestos. Debajo de la expresión de rabia y despecho, puede haber un gran amor, un gran deseo de amar y de estar juntos, sins aber  reconocerlo y menos expresarlo correctamente. Los cónyugues deben saberse ayudar, y aprender a ayudar para comrpenderse. Fueron a verme después de tres años de matrimonio. El no se sentía querido como antes: el nacimiento de su hijo los había distanciado. Según el, ella lo descuidaba, y solo manifestaba  preocupación por su guagua, sin siquiera saludarlo cuando llegaba a la casa. Ella reconoció su descuido inconsciente y prometió satisfacer las expectativas de el. Volvieron la semana siguiente para un  pequeño control y ella, sonriente, manifestó su satisfacción por haberse preocupado de salir a saludarlo apenas el llegaba. El la miró y, con tono amable agregó: - Si, pero no siempre Ella me miró a mi extrañada como diciéndome: ¡por una vez que no pude…! ¡Cómo no comprende! Yo intervine y pregunté: - ¿Qué te quiso decir el sin decírtelo? Ella me contestó: - Que no lo saludé todas las veces. - No, eso es lo que te dijo, pero te insinuó algo sin decírtelo abiertamente con palabras, pero sí claramente con el tono… Quedó perpleja, no sabía leer entre líneas. Le insistí: - Fíjate en el tono: el “no siempre”, era amable. ¿Qué te está diciendo? Que quiere más de ti, que tu eres demasiado importante para el, que necesita que le des importancia todas las veces… - ¡Ah! Eso dijo…-y se sonrió contenta- Si es así, estoy feliz. Y el cofirmó con la cabeza que había sido bien interpretado. Darles importancia a los sentimientos y comprender bien su lenguaje es un secreto de amor. Estaban de novios, a punto de casarse, llegaron molestos a entrevistarse conmigo. En esa ocasión les preguntñe: “¿Qué les está pasando?” Ella contestó: “El acaba de decirme: ‘Tu eres incondicional de tu madre’”. - ¿Cómo te llegó esa frase? - Mal. - ¿Y qué te hizo sentir? - Que yo quería más a mi madre que a el. - ¿Y para ti cual es la verdad? - Que amo mucho a mi madre, pero que también lo quiero mucho a el. - ¿Y qué crees tú que quiso decirte? ¿Qué no quieras tanto a tu madre? - No, creo que no. - Y entonces, ¿qué crees tú que te dijo? - No se… que no le gusta como yo amo a mi madre… - ¿No será que te quiso decir: “me gustaría sentir que me amas a mí como veo que tú amas a tu madre?”. ¿No cr ees que quiso decirte eso?, ¿no te agrada? Ella miró a su prometido a los ojos y se emocionó, rodaron dos lágrimas por sus mejillas y le tomó de la mano… El también presionó su mano y le hizo entender que eso era lo que sentía… Un momento después, ella sonrió contenta y, mirándome, me dijo suspirando: - Padre, cómo necesitamos de un “traductor”. Es cierto, no siempre habrá un “traductor”, pero la buena traducción de un mensaje poco claro  puede lograrse reflexionando más en profundidad las palabras que se han escuchado, tratando de descubrir lo que el otro “quiso decir” y no sólo lo que “dijo” con esas palabras. 7. Se casan creyendo que al amarse se bastan a sí mismos, y descubren que la vida les pedriá acudir a otros. Los esposos, fácilmente se encierran en sí mismos. Su horizonte se achica y ambos pierden importantes puntos de referencia para crecer como personas. Crecer como personas es fundamental. El matrimonio es y debe llegar a ser un camino de perfección, de crecimiento personal; de lo cotrario, llega pronto o tarde a ser asfixiante, rutinario, sin estímulos vitalizantes. Muchos creen que realizar un buen matrimonio consiste en “pasarlo bien”, en ir de acuerdo, en no  pelear, en comprenderse y gozar juntos de la vida. A primera vista, parece una opción buena y valedera,  pero a la larga se revela engañosa e insatisfactoria. La persona, como persona, quiere más y siempre más. El ser humano está hecho para ideales altos, para recorrer horizontes infinitos, para ser “más”.  Ninguna “situación”, por placentera que sea, puede llenar el corazón. Las aspiraciones son infinitas. Es cierto, por un lado, que uno es más feliz cada día si sabe gozar de lo que tiene, momento a momento, si sabe vivir el rpesente como es, sin perturbarlo con sueños irrealizables y deseos inoperantes. Pero por  otro lado, también es cierto que las aspiraciones íntimas son más profundas, y el ser humano desea y sueña ir más lejos, y el ansia de ser feliz en plenitud lo deja seimpre intranquilo, insatisfecho. Algunos, ante esta realidad, se atormentan sintiéndose insatisfechos de todo y de todos, empezando con su cónyugue. Otros se acomodan blandamente en su rutina placentera del momento y pierden toda voluntad de crecer y ser más, aceptando y adaptándose a la mediocridad. Son dos extremos de sendas conductas erradas que conducen al fracaso. En verdadero camino de solución es darse cuenta y aceptar la realidad de lo humano: somos seres limitados, imperfectos, en desarrollo, no acabados, pero con una capacidad enorme de crecimiento espiritual, de amplair el campo de nuestras experiencias, de buscar y encontrar nuevas soluciones a nuestros problemas y a nuestras ansias de “ser más”. Se trata de evitar las dos posiciones extremas: no torturarnos con deseos utópicos e inconsistentes, ni evadirnos en una aceptación monótona de la chata realidad, sofocando nuestras aspiraciones. La vida e sun continuo desafío para crecer como persona, para descubrir nuevos horizontes estimulantes, y el matrimonio es el proyecto común de dos personas que vibran o pueden vibrar por  esos mismos ideales de crecer como personas, para “ser más” uno mismo –el varón “más varón” y la mujer “más mujer”- respetando los plazos de crecimiento y enfrentándose con la realidad de cada día, abriéndose el uno al otro para encotrar el camino de mutua realización de los deseos íntimos y de las aspiraciones profundas, comunicándose la propia intimidad respetuosamente, para ayudarse a crecer y realizar “de a poco” sus anhelos vitales, sin los cuales no hay vida. Decubrir la propia vocación como  persona y reconocer con respeto y estima la vocación del otro, reconocer ambas vocaciones personales como válidas y comprometerse mutuamente a desarrollarlas, es amar, es ayudar a la maduración de la  persona amada en todas sus posibilidades. Amar es hacer crecer. El que sabe amar no frena ni quiere ignorar las aspiraciones profundas del otro; al contrario, las quiere conocer, descubrir y estimular su desarrollo. Amar es jugarse respetuosamente por la plenitud del otro, plenitud vislumbrada, inuida, conocida y amada, porque es el bien máximo del otro. Para lograr este objetivo, siempre presente y nunca plenamente alcanzable, la pareja no puede encerrrse sobre sí misma: deberá abrirse a otras parejas, ampliar sy campo de confrontación a otras amistades, incorporar personas estimulantes y vitalizantes en su entorno social, para intercambiar  experiencias y enriquecerse con las experiencias espirituales de otros, verdaderos puntos de referencia  para darse cuenta si están en el buen camino de su realización personal y matrimonial o sólo marcan el  paso de la rutina, sofocando la vida hasta asfixiarla. Cuando afirmamos que el matrimonio es camino y no meta, que nunca se “ha llegado”, sino que siempre se está “realizando” que siempre se está caminando, que cada día se están “casando” y que cada día hay que despertar la “decisión de casarse”, de realizar juntos “el ideal de vida soñada” y nunca realizada plenamente, queremos expresar toda esa gama de desafíos. Al escucharlas por primera vez, parecen “verdades abstractas”, palabras ajenas de la relidad concreta de cada día, pero cuando se meditan seriamente y se confrontan honradamente con lo que siente cada uno en su corazón, se llega a reconocer que son verdades reales que iluminan la rutina diraria, que abren horizontes desconocidos, pero estimulantes, y que despiertan sentimientos dormidos y ocultos, pero que son energías latentes que impulsan las ganas de emprender de nuevo el camino para “ser más”, para ser más felices, haciendo cada uno más feliz al otro y ser así más felices porque más “perfectos” y más “realizados”. Para dar sentido a este tema, los invito a hacerse mutuakente estas preguntas que los deben hacer  reflexionar si se disponen ambos a abrirse y a comunicarse en profundidad: - Durante este último tiempo, ¿sientes que de mi partió algún estímulo eficaz para hacerte crecer en lo que eres realmente tú, más persona, más libre, más esponjado(a), más estimulado(a), con más ganas de vivir conmigo? ¿En qué lo notaste? - Para desarrollarte como “persona”, ¿qué echas de menos en nuestra relación? - ¿Cuál crees tú que es la causa real de esta deficiencia: soy yo el (la) que no me doy cuenta de lo que necesitas, o eres tú la (el) que no te abres y no me comunicas tus vacíos? - Si es así, ¿es que no conoces bien esos vacíos o es que no te atreves a comunicármelos por miedo a sentirte incomprendido(a) o rechazado(a)? - Si nos damos cuenta de que estamos empantanados, ¿te aprece que podemos pedir ayuda? ¿Sientes ganas de “ser más”? El cansancio de amar “inútilmente”, porque no se recibe respuesta, provoca la desilusión, la frustración de las mejroes expectativas: o por haber pretendido hacer del otro un “ídolo”, un ser que debe y puede hacer plenamente feliz al otro (olvidando que en este mundo de criaturas todo es relativo, limitado, inacabado y sólo las aspiraciones son insaciables, ilimitadas), o por quedarse estancado en lo que ya se tiene y no aspirar a “más”, aceptando o resignándose a la mediocridad, buscando evasiones fáciles que siempre están a la mano: el trabajo, la vida social, el deporte, las diversiones (TV) o, finalmente, un “enredo” sentimental. Todo esto es hacerse el quite a la realidad. El amor en la pareja es un ser vivo, una relación siempre actual y exigente: o crece o muere. La vida es así, como el fuego: o sigue avivándose en la combustión, o se apaga. No puede quedar estacionario. La felicidad es el amor pleno, momento a momento. Cada día tiene su vacío y cada día, su exigencia de plenitud; o se acepta esta verdad que es realidad, y se cuida el crecimiento de la relación, o se somete cada uno a sus consecuencias: aumenta el vacío, la distancia, la incomprensión, se enfrían las ganas de superarse y se cae fatalmente en el “ripio” de la desconfianza, de las dudas de si me quiere o no me quiere, en la indiferencia, que es una defensa para no surfrir más, en el tedio, y finalmente, en la desilusión definitiva: “no vale la pena esforzarse, luchar”, cada uno vive su vida paralela y quien se la puede se la puede… pero el amor entre los dos se va enfriando y, por último, desaparece, a lo menos en una de las partes. Es el caso de una pareja de 20 años de matrimonio. El, decidido, seguro de si; ella, tímida, más reservada. El había optado por separarse, tenía otra expectativa y se lo había comunicado. Ella quedó estremecida de angustia y, en su desolación, sumplicó que la acompañara a ahblar conmigo, como lejana pero no imposible solución. El relató fríamente la situación: según su opinión, ya no tenía sentido que vivieran juntos,  porque no había ya nada entre ellos que los pudiera mantener unidos… Ella escuchó callata y se echó a llorar. El la miró sorprendido y le dijo: - Pero, ¿qué significa ese llanto…? Hace años que no nos hablamos, no tenemos nada que decirnos y ahora vienes con ese llanto como si te doliera la separación… Ella, con lágrimas, susurró: - Qué poco me conoces… -mirándolo con desesperación. El dolor de ella alcanzó a impactarlo a el, que tuvo una leve reacción de sorpresa compasiva,  pero reconoció que su decisión estaba tomada definitvamente. No estaba dispuesto a volver a atrás, a  pesar de que percibía su sufrimiento y debía lamenta que las cosas fueran así… pero ¡era demasiado tarde! Es importante darse cuenta a tiempo de las campanadas de alarma: la más significativa es la desgana de enfrentar los problemas de la comunicaicón después de un conflicto o de una grave desilusión. Si está vivo el interés de crecer, entonces el conflicto pasa a ser un estimulante para tocar fondo en las causas profundas que lo originaron; casi siempre e suna falta de comprensión, o porque el mensaje de uno no fue claro y fue mal interpretado por el otro, con reacciones desproporcionadas y fiera de contexto, o porque las heridas pueden ser tan profundas (por conflictos anteriores) que ya todo se interpreta como una agresión y las escaramuzas se intensifican, y así la indiferencia y la distancia crecen en forma irreparable. Sentir la necesidad de “oxigenar” la relación, buscar ayuda a través de contactos con parejas u otras personas vitalizantes (conferencias especializadas, lectura de libros aconsejados por personas competentes, retiros espirituales, intercambio de experiencias en grupos de crecimiento bien guiados,  petición de ayuda de un profesional, o al menos, de personas más preparadas) e interesarse mutuamente  para crecer como pareja, son señales de vilatidad a pesar de todos los conflictos. Lo que no se debe hacer es sepultar el conflicto tapándolo con la evasión, con la buena intención –  pero ingenua- de no agravar los problemas con una “discusión” que resulta siemrpe inútil y contraproducente, pero que no enfrenta el conflicto. Así, ambos tratan de olvidar, buscando la reconciliación con gestos de benevolencia que no tocan el fondo del problema, tratan de no mirar hacia atrás, porque toavía se quieren y su amor sigue siendo mucho más grande que el dolor de esa pequeña  pelea, pero las causas siguen existiendo y seguirán actuando. En la próxima ocasión se repetirá el conflicto, porque no supieron aceptar eld esafío de fondo: revisar las causas verdaderas del malestar, cuáles fueron los mensajes que enviaro y cuál fue la traducción que hizo cada uno, y el porqué alguien o los dos se sintieron tan heridos y reaccionaron de esa manera. Es el caso preciso para reconocer y descubrir que el matrimonio, el “nosotros”, la unión de los dos en la comprensión mutua es más importante que el “yo” y que el “tú”, más improtante y salvador  que “mis razones” y que “tus razones”. No se trata de “tener razón”, sino de amar y de sentirse amado. La felicidad está allí y no en las razones que tiene cada uno. Quien discute, quiere y pretende hacer ver que tiene la razón, quiere “convencer”, y convencer es ganar; nadie quiere perder y la discusión se vuelve agresiva. Por debajo, cada uno quiere hacer ver que no es tonto(a), y los dos se sienten mal. Pierden siempre los dos, porque al discutir, si uno gana, el otro pierde, y si uno queda herido, los dos están mal y no pieden en “ese momento” ser felices. El matrimonio está tan bien hecho en su estructura, que o son felices los dos, o ambos se siente infelices. No hay posibilidad de término medio, “si no te hago feliz a ti, no podré ser feliz yo”. Es la ley del amor. Amar es ser y sentirse feliz al gacer feliz al otro. Como nadie es perfecto, surgirán siemrpe conflictos. El problema no está en el surgimiento de los conflictos, que se presentarán siempre como inevitables, sino en el saber darlses la debida importancia para transformarlos end esafíos, en interptretar sus mensajes como campanadas de alarma  para preocuparse más de la relación y despertar más amor, más comprensión, más conocimiento mutuo. Ir a fondo, en la forma deseable, es buscar las causas ocultas pero verdaderas, que provocaron el sufirmiento. Todo conflicto revela siemrpe una incomprensión que causa sufrimiento, malestar por la insatisfacción de una necesidad. Cerrar los ojos a los errores de conducta que existieron, al no enfrentarlos seriamente para corregirlos y al no comprometerse en ayudarse para corregirlos, hacen subsistir el error. Es inútil esconderlo, o no querer verlo. Sólo se prolongaría la posibilidad de repetirlo. Sería como si un contador que debe presentar el balance de una emrpesa, y al no cuadrarle la contabilidad, se defendiera ofreciendo al dueño pagar de su bolsillo la diferencia negativa que no cuadraba. Pervierte el sistema, merece que lo despidan del trabajo. Si el balance no cuadra, es porque hay errores de cálculo y no porque falta o sobra dinero, y el error debe ser detectado y subsanado, de otro modo se repetiría al infinito. En las ciencias económicas nadie cometería ese error. Pero en la relación matrimonial (Y toda relación interpersonal), cuán ingenuamente se repite. Si no somos capaces de descubrir el error, pidamos ayuda a un tercero que nos ayude a ver. Si la persona descubre, visualiza su error, su desviación de conducta, es más probable que quiera corregirlo. Mienytas no lo ve como error, será inútil darle consejos, y hasta contraproducente. El consejo consiste en decirle al otro lo que “debe o debería hacer”, y si no es solicitaod, puede ser  tomado como una imposición, una herida a la libertad, a la iniciativa personal. Ayudar a ver, ilumina el camino, es más liberador, respeta las decisiones personales del adulto. Decir lo que uno ve es siemrpe más oportuno que decir lo que el otro debe hacer, pues toda imposición ofende porque invade la libertad y empequeñece al otro, y lo hace sentirse incapaz de actuar  solo. La buena intención no es válida para resolver el problema. Hay que aceptar amar a la verdad hasta el fondo y someterse a ella. Es la honradez lo que salva. La verdad libera, alivia la carga cuando es aceptada por amor. Es bueno recordar que la “buena intención de ayudar” no es suficiente para lograr un resultado deseable: es necesario “acertar” en la ayuda. Con muy buena voluntad se cometen, a veces, errores irresponsables por “no saber cómo actuar”. 8. Se casan creyendo que en el amor, lo que le pasa a uno, le pasa también al otro, y descubren que lo que estimula y agrada a uno a veces puede provocar distancia y rechazo en el otro, sobre todo en el difícil ámbito de las relaciones sexuales. Cuando se enamoraron, el deseo de besarse, de fusionarse en un solo abrazo, era mutuo y simultáneo. Casados, supondrán normal que lo que le pasaa uno, le pase también al otro, que el estímulo que reciba uno antes, lo reciba al mismo tiempo y en la misma forma el otro ahora. La realidad matrimonial no es así.  No es que el varón o la mujer cambien tanto depsués de casado. Es que, al cambair las circunstancias, caparecen las reacciones más profundas y auténticas que estaban ocultas y dormidas en el noviazgo o en los primeros tiempos del matrimonio. Partamos de una constatación que todos reconocen: para vender una cartera de mujer a nadie se le ocurre colocar al lado un hombre desnudo, porque todo el mundo sabe que el cuerpo del varón, en cuanto al cuerpo físico, no es en sí estimulante para la mujer. Ella necesita un estimulante romántico, emocional; no es tan atractivo el físico, y menos todavía si fuera sólo genital. En cambio, para vender  un automóvil, una moto, todos saben que colocar a una mujer sexy atrae infaltablemente a los varones,  porque el cuerpo femenino es sexualmente estimulante de por sí para el hombre. La publicidad sin duda abusa de esa realidad, pero es una realidad y no deja de ser una realidad valiosa y necesaria, inscrita en la naturaleza misma: el contraste en la diferencia de atractivos entre el cuerpo de la mujer y el cuerpo del varón en el ser humano es una maravillosa e inteligente obra de la naturaleza; para el creyente, una amorosa obra del Creador. La sexualidad se vive de tal manera que en el ser humano ya no puede funcionar bien espontáneamente como en los animales, por puro instinto; esa misma diferencia exige el uso de la inteligencia, de la sensibilidad, de la conquista amorosoa, de la humanización completa del gesto. Exige educación para que el gesto sea válido para ambos. Para realizar la unión sexual, el varón necesita la excitación física, la erección de su miembro viril. Al no lograrlo, se vuelve “impotente”. Su excitación le es inducida en el cerebro principalmente por la vista. El cuerpo de la mujer está conformado para estimular espontáneamente a través de la vista y el tacto el deseo sexual del varón. En cambio, la mujer, para tener una relación sexual, en cuanto posibilidad física, no necesita esa excitación: nunca es físicamente impotente como el varón; de hecho, aunque no lo desee, puede ser  violada, al soportar un acto sexual con violencia, sin que se despierte en ella ninguna excitación  placentera, sino sólo un rechazo doloroso y vergonzante. Se sentirá destruida en su identidad. La humillación más grande y destructora para la mujer es la violación, que nunca es sólo física, suno de toda la persona. La impotencia sexual, la incapacidad de exitarse y de realizar la unión, para el varón, es una de sus mayores frustraciones. Las reacciones corporales, a su vez, despiertan las reacciones emocionales: atractivo, rechazo, deseo de unión, remor de sufrir, placer intenso y también dolor intenso. La relación sexual es siempre compleja y depende de tantos elementos físicos y, sobre todo, emocionales que la pueden transformar  en la más embriagadora o en la más detestable y destructora de las experiencias, fuera y dentro de la vida matrimonial. La sexualidad encierra esta paradoja: “o hace muy feliz o hace muy infeliz”. Una esposa -14 años de matrimonio, dos hijos- me confió un día su gran desilusión en esta forma: - En todo mi matrimonio, yo tuve solo dos grandes momentos felices: mis dos dolores de parto… El dolor de parto le había dado “vida”, el sexo le había dado “muerte”. Con ingenua sinceridad, una joven esposa me confesó: - ¿Por qué Dios no hizo que los niños nacieran de un beso, que es tan bonito, y no de un acto sexual que es tan “animal”? La unión sexual, si no es profundamente humana, es terriblemente animal. Sólo el amor realiza la humanización de la sexualidad. Tanto el varón como la mujer pueden incurrir en desviaciones de la sexualidad. El varón puede excederse en dar esagerada importancia a su necesidad biológica de satisfacer su libido, en disfrutar el  placer sexual. Es la forma más común de su machismo, del egoísmo masculino. La mujer, al no experimentar la libido como el varón, puede contraerse frente a la sexualidad, alejándose lo más posible de la relación o rechazándola con mil excusas, y así la mujer puede vovlerse tan egoísta en rechazar, como el varón en exigir. La mujer concede toda su importancia a la parte “emocional”, a sentirse persona, valorada en su intimidad, conquistada como en el pololeo, por la finura del trato, la delicadeza, el rito elegante y romántico, el sentirse centro de las atenciones y no simple instrumento de placer. En esto tiene razón. Pero la esposa, por su parte, deberá también conocer y comrpender que si es tan importante la atracción secual y el placer para el varón, a ella le correpsonderá, generosamente, una delicada y  pertinente actitud de amor desinteresado) entrega amor, no solo sexo) y aprenderá a despertar el interés de su esposo por ella, por su femineidad completa y no solo por la forma exterior atractiva de su cuerpo. Estimulará con inteligencia a su esposo para que aprenda a seducirla cada vez, a que la invite debidamente – sola sabe como- a participar gozosamente en el diálogo de amor que ambos necesitan  para complementarse y superar la propia soledad. La esposa sabrá superar el tabú de creer que la iniciativa de la unión secual debe surgir siempre y sólo del varón. Ella también puede y debe expresar  sus deseos. El esposo se sentirá valorado en su sexualidad. La vida es siempre más rica que todos los esquemas. En la relación sexual cada uno expresa lo que lleva dentro, lo que “es” realmente en ese momento. Cada uno debe aprender a relacionarse, conociéndose y dándose a conocer en sus exigencias íntimas. Es sobre todo en esta área en donde la confianza es fundamental, la que no se imporvisa de la noche a la mañana. Supone un ejercicio de confianza, de revelación mutua, de transparencia, que debiera partir  desde lejos, desde el noviazgo, aprendiendo a comunicarse mutuamente los propios sentimientos, que son la revelación de la propia intimidad. Toda esta realidad no niega, antes reafirma, la capacidad y la necesidad para el varón de expresar  afecto y ternura en la relación sexual y la capacidad y necesidad para la mujer de sentirse excitada sexualmente y realizar con complacencia su relación. Se ahí se deduce que una buena relación íntima conyugal no es fruto espontáneo de la simple genitalidad, sino de und elicado y mutuo trabajo de adaptación física y sobre todo emocional, área tan compleja que abarca los sentimientos más íntimos, la libertad, la delicadeza, la entrega espiritual, el don de sí y sobre todo la mutua confianza, en una palabra, la comunión de dos personas, que son dos “libertades” que se regalan para sentirse en comunión. Es lo que vamos a profundizar a continuación. La unión sexual varón-mujer puede llegar a ser la más maravillosa experiencia humana, como también la más desilusionante de las frustraciones. Relato de una esposa: “Yo no entiendo a los hombres, parece que viven sólo para el sexo, les gusta tanto que lo piden a cada rato y siempre están dispuestos a ir a la cama a cualquier hora. De vez en cuando está bien, pero no todos los días. Mi marido me dice que él en este asunto es siemrpe boy scout. Cuando yo en la noche salgo del baño para acostarme, veo que me mira con unos ojos que me dicen todo… puro deseo… A mí me pasa al revés, lo veo así deseosos y enseguida pienso: ¡Dios mío, qué va a hacer conmigo! El no se da cuenta de que para mi su deseo es como una amenaza, algo que me asusta un poco,  porque nunca sé lo que va a pasar. Si va a ser algo agradable para mi o tremendamente desagradable, ¡me despierta unas ganas locas de arrancar!”  