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BERNARD SESBOÜÉ
JESUCRISTO EL ÚNICO MEDIADOR Ensayo sobre la redención y la salvación
KOINONIA 27
Bernard Sesboüé S. J.
JESUCRISTO, EL ÚNICO MEDIADOR Ensayo sobre la redención y la salvación Tomo I PROBLEMÁTICA Y RELECTURA DOCTRINAL «Hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo conx> rescate por todos». (1 77m 2, 5-6)
SECRETARIADO TRINITARIO F. Villalobos, 82 37007 SALAMANCA (España)
Tradujo Alfonso Ortíz García sobre el original francés Jésus-Christ, Media teur Puede imprimirse: José Luis Aurrecoechea, Censor 5 de mayo de 1990 Imprímase: Mauro, obispo de Salamanca 12 de junio de 1990
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ÍNDICE
PRESENTACIÓN (J. Doré)
15
INTRODUCCIÓN: EL SALVADOR Y LA SALVACIÓN
19
i. JESÚS, ES DECIR, YAHVÉHSALVA
19
La identidad del Salvador
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II. LA NECESIDAD DE LA SALVACIÓN
III.
© Desclée, París 1988 © Secretariado Trinitario F. Villalobos, 82 Teléf. (923) 23 56 02 37007 SALAMANCA (España)
ISBN: 8 4 - 8 5 3 7 6 - 8 5 - 4 Depósito Legal: S. 614-1990
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La buena nueva de la salvación, corazón del misterio cristiano... ¿Tenemos necesidad de salvación?
21 22
Las dos imágenes bíblicas de ¡a salvación La salvación, liberación La salvación, plenitud de vida
24 25 31
LA CRUZ GLORIOSA DEL SALVADOR
35
El misterio de la cruz: escándalo y locura La cruz del resucitado La marcha que proponemos
36 38 38
PREVIERA PARTE: PROBLEMÁTICA CAPÍTULO I: EL MALESTAR CONTEMPORÁNEO
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I. ALGUNOS TESTIGOS DE ESTE MALESTAR
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Hans Küngylas
interpretaciones
La crítica psicoanalítica
de la muerte de Jesús
de Jacques Pohicr
La ilusión de la redención cristiana: Oeorges More! Una interpretación Natham Lcitesyel Impresión y encuademación: Gráficas Cervantes, S. A. Ronda Sancti -Spíritus, 9 y 11 37001 Salamanca
35
Ser salvado por alguien
no-sacriñcial del cristianismo: Rene Girard «asesinato de Jesús»
La salvación por revelación de Frangois Varone II. LOS GRANDES TEMAS DE LA CONTESTACIÓN
¿Por qué pasa por la muerte la salvación cristiana?
42 43 45 46 49 51 52
53
8
índice
Lo odioso de una justicia compensatoria y vengador Ei rechazo de la pretensión cristiana a la universalidad El malestar ante la idea de sustitución
54 54 55
¿D¡o Jesús un sentido a su muerte?
56
CAPÍTULO 2: LA SITUACIÓN DOCTRINAL DE LA SOTERIOLOGIA 59 I. UN TESTIMONIO BÍBLICO MULTIFORME II. UN TESTIMONIO DOGMÁTICO REDUCIDO
IV. LOS MECANISMOS DE LA «DESCONVERSIÓN» DEL VOCA BULARIO
02
65 70
Dos esquemas no convertidos: la compensación y la pena vindicativa
70
El mecanismo de un «corto-circuito»
72
El olvido de los tres participantes El desconocimiento de la metáfora y de la metonimia
74 76
V. UN FLORILEGIO SOMBRÍO Los reformadores del siglo XVI: venganza divina y compensación Los católicos en el siglo XVI: venganza divina y compensación Siglo XVII: la dramatización del castigo divino Siglo XIX una enseñanza corriente . Siglo XX bajo el signo de la velocidad adquirida VI. UNA REACCIÓN SALUDABLE
78 79 81 82 85 90 94
CAPÍTULO 3: CRISTO MEDIADOR, REFERENCIA PRIMERA DE LA SOTERIOLOGÍA 99 I. JESÚS MEDIADOR SEGÚN EL NUEVO TESTAMENTO «El único mediador entre Dios y los hombres» «El mediador de una alianza nueva» y «el sumo sacerdote»
y
El «admirable» intercambio
103
II. LA MEDIACIÓN DE CRISTO EN LA TRADICIÓN TEOLÓGICA Mediación de Cristo y recapitulación en Ireneo
104 104
La experiencia déla mediación de Cristo: Agustín Del Cristo mediador al Cristo sacramento
106 jos
La unidad del mediador según Cirilo de Alejandría Mediación y soteriología en la edad media
no 111
La mediación en la soteriología moderna y contemporánea
113
59
III. UNA DOMINANTE INVERTIDA DEL MOVIMIENTO DESCENDENTE AL MOVIMIENTO ASCENDENTE
índice
100 100 101
III. MEDIACIÓN, ALIANZAY COMUNIÓN INMEDIATA
115
IV. UNA SOTERIOLOGÍA DE LA MEDIACIÓN
120
SEGUNDA PARTE: ESBOZO TEOLÓGICO DE UNA HISTORIA DOCTRINAL CAPÍTULO 4: PRELUDIO: «POR NOSOTROS», «POR NUESTROS PECADOS», «POR NUESTRA SALVACIÓN «Por nosotros» «Por nuestros pecados» «Por nuestra salvación»
127 128 131 132
PRIMERA SECCIÓN: LA MEDIACIÓN DESCENDENTE 135 CAPÍTULO V: CRISTO ILUMINADOR: LA SALVACIÓN POR REVELACIÓN 137 I. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA Jesús, maestro de verdad y revelador del Padre
137 138
«Mirarán al que traspasaron»
139
Epifanía y teofania
140
La luzylas tinieblas La salvación como conocimiento
141 142
II. EL TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN
143
10
índice
III.