No es un caso excepcional. Ella expresaba a su manera que lo que para un varón es un atractivo casi irresistible, para la mujer puede llegar a suponer sufrimiento, soportar algo desagradable y, por  consiguiente, no deseable. Depende, sin duda, de las favorables o indeseables experiencias anteriores. Descubrimos aquío para los recién casados, la importancia decisiva de “las primera sveces”, en la manera de relacionarse. Si dos esposos se sienten ambos felices en la relación íntima, es porque ya lograron antes una buena y satisfactoria “comunión” interpersonal, que comrpende lo emocional, lo físico y lo espiritual. Si, en cambio, no han logrado esa “comunión” anteriormente, la relación sexual sólo hace más evidente e insoportable la “soledad”, el vacío de comunión, la insatisfacción de la convivencia. Una pareja cumplía siete años de matrimonio. El quiso celebrar la fecha con todo regocijo y le hizo la invitación a comer en un restaurante de lujo. Ella aceptó feliz y gozó con todo lo que el le ofrecía para comer y beber. El se admiró de que aceptara el aperitivo, que siemrpe rehusaba, que comiera dos platos, pidiera expresamente un postre complicado de larga preparación y finalmente  prolongara la cena con café y licor, inusuales en sus hábitos. Pronto el llegó a senirse defraudado en su anhelo de terminar e ir a casa a disfrutar de la intimidad y se atrevió a expresar su duda: - ¿Tú quieres prolongar la reunión para evitar estar conmigo esta noche? Ella, tiernamente, contestó: - Veo, querido, qué poco conoces a tu mujer… desde que yo acepté y gusté el aperitivo, empecé a hacer el amor contigo y me fui entregando… Para mí, todo gesto tuyo era entrega amorosa, comienzo de la relación… y todo gesto mío era respuesta amorosa. En todo este tiempo yo estuve haciendo el amor contigo… y tú no te diste cuenta… El me comentó, relatándome este episodio: - Solo después de esa noche, después de siete años, yo empecé a entender cómo funciona la sexualidad de mi mujer… Ella era una joven esposa que llevaba cuatro años de matrimonio. Sentía adoración por su marido. Conversando con sus compañeras de oficina, confidenció que ella admiraba a su marido por el respeto que le manifestaba en la relación íntima, adaptándose siemrpe el a ella en elegir la oportunidad de la relación. Una de las amigas le comentó: - Pero ¡chiquilla, tú a tu marido no le entregas “sexo”, entregas “amor”! Ella se quedó perpleja y comentó el hecho delante de su amrido en una reunión de grupo de crecimiento matrimonial, estando yo presente. El esposo le contestó: - Mira, me alegro que trates este tema aquí tan abiertamente, y yo te puedo confirmar que quiero respetarte siemrpe, toda mi vida. Nunca voy a pedirte estar conmigo si no te sientes dispuesta. Pero  permíteme decirte esto: cuando yo te pido estar conmigo, yo quiero y espero ser capaz de hacerte “sentir” que tú eres la mujer de mi vida. En cambio, como tú nunca me lo pides, nunca me haces sentir  que soy el hombre de tu vida, y esto me duele… Recuerdo que las cinco mujeres presentes exclamaron, unánimes: - Pero a mi nunca se me ocurría pedir la relación a mi marido… es siempre el quien la pide… y quien la debe pedir… a mi me educaron así, que no corresponde a la mujer… Y yo pude agregar de mi experiencia: - No saben cuánto ha influido esta causal en tantos matrimonios fracasados. Al intetar una posible reconciliación, cuántos esposos me han confesado que para ellos era una manifestación de desamor que “ella, ninguna vez, en todo el tiempo de nuestro matrimonio, me ha pedido estar conmigo”. Esta actitud generalmente es interpretada como desamor por parte de los varones, como falta de interés por el otro. Tratremos de profundizar más en el tema. Ya vimos que las reacciones eróticas, la capacidad de estimularse sexualmente son muy diferentes – aunque complementarias- en el varón y la mujer. Claramente ambos no ven la sexualidad de la misma forma. El varón resulta fácilmente excitable en la contemplación del cuerpo femenino, y se entusiasma ante el deseo de conquistar y hacer  suya a la mujer. El cree, porque ve a la mujer sensual, provocativa, apasoniada, romántica, que ella está sintiendo los mismos impulsos que el. Pero no sabe que los suyos son fuertemente “genitales” y los de la mujer preponderantemente “emocionales”. Ella quiere ante todo sentirse valorada en su afectividad, en sus sentimientos de entrega y de receptividad, y solo como último acto y, a veces, apenas deseado en si, la entrega física. La mujer tiene plena conciencia de que ella es más que su cuerpo, más que “lo que se ve y se  palpa” y puede experimentar f rustración si el varón quiere poseer su cuerpo si valorar adecuadamente su sensibilidad afectiva, su necesidad de ser reconocida como es, en todo su valor de persona femenina. Los ciclos hormonales del varón y de la mujer son diferentes. La niña llega a ser “mujer” con la menstruación y al eliminar lo que no necesita, siente molestia, ningún goce físico. En cambio, el muchacho llega a ser “adulto”, sexualmente cuando eyacula semen, pero la eyaculació – voluntaria en la masturbación o involuntaria en la polución- produce goce físico, un intenso placer sexual, el orgasmo. Las relaciones naturales y espontáneas son, por tanto, muy diferentes en el uno y en la otra, y seguirán siéndolo, marcadas por esos comienzos. Aunque la mujer experimenta excitación sexual, nunca comprenderá plenamente la fuerza y la intensidad irresistible del orgasmo masculino, que en el límite, puede desmbocar hasta en la violencia, incomprensible y monstruosa para toda mujer. El varón es capaz, en ciertos casos, de ofrecer dinero, engañar y violentar para satisfacer su  pasión “cuando no ha sido capaz de controlarse con la educación, dominando sus pasiones”, logrando así la verdadera libertad de ser dueño de sí. La mujer, al desconocer esta realidad, expone ingenuamente sus atributos sexuales sin  percatarse claramente que despierta instintos fortísimos en los varones, no siempre capaces de autocontrolarse, y si ella está consciente y se da cuenta, sigue creyendo que es siempre dueña de la situación y, en ocasiones, no puede prever desenlaces no deseados. Entre los jóvenes la sexualidad excitada es como jugar sobre un tobogán enjabonado: se sabe como se empieza, pero no se sabe cómo termina. Ahora pasemos a la relación sexual en el matrimonio, en donde todo “debería” realizarse armoniosamente, para felicidad de ambos, pero también en donde no tan fácilmente la relación funciona a satisfacción mutua. En primer lugar, debemos reconocer que la sexualidad es un lenguaje y puede expresar tanto los sentimientos más nobles y vitalizantes, como son el amor, la ternura, la valoración del otro, del mismo modo que puede expresar lo contrario, la manipulación, el abuso, la posesión y la unstrumentalización del otro, al servicio del egoísmo más brutal. En estos casos, la mujer se siente “usada”, no amada. El punto crítico está en que el centro de la sexualidad puede equivocadamente colocarse en el “placer” o, como debe ser y es ideal, en la valoración plena y clara del otro. El placer, en sí, es un bien, un don extraordinario de la naturaleza, pero en sí es intrasnferible, incomunicable, es personal y exclusivo de cada idividuo. El placer, el orgasmo, no vence la soledad. Cada individuo puede lograr su propio placer, pero no puede hacer sentir “su propio placer” al otro. Cada uno sentirá el suyo. Mi sensación de comer un chocolate, el gusto que experimento es intrasferible. La otra persona  podrá comer un pedazo del mismo chocolate, y sentir su “propio” gusto, pero nunca el mío. Los que  piensan que para ser felices basta con que los cónyugues logren el placer sexual al mismo tiempo, se equivocan, se ilusionan: no logran la plenitud del amor. El placer, por intenso que sea, no logra nunca vencer la soledad, porque es incomunicable. Sólo el “sentirse amado, amada”, vence la soledad, realiza la comunión. En la comunión está la plenitud: el “yo soy tu” es el gozo pleno, la alegría conyugal, el éxtasis de la comunión, la victoria sobre la soledad. En el caso de la unión física, las personas sólo logran satisfacción biológica, parcial en su cuerpo, sin resonancia emocional del amor, al no comunicar mutuamente la propia intimidad como personas que se aman, que se valoran, que se regalan el uno al otro lo que “son” y no sólo una parte (su genitalidad, como en la prostitución); no lograrán lo que buscan, y el sexo los desilusionará. Podrán repetir obsesivamente la experiencia, pero quedarán siemrpe más desilusionados, y pueden sobrevivir a la frigidez, el rechazo y hasta el asco, la repugnancia por un gesto que promete “felicidad” y sólo entrea “redio”, vacío. Por esa razón, el joven que frecuenta la prostituta logrará placer, pero nunca alegría de vivir, y saldrá de la experiencia sexual sin amor, más triste y más solo. En cambio, la cumbre de la auténtica sexualidad humana es la valoración de la otra persona, el sentirse y hacer sentir al otro que “vale”, que merece la plena donación: “yo quiero ser una sola cosa contigo”, porque “eres valioso, eres valiosa, eres bueno, eres buena, mereces todo mi ser”. Esta  plenitud es la comunión de dos personas y se manifiesta en la forma natural del placer físico, pero no se encierra en el, es mucho más trascendental que el placer físico. Es un éxtasis de amor… hacer salir del “yo” egoísta. Es comunión, hacer sentir la “alegría”, el “gozo” de ser lo que uno es, y de ser para el otro, y el otro  para uno, en una “unidad” que supera toda imaginación y que sólo los que ligran amarse de verdad experimentan. Es el éxtasis del amor. Cada uno sale del propion”yo” (solitario) para experimentar el “yo soy tu” (comunión). Esta alegría es comunicativa, cada uno se siente pleno, porque es valorado en todo su ser profundo. Es un resultado que no se improvisa, que no es casual, que no es fruto automático de un encuentro  pasional, sino de un lento camino de conocimiento mutuo, de una fe sólida en creer todo lo que el oreo dice sentir hacia uno, es una confianza absoluta en la sinceridad y autenticidad del otro. El amor no soporta la mentira, la falsedad y el engaño. La confianza pide una entrega sin “garantía”, “sin fianza”, plena, gratuita, porque si, porque “te amo” y “porque-te-amo-te-creo”, y “porque-te-creome-fío”, y “porque-me-fío-me-entrego”. La entrega dice: “si me fío, tu puedes hacer de mi lo que quieras, porque tengo la certeza plena de que tu vales para mi, eres bueno, eres buena, y sólo buscas mi bien”. Sin esta confianza no hay amor   pleno, la máxima felicidad humana.  No se llega a esta confianza, a esta etrega, sin un proceso consciente de valoración mutua, de luchar  contra los defectos personales que enturbian la confianza. Si esta se ha logrado un día, no se debe  pretender haberla logrado para siempre. Cada día pueden suceder contrastes que dificultan y empañan la confianza, la aceptación mutua, y enturbian la entrega; y como consecuencia, la comunión se desvanece. Nacen reticencias, dudas, desconfianzas, y los gestos pierden plenitud, aparece la frialdad, el desencanto, el desamor. Si durante el día uno hirió al otro, aun sin darse cuenta, no puede pretender que, en la intimidad, la  persona herida pueda hacerle sentir esa secuencia de “te creo, me fío, me entrego…”, porque sin quererlo experimenta el “no te creo, no me fío, y no puedo entregarme”. Una relación tan profunda nunca puede improvisarse. La sensibilidad debe estar alerta para captar  los mensajes que el otro está enviando y saberlos traducir para comprender y actuar certeramente, reconstruyendo los puentes rotos. Es fundamental que el que desea acercarse al otro – generalmente el varón-, haga sentir su interés especial, en ese momento, por la persona del otro, por lo que le sucede por dentro, tantear  delicadamente su intimidad anímica, cómo se siente en ese momento, su estado de ánimo, sus anhelos, frustraciones y aspiraciones, las vicisitudes del día transcurrido, para que todo su ser sea valotado como importante y no sólo el atractivo de su cuerpo o de su ternura en ese momento. Si la persona no se siente valorada en su integridad, no puede entregarse plenamente, y la relación pasa a ser un simple y exterior “gesto mecánico”, que deja un gusto amargo, de sentise usada, aunque el otro no tenga la menor intención de disfrutar solo el placer físico. Aquí vale sobre todo el principio de que “el mensaje se mide como llega, no como es enviado”. La buena intención es válida, pero no es suficiente; el resultado puede ser desastroso. Preocuparse por lo que le pasa al otro, es fundamental en toda relación, pero sobre todo en la relación más íntima y personalísima, como es la relación sexual, que envuelve todo el ser. Por eso, toda relación sexual es maravillosa o es realmente desastrosa. Es y debe ser “plenitud”. Si no lo es y tampoco manifiesta tendencia a serlo, se deforma y pasa a ser desilusión, tedio y, finalmente, rechazo. El darse cuenta de esta situación es el primer paso para encontrar una solución. La comentada falta de interés por parte de la mujer, por tener más a menudo relaciones sexuales, no es, en general, causada por la frigidez, como se cree, sino al revés, la frigidez es causada por la falta de delicadeza y de interés hacia su persona en su propia intimidad emocional por parte del varón. “Yo no siento que valgo como persona, en todo mi ser, porque el no me lo hace sentir. ¿Cómo  puedo entonces entregarme, dar lo mejor de mi misma, todo mi amor? Yo siento que solo me pide el cuerpo, y yo entonces le entrego el cuerpo, cuando puedo y, si no, me rehuso. No puedo aceptar  sentirme desvalorada en mi intimidad”. Así comentaba su angustia una esposa con doce años de matrimonio.  No dudamos de que este razonamiento puede tener un fondo de egoísmo, al pensar más en defenderse que en amar. Realmente la persona entrea amor y no sexo separado del amor, pero si no hay una comprensión mutua y un deseo de superación que se manifieste en abrirse el uno al otro en la confianza, la tendencia humana inexorable es encerrarse en sí mismo para defender lo propio, y así el amor totalmente muere. El coflicto se supera enfrentándolo con el método de la buena comunicación, expresando con claridad lo que cada uno “siente” sin juzgar ni acusar al toro, sino tratando de ponerse en el lugar del otro para “comprender”. La incomprensión en este campo tan delicado aumenta la distancia anímica y produce brechas difíciles de superar. Entonces la desilusión aumenta en lugar de disminuir. Las palabras, los gestos conocidos, ya no surten efecto: entró el gusano del “no te creo”. Para superar el impasse se requiere recuperar la confianza, descubrir la herida y asumir lealmente el dolor del otro, no con razones i explicaciones, y menos con justificaciones que sólo empeoran la situación, sino aceptando que se ha hecho sufrir y que ese dolor es válido, es “sagrado”, debe ser  tomado en cuenta como es, sin descalificarlo. Es una carencia, un vacío de amor y sólo puede ser  sanado, compensado, con más amor, no con explicaciones. Comprendemos ahora que la verdadera y auténtica “preparación al matrimonio” no consiste en saber nociones teóricas de la sexualidad, ni tampoco en haber experimentado relaciones sexuales  prematrimoniales que sólo confunden más; la auténtica preparación al matrimonio consiste en “aprender a amar”, haciendo ejercicios concretos, día a día, de comprensión, de conocimiento mutuo, no del aspecto físico de la persona, sino de su intimidad emocional, su sensibilidad, sus temores, sus sueños secretos, sus anhelos como ser único, su originalidad irrepetible de sentimientos frente a los desafíos de la vida. La mejor preparación es aprender a comunicarse, a ser transparentes el uno para el toro, es aprender  a caminar juntos hacia el mismo ideal, conocido y deseado como válido y estimulante, un horizonte común que estimula a alcanzarlo. Sabemos todos que un ideal siemrpe será inalcanzable, pero no por  eso menos válido y estimulante. Recalcamos que el matrimonio sólo es el camino, unca es meta; sólo se camina hacia la plenitud, nunca se alcanza definitivamente para instalarse en su posesión. La unión matrimonial es vida: o crece y se desarrolla, o muere. El estancamiento es el gran peligro del amor matrimonial, como lo es de toda relación, de toda vida espiritual. Aspirar siempre a ser más, más perfectos, más plenos, es vitalizarse, es crecer, es vivir. En este sentido, el amor no pasa nunca. [pic] [pic] 9. Se casan creyendo que para amar basta “darle en el gusto al otro” y, en cambio, descubren que “darle gusto al otro” puede significar, también, “favorecer malos gustos” que arruinan la convivencia. Estando enamorados, todo parece fácil. Dar gusto al otro, complacerlo en todo es placentero y al  principio todo parece fantástico. Pero las pequeñas desviaciones, imperceptibles al princpio, pueden volverse icontrolables y desastrosas a lo largo del tiempo. Es normal complacer al otro, darle el gusto y gozar en hacerlo, es un verdadero signo de amor, pero hay que conservar el espíritu crítico y estar  atentos para ver si la relación caminoa hacia el idea, hacia la mediocridad o hacia el egoísmo perverso. El verdadero amor, la buena convivencia que estimula a crecer, a ser mejores, a dar importancia al otro, se pervierte si uno de los dos – a veces los dos- están solo buscando su propia ventaja, el propio gusto, y el otro sin quererlo le favorece el egoísmo, la búsqueda de la propia satisfacción. Fatalmente el yo egoísta, muy disfrazado de amor al principio, lentamente crece, invade, se apodera de todo el espacio y sofoca la libertad del otro, que empieza a sentirse víctima explotada. El amor del otro se enfría, el entusiasmo de amar desaparece y empieza la resignación o la rebeldía. Se favorece “el mal gusto”, el egoísmo. Es demasiado tarde para reaccionar. “Cría cuervos y te sacarán los ojos”, dice el viejo refrán.  Nadie es perfecto y nadie se casa siendo ya una persona “libre” (libre de defectos, de deformaciones y de tendencias egoístas). Aceptar, esto es, constatar esta realidad como una situación “normal”, es decir, común ehre los humanos, no significa aprobarla o resignarse a coportarla, significa luchar para superarla. Aceptar esta realidad con serenidad y buen criterio significa que se acepta el desafío de la vida y se trabaja para rectificar las conductas erróneas, algunas conscientes y la mayoría inconscientes e involuntarias, fruto de una carencia de educación o de una orientación mal dirigida. Ilumina el camino para enfrentar esta realidad, tan humana como inevitable, tan común y tan descuidada, esta preciosa paradoja: Tu amor sin exigencias me empobrece; Tus exigencias, sin amor, me enfurecen; Sólo tu amor exigente me engrandece. Un auténtico quiere que la persona amada crezca., mejore, sea más plena, y se preocupa de estimularla – cariñosamente- para que se supere. Al no tener ideales de vida definidos y claros, no se intuye ni se prevé a dónde lleva esa actitud negativa descrita antes, y sin darse cuenta se soporta ingenuamente, asumiendo que “la vida es así”, y se tolera todo, sobre todo al principio de la convivencia, creyendo que “todo va a mejorar… si hay amor”. Pero la experiencia nos enseña que los malos hábitos se refuerzan con el tiempo y que un arbolito, enderzado a tiempo, es flexible y se adapta al tutor que lo debe sostener, pero cuando el tronco ha crecido, se vuelve rígido e incambiable y seguirá torcido toda su vida. Enfrentar la corrección de un defecto es un tema muy delicado, es importantísimo y necesario, pero deben observarse escrupulosamente las reglas del juego. Es un problema de amor. Veamos cómo. Reconozcamos que el amor sin exigencias empobrece, no estimula a crecer. Quien ama de verdad, quiere y busca el bien total del otro, y desea que el ser amado sea cada vez mejor en todo, no sólo en lo que hace –  profesión, éxito social, carrera-, sino en lo que es, como persona. Pero también se corre el riesgo de caer en la trampa contraria: ser exigente sin amor, echar en cara el defecto porque molesta, criticar porque uno se siente herido, provocando que el otro se sienta siempre atacado, desvalorado, “bueno para nada”, y que se enfurezca o contraataque, usando la misma medida, echando en cara los defectos del otro. Esta trampa es la peor de todas, porque arruina definitivamente la convivencia. Esto explica por qué la mayoría de los matrimonios, para evitar estos conflictos estériles, después de haberlos experimentado dolorosamente, prefieren refugiarse en la primera etapa de la paradoja, y deciden soportar resignadamente los defectos, aceptanto que el otro se empobrezca, al ver que no  pueden o no saben corregirlo con éxito: dejan de luchar para estimular la superación, pero el amor se estanca, no crece, se debilita y puede morir.  Nace la crisis del desamor. Tenían un año de matrimonio. Se querían mucho. Ella le preparaba con mucho cariño las comidas, y el comía lo que le gustaba y rechazaba lo demás con toda naturalidad. Un día ella le cocinó unos zapatillos rellenos con mucho esmero, pero el no aceptó que se los sirviera, pidió otra cosa. Ella se sintió rechazada y, con dolor, le pidió que al menos los probara… estaban exquisitos… son sanos… - No, no quiero, nunca los comí en mi casa… Mi mamá nunca me los hizo… Ella se dominó. Me relataba después que se acordó de saber corregir un defecto desinteresadamente, y en la noche, con calma y con mucho amor, le dijo: - Yo hoy día sufrí, quedé muy mal; puse todo mi empeño para hacer las cosas bien y sentí un rechazo terrible… - Pero, ¿por qué? ¿Qué pasó? - Tú rehusaste comer lo que te hice, sin probarlo siquiera. A mi eso mellegó como “lo que tú haces no sirve… mi madre hacía las cosas mejores” Entiendo que hay cosas que te gustan y otras que no te gustan, yo no puedo imponértelas; pero yo veo una maña, un prejuicio en ti que no está bien, que no te honra, que no te hace aparecer como antojadizo, caprichoso como niño chico que no sabe adaptarse a situaciones nuevas, dispuesto a probar, a superar y a aceptar los desafíos de la vida…; lo digo para tu  bien, no me importa lo que pasó, te comprendo, no fue tu intención herirme, pero es una falla en ti y me gustaría que aceptaras lo que te digo, porque te quiero y quiero verte bien, y siemrpe admirarte… El se conmovió, le dio un beso y le dijo: - Tienes razón, te lo agradezco. Para participar un amor exigente se debe, en primer lugar, estar seguros de que esa exigencia es relamente “amorosa”, que es amor verdadero, no resentimiento, no queja, no un respirar po la herida, sino “amor”, es decir, un “interés desinteresado” con el fin que el otro sea mejor, pero no por la ventaja de uno, sino desinteresadamente por el bien del otro. Si la actitud amorosa, noble, desinteresada, es auténtica –y se nota si parte del fondo del ser, de lo que uno más “es”, su verdadera escensia, no de la superficie, del contragolpe-, se pervibe enseguida por el tono. El tono expresarealmente un interés verdadero por el bien del otro, y es inconfundible, “llega bien”. Siempre que no haya heridas profundas anteriores, porque en este caso todo induce a interpretar mal, vale decir, a interpretar la nueva actitud en forma ya acostumbrada, y puede una vez más ser traducida  por la costumbre como pura crítica negativa, y rechazable. Al llegar el otro en forma nueva, desinteresada, delicada, hace sentir que uno es corregido porque es amado, porque se busca un bien evrdadero. El otro queda desconcertado y se despierta un cambio de actitud. El amor puede más. Para que la corrección tenga éxito se requiere, además de las condiciones antes referidas, que se realice en un momento favorable, de cordialidad en la pareja; por lo tanto, nunca debe hacerse en “caliente”, cuando la herida es fresca. El crear ambiente es fundamental para tratar temas de fondo que afectan la estructura de la persona. Lo más importante de la corrección no está en hacer sentir al otro que “está mal” (“ves que malo, mala, eres…”), sino hacer sentir que “eres bueno, eres capaz, te equivocaste, estuvo mal hehco, pero sé que te la puedes, quisiera poner todo de mi parte para ayudarte…” Se trata de hacer “sentir” el amor, que uno actúa porque ama, y no porque el otro no satisface las propias expectativas. Cada situación puede ser enfrentada con una de estas dos actitudes, una incorrecta y otra correcta. La incorrecta: “cambia tú para que yo pueda quererte”. La correcta: “yo te quiero a ti por ti para que así tu  puedas cambiar”. En la primera, se coloca la exigencia como condición del amor ofrecido (amor  egoísta, interesado). En la segunda, se pone el amor como don gratuito y desinteresado, y la exigencia viene después, como frespuesta esperada por el amor correspondido. Aceptar este desafío es purificar el amor. Actuar así es crecer, es amarse de verdad. Es aceptar la realidad como es para mejorarla sin ingenuidad y sin ofuscación, es enfrentarla con madurez y realismo, es crecer como persona. El matrimonio pasa a ser de verdad escuela de amor. Las dificultades, en lugar  de ser obstáculos para darse de cabeza contra ellas, se transforman en peldaños para crecer, en desafíos  para ser mejores. La aventura del matrimonio es maravillosa si se aceptan todos sus desafíos. Aquí vemos la importancia del tema de los ideales: comprometer la propia vida sobre “ideales” y no apoyarse sólo sobre “expectativas”. Un “ideal” es un horizonte siempre inalcanzable peroe stimulante, que em invita a caminar. Está en mí, no depende de los demás. Las “expectativas” son las ventajas, las cosas favorables que yo espero de la vida, de los demás, que confío que me van a dar. Si me las dan, seré feliz,  pero si no me las dan, quedaré frustrado. No podré nunca manejar las expectativas, porque no dependen de mí. Sólo puedo manejar mis ideales, todo lo que me estimula y me invita a seguir adelante. Todos tenemos y aceptamos expectativas, pero no podemos construir nuestro futuro sobre expectativas que dependen de los demás, sino sobre nuestros ideales, que dependen de nosotros; así seremos más libres, más duelos de nosotros mismos y quedaremos menos expuestos a las frustraciones.  No se trata de no “esperar nada de los demás”. No. Lo esperamos todo, de otra manera nadie podría casarse. Pero no apoyamos los fundamentos de nuestra vidfa sobre las expectativas, sino sobre los ideales. Por consiguiente, si las expectativas fallan, sufrimos, pero no nos desmoronamos, porque nos sostienen los ideales. De ahí la importancia de casarse llevando al matrimonio ideales altos y claros, y con expectativas bajas. En general, en cambio, la gente se casa con ideales muy bajos, o a veces ninguno, y casi siempre con expectativas altísimas, y quedan sin defensa ante las desilusiones. Hay que estar atentos a no confundir ideales con expectativas. Depende de mi “ser bueno”, “ser veraz”, “ser   justo”, honesto, amoroso, más comunicativo, más responsable, fiel, más paciente, perseverante en no abandonar la lucha, éstos son ideales de vida. El resultado final no depende siempre sólo de mi, es cierto, pero el desempeño y la voluntad de luchar, sí. En cambio, ser feliz, tener un buen pasar, ir de acuerdo con mi cónyugue, vivir en armonía, tener  hijos, educarlos exitosamente, alcanzar éxito en la vida, son expectativas: su resultado no depende absolutamente sólo de mi, sino de los demás y de las circunstancias. Hay que proponerse ideales válidos en la vida, ser fieles a ellos constantemente: en los momentos de crisis son los que nos salvan. Para los creyentes  No cabe duda de que un ideal grandioso e inconmovible para un creyente es “agradar a Dios”. Pero también la relación con Dios peude ser una expectativa y confundirnos; si se espera de El una respuesta deseada y no se recibe, el creyente se frustra. Quiere decir que su relación con Dios se apoyaba sobre la expectativa de recibir y no sobre el ideal de ser un buen hijo para agradarle. En cambio, decidirse a “agradar a Dios”, cumpliendo su voluntad, aun cuando fuera desagradable para uno, es un verdadeor ideal, porque depende de uno mismo querer cumplirlo, y no del resultado conseguido o no conseguido. La fe es un don, dice la Escritura. Pero todo don exige la “decisión” de recibirlo, de aceptarlo, requiere una respuesta libre, de otro modo deja de ser “regalo” y pasa a ser “imposición”. Afirmar que la fe es un “don”, significa que no se posee por derecho propio, no se adquiere por herencia, se recibe como don gratuito, pero no como don arbitrario, caprichoso o accidental. La Escritura dice que “Dios quiere que todos se salven”, insinuando que no niega a nadie ese don, en el momento oportuno, pero Dios nunca regalará un don para quitar otro don ya dado: “la libertad”, el don primordial que nos hace “seres humanos”, capaces de amar y también de rehusar el amor, viene antes que el don de la fe, y es dado a todos desde el nacimiento, como capacidad. El falso creyente vive de expectativas: acepta a Dios si Dios se comporta como el desea: “que no haya males e injustivias en el mundo, que los buenos triunfen en este mundo y que los malos sean eliminados, que no haya enfermedades y muertes ‘injustas’ (a sus ojos)… etc.”. el verdadero creyente vive de su ideal, de responder con amor a un Dios que no es comprensible en toda su realidad, que lo desconcierta, pero que por los antecedentes que tiene – Historia de la Revelación, testimonios de otros creyentes- guarda la certeza de que ese Dios es bueno, es amor, y que pide sólo confianza plena en su Palabra. El creyente entonces “decide” creerle, decide ser fiel “creyente”, correr el riesgo de creer sin ver  y realiza su ideal de vida: confiar en Dios, y “ser bueno”, dócil a la verdad, como ese Dios se lo pide. Es un ideal válido para su vida, y se propone ser fiel hasta el fin. Con esta capacidad de entrega interior podrá, también, proponerse ser fiel en su promesa de amor matrimonial y en lo que depende de el (ella). La fuerza que le proporciona si odeal le permitirá “lograrlo”, a pesar de las dificultades. “Lograglo” no significa alcanzar automáticamente “la felicidad matrimonial”. Si el otro no tiene el mismo ideal, y abandona, el resultado sería un fracaso irreparable, la legítima “expectativa” de ser feliz se verá frustrada, pero el “ideal” de ser “una persona digna, fiel, res petuosa de sus compromisos, capaz de amar, merecedora de la plena confianza”, queda intacto. Seguirá siendo una persona buena, digna, noble, aunque traicionada, víctima, pero no verdugo: habrá sufrido un daño, pero no lo habrá  provocado. Alguien podrá preguntar: y ¿de qué le sirve?... Esta pregunta revelaría que no se ha descubierto todavía qué es un “ideal de vida” que justifique vivir y dar sentido a la propia existencia. Si una persona no tiene ideal de vida, y además fracasa, ¿qué le queda? ¿Repetir las mismas experiencias sin destino, al azar, o resignarse a maldecir la vida como un “absurdo” intolerable y odioso, con la tentación de la desesperación y el suicidio? El ideal no es lo mismo que utopía. El ideal pleno es siempre inalcanzable, está siemrpe “más allá”, pero si es ideal verdadero, formado de valores auténticos, despierta energía para caminar hacie el y hace crecer las ganas de alcanzarlo. Es lo que llaman los maestros de espíritu: tender a ser siempre más perfectos, aspirar a la mayor perfección posible. En el arte y en la ciencia, en la tecnología, se constata todos los días, ¿por qué no realizarlo en el amor? 10. Se casan creyendo que están felizmente hechos el uno para el otro; en cambio, descubren que la “otra”  persona es tan distinta, a veces tan incomprensible, que parece llegar de otro planeta. Varón y mujer son “seres humanos” y en cuanto a seres humanos son iguales en dignidad y capacidad de relacionarse como personas; tienen el mismo destino, las mismas aspiraciones de ser  felices, la misma capacidad “potencial” de amar (la que debe ser desarrollada), la misma necesidad de amar y sentirse amados, y al mismo tiempo, las mismas limitaciones y tendencias degenerativas, las que deben ser contrarrestadas. En cambio, son muy distintos en cuanto a “cómo” esas realidades comunes se expresan en cada uno y cómo se manifiestan el uno al otro en su “originalidad”. Ser varón y ser mujer son dos maneras distintas de ser “persona humana”. El hombre (el ser humano completo, capaz de ser fecundo) es “varón” y es “mujer”, es bipolar en cuanto ser humano, y son dos para ser un solo ser. Sólo en la unión son lo que es cada uno: la mujer  verdaderamente “femenina” estimula al varón a ser lo que es: un “varón”, distinto de ella, pero para ella. El varón verdaderamente “viril” estimula a la mujer a ser lo que es: una “mujer” distinta de el, pero  para el. El uno es para el otro. “No es bueno que el ‘hombre’ (el ser humano) esté solo”. “Hagámosle una ‘compañera’ (un acompañante)”. La simbología bíblica es mucho más profunda que la simple expresión de las palabras. La intuición del autor deja entrever la profundidad del misterio. Toda palabra que pretenda “contener” todo el misterio de lo que es “ser varón y ser mujer”, desvirtúa la realidad. El varón y la mujer, por ser “personas” están hechos para “amar”, y su camino normal es “amarse”. Al “encontrarse” el uno frente al otro, cada uno descubre su “limitación”, su “incomplitud”, su “soledad” y se despierta naturalmente “el amor”, el descubrimiento de que cada uno está hecho para el otro, para  juntos ser más. Brota la felicidad, el goza de sentirse “plenos”, “realizados”, y constata cada uno que sin el otro no es completamente uno. En este sentido, hablamos de “complementariedad”, palabra ambigüa, porque puede ser interpretada como “armonización de dos elemtnos desiguales”, y se arruinaría el concepto de “persona”, que tiene un valor absoluto en sí porque “es”. Tratemos de considerar las palabras en su sentido más dinámico, más abierto, más por lo que quisieran decirnos que por lo que nos dicen o alcanzan a decirlos. En este senido, decimos que la “mujer lleha a ser mijer bajo la mirada del varón”, y viceversa, “el varón llega a ser varón bajo la mirada de la mujer”. La “humanización” es recíproca. Por “mirada” del otro queremos superar el concepto de “mirada física”, sobre el cuerpo. Queremos indicar la mirada interior, que a través de lo “visible” intuye y ve lo invisible, “la persona”, la intimidad, su capacidad relacional: conocer al otro en  profundidad es llehar a ser plenamente “uno mismo”. Conocerse a través del otro es adquirir la plena conciencia de “existir”, de “ser diferente” – ex – sistere: ser fuera de, estar en sí mismo fuera de-. Ser  consistente en sí mismo, independiente de lo que es y de lo que ve el otro. Es esta la raíz del amor, de la capacidad congénita de amar: el descubrir que cada uno es uno mismo para el otro. Es tan cierto que, en cada “encuentro”, brota espontáneo eirremrimible un mensaje de “aceptaicón o rechazo”, aunque esté matizado, como es la “indiferencia”, que es un rechazo encubierto. Toda relación siempre tiende o hacia la aceptaicón o hacia el rechazo. Nadie es “mueble”  para quedar totalmente indiferente, sin reacciones interiores, a menos que esté enfermo o “bloqueado”  por algún trauma. Para ese “encuentro cara a cara”, para poder asumir el ser realmente “el uno para el otro”, “llamada y respuesta”, un “diálogo que vitaliza”, que hace ser más lo que uno es; es imprescindible que cada uno realice y fortalezca su originalidad, “su ser irrepetible”, si “ser varón” y su “ser mujer” (corporeidad, cultural, roles, maneras de ser). Pero para que sea acuténtica esa “originalidad”, deberá desarrollarse “bajo la mirada del otro”, es decir, “para el otro”, para la comunión y no exclusivamente para sí mismo en forma individualista. La originalidad (desarrollo personal) que no toma en cuenta “la unión con el otro y para el otro”, es egocéntrica, aísla, produce soledad y lleva finalmente a la separación. Al revés, la relación opuesta, el “ser para el otro” hasta la fusión, en tal forma que sofoque l haga perder la propia originalidad (lo de ser “ese” varón y lo de ser “esa” mujer), banaliza la unión, la hace insípida o insoportable, y tiende a  provocar la insarisfacción, el rechazo y, finalmente, la misma separación que se quiere evitar.  Nadie puede dejar de ser lo que es; se puede renunciar a muchas cosas en la convivencia, pero no a lo que es esencial, a lo constitutivo original de ser esa persona. Una pareja de 18 años de matrimonio. Muy buen trato entre los dos, nunca una falta de respeto ni discusiones violentas. La vida conyugal siguió aceptable hasta que él decidió separase. Motivó su decisión en el hecho de que su matrimonio no le decía nada para su vida. Ella se derrumbó. Adornaba a su marido y le parecía inverosímil esa realidad. Su marido era “todo” para ella. Estaba dispuesta a hacer lo que fuera para recuperar su amor. Lo había dado todo y estaba dispuesta a dar aun más. ¿Qué le pedía el? A esa pregunta, estando yo presente, el contestó: - Nada te pido, solo que tu seas tu, que vivas tu vida, que no dependas de mi en todo…. Que te des tus gustos, que no te vea como un títere en mis manos… De eso estoy aburrido… Quiero vivir solo, no tengo otra persona en vista, pero no puedo seguir así… Eso no significa que no te tenga cariño y no te considere una mujer estupenda, buena madre, y que no te hayas jugado el todo por mi; de tu persona no tengo nada de qué quejarme, pero debo confesarte que contigo no me siento pareja… Claramente ella había “idolatrado” a su marido, le había dado todo de sí, pero descuidó su propia  personalidad, no creció como mujer en su libertad y originalidad, quiso ser una sola cosa con el, fusionarse, pero dejó de ser “distinta” y el se aburrió de tener un “satélite” a su lado, no una persona con su “originalidad” que le exigiera más, que lo estimulara a ser “más”, a buscar nuevas formas de ser   pareja, comunión de dos personas para ser uno solo, siemrpe distintos y originales, pero unidos, diferentes pero complementarios. Ella, con su docilidad, con su entrega desinteresada, generosa pero no enriquecedora, ingenua, se dejó absorber, “fagocitar” por él, dejó de ser ella y se quedó sola. El tampoco supo darse cuenta a tiempo, gozó plácidamente de la entrega de ella y, cuando no le sirvió más en su egoísmo, inconsciente, se alejó. Vemos nítidamente que el amor auténtico no es cualquier entrega: aunque sea noble y generosa debe ser “inteligente”, es decir, conocer lo más posible las reglas del juego, que volvemos a reafirmar: Tu amor sin exigencias me empobrece; Tus exigencias sin amor me enfurecen; Sólo tu amor exigente me engrandece. El equilibrio entre la originalidad y la unión, las dos fuerzas fundamentales del amor de pareja, es delicado y precario, siempre inestable y dinámico. El no tener las ideas claras de la realidad (varónmujer distintos-unidos) y el no revisar contínuamente su dinámica siempre mutable, conduce a encontrarse con “sorpresas” no sólo “desconcertantes”, a veces urreparables. Una pareja que quiere “realizar a fondo” su matrimonio y ser má feliz, debe adquirir desde el comienzo el hábito de saber interrogarse mutuamente y en muchas oportunidades sobre este dinamismo interpersonal: - ¿Tienes conciencia de que yo trato de estimularte aser más tú, a ser más “lo-que-sientes-quedebes-ser”? - ¿En qué te sientes sofocado(a), reprimido(a) desde que estás conmigo, con las “alas cortadas (aspiraciones frustradas, agobio de preocupaciones, exceso de horarios, presiones indebidas)? - En este momento, ¿qué echas de menos en nuestra relación? Amar es mucho más que esforzarse para “pasarlo bien juntos”. Si se quedan en esta meta, aceptan la mediocridad. Amar es jugarse por la “plentud del otro”, hacerse corresponsable del desarrollo “vocacional” del otro (la primera responsabilidad es de uno mismo), ser buen acompañante del camino “original”, “personal” del otro (que es mucho más que su profesión, su maternidad, su paternidad, sus aptitudes artísticas, religiosas, científicas dormidas, etc.). Es un tomarse recírpocamente “a cargo” la  plenitud personal del otro, y hay que tomar en cuenta que un elemento fundamental del desarrollo  personal es la libertad. Es sumamente fácil invadir (sin quererlo y sin darse cuenta) el espacio de libertad del otro. Se produce, entonces, una de estas reacciones: o la capitulación (uno agacha la cabeza por timidez o  para no herir) y siente la asfixia, o el choque, la guerra declarada en la que ambos ya no se soportan, y van chocando por imponerse el uno al tro, creyendo horadamente defender cada uno sus legítimos derechos, pero “derechos individuales” y no de la pareja. Se casaron para hacer feliz el uno al otro y “ser más felices” amándose, conjugando por amor los propios derechos y no para defenderlos uno contra el otro. “El: ¿Me llevaste el traje a la lavandería? Ella: No soy tú empleada… El: Por supuesto, si fueras empleada al menos sabrías hacer bien el aseo…” ¡Diálogo de choque de trenes, ambos en el mismo riel, creyendo que lo que defiende cada uno es lo que correpsonde! Quiere triunfar el “yo”, no el amor. Aparte del orgullo herido y sus reacciones no controladas, hay una clara manifestación de una anterior insistente “presión” acumulada en el caso de la esposa (me siento usada, me siento exigida indebidamente), y de insatisfacción, de falta de correspondencia, de descuido voluntario en la acusación del esposo (yo ya no soy importante para ti, no te importa mi persona). Las presiones soportadas y reprimidas por un tiempo estallan cuando menos se piensan, de ahí la impoetancia de la revisión, para descubrir a tiempo las “presiones” indebidas. Las mismas fundamentales diferencias sexuales del varón y de la mujer son la expresión física, exterior, de las grandes diferencias íntimas de “toda la persona”, como persona. La fuerza de la sexualidad biológica pide espontáneamente al varón ser varón y ala mujer ser mujer, les pide “ser uno mismo” (lo que es bastante fácil como unión física, pero muy difícil como unión de personas completas). En cambio, la sexualidad emocional, que es más profunda, les pide mucho más “ser uno”, pero en función de otro, en toda la personalidad para ser “felices amándose” en las diferencias (lo que no es tan fácil). Para unirse físicamente, la naturaleza pide el “desnudo físico”. Para unirse “íntimamente”, la naturaleza pide el “desnudo psicológico”, “la transparencia de los sentimientos, “lo que es” cada uno “por dentro” y no solo “por fuera”.  No es la sexualidad lo que nos hace inventar o descubrir el amor, suno que es el amor el que nos revela lo que es la sexualidad, que le da todo su sentido. La sexualidad es el “lenguaje” del amor, pero todo lenguaje sólo tiene sentido si expresa bien su “contenido”. Está claro que la palabra “agua” expresa bien la idea, pero no “moja” a nadie. La palabra “amor” tampoco hace feliz a nadie. Si la palabra “sexualidad” no llevani comunica lo que debería contener y significar (el amor), pasa a ser una gran mentira, un espantoso engaño. ¡Cuántas lágrimas de soledad después de un abrazo efímero entre las brumas de una “ternura” llena de ilusiones, pero “vacía” de contenido! Qué mentirosa es la frase común “hacer el amor”, pues solo quiere expresar “realizar sexo”, “unir cuerpos”, sin verdadera preocupación de si en ese gesto físico hay amor, si hay relación íntima de  personas diferentes, valoración mutua como personas, no mera unión de órganos genitales.  No es necesario, para nuestro propósito, explayarnos detenidamente describiendo las diferencias más importantes entre varones y mujeres. Tantos libros especializados pueden servir para detallar bien las diferencias. La solución de los problemas que nacen de las diferencias no están solo en conocerlos con precisión científica, sino en el buen manejo de las relaciones interpersonales, que siemrpe se reducen a “capacitarse para amar”, a aceptar que no se puede crecer en el amor si se cultiva el egoísmo, la autoexaltación y la autosuficiencia. El amor dice lo contrario de la autosuficiencia: dice “te necesito a ti para ser más feliz yo contigo”. Las energías de la tierra son las mismas: tanto las aprovechan las flores como las aprovechan las malezas. La diferencia está en que la maleza crece sola (el egoísmo) y no necesita cuidado. Las flores,  por el contrario (el amor auténtico), solo crecen bajo exquisito cuidado, y cuanto más delicadas y  preciosas son, exigen tanta mayor atención. Dejen de regar y podar un hermoso jardín por tres meses de verano y verán el resultado infalible: con la misma sequía, con las mismas pestes, con el mismo smog; verán todas las flores mustias y sofocadas y la maleza exuberante. Así es el corazón humano: los vicios y los defectos crecen solos; las virtudes, bajo intenso cuidado. La expresión más nítida de la diferenciación e integración armoniosa de lo que es ser varón y ser  mujer es, en las personas, la expresión visible de la paternidad y de la maternidad, cualidad realmente “humana”, es decir, de ser hombre = ser humano, es válida para el varón y para la mujer, auténticos en su diferencia. La maternidad verdaderamente “humana” no está en el útero o en el instinto (que también tienen los animales), sino en el desarrollo y en una continuidad de relaciones “varón-mujer”. Ese sentido maternal será tomado más desarrollado en la mujer y tanto más desarrollada la paternidad en el varón “cuanto mayor haya sido y será la unión de intimidad entre ambos”. Paternidad-maternidad son componentes de la personalidad, y son tanto más auténticas y humanizantes para los hijos cuanto más profundo y humanizante es la comunión personal de la pareja. Una pareja armónica educa mejor. Toda deshumanización (en cualquier área) pervierte el sistema de la unión varón-mujer. Un trabajo deshumanizante, que enajena, lleva consigo una sexualidad deshumanizada, hasta llegar a ser  embrutecedora, esclava del más puro instinto, sin ningún control racional. Así se explican muchas verdaderas “violaciones”, aun dentro del matrimoio: deseo de compensación. El animal actúa por instinto, y su instinto tiene su “auto control”: saciado, se tranquiliza. El ser  humano no tiene ese control sexual instintivo. Al contrario, su cerebro, principal órgano sexual, tiene la capacidad (en espíritu) de exacerbar el insitnto hasta el paroxismo diabólicco. El ser humano puede  pervertirse; el animal, no. No podemos confundir lo instintivo, que es natural, con lo “bueno en si”. Para el ser humano, lo instintivo es ambigüo. En el ser humano, “lo natural” está “desviado”, no es ya “natural, puro”. Está contaminado. Para que lo “natural” funcione buien, debe ser siemrpe “rectificado”, “corregido”, “descontaminado” por la voluntad. Podemos llamar “espontáneo” a lo natural, lo instintivo no rectificado, no controlado, y llamar “auténtico” (de autor) el impulso controlado, guiado, realizado como debe ser, sin estar contaminado, desviado por “el mal” que siempre hay en uno. El reaccionar bruscamente, groseramente (¡cállate, imbécil!”), es un gesto espontáneo (brota de lo natural, contaminado por el desprecio, por el orgullo, por no haber sido purificado). El controlar la respuesta, en cambio, y decir: “perdone, ¿por qué me trata así?, ese insulto no es digno de usted ni de mi”, es una reacción auténtica, bien guiada, nace de lo más humano de la persona, de lo que “es” realmente deseoso, del bien y de la verdad, sin contaminación del orgullo y del “yo exasperado”. La palabra “auténtico” proviene de “autor”, como indicando la obra original tal como salió de su “autor”, sin manipulación de otras intervenciones espurias. Hay que afirmar que no existe un “mal carácter”, “un mal genio”, como si fuera así por naturaleza. Un “mal carácter” es sólo el resultado de un carácter “mal educado”, “mal criado”, descuidado en la conducción de su desarrollo. Las diferencias “varón-mujer” existen para el enriquecimiento mutuo, para comunicar el uno al otro lo que cada uno no tiene y aspira tener, y que sabe que podría tener y desear tener. Al comunicarse mutuamente sus riquezas personales, realizan el misterio del amor, la plenitud, el darse gratuitamente: ser feliz al hacer feliz. Al ser feliz haciendo feliz a otro, goza cada uno de la riqueza del otro (en el amor no hay envidia). Si uno es “rico”, comunicará también al otro su riqueza. La vida matrimonial es así: o son felices los dos o no lo es ninguno. Para ser feliz, hay que hacer feliz al otro. Esta relación enriquecedora se pervierte cuando uno de los dos (o los dos) quiere arrebatar las riquezas del toro, poseerlas como suyas, sin esperar que el otro se las “regale”. El encanto del amor está en la “gratitud”, la “libertad” de darse, en su “regalarse”. Si se ofende la libertad y se pierde la gratitud, se arruina la relación en su esencia, y nace el desamor, la defensa del “yo atropellado”. Si actúa uno solo en esta forma, el otro se siente víctima de un abuso, y