En los padres apostólicos En los padres apologetas del siglo II
143 146
En heneo de Lión En los padres alejandrinos
147 149
REVELACIÓN Y SALVACIÓN HOY
151
El hombre y el conocimiento La revelación como salvación
152 154
CAPÍTULO 6: CRISTO VENCEDOR: LA REDENCIÓN I. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA La vida de Jesús: un combate misterioso El pueblo que Dios se ha adquirido La redención: liberación y rescate ¿De qué fue liberado el hombre? El precio y el rescate: cómo no llevar demasiado lejos ¡a metáfora
157 158 158 159 160 162 163
índice
heneo y el evangelio déla libertad Agustín: cuando la gracia libera al libre albedrío Constantinopolitano III: la salvación realizada por la libertad humanizada de Cristo Salvación y liberación del hombre en la sociedad III. ACTUALIDAD DE LA SALVACIÓN COMO LIBERACIÓN Cristo libera y cura nuestra libertad La solidaridad de las libertades Teología y teologías de la liberación CAPÍTULO 8: CRISTO DIVINIZADOR I. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA Adopción filial y don del Espíritu El nuevo nacimiento del bautismo La vida nueva, participación en la vida trinitaria II.
II.
III.
E L TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN
El testigo privilegiado: heneo y la justicia hecha al hombre ¿Se pagó el rescate al demonio?
166 170
El espíritu de la liturgia
176
Evolución ulterior de la categoría de redención
180
RECUPERACIÓN CONTEMPORÁNEA DE LA REDENCIÓN
Una reevaluación doctrinal Ser y no-ser del demonio Una teología de la cruz y de la resurrección El trabajo déla redención en la historia CAPITULO 7: CRISTO LIBERADOR I. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA ., Jesús liberador La nueva alianza déla libertad II.
166
E L TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN
182
182 183 184 187 189 190 190 191 193
1 1
E L TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN
La vocación del hombre creado a imagen y semejanza de Dios Los grandes argumentos sotcriológicos Presentación Presentación Presentación Encarnación
sistemática: el punto de partida, la regla de fe sintética: doble solidaridad y mediación sintética: Espíritu del Padre y del Hijo y/o misterio pascual
La problemática
occidental de la gracia
III. HOY: DIVINIZACIÓN Y AUTOCOMUNICACIÓN DE DIOS Debates contemporáneos en torno a la divinización La dialéctica del deseo de Dios El nuevo vocabulario de la divinización
193 198 201 202 205 206 208 209 215 216 216 217 219 219
220 223 225 228 229 230 235 237 237 239 240
CAPÍTULO 9: CRISTO, JUSTICIA DE DIOS
243
I. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA La justicia de Dios según la Biblia Cuando Jesús cumplió toda justicia
245 245 246
12
índice
El evangelio de Pablo
247
Todos justificados por gracia
248
II. EL TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN La experiencia de Agustín Pelagioyla ilusión déla libertad Agustín y la soberanía de la gracia El «sola gratia» y el «sola fíde» de Lutero La sesión ff del concilio de Trento sobre la justificación (1547) Las discusiones de los tiempos modernos sobre la gracia
251 251 252 253 257
13
índice
El sacrificio de Cristo en santo Tomás de Aquino La doctrina sacrificial del concilio de Trento Amplificación y desvio sacrificiales en los tiempos modernos IV. UN BALANCE: SACRIFICIO E IMAGEN DE DIOS De la ambivalencia a la conversión Sacrificio de Cristo y sacrificio cristiano El peso de las palabras
CAPÍTULO 11: LA EXPIACIÓN DOLOROSA Y LA PROPICIACIÓN 268 268 271 272
SEGUNDA SECCIÓN: LA MEDIACIÓN ASCENDENTE 277
I. DEL SENTIDO COMÚN COTIDIANO A LA HISTORIA DE LAS RELIGIONES La lección del sentido común La enseñanza de la historia de ¡as religiones
278 278 279
II. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA El sacrificio del cordero pascual
281 281
El ritual de ¡os sacrificios y su significación La crítica del sacrificio en los profetas Jesús y el sacrificio El lenguaje sacrificial de Pablo
283 284 285 287
El testimonio de la carta a los Hebreos
288 291 291 294 297
315
I. .LA EXPIACIÓN EN LA CONCIENCIA CONTEMPORÁNEA
315
II. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA
317