lentamente “muere” por dentro. Si actúan los dos así, estalla la guerra. En lugar de “comunicarse” mutuamente las riquezas, cada uno defiende las suyas y agrede al invasor. (No siempre uno está consciente de estar atropellando al otro). Cualquiera puede equivocarse y los conflictos causados por relaciones mal llevadas serán siemrpe inevitables. (No se casan dos perfectos, dos ángeles; se casan dos seres humanos limitados y falibles, dos pecadores). Al parecer la señal de un conflicto, si se tiene a lo menos la “teoría” clara del “buen” comportamiento, un mínimo conocimiento del “cómo” debe ser la auténtica relación, será más fácil que surjan posibilidades de rectificación, de reconocer errores y de reconciliarse. Si ni siquiera se sospecha por qué la relación no funciona, u no se sabe en dónde está el error, se cae en la fácil tentación de “culpar” al otro y se refuerza así el error, hasta volver insostenible la relación,  porque cada uno se atrinchera en su posición por crerla válida. Pareja de 4 años de casados, los dos muy expresivos y querendones. No habían tenido hasta la fecha dificultades serias en su convivencia. Pero aparecía un conflicto latente de incomprensión que en cada ocasión se acentuaba. Ambos reconocían que cada conflicto los distanciaba más, pero cada uno tenía su visión de la situación: para ella era muy dolorosa e incomprensible la obstinación de él en provocar  voluntariamente su sufrimiento, pudiendo, según ella, evitarlo con facilidad. Para el, en cambio, el conflicto era una porfía infantil de ella, un capricho que sólo ella podía superar. Expongo el diálogo que se desarrollí delante de mí: Ella: Él es un podriado. No me quiere entender. Yo sufro y me angustia cuando el llega tarde y yo no se lo que le oasí; le pido que, si cambia de horario, me de un telefonazo, y yo quedo tranquila… El: Mire, padre, ella sabe perfectamente lo que hago todos los días. Yo salgo de la oficina y llego todos los días más o menos a la misma hora a mi casa y una vez al mes, máximo dos, voy a jugar baby- fútbol con mis amigos. Ella lo sabe, que solo en esos días llego más tarde y que nunca voy a ninguna otra parte. Ella: ve que no entiende. Yo no tengo nada en contra de que vaya a jugar con sus amigos todas las veces que quiera. Me gusta que lo haga. Solo le pido que me lo haga saber, que no me deje esperándolo con preocupación sin saber lo que le pasó. Soy aprensiva y siemrpe pienso en un accident de tránsito… Le costaría tan poco, antes de salir, llamarme por teléfono y así yo me quedo tranquila. El: ¿Ve? Ella quiere que actúe como un niño chico, que debe pedir permiso para salir con sus amigos… No lo voy a hacer… Es una porfía de ella y nad amás. Le expliqué todo y sabe que es así. Ell: ¿Ve, padre, que no hay caso? Yo sufro y a el no le importa. Me duele, no me siento comprendida. El jura que me quiere, pero no me siento querida y no se qué hacer para que me entienda… El (dirigiéndose a mi, desesperado): Por una estupidez, por una simple maña de ella, que la llame  por teléfono, ahora llega a dudar de nuestro matrimonio y de su la quiero o no la quiero… Yo veo que los dos sufren y que no alcanzan a ver lo que le sucede realmente al otro… Le pregunto a ella: qué es lo que te duele más de esta situación. Ella: Que el no me entienda, que no capte lo que me hace sufrir, y que no cambie… Le explico a ella que él no ve todavía su verdadero sufrimiento. Que el ve su dolor como un capricho, un antojo… Tendría que explicárselo más profundamente, hacerle ver a el por qué a ella le duele tanto, qué parte de su “ser” queda realmente lastimada… Le pido que trate de expresar el “cómo le duele”, como si…, y que describa alguna situación o comparación para que el pueda descubrir su intimidad y sentir lo que ella siente en esa situación. A el no le basta escuchar sus palabras, le hace falta la claridad en lo que le pasa a ella. Ella (reflexionó un momento y relató): Me siento ene ste momento frente a el tan poca cosa, tan desvalida, tan imponente, como cuando vi sin poder hacer nada, a mi hija de dos años acercarse a la estufa, al rojo vivo, y apoyar ahí su manita… Me sentí tan infeliz al no haber previsto ese peligro y no haberlo evitado. Y se echó a llorar. El (que había presenciado el hecho y había sufrido como ella, exclamó, mirándola con otra actitud): ¿Tanto te duele lo que nos está pasando? Ella: Si… (Murmuró) El la abrazó y le dijo: - Ya comprendo… te voy a llamar por teléfono, para dejarte tranquila… Para superar un conflicto, una desavenencia, no se puede empezar con un interrogatorio: “¿Qué te  pasa?”, porque esa pregunta exasperaría más (“me ofende, y después todavía tiene la desfachatez de  preguntarme “¿qué te pasa?”). Un camino más “seguro” (nunca infalible, por supuesto) consiste en partir la realidad indiscutible: “te veo molesta, molesto, me interesa saber en qué te sientes ofendida, ofendido”. Si uno ve que el otro se interesa por escuchar, es posible que se abra y manifieste la causa de su malestar. Si ese malestar es acogido sin discusión, sin ser desvalorado con razones, disculpas, explicaciones, sino aceptando como “dolor legítimo” la comprensión alivia la herida y la reconciliación es posible. Si esas heridas se acumulan y no son sanadas a tiempo, se vuelven “crónicas” y estallan ante cualquier contacto: “no soporto más”. (¡Los sentimientos heridos y no expresados, comunicados, se vuelven “resentimientos”!) En ese momento, la reacción parece desproporcionada, inexplicable, pero en realidad es muy explicable: hay heridas acumuladas. Las diferencias que debían enriquecer se han transformado en  barreras infranqueables, que después aparecen como la clásica “incopatibilidad de caracteres”, que quisiera explicar todo desde “lo natural”, como que cada uno está hecho así y no hay nada que hacer,  pero en realidad solo se “racionaliza” una mala conducción de la relación, una deficiencia en la propia autoformación y un grave descuido en el desarrollo de la relación personal. Es toda la historia personal de cada uno, sus costumbres, su educación, la que entra en juego. No se improvisa un cambio de actitud. Si hay amor, entra en acción la paciencia, la comprensión, el perdón, las ganas de superar la dificultad. Un amigo mío resumió bien esta situación conflictiva con este “suspiro” a un grupo de parejas que lo veían afligido: “¡Cásense con una amiga y no con una enemiga!” Claro, el conflicto en su momento lo hacía sentirse agredido y no amado por la persona de quien esperaba más amor y comprensión. La verdad es que nadie se vuelve “enemigo(a)” porque si. Se casan como “amigos”, pero las  pequeñas heridas se acumilan, se vuelven insoportables y las relaciones de “amistad” se vuelven de “enemistad”. En lugar de “hacer felices” hacen “infelices”, y la “enemistad” es sólo la expresión visible de la infelicidad invisible. Las diferencias “varón-mujer” son profundas, son auténticas, no son fruto “solo” de la educación y del ambiente social, están inscritas en el código genético (útero interior y testículos exteriores), son difíciles de manejar, no se integran espontáneamente (como en el enamoramiento), necesitan sumo cuidado y atenta vigilancia para identificarlas e interpretarlas al servicio de la comunicación, pero si se logra (aun con mucho esfuerzo), el resultado es maravilloso: es un matrimonio feliz, dentro de las limitaciones de este mundo. Contraer matirmonio es aceptar ese desafío y jugarse por entero por su feliz resultado. El matrimonio, en su escencia, es una comunión de dos libertades, no de dos esclavitudes. Pero tampoco se compone de los libertades sin comunión. Si no hay comunión, hay dos vidas paralelas, y si no hay libertad, hay opresión. Pero si no hay comunión, ¿de qué sirve la libertad?, ¿para ser infeliz y quedarse solo? Lograr el verdadero equilibrio de la comunión auténtica respetando y valorando la libertad de cada uno, es no sólo una maravillosa realización, sino la verdadera felicidad en este mundo, la manifestación del amor gratuito porque es libre. El matrimonio, si es auténtico, favorece la libertad y la unión. Es el secreto del amor. Quien aprendió a amar sabe realizarlo. El amor es libre. El amor auténtico es libertad, libre para amar, sin trabas. 11. Se casan creyendo que tienen una muy buena “comunicación”, y descubren que sólo alcanzan una  buena “conversación”. La comunicación es muy diferente de la conversación; la comunicación es poner en común lo más valioso: es profunda, es comprometedora, hace correr riesgos. Es fácil conversar, es muy difícil comunicarse de verdad, pero la comunicación verdader “enriquece”; la simple conversación sólo “entretiene”. Ésta es la diferencia fundamental si miramos el resultado: una cosa es hacer pasar el tiempo, entretener, y otra cosa es hacer sentir más feliz a la persona, entregarle las propias riquezas interiores, alimentando su amor. Un matrimonio es más feliz si es capaz de tener una verdadera comunicación. La comunicación alimenta el amor. Comunicarse es amar de verdad, porque regala la propia intimidad, que es la riqueza de la persona, su originalidad. Solo quien se comunica en profundidad, ama de verdad. El mayor peligro en un matrimonio es la superficialidad, ofrecer al otro la cáscara de la propia  persona, y guardar para si – generalmente por miedo-, l propia riqueza interior, la intimidad personal, lo que uno “es” por dentro. El miedo surge ante el posible peligro de sentirse descalificado, menos rpeciado, incomprendido al momento de revelar la propia intimidad, que es lo que más apreciamos de nosotros mismos. Definamos los términos para entendernos. Cada palabra puede tener varios significados, según como la traduce culturalmente cada uno. Aquí entendemos por comunicación poner en común lo “íntimo”, de cada uno, lo que cada uno siente por dentro, en su intimidad personal que es siempre original, única, excplusiva, irrepetible, y que solo uno mismo conoce y valoriza como algo  personalísimo. Es lo que sucede dentro de nosotros, en nuestra intimidad. Son las reacciones espontáneas ante cualquier situación que nos pasa, no importa si esas reacciones son causadas por algo duera de nosotros (un recuerdo, un pensamiento, una imaginación). La reacción espontánea a ese estímulo es lo que llamamos “sentimiento” y se produce por dentro sin que nosotros lo queramos o no lo queramos[?]. Sucede. Es así. Esa reacción que llamamos “sentimiento”, o si es más fuerte, “emoción”, es lo que sentimos realmente, es nuestra reacción espontánea que no depende de nuestra voluntad. Sacamos ahora, de esa verdad, algunas conclusiones: los sentimientos en si, siendo reacciones espontáneas y no controlables, son algo natural, ni buenos ni malos (moralmente hablando); son y  pueden ser por supuesto, agradables o desagradables, pueden expresar alegría o pena, temor o rabia, simpatía o antipatía, cercanía o rechazo (odio), ternura o asco. Así como uno puede sentir hambre o frñio en lo físico, siente reacciones espontáneas en lo emocional. Primera conclusión: debemos aprender a reconciliarnos con nuestros “sentimientos”, aceptarlos como son y reconocerlos como “mensajes” que nos advierten que pasa algo en nosotros, para prestarles atención, para concoernos bien y poder darnos a conocer y tomar actitudes válidas. Son las señales de que alguna necesidad importante está satisfecha (alegría) o no satisfecha, aplastada o herida (pena, rabia), o en peligro (temor, susto). Esas señales, los sentimientos íntimos, no pueden ser desatendidas. Existen para ser tomados en cuenta, para guiarnos en nuestras decisiones y para darnos a conocer a quienes se interesan por  nosotros. A los sentimientos hay que darles salida, darles un nombre, reconocerlos, para poder  expresarlos. Existen para “comunicarnos” con los demás, además de concoernos a nosotros mismos. Reaccionamos así porque somos así por dentro. Sobre todo, si un sentimiento doloroso surge y no es expresado o a lo menos no se toma conciencia de el, se encoge sobre si mismo y se vuelve resentimiento, y al reconcentrarse puede estallar de repente sin que se lo pueda controlar (ataques de llanto, de rabia, pánico o de hilaridad descontrolados). Tomar en cuenta y reconocer los sentimientos como “espontáneos” no significa dejar de ocntrolar  nuestras “reacciones” exteriores, nuestras “actitudes”. Los gestos las actitudes, las palabras dependen de nuestra voluntad, están bajo nuestra responsabilidad, son controlables. Porque siento “rabia” (sentimiento) no está dicho que tenga que gritar o golpear (actitudes). Pero si siento rabia, debo darme cuenta de “que siento rabia” y decido “acoger” este sentimiento espontáneo, y “encuarzarlo” hacia donde quiero y decido llevarlo exteriormente, expresándolo convenientemente para mí y para los demás. (El dominio de sí es válido y necesario, pero lo que “hago” no corresponre automáticamente a lo que “siento”). “Siento” rabia y “decido” dominarme; “siento” pena y “decido” manifestarla o no manifestarla. Yo soy responsable de lo que “hago”, no de lo que “siento”: sólo los gestos o expresiones dependen de mi control. Si yo aprendo a “conocer”, a “distinguir” mis sentimientos, y a respetarlos como reacciones naturales, no juzgables como buenas o malas, suno solo como “agradables o desagradables, favorables o desfavorables”, aprenderé a respetar como sagrados los sentimientos de las otras personas, de todas,  pero con mayor razón de aquellas que amo. Respetar y valorar como legítimos sus sentimientos, es respetar y valorar su ser persona. Es permitirle ser como es, en su identidad sagrada, que sea lo que realmente es. Por lo tanto, si tu pareja te dice “me dolió lo que dijiste”, no le contestarás nunca con una disculpa como “pero si yo lo dije en broma”, porque la harás sufrir dos veces; la primera porque le dolió (con razón o sin razón, “le dolió”, es “sagrado” su dolor), y la segunda, porque al darle explicación de que ella o el se equivocó, por interpretar mal, sufre otra vez por pasar por tonto(a), por incapaz de comprender la situación como debía ser, y se siente aminorado(a). Doble dolor. La reacción deseable debería ser: siento que te haya dolido… comprendo que sufriste… estoy contigo. Un sentimiento “expresado” debe ser acogido, tomado en cuenta y respetado. El sentimiento tiene dos exigencias: existe para ser expresado y se expresa para ser “acogido”. La comunión es siemrpe tarea de dos. Al estar acogido como es, la persona se tranquiliza, porque logra la cominicación con la otra persona, y es lo que desea: sentirse comprendido(a), amado(a), respetado(a) en lo que le pasa por  dentro, en su intimidad. Al darle una explicación, aunque sea verdadera y razonable, no se acoge el sentimiento de dolor del otrro, y se “descalifica” como no válido en lugar de “respetarlo” como legítimo. Al decir “pero si lo dije en broma”, le está diciendo, sin decirlo, “yo no quise herirte, si tu te sientes herido(a) esproblema tuyo. Eres tu el que te complicas…” Pero el dolor queda, y la incomprensión aumenta. Uno habló en FM y el otro contesta en AM. Nunca se van a entender. ¡Usan frecuencias distintas! La comunicación es “comunicación de sentimientos”, “de intimidades”. Uno no siente inmediatamente lo que siente el otro, son que uno “acoge” el sentimiento expresado por el otro y lo “hace suyo”, “empatiza”, vibra con lo que el otro vibra en su intimidad, entran en sintonía emocional, se “comprenden” y se sienten unidos, se aman, especialmente cuando sufren juntos. No hay mayor  alivio que un dolor compartido. Es lograr sentirse amado de verdad. Unirse en el dolor es una comunicación más profunda y enriquecedora que unirse en la “alegría”. El sufrimiento no es un enemigo en la vida, es un puente de unión si hay amor. Vale con las personas y vale con Dios. Sin comunicación verdadera, como lo hemos explicado, no hay amor “eficiente”, que circule fluidamente del uno al otro; habrá “deseo” de amar, ganas de amar y sentirse amado, pero al comunicarse mal, raquíticamente, el amor no se desarrolla y puede morir por asfixia. Otra cosa es la conversación. Cuando expresamos ideas, relatos, juicios, razones, explicaciones, entregamos al otro algo que sucede o sucedió “fuera de nosotros”, no lo que sucede o sucedió “dentro de nosotros”. Los sentimientos, la propia intimidad, las propias y exclusivas emociones son el contenido de la comunicación. Los relatos, las ideas y los juicios son el contenido de la conversación. Una conversación puede ser muy interesante, puede durar horas, puede ser entretenidísima, pero no revela ni regala la propia intimidad, o si lo hace, lo hace fugazmente, como quien no quiere y se le escapa una emoción personal. Lo conversado es algo que otros también podrían relatar, explicar. Lo comunicado es algo que solo el interesado, el que lo experimenta puede revelar y transmitir. Es su “sentir”, su vivencia personalísima, original, irrepetible. El mismo no la experimenta dos veces iguales,  porque cada emoción es fugaz, o se acoge en ese momento preciso o se esfuma, desaparece. Un matrimonio que sabe comunicarse, se “enriquece”. Un matrimonio que solo conversa, seguramente se “entretiene”, pero entran muy poco en comunión. Dos personas se comunican (en el sentido que queremos darle) si expresan mutuamente sus “sentimientos”, lo que les pasa por dentro. “Conversan”, si solo expresan y relatan lo que ven y oyen, lo que sucede fuera de ellos, exteriormentea la persona. Cuano uno expresa sentimientos, habla de sí; cuando uno expresa ideas, habla de otros, de lo que les pasa a otros, no de lo que sucede interiormente. Expresar sentimientos, revelar la propia intimidad es siemrpe un riesgo. Una idea, un juicio se  puede expresar con más libertad; si no es aceptada, uno puede defenderse, rebatir, explicar, pero no afecta tanto la intimidad. Las ideas no comprimeten tanto, no identifican tanto como los sentimientos. En cambio, mi sentimiento, la revelación de una intimidad profunda, miestra a mi persona como es, “indefensa”, “desnuda” psicológicamente, y si no es acogida, se siente rechazada (peor, menospreciada), sufre demasiado, es como una traición, una puñalada en la esplda, e introduce la desconfianza, el temor de quedar herido(a), y por eso se cierra, se vuelve hermética para evitar  sufrimiento. Toda persona huye del sufrimiento. Cuando uno se siente no acogido, gana experiencia para el fururo, descubre que el abrirse es peligroso, que puede sufrir, y decide encerrarse en si mismo, ocultar  sus sentimientos, rehusar la comunicación y, como consecuencia, la relación se vuelve superficial y anodina: al ponerse en defensa se pierde la confianza. Los esposos podrán ocultar la situación por algún tiempo mientras sean capaces, pero llega el momento de la evrdad: “ya no tenemos nada que decirnos”, “me da miedo salir solo(a) con mi pareja”, “yo siento que lo (la) quiero, pero es una lata estar juntos”. “Se casaron los niños, el nido está vacío…  para qué seguir juntos…”, son las expresiones reveladoras de un lento pero inexorable fracaso en la comunicación. A veces una ruptura, una crisis grave, rompe las corazas y permite descubrir y comunicar los sentimientos más profundos, nunca o poco expresados, o peor, mal acogidos. Es lamentable tener que llegar a esos terremotos para descubrir las debilidades y las riquezas de la construcción matrimonial, reforzar los cimientos y las vigas maestras a tiempo es lo que pretendemos lograr aclarando con tanta insistencia estas situaciones.  Naturalmente que estas observaciones están orientadas a ayduar a las personas “comunes”, como son la mayoría, para que superen las dificultades que todos tienen en mayor o menor grado de la comunicación. Situaciones más complicadas con personalidades muy afectadas por traumas graves anteriores, sobre todo en la niñez, necesitarán una ayuda muy especializada y más personalizada. Peroe stas  páginas podrán ayudarle a darse cuenta de su situación y despertar la decisión de enfrentar el problema a tiempo, en manos de especialistas. Cuando uno abre su interior al otro, debe tener conciencia de que corre el “riesgo” de no ser  acogido como quisiera y, por lo tanto, una comunicación verdadera no se piede realizar con cualquiera, ni en “cualquier momento”. No puede exponerse imprudentemente al riesgo de sufrir unr echazo o una incomrpensión. El clima de intimidad se forma, se construye, no se improvisa. Menos aun se puede imponer. Toda  presión asusta, toda espontaneidad se pierde, y hemos dicho que los sentimientos, vehículos de comunicación, son reacciones espontáneas, que no se pueden forzar para que aparezcan. Solo se  pueden motivar, estimular, despertar. Aparecen y desaparecen, son fugaces. Hay que acogerlos en uno mismo cuando surgen, y expresarlo cuando el otro esté dispuesto a acogerlo. Hacerse disponibles a acoger es fundamental.  Ningún caracol sale de su concha protectora si lo golpeamos o molestamos para que salga. Solo sacará sus cachitos si capta que no hay peligro ni amenaza de peligro. Busca seguridad.  Nadie se abre ni puede abrirse porque el otro dice “ábrete”. Uno quiere estar seguro de ser bien acogido al comunicar la propia intimidad. La única manera segura de invitar al otro a abrirse es abrirse  primero uno mismo, abrendo la puerta de la propia intimidad, expresando lo que siente en ese momento. Al mostrarse indefensi(a), inovensivo(a), lejos de toda agresividad y acusación, es “posible”… o es más fácil que el otro se atreva a abrirse y a expresar lo que siente por dentro. Si el otro, en cambio, le discute y el o ella se siente acusado(a), y se defiende, la comunicación aborta enseguida y surge la discusión: cada uno quiere ganar y tener la razón, y esto exactamente se debe evitar, porque no sólo se  pierde la ocasión para comunicarse, sino que se abre una herida más, lo que aumenta las defensas ante cualquier nuevo ensayo. Por esas razones, dijimos que noes fácil la comunicación, pero su buen resultado es maravilloso. Es una gran ventaja para los novios que empiezan su vida en común, tener estas ideas claras y hacer   pequeños ejercicios para adquirir hábitos de verdadera comunicación y rectificar conductas a tiempo, antes de que se formen heridas y hábitos perversos. La niña tiene 13 años. Termina de hablar por teléfono y la mamá nota luego, cuando esta va a encerrarse sin decir palabra en su pieza, que algo grave ha pasado. La sigue y la encuentra llorando. - ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? - Nada mamá… - Cómo nada… estás llorando y no te pasa nada… ¿No tienes confianza en tu madre? La niña llora más desconsolada y se da vuelta de espaldas, tapándose la cara, sollozando más angustiada. ¿Qué hacer? Analicemos el caso. La mamá tiene la mejor intención, pero no le sirve, porque “hay amores” que matan. La buena intención es necesaria, es indispensable, pero no es suficiente. Se requiere “acertar” en la conducta. La niña expresaba claramente una emoción fuerte, una desilusión que la hacía sufrir. Con su actitud comunicaba un sentimiento: “sufro”. La mamáno acogió el sentimiento (podría haberle ducho; “Te veo sufrir, ¿te duele mucho?, ¿te puedo ayudar?”). Se habría mostrado demasiada inmofensiva, dispuesta a “empatizar” sin peligro de enjuiciamiento, y la niña, con más probabilidad, se habría habierto. La madre actuó en frecuencia AM, con ideas: “¿Qué te pasa?”, como insinuando “Veamos si lo que te pasa  justifica ese llanto o si lloras por una tontera…” Todo esto no lo dijo, pero a la niña le llega de esa forma; para ella es una amenaza de peligro, de nuevo sufriendo, porque no está segura de ser bien acogida en su realidad, corre peligro de ser juzgada (si es bueno o malo o válido o no válido lo que le  pasa) y contesta con razó “nada” (nada para ti, porque representas un peligro para mí, de sentirme reprochada o ridiculizada por lo que me pasa, y no quiero aumentar mi sufrimiento). Si la mamá se hubiera acercado en actitud claramente “inofensiva”, abierta, desnudándose ella  primero: “Te veo sufrir, me da pena… quisera ayudarte, no se cómo hacerlo… me duele no poder  ayudarte… sabes que tu mamacita está para ayudarte, para aliviarte la pena… Creeme…” y si la acaricia respetuosamente, respetando su llanto todavía inexplicable, y se aleja dejándola libre, sin la  presión emocional materna, que complica la situación, más fácilmente (no siempre, porque depende de la historia personal de las relaciones entre las dos) la niña habría podido abrirse y confiar su problema. Es muy fácil al principio confundir las ideas y sentimientos. El sentimiento expresa solo “algo de uno”. La idea expresa algo del otro. Un ejemplo típico de autoengaño es éste: “Siento que estás enojado…” No se puede sentir interiormente algo que está fuera de uno; está en ti el enojo, no en mí. Es algo tuyo, no lo puedo sentir yo, solo lo veo, y lo constato.  No es que “siento”, sino que “veo” que estás enojado. ¿Y qué siento (en mi interior) al “verte” enojado? Siento “rabia, pena, miedo, preocupación…” Esto es mío, nade en mí. Hay que tener cuidado de no confundir “siento” con “me doy cuenta”. Puedo darme cuenta de lo que pasa dentro de mi (y es un sentimiento, siento de verdad) y puedo darme cuenta de lo que te pasa a ti, pero solo lo que te pasa a ti es un sentimiento; puedo captar, intuir, comprender lo que te pasa, pero si quiero “comunicarme” debo expresar lo que pasa dento de mi al constatar lo que pasa dentro de mi. De otro modo, paso a ser un observador como esa mamá, un posible  juez, y puedo, sin querer, reperesentar una amenaza y obstruyo la comunicación con más estupenda  pero ingenua y despistada “buena voluntad”. Hay una alegoría de Tagore que expresa bien esta situación: “El pájaro piensa: ¡Qué bien le vendría al pez un paseíto por el aire!” Según la feliz experiencia del pájaro, sería estupendo un pasero para el pez, para ver el panorama,  pero, según la experiencia del pez, le sería portal a pocos minutos por desadaptación al ambiente. La buena voluntad de hacer feliz al otro está presente, pero el resultado feliz no se produce. No  basta la buena voluntad cuando hay despiste. Realmente debemos desconfiar de la pura buena intención,  porque siempre “hay amores que matan”. La eficacia de un mensaje, de una acción, no se miden en su origen, sino en su resultado final, en cómo llegan y cómo son recibidos, y no cómo parten y cómo son enviados. Todo mensaje debe ser medido como es recibido, no como es enviado; en su resultado, no en su orígen o intención. 12. Se casan creyendo que con darlo todo sin guardar secretos el uno para el otro, ya está “asegurado” el amor; en cambio, la otra persona es y será siempre un misterio. La vida les hará descubrir que la convivencia conyugal necesita “siempre más amor”, más “misterio”, más “aventura”, más “sorpresa”, más ruptura de esquemas rígidos para que el amor no muera sino que crezca. El gran peligro de la vida matrimonial es la rutina, la monotonía, la “lata”, el estancamiento. Los dos se dan cuenta (pero casi siempre ella más que él), de que la relación está fallando, la convivencia está “haciendo agua”, el interés por estar juntos disminuye; él lo manifiesta dándose cuenta o sin darse cuenta, llegando más tarde a casa, siempre con menos interés en llegar, la desgana se hace evidente cuando llega y enseguida enciende el televisor y, sin quererlo, o queriéndolo expresamente, manda un mensaje indirecto pero claro: “no quiero, no me interesa estar contigo… déjame hacer lo que quiero….  Necesito mi espacio… tu me aburres y solo me despiertas rechazo…” Ella, a su vez, puede expresar lo mismo dando más importancia a los hijos, o al quehacer doméstico o estando fuera de casa, mostrándose indiferente a su llegada. Vemos claro que nunca dejamos de enviar mensajes. Buenos o malos, favorables o desfavorables, nuestras actitudes, querámoslo o no, expresan siempre “mensajes” que el otro traduce a su manera a  pesar suyo. Hay silencios que son mensajes de comprensión, de perdón, de interrogación, y hay silencios que son rechazos, desprecios, indiferencia, declaración de “no existencia” del otro. De hecho, nunca hay incomunicación, porque nunca ambos dejan de comunicarse, de expresar de laguna manera lo que sienten: solo hay “buen” comunicación o “mala” comunicación; por lo tanto, siempre hay comunicación. Siempre pasa algo entre los dos. Los mensajes van y vienen continuamente y, si uno quiere evitar el desastre y sobre todo mejorar la relación, deberá acostumbrarse a reconocer  los mensajes que uno mismo envía (o que envía la otra parte), y trata de interpretar cómo le llegan al otro, cómo son recibidos y traducidos por la otra parte. Es el resultado del mensaje lo que interesa: si hay amor, y no sólo la conciencia tranquila de la propia buena intención. Amar es preocuparse por el otro delicadamente. Para superar una crisis, hay que buscar la “claridad”, aprender a enviar “mensajes claros”, inteligibles y fácilmente bien traducidos por la otra parte. Lo que más confunde la relación es el mensaje disfrazado, el “criptomensaje”, la indirecta “para que se entienda” o el rechazo subliminal disfrazado de cansancio. Ser claro en el mensaje supone “conocerse a sí mismo”, tener claro lo que a uno le pasa y declarado con claridad[?]. Lo más peligroso es la “pretensión” de que el otro entienda sin explicaciones, que “adivine lo que me pasa”, en una palabra, “que se ponga a mi disposición como yo quiero”. La claridad, en cambio, define los campos de conflicto, no provoca inútilmente angustias desproporcionadas, no “hace pasarse películas” de situaciones inexistentes. Es el caso de aplicar el gran  principio evangélico: “la verdad libera”. Una persona tiene pleno derecho de estar cansada, molesta, irritada, pero es necesario que lo diga, y que exprese el porqué, la causa de su malestar; de lo contrario, la otra persona empezará a “suponer” que la causa de la molestia es ella misma e interpretará fácilmente todo como un rechazo. El motivo  puede ser otro, ajeno a la pareja. Si se insinúa la duda (por falta de información) de un posible “desamor”, se provoca un clima de incertidumbre que pervierte la relación. Y si fuera realmente otra  persona la causa de la molestia, se gana la claridad precisando cuál “actitud” de ella es la que molesta, que es algo muy distinto de la persona misma. Una actitud se puede cambiar; la persona, no. Pero en el peor de los casos, si fuera realmente la  persona en su complejidad la causa del rechazo, vale declarar la verdad desnuda, pero sin extralimitarse. Es diferente decir: “no quiero hablar contigo en este momento”, a decir “no quiero hablar más contigo”. El “más” y el “nunca”, el “siempre”, son mortales porque exageran y absolutizan lo que es en verdad un “relativo”, porque las circunstancias cambian y pueden cambiar todo. Es diferente decir: “eres un(a) mentiroso(a)” a decir “esta es una mentira”. Lo primero afecta a toda la persona, lo segundo solo a su actitud, a una acción de la persona. Decir “eres una desordenada” es muy diferente de decir “este es un desorden intolerable”. Decir “me molesta tu actitud de indiferencia” es muy distinto de decir “me molestas tú”. Una expresión invita a cambiar; la otra, no. Hay que comprometerse a distinguir esta diferencia del lenguaje. Uno es ofensivo y el otro no. Los esposos deben convencerse de que el corazón humano tiene ansia de infinito, anhela la “felicidad plena”, y como la felicidad plena en este mundo es inalcanzable (el Paraíso no es de este mundo), cada uno deseará siempre más: más amor, más unión, más comunión íntima, más conocimiento del “secreto” o del “misterio” del otro, y esta “sed insaciable” de amor y de plenitud se  puede interpretar fácilmente como un tormento de eterna insatisfacción enfermiza (nada le llena, nada le satisface, siempre inconformista, siempre quiere neuróticamente más). En cambio, se puede acoger  mucha delicadeza como es y debe ser, un anhelo de tocar más a fondo en el mutuo conocimiento (la  persona cambia y es diferente cada día, recibe impulsos y estímulos nuevos, que despiertan nuevas emociones interiores, alegrías y penas, éxitos y desilusiones que modelan por dentro la personalidad) y aspirar a compartirlo todo, a sentirse aceptado, aceptada, a acoger y a entregarse totalmente al otro para conformar siempre más y mejor la unidad, la comunión, el anhelo de toda relación de amor. Este es un paso importante en el perfeccionamiento de la unión matrimonial y para la perfección de cada persona. Lo esencial de la persona, del “ser” y “sentirse” persona realizada, es justamente el “sentirse en comunión”, el entrar en relación con el otro, el salir del “yo” para comulgar con el “tú”, el superar la soledad del “yo” para enriquecerse con lo que quiere regalar el “tú”, el “yo” del “otro”. La ecuación de la felicidad humana es clarísima: “más comunión de personas, más plenitud, a mayor plenitud mayor felicidad, a mayor felicidad mayor capacidad de comunión”. De este modo, el circuito se vuelve virtuoso hasta el infinito imaginable. Es lo que explica la sorprendente unión feliz de 50, 60 años de matrimonio. La misma ecuación rige en términos negativos: “más se pervierte la comunicación, mayor es la soledad, a mayor soledad mayor infelicidad, mientras más crece la infelicidad se pervierte la relación, y mientras más crece la soledad más se hace insostenible”. Es el infierno en vida, cuando surgen las acusaciones mutuas, las recriminaciones. Para no dejarse atrapar por esa espiral destructiva, por ese círculo vicioso, es importante tener los ojos abiertos para descubrir a tiempo las primeras señales de alarma. Al conocer de antemano los  peligros a los que se expone todo descuido en la relación, es indispensable, desde el principio o desde el momento en que se prevé el peligro, comprometerse de común acuerdo a tomar en serio la relación de pareja, y darle la importancia que merece. La primera regla de acción que se debe tomar en cuenta, es que el amor es libertad, el amor es libre, no soporta sentirse presionado, impuesto.  Nadie puede forzar a otro a quererlo. O le nace quererlo, en forma libre, gratuita, porque sí, sin explicación lógica, o ninguna razón o presión externa puede hacer nacer el amor de pareja. Cuando novios, todos lo entienden perfectamente. A nadie se le ocurría forzar a otro a pololear y menos a casarse. Hay plena conciencia de que la libertad es algo sagrado, intocable, en relación de amor. Pero es fácil caer en la trampa de presionar la libertad en el matrimonio. Sin darse cuenta, aparece espontáneamente, como natural, la “pretensión”: “te toca, debes, te corresponde… si no haces eso, ¿qué haces entonces?” Son todas pr etensiones incorrectas, que corroen el amor porque corroen la libertad. Cuidado con el “tú debes”. El “tú debes” mata el amor. Si tú acentúas que él o ella “debe”, quiere decir que afirmas, sin decirlo, que la otra persona ya está obligada “porque se casó contigo”, y tú ya encuentras “obvio” que se comporte como tú quieres y te parece que todo debe ser: en ese momento tú estás matando el amor, porque sofocas la libertad. El amor es soberanamente libre, hace lo que le corresponde hacer (y naturalmente lo que se comprometió a hacer) solo porque quiere, y quiere hacerlo porque ama, y ama porque se siente libre. Si tú le haces sentir que “debe”, que es su obligación hacerlo, el amor -libertad se siente presionado, esclavizado y pierde la belleza, el encanto y el perfume de su autenticidad. Es la persona misma, comprometida por dentro, la que dirá espontáneamente, yo quiero hacerlo, “me comprometo”, “yo debo”. Es el amor el que le hace decir debo, me comprometo. Es el otro que no debe decirle “debes” o “te exijo”. ¿Cómo romper ese esquema traicionero? Si están convencidos (as) de que el amor verdadero es libre, es espontáneo, no debe ser nunca forzado desde afuera (es otra cosa que uno sienta y quiera el compromiso, el “debo” desde adentr o, desde la propia libertad), te nacerá espontáneo sorprenderte de que te quieran (como la primera vez) y te saldrá también espontáneo “agradecer” (no hará falta la  palabra, pero si la actitud interior y exterior que lo dirá claramente: “qué maravilla que me quieras”). El otro captará fácilmente tu actitud, ya sea positiva, de “gratitud”, como negativa, de “indiferencia” o de  pura “exigencia”. Si no se está convencido(a) de que el amor es libre, que tú puedas “esperar” amor, “desear” amor, nunca podr ás “pretender” que te amen, “exigir” ser amado, y si lo pretendes, sin darte cuenta harás sentir al otro que todo lo que hace para ti es sólo “obvio”, que no es ninguna gracia, que hace lo que debe, que también tú haces lo que debes, que la vida es así… y mi otras razones “muy razonables”, entonces el amor se va, queda herido, no se siente reconocido en lo que vale, en su libertad, y lentamente, sin sabérselo explicar, la desilusión crece, y con la desilusión, la distancia y el desamor. El secreto del amor es su libertad, reconocida y valorada. Sólo la gratitud, la alegría de poder  expresar “gracia, lo que haces es una maravilla para mí”, solo estas actitudes valorizan la libertad y salvan el amor. Le pregunté un día a un grupo de recién casados (cuatro meses) cuál había sido la primera desilusión. Una joven me contestó: - La mía fue descubrir que casarse significaba preparar platos, servir platos, lavar platos y ser  empleada a todo servicio, sin sueldo… Reflexioné y me dije: Pero ¿por qué me pasa esto? ¡Yo me casé  porque lo quiero! Y le confié a mi marido lo que me pasaba. Él me contestó: “Algo anda mal. Salgamos este fin de semana a conversar los dos solos”. Fuimos y descubrimos que lo que me desilusionaba era que el encontrara como obvio todo lo que yo hacía… Desde ese día todo cambió. Ahora me siento feliz de hacer todo lo que hago porque me siento reconocida, lo hago porque lo amo, libremente y no porque me toca o porque debo. Mi marido valora mi actuar y me ama porque ha descubierto y reconoce que todo lo hago por amor. Su libertad fue respetada, y por consiguiente, su amor. Cuidado: no por haber resuelto el problema, se deduce que están resueltos “todos” los problemas. De ningún modo. Lo importante es estar vigilantes, no adormecerse en la rutina, en la ilusión de que “no hay problemas” solo porque no “aparecen”. Las pequeñas incomprensiones son inevitables, porque nadie es perfecto; pero hay que estar alertas,  porque las pequeñas heridas se van acumulando, sin hacerse notar, y, de repente, se manifiestan en toda su virulencia, en forma desconcertante, y hacen pensar que uno se casó con otra persona, desconocida, irreconocible.  No se daban cuenta de que se acumulaba “ripio” entre los dos, vacío que no se llenaba, “basura” que los hacía sentirse distantes, sin ganas de estar juntos, pero aun, con ganas de distanciarse, de no encontrarse: TV, más horas de oficina, deporte como evasión (y no como ejercicio de distensión que despierta más ganas de estar con el otro), salidas con amigas (ella), con amigos (el), salidas “inocentes”,  pero reveladoras de estados de ánimo. Fue el momento para detenerse, interpretar las señales de alarma, darles la debida importancia y abrirse el uno al otro, y descubrir los profundos vacíos, las insatisfacciones acumuladas (el ripio) y asumir con honradez y humildad lo que hace “sufrir” al otro, lo que “no le hace sentirse feliz”; así fueron capaces de acoger ese “sentimiento de insatisfacción” como estímulo para revisarse. Acogiendo a la persona como es y cómo se expresa en ese momento de comunicación, se salvó el matrimonio. Esta actitud es comprender, ponerse en la piel del otro, y sentir lo que el otro siente, hacer propio el sufrimiento o la ilusión del otro, entrar en comunión con el otro: es amar. “Yo soy tu” en las alegrías (qué fácil es) y en las penas (más difícil), porque te quiero como eres, te amo a ti (no solo tus cualidades, no solo cuando te portas como a mí me gusta, no solo cuando me das satisfacciones que necesito, no solo cuando me haces feliz…) Te amo como eres, porque quiero amarte para hacerte feliz,  para bien tuyo, y me doy cuenta de que “soy feliz solo si te hago feliz”. El matrimonio es una apuesta tremenda, no tiene otra salida: o son felices o son infelices los dos. El amor es así, busca la plenitud, no la logra nunca al instante, tiende a buscarla, lucha continuamente para conseguirla, pero si se abandona la lucha, queda estático, nunca conserva lo que ya tiene: se desmorona y se autodestruye. La ley es inderogable y fatal: “crecer o morir”. No hay término medio. El amor no admite estancamiento, es como el fuego: o devora siempre más combustible, o se apaga. También las insatisfacciones, los sufrimientos ofrecidos al otro, bien comunicados y bien acogidos, unen más  profundidad, solidifican la comunión. Una “reconciliación auténtica”, que permite captar en toda su profundidad el dolor del otro, y hacerlo propio, por amor, por sentirse identificado con lo que le pasa al otro (y no por una compasión que mira desde arriba sin identificarse con el otro), es una de las conquistas más maravillosas del amor, fusiona a otro nivel tan intensamente a los dos que les parece no haberse amado nunca de ese modo. La verdadera reconciliación produce júbilo. Esa constatación intuitiva es certera; hay un gran fondo de verdad: amarse en la felicidad (cuando todo funciona bien) es bonito y delicioso, sin duda pero es ambiguo: uno no puede constatar si se siente amado(a), “porque te hago feliz” (porque te satisfago) o me siento amado “por ser lo que soy” sin condiciones, desinteresadamente. Sentirse amado(a) después de haber provocado una desilusión o de haberla sufrido (toda desilusión es un desamor), es constatar que uno se siente amado(a) porque si, por ser quien es, sin condiciones, sin haber ofrecido ninguna ventaja al otro, sino que recibe amor puro, desinteresado. Podemos aquí redefinir el amor auténtico (purificado) como “el interés desinteresado por el otro”. El interés interesado, en cambio, es egoísmo disfrazado: te amo porque “me gustas, porque haces lo que yo quiero, porque eres como a mí me gusta” (”me conviene”); te amo por el regalo que me haces: en este caso se ama más el regalo (un viaje, un auto, una fiesta) que la persona que regala. La falta de interés es desamor (egoísmo al desnudo). Sólo el interés desinteresado (para hacer feliz, pare ser feliz contigo, estoy dispuesto a pagar el  precio que me cueste), solo este amor auténtico. Reconozcamos que nadie es santo y, por lo tanto, nadie ama así tan perfectamente desde el principio. Pero si los novios (y los esposos) no tienen ideas claras al respecto, y confunde amor interesado y amor desinteresado, y no se dan cuenta del coctel engañoso que se ofrecen mutuamente, mezclándolo todo, sólo descubren después el gusto amargo del interés egoísta que han hecho pasar por amor puro, y si no se dan cuenta, no podrán nunca salir de su enredo, pasarán de crisis en crisis, mezclando siempre amor y veneno, con más o menos dosis del uno y del otro, con más o menos tolerancia según la mezcla de cada día. En cambio, si conocen las reglas del juego, descubrirán nítidamente la presencia del egoísmo (uno no ve el propio, pero percibe claramente el ajeno), y sin asustarse, aceptarán humildemente que se casaron dos seres imperfectos, dos “pecadores”, todavía incapaces de amar, pero que quieren empezar a aprender a amarse y quieren ayudarse mutuamente a purificarse de ese egoísmo que lo invade todo, un egoísmo innato, pero que lentamente puede ser descubierto, reconocido como veneno que daña el amor  auténtico y que puede ser dominado, superado, aunque nunca eliminado totalmente, que puede ser   purificado con actos de amor puro, desinteresado, gratificante; entonces esos esposos estarán en “el camino de la felicidad”, cada día se acercarán más a esa meta de crecer en el amor. La crisis, que son siempre choques de egoísmo al descubierto, incomprensiones por falta de un interés desinteresado, pasan entonces a ser desafíos, invitación a crecer de verdad, superando el romanticismo iluso de los adolescentes inexpertos, y si ambos aceptan enfrentar los “obstáculos” como invitación a mejorarse (en lugar de chocar con ellos), y los transforman en “peldaños” para crecer, se sentirán felices de crecer juntos, como personas que saben amarse bien. Son inevitables las incomprensiones, es imposible evitar desilusiones y heridas involuntarias: la salida será siempre la comunicación, la confianza en la buena voluntad del otro (a pesar de las equivocaciones), la de en el amor, que sabe superar obstáculos, y sabe interpretar cada crisis más bien como “error”, como “incapacidad”, y nunca “voluntad de herir” o “desamor”. Los momentos negativos llegan solos. Pero el amor  pide “instancias positivas”, buscadas. El amor  es creativo. Inventa “sorpresas agradables”, significativas, estimulantes. La “sorpresa” buscada libremente es el mejor antídoto a la rutina y al tedio de las relaciones monótonas, sin vida.  No son las grandes cosas, al contrario, son los pequeños gestos, inesperados, pero siempre “deseados” y “fortificantes”, los que alimentan el amor. Pero cuidado con los gestos desproporcionados. Todo gesto desproporcionado es contraproducente, porque no deja en claro la intención. El gesto, para que sea gratificante, debe ser transparente, debe expresar claramente el mensaje de amor que encubre delicadamente. Cada uno debe aceptar que la otra persona es un “misterio”, es decir, un sin fondo de libertad, y puede desconcertar siempre, grata o desagradablemente. Esperar una respuesta, una reacción “debida”, es ver al otro como un robot, controlado desde afuera,  programado. Nada ofende más a la persona que sentirse manipulada como un objeto mecánico, que “debe” responder a ciertos estímulos fijos. La emotividad, el cansancio, la excitación del momento, o la desmotivación circunstancial, a veces inexplicables, perturban las ganas y deseos que están siempre vivos, pero que no pueden a veces expresarse fácilmente por estar bloqueados. - Ayer alegaste que nunca te invito a salir, hoy te invito y no quieres… ¿Quién te entiende? ¿No dijiste que querías ver una película? - Sí, pero no cualquier película ni cualquier día… si sólo lo haces para cumplir, no vale la pena… - ¡Eres una eterna insatisfecha!  