El Antiguo Testamento: expiación, intercesión y perdón La cólera de Yahvéh El Siervo doliente de Yahvéh El Nuevo Testamento: Cristo, nuestra expiación 2 Corintios 5, 21 y Calatas 3, 13 III. EL TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN La expiación de Cristo en los padres de la Iglesia Expiación y reparación de amor
317 320 321 326 331 333 333 339
IV. UN BALANCE: EL SUFRIMIENTO Y LA EXPIACIÓN EN NUESTRO TIEMPO 341 La paradoja cristiana del sufrimiento 341 El sufrimiento de Dios, único consuelo para el sufrimiento del hombre La expiación: una necesidad del hombre
CAPÍTULO 12: LA SATISFACCIÓN III. EL TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN Los padres de la Iglesia de los cuatro primeros siglos Agustín: una teología del sacrificio Agustín: sacrificio de Cristo y sacrificio de la Iglesia
310 310 312 312
. 259 267
III. JUSTICIA Y JUSTIFICACIÓN EN LA TEOLOGÍA CONTEMPORÁNEA El problema ecuménico de la justificación por la fe La cuestión de la justicia en la historia Justificación por la fe y teología de la liberación
CAPÍTULO 10: EL SACRIFICIO DE CRISTO
300 302 307
I. EL TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN La entrada de la saúsfacción en la teología San Anselmo: el horizonte del Cur Deus homo?
347 349
351 351 351 353
14
índice San Anselmo: la argumentación de base Justicia para san Anselmo Las ambigüedades de una conversión en proceso El lugar de la satisfacción en la soteriología de santo Tomás El concilio de Trento: de la justificación a la satisfacción II. UN DISCERNIMIENTO NECESARIO Yves de Montcheuil: una revalorización de ¡a satisfacción La reparación, verdad de la satisfacción
356 361 366 371 376 378 378 380
CAPITULO 13: DE LA SUSTITUCIÓN A LA SOLIDARIDAD
383
I. LA SUSTITUCIÓN Un elemento de verdad en la sustitución Del siglo XVI al siglo XX en torno ala sustitución penal Del siglo XlXal siglo XX la satisfacción vicaria
384 385 386 391
II. LA REPRESENTACIÓN Y LA SOLIDARIDAD La experiencia de la solidaridad Solidaridad y salvación La solidaridad en la Escritura Solidaridad y universalidad de ¡a salvación La salvación de todos por uno solo Universalidad de Jesús y misterio de la Iglesia
393 393 394 395 398 400 403
SÍNTESIS: LA RECONCILIACIÓN CAPÍTULO 14: LA RECONCILIACIÓN Y EL PERDÓN
407
I. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA La reconciliación realizada por la cruz El mensaje de ¡a reconciliación
409 409 411
II. LA RECONCILIACIÓN, NUEVO NOMBRE DE LA SALVACIÓN La salvación, misterio de reconciliación El ministerio de la Iglesia, ministerio de la reconciliación
412 413 416
TRANSICIÓN
PRESENTACIÓN
419
1. La presente obra es la segunda que ofrece el padre Bernard Sesboüé S. J., profesor en el Centro Sévres de París en la colección «Jésus et Jésus-Christ». Con los dos tomos que piensa consagrar a la exposición del «misterio de la redención», esta obra se sitúa en la misma perspectiva que la anterior, dedicada igualmente al «misterio de la encarnación». Si la redención es la obra del Verbo encarnado, es lógico que en varios pasajes el presente estudio remita al anterior, del mismo modo que la obra precedente, dedicada a una encarnación que es redentora por esencia, valga la expresión, dejaba esperar y estaba pidiendo de suyo la continuación que ahora se nos brinda. 2. Por tratar de la salvación, estas páginas se refieren a un dato de la fe cristiana que presenta las dos características paradójicas siguientes: primero, la de estar en el corazón de la revelación, a pesar de que nunca ha sido objeto de ninguna definición magisterial expresa; segundo, la de superar totalmente la inteligencia humana, a pesar de haber dado origen a una gran diversidad de expresiones conceptuales que ninguna otra verdad dogmática ha conocido en grado tan alto. Esta situación está ya por sí misma pidiendo una explicación. Pero la necesidad de ésta es mayor aún si se observa que, a lo largo de los siglos y hasta la época contemporánea, se ha derivado de aquí toda una proliferación de secuelas y deformaciones, acompañada de sus respectivas críticas y contestaciones... El autor, como se verá, es un excelente conocedor de la materia. Antes de proponer en una IH Parte (que formará el segundo tomo) su propia síntesis soteriológica sobre bases neotestamentarias seguras, dedica una / Partea la definición de una problemática general. Para ello se remonta del «malestar contemporáneo» a la «referencia primera» de toda soteriología cristiana: la mediación de Cristo o, mejor dicho, el Cristo mediador. De este modo delimita el terreno en el que se desplegará la investigación a la que consagra lo esencial de este