Ninguno de los dos acogió los sentimientos del otro. El no respetó ni tomó en cuenta la sensibilidad y la libertad de ella, y ella no supo captar la buena intención de él, aunque intempestiva. Los mensajes no fueron claros, el no expresó la intención real de darle un gusto, ni ella reveló las exigencias ocultas de sentirse amada gratuitamente, libremente, y no “tanto para cumplir” con un amor que no era amor   para ella, porque faltaba espontaneidad, autenticidad. Si pasado un rato, los dos hubieran sido capaces de acercarse y revelar cada uno al otro lo que le dolió y por qué le dolió, se habrían encontrado en otro nivel de comprensión y cada uno habría asumido el dolor del otro, habrían descubierto que se amaban de verdad, más allá del impasse del momento. Si cada uno de los cónyuges manifestara claramente su desilusión por sentirse incomprendido(a),  pero también si supiera expresar su deseo y su necesidad de “sentirse comprendido(a)”, se apreciará una verdadera “declaración de amor”, escondida, pero real: la necesidad de sentirse amado(a) por el otro. Los mensajes cuando no son claros, exigen un mayor esfuerzo para descifrarlos. Ese mayor  esfuerzo es un gran acto de amor. Para lograrlo es indispensable la reflexión, el no quedarse en la superficie del hecho, el decidirse amar a fondo, buscando la verdad. El amor pide siempre más, porque busca siempre más felicidad. El misterio del otro es siempre sin fondo, como el universo, es continua expansión. Creíste casarte con una “estrella” y descubres que te casaste con una “galaxia” de estrellas y vas de descubrimiento en descubrimiento, siempre que estés dispuesto(a) a acoger todo con amor. Uno mismo no se conoce a fondo a sí mismo, porque estamos en continua evolución, nuevos estímulos provocan nuevas reacciones insospechadas e imprevisibles. Algunas pueden destruir, otras  pueden y están disponibles para enriquecer, para descubrir lo nuevo y entretejer nuevas relaciones: tidi deoebde de cómo se interpretan, cómo se administran. Alimentar ideas positivas es un gran secreto. Es importante educar a los niños con estímulos positivos en lugar de criticar sus defectos. Una pareja tenía dos hijos adolescentes, uno muy optimista y el otro excesivamente pesimista. Los  padres no sabían como enfrentar la situación y se aconsejaron con un psicólogo amigo, quien les insinuó: - Pongan en una situación muy favorable al pesimista, para que descubra la alegría, y en una situación adversa al optimista, para que cada uno descubra y experimente la realidad del otro y se ayuden. Para la Navidad, los padres idearon una treta que pensaron provocaría estas reacciones: tenían la cosrumbre de hacer los regalos en la Nochebuena en secreo, y ponerlos al pie de la cama para que los niños los encontraran al despertar. Regalaron al pesimista una ermosa bicicleta, y al optimista le colocaron al pie de la cama una  bosta de caballo. Sintieron temor de que la broma fuera pesada, pero se atrevieron. En la mañana escucharon realmente un llanto, se acercaron creyendo que era el optimista finalmente frustrado. No, era el  pesimista… - ¿Por qué lloras hijo? ¿No te gustó el regalo? - Si, si me gusta mucho, pero tengo miedo de caerme, porque no sé andar en bicicleta. El otro cuarto estaba en silencio, tímidamente fueron a ver al otro y no encontraron a nadie. La  puerta que daba al jardín estaba abierta de par en par. Se asustaron… Se asomaron al jardín y divisaron en el fondo encaramado sobre la pandereta que daba hacia un sitio eriazo, a su hijo mirando… - Hijo, ¿qué te pasa? ¿qué estás haciendo? - Papá, me regalaron un caballo y ¡se me arrancó! Ese muchacho supo cultivar siemrpe ideas positivas, y aprendió a enfrentar la vida en forma optimista. Sin embargo, es necesario no confundir optimismo con ingenuidad. Un viaje, una pareja, puede favorecer nuevas relaciones estimulantes, si saben conocerse para construir su comunión desde la realidad como es, no como se la imaginan que debe ser, ya que el mismo viaje puede ser causa irreparable de una intolerancia y hasta de una ruptura, porque ambos  pueden pretender  – o uno de ellos puede pretender- que el otro se comporte según un esquema “programado”, “impuesto”, sin dejar espacio a la libertad, y dentro de la libertad, organizarse en un  proyecto común. Revelarían claramente, en ese caso, que estarían viviendo sin conocerse, lo que significa “sin darse a conocer”. Se habrían casado “dos personajes” (como saben o quieren “actuar”) y no dos “personas”, que son y se manifiestan con “sencillez” como son, en su autenticidad, para crecer   juntos esn la verdad. Ella deseaba intensamente conocer los lugares donde su marido viajaba regularlmente a trabajar  en el extranjero. Llegó el día en que el, feliz, pudo ofrecerle el viaje deseado para que lo acompañara. Los recursos eran limitados y se pusieron de acuerdo en los gastos y compras. Frente a cada escaparate ella se detenía entusiasmada contemplando, y el la urgía: - Vamos, vamos, aquí no se puede comprar nada… Yo conozco la tienda en la que podemos comprar… Ella soportó esta presión por tres días y al cuarto le confesó claramente su desilusión: - Tú me trajiste para que yo la pasara bien y te lo agradezco, pero lo estoy pasando muy mal. Me siento una niña chica que debe mirar solo lo que le permiten mirar, manejada, como un robot, que solo hace lo que otros establecen que debe hacer. - Pero tú sabes que tenemos poca plata y no podemos comprar todo lo que te gusta… - Pero yo no quiero comprar… sólo quiero ante cada boutique mirar y soñar… Veo ese vestidito  precioso y me imagino a María Jesús luciéndolo… Yo gozo con mi fantasía y tú no me permites hacerlo… Si yo sé cuáles son las reglas del juego, pero déjame gozar como yo lo deseo… Al regreso, ella comentaba: - El último día fue maravilloso. El me entendió, me dejó actuar con libertad, gozamos mirando y el comparando… Nos entendimos… Se salvó el viaje. El día anterior, en cambio, me dieron ganas de volver, frustrada. Me di cuenta de la importancia de enviar mensajes claros, expresando lo que uno siente, pero sin culpar al otro. ¡Esta vez me resultó! Y el comentó con simpatía: - ¿Por qué las mujeres no hablan siempre tan claro? ¡Quieren siempre que adivinemos! Saquemos algunas conclusiones importantes: Para concoerse bien a si mismo, y llegar a ser realmente “uno mismo”, es insustituible el “otro”. El otro es el indispensable “revelador” de “mi propio yo”. Sin el “otro” no suy plenamente “yo”: “el otro” es un reactivo necesario para que yo llegue a ser  “persona”, capaz de entrar en relación. Mientras mejor me relaciono, más persona soy. Un misántropo es un individuo frustrado, que no alcanzó a llegar a ser persona plena. Crecer en relaciones de pareja como amigos es crecer y desarrollarse como personas. Quien es más persona, es más feliz y hace más feliz. La educación, en la familia, no consiste tanto en sacar futuros profesionales, académicos, atletas, artistas, individuos exitosos en algunos campos de las actividades humanas, sino más bien en desarrollar “personas”, individuos capaces de relacionarse bien, de hacerse personas haciendo personas a otros, capaces de amar, de ser felices haciendo felices a otros; desde pequeños se inicia la preparación  para futuros esposos y esposas felices. 13. Se casan creyendo que en la vida matrimonial hay que ser “eficientes” y “cumplir”, como en la oficina, y descubren que la belleza del amor está en su gratitud. Siete años de matrimonio. Honradamente, él creía amar a su esposa, aun más, estaba seguro de haber sido un “buen” marido, un marido ejemplar. En una reunión de preparación al matrimonio en la que fue invitado a participar para revisar su vida y descubrir las posibles causas de su fracaso, relató sus convicciones: - Yo amo a mi mujer, la quiero, a pesar de que ella me rechaza y dice que está desilusionada de vivir conmigo. Yo le di gusto en todo: si le faltaba algo, yo me preocupaba; si deseaba viajar, yo la complacía; si necesitaba una empleada, yo se la buscaba siempre; si se enfermaba un niño, me quedaba yo en la clínica a pasar la noche para que ella descansara. Yo me creí un marido ejemplar, pero ahora, escuchando lo que aquí se explica, me doy cuenta de que lo he hecho todo al revés, y ahora entiendo  por qué mi esposa me dijo que me fuera. “Nunca tomé en cuenta sus sentimientos”. Ella, de noche a mi lado lloraba, y yo le preguntaba “¿pero qué te pasa?”... Y al no tener respuesta, concluía que “era un  problema de mujeres”, “emociones sin explicación lógica” y no me preocupaba más. Ahora me doy cuenta de que yo “siempre creía tener la razón” en cada discusión, y con lógica perfecta quería resolver  los conflictos. Yo soy especialista en marketing y siempre me fue bien en los negocios. Apliqué el mismo sistema en mi matrimonio y me fue mal. Ahora veo por qué no me resultó… El matrimonio, en cierta manera, se puede considerar también como una empresa, en la que se invierten energías, tiempo, bienes y se espera un resultado deseable, proporcional a las expectativas del  proyecto, pero para que resulte, exige la observación estricta de las condiciones de su funcionamiento.  No basta la “magia del enamoramiento”, ni la buena voluntad y el interés para que fructifique. Las relaciones matrimoniales tienen sus leyes internas que deben ser reconocidas y observadas. De lo contrario, todo se da vuelta en control del resultado deseado, y el fracaso es tan grande que deja muy heridas a las personas y las marca negativamente por toda la vida, porque el fracaso matrimonial toca la intimidad de las personas, su ser profundo, la propia valoración personal. No es un fracaso en lo que cada uno “hizo” o “actuó”, sino en lo que cada uno “es”, en su capacidad de “amar”, de ser lo que uno es en lo fundamental, y ese rechazo es mucho más grave y doloroso, toca fondo del ser. En el trabajo, profesión, negocios, uno sabe que debe “rendir”, ser “eficiente”, responder a requisitos medibles. “Si no sirves, te echan”. La empresa no es asistencia pública, no te van a cuidar   por ser tú, sino porque eres “eficiente”, “cumples con lo que se te pide”. En el trabajo, el acento está  puesto en la eficiencia, en el rendimiento. En el matrimonio y en la familia, en cambio, sin descuidar una deficiencia razonable, el acento está  puesto en la “gratuidad”, en la relación gratuita “porque sí”, “porque te quiero”, porque el amor es así, desinteresado.  Ninguna madre ama a su pequeño “porque” tiene esperanza de que sea un gran hombre y le dé  prestigio a ella en el futuro; lo quiere porque sí, porque es su hijo, gratuitamente, sin ninguna otra razón que el amor. Ama, y el amor lo explica todo, en su relación con el hijo. De hecho, si tú estás enfermo y no puedes rendir, en el trabajo te desahucian. En tu casa, en cambio, tu esposa – te quiere- te ama más y te cuida con más ternura. El amor es así. Todo esto es evidente y estamos todos de acuerdo en la teoría. Pero en la práctica concreta de todos los días, no es tan fácil vivirlo. En el caso arriba descrito, el marido “cumplía”, era eficiente, no dejaba faltar nada en su casa,  pero no supo tomar en cuenta la “gratuidad”, el hacer sentir el amor gratuito, acogiendo los sentimientos de su esposa. Ella quería sentirse “querida” por ser ella, por ser quien era y no sólo que la llenaran de “acciones” en su favor. Si ella le hubiera reclamado: “Me siento sola, no me siento feliz”, seguramente, con su mentalidad de “eficiencia”, él le habría contestado: “¿pero qué te falta… qué más puedo hacer por ti…? Dímelo”, y ella se habría quedado callada pensando “no me entiende… no hay caso”. Así, la incomprensión y la desilusión se volvieron irreversibles. Un matrimonio de pocos años de casados. Ella se quejaba de la falta de comprensión, y en último término, de falta de amor. No se sentía amada, tomada en cuenta en su sensibilidad, en su realidad femenina. Se sentía sola, sin esperanza, a  pesar de que reconocía que él la quería. Él le refutaba: - Yo estoy pendiente de ti, si te falta algo te lo doy. Me dices que te sientes sola, que no tienes familiares aquí, tú ves que te busco enseguida la solución. Si quieres ver a tu madre, te regalo inmediatamente el pasaje para que vayas cuando quieras, yo nunca te pongo una dificultad. Si te cortas un dedo, yo estoy dispuesto a contratar un helicóptero si fuera necesario, para trasladarte al hospital. ¿Qué más puedo hacer por ti? Si tienes un problema, yo siempre estoy dispuesto a resolverlo. Para mí eso es amar, querer, resolver los problemas, ayudar. ¿No es así? La buena intención y la clara voluntad de servir a su esposa son indiscutibles en ese marido, pero veamos: un amigo doctor que estuviera presente en el accidente del dedo, ¿no actuaría igual? ¿No  prestaría un servicio con todos los medios a su disposición para ayudar a esa enferma? Sin duda, y sería un buen amigo y un buen médico, pero ¿en qué se diferenciaría de ese “buen marido”? Resolvería el problema, pero… la “persona” no sería lo central del problema, sino “el dedo del enfermo”. Esa esposa esperaba y quería algo más que el pasaje para ir a ver a su madre y el helicóptero  para sanar su dedo. Quería sentirse amada, valorada como “esposa”, importantepara su marido en cada momento como única e irremplazable en su totalidad de persona-cónyuge, y no sólo que él le “solucionara” sus problemas. Amar es dirigirse a la totalidad de la persona y no a un solo aspecto, aunque este sea circunstancialmente el foco de atención en un momento. Amar es hacer sentir esa “totalidad” y su importancia insustituible. ¿Cómo manifestar la gratuidad en el amor? Con algún gesto “gratuito”, porque sí, porque uno quiere expresar su amor sin ningún otro motivo que “te quiero a ti por ser tú”, “por ser lo que eres para mí”. Es un “gracias” por sentirse amado y valorado por el otro, reconociendo que ese amor es “bondad” del otro, “maravilla incomprensible” del otro, sorprendente “regalo” inmerecido, aunque deseado y esperado y, por eso, gratificante. Si se insinúa la pretensión de “te toca”, “deberías”, “me lo esperaba”, se pierde el encanto de la gratitud, de la sorpresa de ese “porque sí”, “porque me nace”. Esta gratuidad aparece luminosa e inconfundible en la primera “declaración de amor” la que da inicio al pololeo. Ninguno de los dos exige, “pretende”. Sólo espera, confía, desea, pero los dos saben que nadie puede “mandarle carabineros” para obligar al otro. En este momento, el respeto a la libertad es espontáneo y nadie se equivoca. Si hubiera presión y abuso de poder, se arruinaría todo. “Si amas a alguien, déjalo libre. Si vuelve a ti, es tuyo. Si no lo hace, nunca lo fue”. La vida consiste en aceptar la realidad tal como es, primero, con la intención de cambiarla, si es  posible; después, pero siempre delicadamente, con amor y por amor. En el matrimonio, la rutina impide revisar estos elementos fundamentales del amor, y se cometen los errores de “pretender”, de molestarse si la respuesta libre no llega, si se empieza a encontrar todo obvio, previsto, esperado, no como empresa, sino como algo “merecido” (yo te doy, tu “debes” darme”) y el amor se esconde como el caracol en su concha de seguridad. Ella: “Dime que me amas”. Es una forma de presión indebida. El piensa: “Si lo digo es para cumplir, no lo siento espontáneo, y me parece falso en ese momento. Si no lo digo, ofendo, ella cree, interpreta como rechazo, desamor, y me complica. Lo diría si me naciera espontáneo, no puedo”. Termina él confundido y perplejo y le dice: “No me presiones”… Ella: “Pero si no te lo pido, nunca me lo dices”. El círculo es vicioso. Las necesidades son diferentes: para ella, lo más valioso es sentirse amada;  para él, lo más valioso es sentirse libre, no presionado. Él no se lo dice más, porque seguramente ya hubo muchas presiones anteriores, que sofocan la espontaneidad desde hace tiempo, por no haberse abierto el uno al otro y por no haber expresado lo que sentía cada uno, la necesidad de “escuchar” esa declaración de amor, que hace tiempo que no se escucha. La espera se vuelve entonces imperiosa e insoportable, y ella estalla la “exigencia”. No se  puede siempre “suponer” que el amor está vivo, debe dar señales de vida: se necesita escuchar que existe, que sea manifestado. La buena armonía exige ciertos “ritos” que deben ser respetados. Hay que tomar en cuenta también la dificultad profunda de expresarse por el temperamento, por la educación recibida, por las heridas anteriores, todo lo cual puede incidir en que se produzcan los desentendidos (el ripio), y el que se haga cada vez más difícil encontrarse. La libertad emocional, el  poder expresar con libertad y espontaneidad lo que cada uno siente en un momento dado, es tarea de la autoeducación, pero también de estímulos recíprocos. Cada uno debe preguntarse: ¿qué hago yo para facilitar que el otro se abra? El se había preocupado de enseñarle a conducir. Al entregarle la responsabilidad del auto, le recomendó que por un tiempo no se alejara de su vecindario y evitara las calles de mayor tráfico. Al  poco tiempo, ella se sintió segura y quiso darle la sorpresa de ir a buscarlo a la oficina. Frenó  bruscamente y la chocaron por detrás. La abolladura era evidente. Llevó el auto al taller y pidió al dueño, conocido, que avisara a su marido… para suavizar la tempestad. No volvió a la casa enseguida, sino que esperó que pasara el tiempo. Al regreso, su marido no esta ba, entró al dormitorio y… encontró un ramo de flores con una tarjeta: “Feliz de que no te haya pasado nada”. Es un típico gesto gratuito, tanto más elocuente y grato, cuanto menos esperado y “merecido”.  Nadie puede merecer el amor, solo se puede agradecer. Solo quien sabe agradecer, sabe amar, porque sabe reconocer la belleza de la gratitud y valorar su encanto. Cultivar estos valores es cultivar el amor. Es saber “perder” (simbólicamente), como en el caso relatado por parte del marido: éste habría podido recriminar a su esposa y hacerle ver que él tenía toda la razón, que ella era una porfiada, etc.; renunciar a ganar esa “batalla” de tener razón (¿qué habría ganado?), le permitió ganar la verdadera”guerra”: el amor incondicional de su esposa. El amor es una rendición que conquista. En el amor se gana perdiendo: al permitir ganar al otro, ganan siempre los dos. En un grupo de matrimonios, una esposa expresó su deseo de ser llamada por teléfono por su marido, y con dolor decía que nunca lo lograba porque él decía que a la oficina se va a trabajar. Pregunté a los otros qué les pasaba a ellos. Unos contestaron que lo hacían regularmente; otros, que de vez en cuando, y uno, con satisfacción, que siempre. Su esposa confesó que por mucho tiempo ella le había insistido que lo hiciera y, mientras más insistía, menos lo lograba. Cuando dejó de presionarlo, y se abandonó a la posible iniciativa de él, logró lo deseado. Aquí vemos dos variantes de valores auténticos: ella, como mujer, colocaba el sentirse amada como valor supremo; el, en cambio, la libertad. Es una diferencia de valoración más común de lo que se cree. Son dos necesidades legítimas y cada uno debe aprender a favorecer la del otro. Eso es amar. Amar se puede comparar a una inversión y a un goce de dividendos. Si tú inviertes tu plata en un negocio, no puedes gozar enseguida de los beneficios, debes saber esperar. Si recibes los dividendos y “gozas” gastando, comprando o viajando, no puedes invertir al mismo tiempo esa plata. Cuando inviertes piensas en el futuro (sacrificas un poco el presente) y cuando gozas en el presente, gastando, sacrificas un poco el futuro. El equilibrio razonable es el ideal, tanto en la vida como en el amor. Si haces que gane el otro, inviertes tu goce a futuro (te sacrificas); si ganas tú porque el otro se sacrifica  por ti, gozas tú lo presente e invierte el otro. Nadie puede sólo invertir o sólo gozar. Si sólo goza, pierde el capital. Sin inversión (sacrificio), no hay futuro. 14. Se casan creyendo que se pelean siempre por “tonterías”, y descubren que toda pelea revela gheridas, incomprensiones profundas y dolorosas, a las que hay que saber dar importancia. Vista por fuera, la pelea parecía de “niños chicos”. Relatados los hechos sin emociones, la lógica fría descubriría inmadurez. Pero la realidad era más profunda, la herida tocaba la valoración de la  persona. Él, una vez más, había dejado el piso de la pieza de baño mojado, la toalla en el suelo y el jabón  botado en la tina. Ella se irritó una vez más y le espetó que era un desconsiderado, que pensaba solamente en él y que nunca tomaba en cuenta que ella también debía usar el baño, y deseaba encontrarlo “ordenado” como se lo había dejado a él… - Tanto boche, ¿qué te cuesta levantar tú la toalla y recoger el jabón…? Y ¿¡qué tanto por unas gotas de agua en el piso!? Ella lo miró muda y se echó a llorar… Él trató de abrazarla, pero ella lo rechazó. Él trató de calmarla, buscando “razones”… - Como vamos a pelear por una lesera…. Yo soy descuidado y no me fijo, pero no te enojes por  eso… Las razones explican muchas cosas, pero no cambian los hechos y no tocan el fondo del problema. Él estaba acostumbrado en su casa a actuar de ese modo, pero allí, ni su madre ni su empleada esperaban una atención especial de él. En cambio, su esposa lo esperaba “todo”: ser tomada en cuenta siempre, sentirse considerada como persona y amada, en todos los detalles, tal como ella lo atendía a él, en todos los detalles, comida, ropa, limpieza, arreglos. Esperaba reciprocidad… Al entrar al baño en desorden, ella traducía el mensaje que él le dejaba: “tú no existes para mí, tú no me importas, para eso estás tú, yo soy el importante y para eso tú eres la dueña de la casa… te toca”. Leía puros mensajes de desamor: “yo te quiero, sí, pero cuando te necesito, cuando quiero yo; ahora arréglate, yo tengo que hacer”. Habiendo hecho ver e insistido en que le dolía no ser tomada en cuenta en esos pequeños detalles, y al ver que los hechos se repetían, ella empezó a traducir: “yo no soy importante para él, no valgo todo el tiempo como esposa y compañera, sino sólo cuando le doy en el gusto… Me siento usada”. En la superficie había solamente unos objetos fuera de lugar, pero en lo  profundo había una enorme falta de delicadeza, un menosprecio tácito a la persona, una ausencia de consideración que ella captaba claramente. Su dolor era válido y no podía ser “desvirtuado”, descalificado con explicaciones. Los sentimientos estaban heridos y para sanarlos había un solo camino: darles importancia, acogerlos, comprender lo que le pasaba a ella por dentro, unirse en el dolor. Comprendido el problema, es posible que la distracción continúe: los malos hábitos nos se corrigen sólo con proponérselo unos días, pero si él comprendió toda la importancia de los mensajes que enviaba sin quererlo, y que para ella eran claros, sabrá ponerse en el lugar del otro y ofrecer otro tipo de respuestas, que lleguen al corazón de la esposa. Se tolera un error, aunque no expresamente voluntario,  pero no un desprecio. En todos estos episodios vemos que se pone en evidencia la importancia de los sentimientos, de las reacciones internas, que son las que hacen felices o infelices a las personas. Toda la vida matrimonial se puede reducir a estas dos alternativas: “en este momento me siento feliz contigo” o en esta circunstancia “no me siento feliz a tu lado”. Esta realidad interior es inestable, cambiante, intermitente, está en continua oscilación de un polo a otro. La sesación de frustración puede ocultarse, no expresarse, reprimirse, pero está siempre “latente”, y cuando menos se espera, se vuelve “patente” y hasta explosiva, incontrolable, cuando no es tomada en cuenta. Al expresarla y al ser  acogida, ambos se sienten aliviados. La verdadera comunicación en profundidad, sana a tiempo esas heridas ocultas: para ello hay que saber aprovechar los momentos buenos, de mutua calidez, para abrirse el uno al otro. Si los esposos toman a tiempo el hábito de expresas sus sentimientos “favorables”, cuando se encuentran bien, cuando disfrutan su relación, al estimular la mutua conciencia de “sentirse felices  juntos”, tendrán mucha más facilidad para expresar, sin herirse, sin culparse, lossentimientos desfavorables, todos los actos o actitudes que los han hecho sufrir y sentirse incomprendidos y distantes, como si hubiera muerto el amor en esa circunstancia. La verdadera comunicación alomenta el amor. Pero es muy peligroso pr etender “comunicarse”, y querer “expresar sentimientos”, y hacerlo mal: así sucede cuando se confunde un “sentimiento” con un “juicio”, o una “observación”. La diferencia está en que si uno expresa realmente lo que siente, habla de “sí mismo”. Si uno expresa un juicio o una observación habla del “otro”. Cuando se habla del “otro”, es fácil enfrascarse en una discusión culpándose mutuamente o esgrimiendo razones para disculparse. Si los esposos deciden “abrirse”, ábranse ambos de verdad, hablen de símismos, de lo que les pasó  por dentro en ese momento, pero no hablen del otro. En esa “comunicación” debe desterrarse absolutamente el “tú”. “Tú dijiste, tú me dejaste”. El “tú” en esas ocasiones es “mortal”. Hay que aprender a exponer la propia interioridad como si se hablara a un tercero, que está dispuesto a escucharlo todo porque lo ignora, y por eso es capaz de informarse de todos los detalles sin juzgar. El otro cónyuge no debe intervenir de ningún modo sino solamente escuchar, sin querer explicar ni menos disculparse. Debe comportatse como si la otra persona estuviera grabando sola su declaración. Cuando le toca su turno, el nuevo interlocutor hará lo mismo, expontiendo todo lo que siente en ese momento y cómo le llegó todo lo que escuchó, tratando de expresar sus reacciones íntimas: pena, rabia, comprensión, susto, preocupación, ganas de… etc. Es lo auténtico suyo, lo que pasa por dentro, y se da a conocer así en su propia intimidad, cómo reacciona en ese mismo momento, en respuesta a lo expresado por el otro.  No se deben mezclar nunca sentimientos y razones. El corazón habla al corazón; la cabeza, a la cabeza. Si se interfieren, nace la incomprensión. Hablarían en frecuencias diferentes, y nunca se comprenderían. Era un matrimonio de 15 años de casados. Los dos se reunían habitualmente con un grupo de parejas para intercambiar experiencias y cultivar el amor conyugal. Una noche, sorpresivamente, ella declaró ante el grupo que no iba a seguir  reuniéndose, que su matrimonio estaba fracasado, que ella estaba desilusionada y que aunque él le aseguró muchas veces que la quería, ella afirmaba ahora rotundamente: - Yo ya no le creo más. Para ella los hechos decían todo lo contrario. Se sentía agobiada por la situación económica insostenible, con cuatro niños, sin saber, el día viernes, si habría dinero para alimentar a sus hijos. - Él llega a casa, no me habla, se echa en la cama y se encierra en su mutismo. Yo no quiero seguir  así. Digo todo esto con serenidad, no estoy enojada, pero ya no tiene sentido vivir juntos. Se hizo un silencio conmovedor; siguiendo las reglas establecidas y aceptadas por el grupo, las coales eran no juzgar, no dar consejos, responder a la expresión de sentimientos de los demás con la expresión de los propios sentimientos, de lo que cada uno siente en profundidad. Una persona intervio y dijo que le conmovía la confianza de su amiga, al exponer con tanta libertad su problema, y que la admiraba por su transparencia. Se expresaron así todos, agradeciendo la confianza manifestada y expresando que se sentían muy amigos de ambos y que estaban dispuestos a ayudarles. En último lugar le tocó hablar al marido. Él estaba cabizbajo, concentrado, y con mucha emoción contenida. Confirmó que todo lo que había dicho su esposa era cierto, que no la desmentía en nada, que él había perdido mucha plata en un negocio en el que fue estafado, que estaba agobiado por las deudas, que pasaba la semana “haciendo gimnasia bancadia”, cubriendo cheques con otros créditos y que sólo deseaba que llegara al día viernes con la certeza de que hasta el lunes siguiente los cheques estaban cubiertos y que no corría el riesgo de ir a la cárcel por un cheque protestado… - Llego a casa y comprendo que mi mujer necesita de mí, que le ayude, pero yo llego y necesito más yo de ella… -se detuvo un momento, se quebró… y dijo: -Yo no doy más. Y rompió a llorar. La escena fue emocionate. Se produjo un silencio sobrecogedor y de repente, la esposa se levantó, se le acercó, lo abrazó emocionada y le dijo con fuerza: - Ahora te creo. Ambos habían “comulgado” en el dolor, cada uno había hecho suyo el sufrimiento del otro, porque se habían desnudado sin juzgarse, sin acusarse y se dieron cuenta de que se amaban, de que estaban dispuestos a sufrir juntos, gratuitamente, no porque “tú rindes” y “tú llenas mis expectativas”, sino  porque “eres tú”, y quiero tu felicidad. La solución del impasse no es mágica. No se llega a la armonía con facilidad. Si los dos se sienten heridos, en ese momento puede no aparecer ninguna solución, pero aparece una salida posible: los dos han captado el sufrimiento, el malestar del otro; cada uno “sabe” que el oreo “en ese momento” no es feliz y si no puede mejorar enseguida la situación, aparece a lo menos un principio de comprensión y de respeto por el sufrimiento del otro (ya es un paso importante para no empeorar la situación, y no empeorarla ya es aliviarla). Respetarse mutuamente en el dolor, en la imposibilidad momentánea de comprenderse, es un acto de delicadeza, un acto profundo y auténtico de amor en un momento difícil. Sufrir juntos por la misma causa, es amarse. El problema estriba a acoger el sufrimiento del otro, no fijarse sólo en el propio. Si yo sufro porque te veo sufrir, y asumo tu sufrimiento – ya no importa si fui yo el causante o no-, en ese momento entrar ambos en comunión de sufrimiento y nace el alivio. El otro se siente comprendido y reacciona comprendido. Amar es comprenderse, acoger la intimidad del otro y ofrecer la propia para sentirse acogido. Amar en las “duras”, es más amor que amar en las “maduras”, porque se revela un amor más desinteresado, más puro, más auténtico. A amar se aprende, no se hereda. Se heredan disposiciones, tendencias, pero no el ejercicio de amar. Es una práctica constante, una autoeducación que no es fruto natural de la espontaneidad. El enamoramiento – el atractivo irrsistible- espontáneo, es la parte pasiva del amor. El verbo amar es activo, responde a actos de voluntad, a decisiones libres, y no se improvisa. El amor nace espontáneo, pero solamente crece cultivado. Quien lo ignora o lo olvida, va derecho al fracaso. No se puede violar impunemente la naturaleza de las cosas. Es verdad que Dios perdona siempre, los hombres, a veces, pero la naturaleza, nunca. Hay que respetar las leyes que rigen la realidad. 15. Se casan creyendo que el interés que tienen los suegros por el éxito del matrimonio de sus hijos es maravilloso, claro y normal, pero descubren después que, con la mejor intención, se cometen errores  por ambas partes que pueden arruinarlo todo. Cinco años de casados. Se quieren mucho. Ella es muy querendona y muy hija de mamá; ésta siempre la so breprotegió, también después de que se casó. Y todo era por amor; sin duda, pero “amores que matan…”, porque son amores que no liberan, sino que buscan “dependencia”, que el otro dependa de uno. Si faltaba algo en la nueva casa, la mamá se interesaba enseguida e iba ella al supermercado a comprarlo. Hasta atendía “amorosamente” la organización de la casa. Al principio, al ver que era “puro” cariño, los dos aceptaron y dejaron pasar. Pero llegó el momento en que para él la situación se hizo insoportable. En ese tiempo, además, había mucha dificultad para conseguir carne. La suegra hacía fila – con la mejor buena voluntad- para poder  comprarla. Un día, él no soportó más esa intervención y, desesperado, arrojó por el incinerador la “preciosa carne” conseguida con tanto sacrificio. Se había colmado la medida. El yerno nunca se atrevió a expresar a tiempo, y claramente, su rechazo a la intervención de la suegra, sólo se manifestaba con malhumor ocasional, o con algo de indiferencia, posiblemente como reacción ante el interés de su esposa en recalcar las atenciones de su mamá hacia la casa. Lentamente, se fue minando la confianza y la expresión de sentimientos entre los cónyuges. Empezaron las discusiones, los arranques y las defensas con razones muy “lógicas” de cada parte, hasta que se dieron cuenta de que no se soportaban, cada uno veía solo su verdad… y se separaron. Primera lección que un matrimonio debe aprovechar: Es la pareja misma la que debe defender su intimidad. La intimidad, la comunión de las dos  personas es fundamental, un valor prioritario, un bien central que debe perdurar toda la vida. También el amor y la devoción a la mamá es un valor que se debe cuidar, pero en función del otro, no como un  bien separado. Los dos deberían haberse comunicado, haberse puesto de acuerdo para enfrentar con amor y respeto las actitudes nobles pero equivocadas de la mamá y suegra. Vemos la importancia de la “comunicación” verdadera que “abre” con confianza el propio corazón al otro, y el otro “acoge” con respeto y si enjuiciamiento lo que le pasa al primero, lo que “siente” a  pesar suyo y, por lo tanto, es merecedor de ser tomado en cuenta y ponderado como válido, para enfrentar la situación partiendo de la realidad, no de lo que “debería” ser. Desde esa realidad exterior de la intervención de la mamá-suegra, y desde el interior  – los sentimientos de rechazo, provocados por el sufrimiento -, tomar decisiones de común acuerdo, es decir, poder enfrentar a la suegra-mamá como “un solo ser”, unidos, no para hacer daño, sino para suavizar la situación salvando los dos valores: el espacio legítimo de la libertad del marido y el cariño sagrado y legítimo de la esposa, que debe unir los dos amores, en la debida jerarquía de importancia.  No se trata de amar menos a la mamá, sino de amar más, ayudándola con delicadeza a crecer en su  propia capacidad de amar apreciando la legítima y necesaria “autonomía” del nuevo hogar. A todas luces, la suegra no debía “meterse” en el espacio vital de la nueva unión – ella no era “propietaria” de su hija-, pero eran ellos los responsables de su mutua relación de esposos; a ellos les correspondía, en primer lugar, cuidarla, darle la debida importancia y, en consecuencia, buscar los medios para su buen resultado. El matrimonio, por mucho amor-enamoramiento que haya, no es una cosa “hecha”, es algo que se “hace”, que se construye continuamente. Las actitudes de la suegra eran una dificultad, un obstáculo como otros, un verdadero desafío. La  pareja debía enfrentar esta situación de común acuerdo como cualquier otro desafío: falta de trabajo, enfermedad, traslado de sede ocupacional, esterilidad, etc. Se confirma, con este episodio de la vida, que uno se casa no sólo con esa persona elegida y amada, sino también – se quiera o no se quiera- con esa persona y “toda su familia”, pero sin perder de vista que es un desafío que debe ser superado y no una fatalidad que las parejas deban aceptar resignada y  pasivamente, sin lucha inteligente para superar la dificultad inherente a la vida de relaciones. Todos conocemos episodios de suegras “admirables” y de suegras “detestables”. No importa saber  si son más numerosas las primeras o las segundas suegras: lo que importa es aprender a enfrentar el  problema con éxito, con sabiduría verdadera. Para enfrentar el problema hay dos maneras de expresarse de parte del interesado en el conflicto. Una –  pésima, destructora-, es acusando, enjuiciando: “Tu mamá es una intrusa, es una metete que ya no aguanto, me dan ganas de no dejarla entrar más en mi casa…”. Es humano que la otra parte se defienda y surja la incomprensión y pelea: “Mi mamá es mi mamá y lo hace porque me quiere, y la casa no sólo es tuya, es también mía, y si mi mamá no puede entrar en esta casa, me voy yo también…” Con el calor de la discusión se dicen cosas de las que uno se arrepentirá más tarde, pero lo dicho queda, abre heridas y, en algún momento posterior, la herida sangrará de nuevo y surgirá la recriminación de echarse en cara todo lo sufrido. La otra manera es la viable, expresar lo que se “siente” en el conflicto, sin emitir juicio sobre la  persona misma: “Estoy muy dolorida con lo que me pasó… Tu mamá llega y yo me siento pasada a llevar… como si me quisiera hacer notar, con cada observación, con cada gesto que hace, que yo no sirvo para nada, que no soy buena para nada, que no sé hacer las cosas como a ella le gusta”. El sufrimiento de la esposa está claramente expresado. Si entendemos bien lo que dice, vemos que no afirma que la suegra sea “mala”, y que quiere hacer sufrir intencionalmente, que sería el enjuiciamiento que obligaría a defenderla, sino que expresa las consecuencias – no queridas por la suegra, sin duda, pero reales para la esposa- que hacen sufrir. Es más fácil que el esposo, al captar su sufrimiento – que es el elemento central- y al no ver  enjuiciada a su propia madre – elemento colateral-, se interese más rápidamente en comprender, aliviar  a su esposa en su dolor y no sentirse violentado enseguida y obligado a defender a su madre, no directamente atacada,  No pretendo afirmar que el método sea mágico, que asegure de inmediato y siempre el resultado. Digo solamente que es más fácil, más previsible un mejor resultado con la segunda actitud que con la  primera. En esta última es seguro, sin discusión, que el resultado será negativo. Si uno no es capaz de tomar la segunda actitud que a lo menos resuelva no adoptar nunca la primera. Más vale un prudente silencio. La buena voluntad de ayudar, de proteger, de hacer felices a los recién casados –“lo quiero, la quiero como si fuera un hijo más, una hija más”- lleva a actuar con buena voluntad, pero en forma “imprudente” y contraproducente, pues consigue el efecto contrario al deseado: pr imero la defensa y después, el rechazo abierto. Esta realidad sucede también al querer defender “imprudentemente” al mismo matrimonio: Él, con la misma buena voluntad de defender a su esposa, le dice a la madre: - No te metas en mi casa, sólo provocas molestias a mi mujer… Y no quiero problemas… Él tiene confianza en su madre, sabe que la quiere y se siente querido, pero provoca imprudentemente heridas: - Pero si voy sólo para ayudarla, tiene dos niños y no tiene empleada… ella es demasiado susceptible… lo interpreta todo como si cualquier servicio fuera un atropello a su persona, va a terminar sola… Yo no voy a ir más… Y nació el rechazo, que nadie quería, ni siquiera la nuera; pero las expresiones mal formuladas  provocan distancias y rechazos que podrían evitarse si se usara bien el método de manifestar lo que uno siente sin enjuiciar  – condenar- al otro. Regla de oro para el trato con los suegros de los recién casados: no comprometerse con costumbres que amarran y defender y preservar desde el principio la libertad. Lo común y muy humano y, por tanto, legítimo, es que a los recién casados se les invite a almorzar  los sábados o domingos a cada de los respectivos suegros. Es agradable querer y sentirse queridos, por  ambas partes. Además, es más agradable y placentero ser atendidos cariñosamente y no estar   preparando la comida los fines de semana. Al principio, y hasta por los primeros años, todo camina sobre ruedas. Alegría en recibir y alegría en ser recibidos. Pero con el transcurso del tiempo estas visitas comienzan a hacerse rutinarias. Cada parte siente como un deber recibir y la otra parte un compromiso ya establecido el no faltar a la cita. Además, cada uno de los recién casados va con más gusto a una casa que a la otra, ya sea por atención, ya sea por  otros familiares que “no caen” tan bien. Empiezan a aparecer, por un motivo o por otro, las ganas de no seguir con esa costumbre y reconquistar la libertad. Pero la tradición es muy fuerte, sobre todo cuando ha durado años. Ahora, no ir es un problema. Hay que dar explicaciones al cónyuge: - ¿Por qué no quieres ir? ¿Te caen mal mis padres? - No, pero me da lata ir todas las semanas. Me parece una obligación que me asfixia. - Pero nos están esperando… ¿Qué les digo…? - No sé, pero ya siento que voy a la fuerza, aunque sea para no quedar mal… Y que se queden mal, no tengo nada contra la familia, pero ya me carga, es como un peso que hay que llevar… Todos los fines de semana ya amarrados… No sé como cortar sin ofender… Interrumpir una costumbre es difícil, con mayor razón si es y se tomó como una “buena” costumbre, y partió voluntaria y “libremente” con la satisfacción de todos. Pero, en realidad, no era así: ese “libremente” no era tan explícito. Era una facilidad, una conveniencia razonable, buena, válida, pero “vinculaba”, creaba lazos imperceptibles, amorosos, placenteros, pero “lejos” rutinarios, que coartaban la libertad interior de la pareja. Una “decisión” que fue fácil tomar al principio, pero sin que se midieran sus consecuencias. Se tomó una decisión que impedía, sin herir, tomar otras decisiones. La libertad quedaba de modo innecesario y, por lo tanto, “imprudentemente” comprometida. Entonces, ¿la conclusión será no aceptar  ir a almorzar los fines de semana a casa de los padres? No, sería otra la esclavitud. Lo valioso es respetar, valorar y defender la libertad de la pareja. Comprométanse a ir, pero cada vez, por separado. Decidan ustedes cuando ir. Hagan sentir que desean y les agrada ir y ser invitados, pero que esto no llegue a convertirse en una rutina, una costumbre tácitamente aceptada una vez para siempre y que se vuelve “ley”, difícil o dolorosa de violar, sino un compromiso claro y definido desde el principio, que  pone en primer lugar la libertad de decisión y conserva y cuida, al mismo tiempo, el afecto y el interés de estar con los padres y con los suegros con plena libertad, porque “quieren”. Poner en juego todos los valores, no uno solo. Son una pareja de pololos como cualquiera, en cuanto personas y en cuanto capacidad de entenderse. Pero se suma un obstáculo poco común. La madre de ella está viviendo en forma demasiado personal el pololeo de su hija. Parece, desde afuera, que pololearan entre tres. Cuando los  jóvenes tienen problemas, ella los “reúne” y quiere ayudarles, con muy buena voluntad, a aclarar la situación. En el “día a día” ella manifiesta siempre opiniones, y la joven da pie para que la madre intervenga. Él está enamorado de su polola, pero al sentir la intromisión de la suegra no se atreve a enfrentar la situación, por miedo a estropear la relación y perderlo todo. Por un lado, “soporta” y, por  otro, “acumula”. Al parecer, el romanticismo del pololeo lo quiere vivir la madre a través de la hija. Si surge una molestia, un descontento de parte de la hija hacia él, la expresa como propia también la madre. Claramente entran en simbiosis: la vida de la madre es la vida de la hija. Un amor mal orientado  puede llegar a esos extremos. Una explicación que puede ser válidad, es que la madre quería “revivir” a través de su hija su propio pololeo no bien vivido. Aunque fuera cierto, una explicación cambia un hecho: la realidad no cambia con explicaciones. Son los mismos pololos los que deben enfrentar juntos la situación y descubrirle el camino de salida. Sólo la verdad hace libres, abre camino, no el esconder la cabeza bajo el ala del cariño. Será una  peligrosa comprensión, por falsear la realidad. La verdad debe brillar siempre: la forma oportuna de decirla será un tremendo desafío, pero deberá aceptarse si se quiere construir sobre roca firme, solo la verdad. El auténtico amor es exigente y busca superar con delicadeza, pero al mismo tiempo con firmeza, la situación. El amor verdadero ama la verdad y la verdad aceptada alivia, libera de tensiones indebidas. Si el amor es auténtico, da la fuerza para enfrentar el posible conflicto, y lograr que la verdad abra los ojos para el cambio. Toda mamá, todo papá, por querer la felicidad de sus hijos, tienden a “idealizar” al futuro o futura “príncipe o princesa azul” para ellos. Al idealozar lo que desean, nunca encuentran “satisfactoria” la realidad que sus hijos les presentan. Desean “más”, lo mejor posible para sus pimpollos, pero según sus “parámetros” de felicidad, que no son necesariamente los parámetros de sus hijos, además de que no  pueden sentir lo que ellos sienten frente a la soledad, a los deseos de formar pareja, a los ideales de vida que los estimulan… es decir, no pueden fácilmente captar la “verdadera vocación”, el llamado a vivir la vida que cada uno de sus hijos siente frente al futuro, su proyecto de vida, a veces, desconcertante. Pero no siempre los hijos aciertan en realizar su elección y, a menudo, los padres ven con más claridad que los hijos el camino que les tocará recorrer y pueden tener ojos más avizores para ver la cruda realidad, porque, además de su experiencia, no están obnubliados por el enamoramiento. En estas circunstancias, deben evitarse los dos extremos: no intervenir en absoluto (creyendo respetar la libertad) o intervenir “imponiendo” el propio punto de vista – y la imposición se puede disfrazar sutilmente de mil maneras- (creyendo evitar un mal mayor, el posible fracaso). Por parte de los hijos, asimismo, deben evitarse los dos extremos: encerrarse en el propio criterio y no escuchar nada de lo que manifiestan los padres (creyendo defender y valorar la propia libertad de decisión, la propia autonomía de adultos); o someterse dócilmente a los criterios propuestos por los  padres, en otras palabras, “capitular”, (con el propósito de no hacerlos sufrir por no hacerles caso). Las dos soluciones no son válidas, porque no son auténticas, tanto por parte de los padres como por parte de los hijos, en cada una de las situaciones. La solución no está en “imponer” lo que se debería hacer ni intentar solucionar uno el problema del otro. La verdadera solución consiste en presentar la realidad como uno la “ve”, presentar con claridad los pro y los contra, “hacer ver” lo que el otro no ve, pero no decirle lo que debe hacer. Abrir los ojos al hijo o a la hija sí, pero no reemplazarlos en sus decisiones, ni presionarlos. Son los interesados los que deben asumir la responsabilidad de decidir. Un hijo prudente, una hija prudente sabrá “escuchar” las razones de sus padres, tratará de ver lo que ven sus padres y sabrán tomar sus decisiones. Es su libertad la que debe entrar en juego, y como consecuencia, su responsabilidad. La supuesta legítima razón de los padres de querer ahorrar un posible sufrimiento futuro, y tal vez irreparable, de sus hijos, es digna de aprecio, es comprensible, pero no suficientemente válida frente al valor superior de la libertad y autonomía de la pareja. El hijo o la hija también tiene derecho a experimentar, según su criterio, a esa altura de la vida, los  pasos que quiere dar para realizar un proyecto de vida, y los padres deberán aprender a respetar ese derecho, asumiendo también el riesgo del sufrimiento ante un posible fracaso. No está en el orden de las cosas, mientras este mundo sea este mundo, querer evitar a toda costa el sufrimiento, aunque sea evitable, por errores en las decisiones. ¡De todas las deciciones, en la vida, se deberá pagar el precio! Ayudar a reflexionar, ayudar a ver es una ayuda eficaz y respetuosa. Querer que los hijos se amolden a los criterios paternos, cuando tienen pleno desarrollo de su autonomía, es un abuso de poder  o un chantaje efectivo. Podrá hasta ser lícito decir: “Si me quieres, me harás caso”, pero siempre que se añada: “Pero eres libre, tú sabrás lo que haces”. 16. Se casan creyendo que se sienten “segurísimos” de su amor, pero descubrirán que la vida les  presentará “tentaciones” sorpresivas e inevitables ante las que deberán estar preparados para aprender a fortificar continuamente sus decisiones de amor. El amor humano parte como un fuerte atractivo – a veces irresistible-, pero toma cuerpo definitivo y estable con una decisión. El amor no consiste tanto en el “te quiero” porque me agradas, sino sobre todo “te quiero y quiero (decido) jugarme la vida por ti”. En último análisis, el amor verdadero es una libre decisión de amar. Esta decisión es movida por el atractivo – el enamoramiento-, no parte de “cero”. Se despierta un “interés”, legítimo, de estar juntos, de estar juntos, pero si el amor es auténtico, digno, noble, propone enseguida llevar a cabo un proyecto de vida juntos, un proyecto que valga la pena. Cuando ambos están de acuerdo en caminar en la misma dirección y tienen voluntad de construir un futuro juntos, su decisión de comprometerse para toda la vida con esas condiciones lo llamamos “matrimonio”, ya sea “civil”, ya sea “religioso”, según el tipo de comunicad socual ante la cual esa pareja quiere comprometerse. Por eso, en todas las culturas el matrimonio es considerado “un contrato solemne”, a diferencia de los demás contratos habituales, porque se convoca a toda la sociedad – a través de sus delegados designados y representantes como ministros de fe-, para que sea testigo de ese compromiso tan importante que la mayor parte de los códigos llaman “irreversible”. No sujeto a cambio de decisión de las partes, como sucede con los demás contratos. El amor humano – en cuanto amor de pareja- parte como un “atractivo”. Es un hecho indiscutible. Pero ese atractivo puede “desdibujarse” por mil motivos. Uno de ellos, muy impoertante, es la falta de cuidado, al no saber cultivarlo, al tener la ilusión de que ese atractivo es un capital sin fondo, imperecedero, olvidando que es frágil y necesitado de continuas atenciones, y que está sujeto a la rutina, la que mortifica el interés y genera vacío, desinterés por dentro, provocando el desgano de vivir juntos, la insatisfacción. En la mayor parte de los casos, la pérdida del “atractivo” es motivado por la causa descrita, pero también hay situaciones en las que interviene violentamene, “interrumpe” un atractivo nuevo, más fuerte e intenso que el primero y que cautiva “a pesar de uno”. Aparece de improviso como una fuerza irresistible, cautivadora, que seduce, ciega y descompone todas las relaciones anteriores. Entramos en una violenta crisis matrimonial. Los que experimentaron ese “encantamiento” reconocen que no lo buscaron, que se les presentó en forma abrupta, no “deseada” voluntariamente, como una “obsesión” que les perturbó hasta el sueño. Es lo que tradicionalmente llamamos “tentación”. Empieza una terrible lucha interior, la persona tiene lucidez para prever las consecuencas de abandonarse a ese impulso: traición a su compromiso, sufrimiento para el cónyuge abandonado – a menudo todavía subsiste un amor auténtico, que aimenta el dolor de la posible traición-, dolorosa responsabilidad frente a los hijos, cuando los hay y, si la persona es creyente, un fuerte sentido de ofender a Dios, como un remordimiento de conciencia: “Prometí ser fiel y no lo soy”. El cónyuge nota fácilmente el cambio de las relaciones: distancia en el trato, falta de calidez, aislamiento. Aparece la disculpa, “tengo preocupaciones, “no duermo bien…” Hablamos de una persona que está en plena lucha, no de la que ya “aceptó” la seducción y se lanzó a la aventura. Se nota enseguida: cambia de perfume, se viste con más pretensión, tiene salidas (si es mujer) o llegadas (si es varón) inusuales e inexplicables a la luz de las anteriores conductas normales; más susceptible a cualquier contratiempo, ve como nunca “defectos” en el cónyuge…, etc. Para la persona en plena lucha, la “tentación” sigue viva, el “encanto” crece día a día. Pero la voluntad resiste, no se entrega: ¿qué hacer? En primer lugar, no asustarse: es un fenómeno natural, más común de lo que uno cree. Saber, con conocimiento cierto, que no te pasa sólo a ti, que no eres un raro ni un monstruo de inmoralidad porque estés enredado en esa “tentación” te alivia al aceptar tu condición humana: ningún “atractivo” es absoluto en este mundo, ni lo es el del cónyuge, ni lo es ni lo será el actual que te parece irresistible. En segundo lugar, aceptar “el desafío” de la tentación; es una invitación a tomar una decisión. La  pregunta que debes hacerte es: ¿A quién quieres amar? Eres libre, pero puedes y debes “decidir”. Si ahora, pensándolo bien, decides amar a tu “verdadera pareja”, estás en la verdad, no mientes a tu compromiso original ni a ti mismo, y decides renunciar a lo nuevo placentero que se te ofrece, porque no es “el bien honesto” que te llena y te deja en tu verdad, sino que contradice todos tus ideales: amor  comprometido, generosidad, búsqueda del bien desinteresado del otro, sinceridad, transparencia, voluntad de sefvir y hacer feliz al otro y a los otros: hijos, familias emparentadas; Dios y su Iglesia, si eres creyente. Al revés, si aceptas la tentación, miras las consecuencias: triunfa tu interés personal (egoísmo,  pasarlo bien y venga, después de mí, el diluvio). Ya una vez amé y me comprometí y estoy fallando, ¿no podrá más tarde sucederme lo mismo y “dar bote” en la vida? Si soy creyente, cuando la vida termine – y todo termina-, ¿qué le voy a decir a Dios?, ¿o le voy a pedir que me deje entrar en la fiesta si ya me di yo la fiesta a mi antojo y dije que ésta era la única fiesta y que había que aprovecharla, rechazando todo lo demás? En tercer lugar, saber pedir ayuda. Es increíble la ayuda que se recibe al “oxigenar” la situación ante otra persona de confianza, al no sentirse solos en la lucha cuando se han de tomar decisiones tan trascendentales, que comprometen la propia vida presente y futura y la vida y bienestar de otros.  Naturalmente, la persona de confianza deberá tener un criterio sano, de principios constructivos y con miras al futuro en su complejidad, que ayude a ver lo que en ese momento de duda y de ofuscación no se puede ver (son dolorosamente abundantes los casos de especialistas de mal criterio). Esa persona de confianza, ¿podrá ser el propio cónyuge? No existe una única respuesta, ya sea el “sí”, ya sea el “no”. Los que propician el “sí” han constatado resultados sorprendentes de confianza mutua y de superación, pero también resultados desastrosos de heridas incurables de desconfianza y de agresividad suicida. Para aceptar la verdad, cuando es dolorosa, se requiere mucha solidez de carácter y mucha seguridad en el amor mutuo, en pos de luchar juntos hacia la superación de la prueba. Si la revelación de la verdad al cónyuge – con la mejor intención de sincerarse para pedir ayuda a la  persona de la cual más se espera amor y comprensión- provoca un peso insoportable que le induce a encerrarse en la desconfianza y en la desilusión de la inconsistencia del amor, puede debilitar la fuerza y las ganas de luchar. Pedir ayuda al cónyuge en un caso tan evidente de fragilidad y de inseguridad, es claramente desaconsejable, por destructor. Pero el “no” absoluto también es un riesgo: luchar solo, en una situación tan compleja, es darse vuelta sobre sí mismo y desechar una ayuda que puede estimular a vencer la dificultad, al constatar un amor sincero y generoso del cónyuge, que conmueve por el desinterés y por una gratuidad inesperada. Sólo el conocimiento mutuo puede calificar la capacidad o la incapacidad real de soportar una prueba tan grande y transformar la tentación de tirar todo por la borda en un estímulo para amarse de evrdad y a fondo, por asumir responsablemente nuevas y claras decisiones de amarse definitivamente. Una experiencia increíble es la actitud de personas divorciadas y vueltas a casar, sobre todo mujeres, que delante de amigas que están en dudas y en plena lucha frente a una crisis matrimonial, le confiesan con toda convicción que ellas se equivocaron en “no luchar más por su primer matrimonio” y que ahore reconocen que valía la pena esforzarse más para conservar la unión y que las actuales en crisis, todavía están a tiempo para recuperarse y salvar el matrimonio, porque ninguna posterior felicidad compensa la ruptura de la primera unión. “Si mi marido hubiera confiado en mi, habríamos luchado juntos, pero yo supe del enredo por otros, yo lo enfrenté y el me lo negó, yo me indigné ante la mentira y lo rechacé para siempre. Ahora reconozco que me equivoqué, actué ofiscada; ahora lucharía más y le ayudaría a él a repensarlo todo, a epsar de la traición, porque me di cuenta después de que, a pesar del sufrimiento, lo quería y lo seguía queriendo cuando me separé. También se puede amar sufriendo. Ahora somos amigos y reconocemos los dos que nos hemos equivocado. Les asegudo que vale la pena luchar por el propio matrimonio mientras hay tiempo”. En mi experiencia he podido constatar numerosos casos de confesiones como ésta ante amigas en crisis. | | |Cuando te casas eliges a una persona que quieres porque te gusta a ti; en la | |tentación, si la superas, eliges de nuevo, y con mayor lucidez, a la persona que | |quieres, porque le quieres agradar a ella, no a ti, y la elección es más | |verdadera y más profunda, porque ahora realmente “eliges” porque puedes elegir “a| |otro” y ahora “sabes” lo que haces y decides de verdad. | 17. Para los creyentes (especialmente para los católicos). Estaban casados por el civil desde hacía cuatro años y en una reunión de novios, en la que quisieron  participar, confesarion que los movía el hecho de que “habían descubierto” que faltaba “algo” en su unión matrimonial, y que aceptaban frecuentar esas reuniones de preparación al matrimonio cristiano, sólo para “ver” si valía la pena, sin comprometerse a nada. Estaban en búsqueda. En la sesión sobre la “espiritualidad cristiana”, en el matrimonio, se precisó que en el aspecto “religioso”, propiamente no se debía decir “nos casamos por la iglesia”, así como se dice “por el civil”, sino que la realidad más profunda y verdadera es que los cristianos, si creen realmente en Cristo y en todo lo que Él ha enseñado, se casan con Cristo y en Cristo. Invitan a Cristo, Hijo de Dios, a acompañarlos en toda su vida, comprometiéndose a darle la preferencia a Él, a sus enseñanzas. Es en la  práctica tomar en serio lo que Él dijo y prometió: “Cuando dos se unen en mi nombre, Yo estaré en medio de ellos”. (La frase exacta dice: “Cuando dos o tres se reúnen en mi nombre…”, pero el sentido es tan real y más profundo si se “unen” dos en su nombre. Es más que solo se “reúnen”). Invitar a Jesucristo a intervenir en la propia vida amtrimonial es darle importancia a Él como salvador de su amor conyugal, es tomar en cuenta lo que Él dice y pide a los que creen el Él y lo siguen. Lo que Él pide siempre y claramente es: “Ámense el uno al otro como Yo los he amado a ustedes”. Si lo dijo para todos, “ámense los unos a los otros”, lo querrá decir con más fuerza cuando son dos los que en su nombre se quieren comprometer a amarse. Para ese amor, Él promete su “gracia”, su ayuda amorosa y gratuita: es la eficacia del Sacramento. La relación entre los esposos cristianos es, por lo tanto, principalmente con Jesucristo como cabeza de la unión. Al celebrar un matrimonio religioso católico, uno se compromete no tanto “con la iglesia”  – se insistió- en cuanto institución (obispos, curas, ceremonias, templos), sino con la persona de Jesucristo, con su misteriosa pero real, y con su enseñanza. De repente ella se incorporó e interrumpió espontáneamente: - Si es así, ahora entiendo y estoy decidida a casarme religiosamente ante Dios. Yo me había rehusado porque no soportaba que los curas se inmiscuyeran en nuestra vida, pero si es Jesucristo, sí. Había descubierto lo esencial del aspecto cristiano del “sacramento”, una acción “sagrada” (agradable a Dios, perteneciente a Dios) que “transfiguraba”, “transofrmaba un gesto profundamente humano – la unión de un varón y una mujer por amor- en un gesto profundamente divinizado”, “santificado”, digno de ser ofrecido a Dios, quedando intacta la realidad humana (gestos, sentimientos, anhelos, unión sexual). Gracias a la intervención (“misteriosa-sacramental”) de Jesucristo (el Hijo de Dios, el “Enviado del Padre”), el unirse en el amor mutuo para dos cristianos adquirirá el carácter, la significación de “presencia real de Dios-amor”, “presencia actuante”, que puede – si es aceptada y vivida- transformar   por dentro la realidad matrimonial ennobleciéndola, dándole un hondo sentido de trascendencia, divinizándola, haciéndola digna para Dios y para la eternidad. Los esposos no se amarán solo “para este mundo”, que es pasajero, sino “para siempre”, para la eternidad en la que creen, por la promesa que Dios les hace, de prepararlos en el amor para incorporarlos en su Reino que es la plenitud del amor. Es cierto que todo creyente de cualquier “denominación religiosa” (judía, musulmana, etc.), al creer  en Dios, y al realizar, según su fe, una ceremonia religiosa para su matrimonio, está proclamando una trascendencia, un algo más que “nosotros dos”. Esto les puede suceder también a muchos no creyentes, que toman en serio su compromiso matr imonial “laico”, no “religioso”, e intuyen y qyueren darle a su matrimonio cierta trascendencia. El misterio cristiano es más profundo: afirma que “Dios, el gran Otro invisible”, se hace presente a través del “otro visible”, su representante reconocido como “ministro-delegado”: “Lo que ustedes hacen al más pequeño de mis hermanos, me lo hacen a Mí”, son palabras de Jesucristo. En esta mística o adhesión de fe, el esposo no ama solamente a su esposa como “mujer” terrena, un  bien invisible, sino como “representante”, “ministro visible del Otro visible” (y viceversa para ella), como un bien trascendente, una realidad divina, como el “pan” visible en la Misa que es reconocido como “cuerpo de Cristo” invisible. Desde el momento que los dos cr een en este misterio, la fe les hace “ver” lo invisible y les hace actuar “como si lo vieran”, todo pasa a ser “sagrado”, “consagrado por Dios y para Dios”. Dios no tiene manos para acariciar, no tiene labios para besar, cuerpo para expresar su deseo de unión, pero dice Jesucristo: “Están tus manos, tus labios, tu cuerpo, esposo, esposa, mis representantes,  para hacerme visible y sensible a Mí, que los amo, aunque invisible, para que te sientas amada por Mí, tu Dios, a través de tu cónyuge, persona visible que me representa”. Sacramento, de “sacrum”, sagrado, signo visible de lo invisible, “lugar de encuentro con Dios”; de lo que ves y sientes, de lo que tocas y constatas, pasas a ver y sentir (por la fe), lo que no ves ni sientes. Sólo “le crees” a una persona – Jesucristo-, que te merece fe, porque te da garantías de que merece tu confianza. La relación sexual plena, “valorativa” de toda la persona (como se explicó anteriormente), será una “unión sacramental”, que hace presente – como reza la liturgia- el amor que Jesucristo tiene para su esposa la Iglesia, la Humanidad unida a Él que lo ama y es amada, un amor que se entrega sin medida, dándolo todo como Él lo dio todo. Él realizó esta unión de amor en el “sufrimiento de la Cruz”; los esposos lo realizan en el “gozo” de la “comunión amorosa”, pero la entrega – si es entrega- es la misma, a pesar de la diferencia de escenarios y sensaciones: el “todo para ti y para siempre” fue real en Jesucristo, y es real – o puede y debe ser real- en el matrimonio, siempre que ambos sean auténticos en su capacidad de entrega por  amor. Acercarse a Dios es acercarse al manantial del amor. Es la “interioridad” lo que hace “real” o “ficticia” la entrega. No es el gesto exterior, siempre ambiguo. Si la entrega interior es real y verdadera, la exterior adquiere todo su sentido. Sin lo interior, lo exterior es falso. Una señora que estaba presente mientras se daba esta explicación, intervino: - Yo sabía que nosotros los esposos, somos los “ministros” verdaderos del matrimonio cristiano, y que el sacerdote tan solo “bendice”, es testigo oficial del compromiso sagrado en nombre de la Iglesia, y que es Jesucristo en el matrimonio cristiano quien actúa a través de los esposos, y no a través del sacerdote como en la eucaristía. Pero “ser ministros” creo que rige sólo para el momento de la “celebración del matrimonio” y no más allá. - No, señora, es para toda la vida matrimonial, mientras quieran que perdure su relación de esposos en Cristo. Es la realidad cristiana: son ministros de Dios y lo representan, para toda la vida matrimonial. Lo harán todo en nombre de Dios. Dios lo hará todo a través de ustedes. Para dos cristianos unidos en “matrimonio-sacramento”, su unión es siempre entre “tres”: esposo, esposa y Jesucristo (el tercero invisible), el amor divino y personal que los une y les da su “gracia sacramental”, las energías misteriosas para vencer los obstáculos de la convivencia y confiere sentido de “eternidad”, a su unión, sentido de lo definitivo. Amarse para siempre es la esperanza y la verdadera definición cristiana del matrimonio, y no sólo “hasta que la muerte los separe” en este mundo, como rezan las películas americanas. Para el cristiano, la eternidad es tan real como la vida presente. Una cosa es el vínculo matrimonial que se rompe con la muerte, otra cosa es el amor, que es para siempre, más allá de este mundo. Casarse en Cristo es dar  sentido de eternidad al amor humano. La experiencia nos enseña que cuando el tercero invisible en el matrimonio cristiano no es tomado en cuenta sino dejado a un lado por decisión propia, que es siemrpe una “traición” a una lealtad (como la de Judas), aparece “infaltablemente” “la tercera persona” o “el tercero” visible que lo sustituye. “En el amor, no se resiste el vacío”. Todo vacío es pelogroso, alguien o algo lo va a llenar siempre. Si eliminas a Dios, siempre aparecerá un ídolo, un nuevo “absoluto”. La “insolubilidad” y su garantía, la “fidelidad”, no son “cosas dadas” ni realidades entregadas como “paquete”, que puedan guardarse en una caja de fondo y protegerse de los robos. Son “elementos” espirituales, son dinámicos, son valores que se cultivan con decisiones de “quererlos cultivar”, apreciando su riqueza vitalizante, defendiéndolos de sus “enemigos”: las tentaciones de la “felicidad momentánea”, de la “aventura” que satisface la vanidad y el egoísmo de quienes, por inmadurez o superficialidad, se ilusionan con que “todo lo nuevo es mejor” y caen en la trampa de “trasladar sólo el problema a otra situación”, como su cambiando de cuarto se mejorara, por  este solo hecho, la enfermedad. Generalmente se repiten los mismos errores si no hay cambio de actitudes y en la manera de enfrentar los problemas. Para cultivar la “fidelidad” y “vivir la indisolubilidad”, se requiere haber descubierto su valor en sí como un bien deseable, como elemento fundamental del amor mutuo (nade se atrevería a proponer: “pololeemos por este fin de semana”, y menos “casémonos por un año”). Cuando el amor es verdadero, es para siempre, a lo menos en la intención inicial, si es auténtica, y no una simple aventura. Si el amor es apreciado como un “bien”, del que vale la pena disfrutar continuamente, por ser  constitutivo de la “felicidad” de la apreja y de los hijos, y si es un bien tan indispensable e insustituible, se concluye que luchar para conservarlo sin desanimarse y sin abandonar el esfuerzo, aun frente a dificultades serias, será siempre una tarea noble y deseable: la perseverancia en luchar para salvar el amor pasa a ser un bien evrdadero, y el esfuerzo para conservar la fidelidad será su consecuencia natural e indiscutible. La fidelidad no es un “ente” que se posee, ni solo un ejemplo para ser imitado. Como toda “relación”, vive de estímulos internos (formación) y ecternos (correspondencia y reciprocidad entre la  pareja) y se alimenta con “actos de fidelidad”, decisiones que “eligen” (yo quiero ser fiel). La amistad se cultiva con actos, con actitudes de amistad; el amor, con actos de amor; la fe, con actos de fe; la libertad, con actos de libertad verdadera, que nos hace dueños de nosotros mismos.  No es libre quien es esclavo de un vicio, de una pasión, de un hábito que lo domina, quien es víctima de una situación que no controla.  Nadie puede “asegurar” su fidelidad por todo su futuro, porque no lo conoce y no está todavía en sus manos, pero sí puede asegurar su “decisión actual”, sincera y responsable de querer comprometerse en cultivar ese valor, siempre frágil y amenazado. Dice el evangelio: “A cada día su afán”. Cada día los esposos – cristianos o no-, si son auténticos, renuevan su decisión y alimentan su fidelidad, tal vez sin expresa manifestación cuando todo funciona  bien; con decisiones y revisiones conscientes cuando aparecen señales de peligro, o cuando entran en crisis. El cristiano, en la prueba, conserva la certeza de que Dios es “omnipotente”, que es en primer lugar  Él el que quiere para los esposos la felicidad compatible con esta tierra, que es Él el interesado en cumplir su promesa de “estar con los esposos hasta el fin” – el sacramento hizo visible este compromiso-, que siemrpe ofrece su ayuda, si se pide y se acepta, y debe creer que es Dios el más interesado en que se lleve a buen término “su” proyecto divino, porque el matrimonio como institución es un “invento” y un “proyecto” de Él y no de los hombres, está inscrito en la naturaleza de los seres humanos, que sólo amándose responsablemente llegan a ser felices. Es cierto que muchos matrimonios, a pesar de ser ambos esposos creyentes y católicos, han fracasado. Es cierto también que si uno – a menudo ambos- ha descuidado por mucho tiempo el cultivar  su relación con Dios – ha sido infiel a Dios-, “normalmente” lleva esa infidelidad al matrimonio. Siempre hay posibilidad de pedir un “milagro”, pero sabemos que son muy raros, a lo menos los visibles. La experiencia me dice que, encontrándome con parejas en crisis grave, y al preguntarles si son creyentes, al contestarme que sí, averiguo regularmente cuál es su situación frente a Dios, y la respuesta es casi invariable: “Oh, hace mucho tiempo que estamos lejos”; a veces con un tímido desmentido de una de las partes: “Tú estás lejos, yo no”.  No quiero insinuar con esto que exista la ecuación perfecta: “Buena relación con Dios = buena relación conyugal”. Hay “causas” de fracasos que superan toda buena voluntad y disposición espirituales, por “santas” e irreprochables que sean. Ej.: enfermedades psíquicas, inmadurez  psicológica, errores sobre la identidad psicológica verdadera de la persona, presiones sociales que invalidan el consentimiento libre. La misma Iglesia reconoce que estas causales son portadoras de nulidad matrimonial desde el acto fundacional del matrimonio. Por eso la Iglesia no “anula”, no tiene autoridad para disolver un vínculo bien hecho, sino que declara después de un serio examen que no hubo vínculo.  Nadie puede asegurar “a priori” un final feliz a un matrimonio incipiente, pero sí se puede asegurar  que en condiciones “normales” y con una preparación seria y un cuidado responsable del amor mutuo, aprovechando todas las ayudas que están disponibles, una pareja puede tener la certeza fundada de llegar a la meta deseada. “El amor (si es verdadero) es más fuerte…” Con mayor razón si tiene a Dios –  con su amor y su gracia- presente y sabe pedirle ayuda. “El viento fuerte apaga una vela, pero enciende siempre más una hoguera”. Si el amor es fuerte, crece aun más ante las dificultades. Los medios y ayudas que Dios siempre ofrece a todos sus seguidores a través de la Iglesia (además de la oración personal, conyugal y familiar), son los sacramentos, el contacto real con Jesucristo a través de esos signos visibles: uno fundamental es la Eucaristía, en la comunión con Él. Comulgar  significa entrar en responsable unión espiritual con Jesucristo, que se entregó y entrega en plenitud,  para el bien de todos, y estimula a los esposos a entregarse mutuamente y amarse como Él, buscando siemrpe y gratuitamente el bien del otro. La fuerza para un amor así, pleno y perseverante, solo puede venir de Él, de su omnipotencia. El sacramento del perdón y la misericordia de Dios purifican las raíces del propio egoísmo y sana las desviaciones del orgullo, que son grandes enemigos del amor. Humillarse frente a Dios es el primer paso para enmendar rumbos. El poder pedir perdon por el daño que se ha infringido a otro, por el sufrimiento provocado, voluntaria o involuntariamente, es un egsto de humildad que vuelve a colocar las cosas en su lugar e invita a empezar de nuevo, alivia las tensiones y uno vuelve a sentirse amado, porque perdonado por Dios primero y después por el ofendido, uno es humilde frente a Dios, será más fácil que sea humilde frente a su cónyuge. La Eucaristía tiene un valor especial para la pareja. La cumbre del amor es la comunión, y la comunión es la entrega sin reservas entre dos personas. La entrega sin reservas es propia de Jesucristo en la Cruz, que se realiza sacramentalmente en la comunión de la Misa. Él se entrega, “se deja comer”. Con su gesto simbólico, Él nos está diciendo: “Haz de Mí lo que quieras”, “estoy disponible a tu voluntad”. Es una entrega histórica (en la cruz) que se renueva en el rito sacramental, la comunión en la misa; es una entrega verdadera, un amor que se da, que “muere” para “dar vida”, para hacer vivir como toda acción divina. Amar es siempre “dar algo” de sí, morir un poco para que el otro viva, es dar felicidad, dar más vida a otros. Pero una “buena comunión” exige que los dos – Jesucristo y el cristiano- actúen a la par; que también el que comulga se entregue y pueda expresar como Él, “haz de mí lo que quieras, estoy disponible”. Si no hay esa reciprocidad, yo católico sólo “trago hostias”, pero “no comulgo” verdaderamente, “poseo”, pero no entro en comunión. La relación de la comunión eucarística con el matrimonio y en el matrimonio es evidente: hay  personas que poseen al otro, pero no “se entregan”, no hacen sentir que “soy tuyo, soy tuya”, “existo  para ti”, “haz de mí lo que quieras, porque te amo y me siento amado(a) por ti”. En este caso habría una  posesión mutua, pero no una comunión profunda. Lo mismo puede suceder en la comunión con Jesucristo. Él se entrega siempre, pero no siempre, a su vez, se entrega el que comulga. Al mejorar  – un católico, una caólica- su comunión eucarística, mejorará infaltablemente la comunión conyugal, y al mejorar la comunión conyugal, mejorará indiscutiblemente su comunión eucarística. Toda la via se reduce a un problema de amor, de amar más, de amar bien, de relacionarse en  profundidad. El gran peligro, tanto de la unión matrimonial como en la comunión eucarística, es la superficialidad. La vida es una sola. Mejorando la capacidad de relacionarse, mejoran todas las relaciones, con Dios y con el prójimo. Ahora bien, de los prójimos el más próximo, el más cercano, es el cónyuge, que hace visible y representa más que nadie a Dios invisible. La fe ilumina el matrimonio y el matrimonio ilumina la fe. Podemos afirmar que para los cristianos, el matrimonio es y debe ser camino de santidad, voación  para glorificar a Dios agradándoleen el amor al otro, su gran mandamiento. Es el gran camino del amor,  para cumplir su máximo mandamiento: “Les doy un mandamiento nuevo, ámense unos a otros, como Yo los he amado”. Los cristianos casados, en su fe, pueden asegurar la felicidad en este mundo y tener  la confianza inconmovible de recibir la felicidad definitiva en la otra vida, eternizando su amor en Dios, las bodas eternas. El sentido de eternidad, el “para siempre” que despierta la fe en Dios, transforma la unión matrimonial en una misión grandiosa: elaborar una obra de arte que debe ser presentada al gran Artista del Universo, Dios. Para el cristiano, Dios es puro y sólo amor, y quiere que sis criaturas sean como Él, capaces de amar como Él. Su gran mandamiento es “ámense como yo los he amado”. La única y auténtica vocacion del ser  humano es “ser especialistas en el amor”, lograr la perfección del amor. El matrimonio es el gran camino del amor, cuya meta suprema y definitiva no es y no puede ser “pasarlo bien”, satisfaciendo  pequeñas necesidades transitorias, sino aspirar a una obra de arte definitiva: la perfección máxima  posible de las personas en todos sus aspectos, visibles e invisibles, y todos los aspectos de la persona se sintetizan en su “capacidad de amar”, su plenitud humana-espiritual de amar y ser amada. La coronación final de una vida será la bondad, el bien realizado, la grandeza de su amor. No se  puede celebrar una mezquinidad. Sólo se celebra la cumbre del amor, una “generosidad desinteresada”, generosidad de puro amor; se celebra una fiesta de amor. Si se plantea así la vida entera, el matrimonio se transforma entonces en una tarea sublime: “ser perfectos en el amor”, estimularse mutuamente y estimular a los hijos a ser lo más perfectos posibles en el amor, en la capacidad de amar, en realizarse como “personas”. Una “persona” es tanto más “persona” cuanto más entra en “relación” válidad y estimulante con otra persona, cuanto ás ame, cuanto más sienta y haga sentier que “el otro” que está en frente es lo que es y vale “por lo que es”, y se sienta valorado por ser quien es y por ser lo que es: “te amor po ser tú quien eres”. Estoy feliz de que seas tú. Los místicos se lo dicen a Dios: “me siento feliz de que Tú seas Dios”. Es el reconocimiento gozoso de la verdad, de la realidad del otro y del “Otro”. ¿Por qué algunas parejas llegan a cierta edad y descubren, desilusionadas, que no tienen nada más que decirse, ya nada que hacer juntos? Es porque no se plantearon el matrimonio como camino de  perfección mutua, de crecer en capacidad de amar, de estimular mutuamente a “ser mejroes” en su manera de ser, en “ser más” como personas y no sólo en “tener más” cosas; tal vez sólo se plantearon el matrimonio como medio para “pasarlo bien”, sin trascendencia, con expectativas altas pero con ideales muy bajos, y el resultado fue la mediocridad, un “baratillo” que no valió la pena[?].