16
PRESENTACIÓN
primer tomo; ése será el terreno de toda la historia cristiana a través de veinte siglos, que recorrerá precisamente en una // parte titulada «Esbozo teológico de una historia doctrinal». 3. Queda de este modo planteado el examen atento de cada una de las principales categorías a través de las cuales el pensamiento cristiano ha intentado expresar el misterio de la «redención», siendo esta última designación (especialmente privilegiada, como es evidente) sólo una de las varias expresiones a las que ha recurrido la historia de la fe y de la teología. Se han recogido nueve categorías, a las que se añadirá otra más, la décima, que se presentará in fine como sintética: la de la reconciliación. El autor las va ordenando —cinco de un lado, cuatro del otro— según dos movimientos que estructuran el conjunto de la exposición así como atraviesan el conjunto del desarrollo doctrinal: un primer movimiento que podemos llamar descendente y otro que, por contraste, se presenta como ascendente. Se nos muestra que, según estos dos movimientos claramente distinguibles, es siempre la misma realidad fundamental la que aparece: esa mediación salvífica de Jesucristo de la que se dijo desde el principio y se ha subrayado aquí mismo que constituye la referencia primera de la soteriología cristiana. En cada una de las etapas se lleva a cabo la investigación de tal manera que cubra toda la duración histórica durante la cual se utilizó la categoría respectiva. Una simple ojeada sobre el índice de materias bastará, sin embargo, para observar una diferencia sugestiva en la exposición de las diversas categorías, según la sección en que se han situado. En efecto, en la primera sección (mediación descendente) se notará que la secuencia es siempre ésta: Escritura, tradición, época contemporánea. En la segunda, por el contrario (mediación ascendente) se invierte este orden y se parte esta vez de la situación contemporánea para referirse luego al testimonio de la Escritura (si es que existe), interrogarse luego sobre la tradición y llegar finalmente a una valoración más reflexiva. Este simple dato, inscrito en el plan mismo de los capítulos, se verá que es muy rico en sugerencias y que está cargado de consecuencias. 4. Sin embargo, no puede decirse ni mucho menos que la obra se limite a una encuesta, por muy exhaustiva y preciosa en resultados que pueda ser. En realidad, en este caso el análisis va acompañado del diagnóstico. Sin perdernos en laberintos y sin ceder jamás a esa polémica tan poco elegante y en el fondo estéril de la que la historia nos ofrece tantos y tan disuasivos ejemplos, el autor consigue no solamente identificar las diversas corrientes y derivaciones, sino destacar a la vez sus causas y sus efectos. En este contexto aparecen con frecuencia en su pluma, como se observará, estos tres términos: para-
17
PRESENTACIÓN
sitismo, cortocircuito y des-conversión. Esto significa hasta qué punto el acto teológico se realiza aquí como discernimiento y como juicio. Vale la pena subrayar este hecho en una época en la que, sin duda como en las demás, pero también con mayor generalidad que en las restantes, se hace sentir entre los creyentes la necesidad de una luz que les permita no engañarse ni en su fidelidad ni en su apertura. 5. El que tiene los medios de realizar los discernimientos necesarios para dar un juicio fundado sobre el pasado y el presente, es capaz igualmente de presentar las contraposiciones que se esperan y de abrir o reabrir caminos para una mejor inteligencia de los mismos. Así pues, dentro de la lógica de este primer tomo vendrá a continuación otro —para el que sirve de transición la conclusión de éste—, que ofrecerá a los lectores una «proposición soteriológica» original. En él volverá el lector sobre la Escritura para releer en ella la proclamación, que hoy sigue resonando, de Jesucristo Salvador del mundo y Redentor de los hombres: «Mediator Dei et hominum». Joseph Doré 25 febrero 1988.
Introducción El Salvador y la salvación
I. JESÚS, ES DECIR, YAHVÉH SALVA
«No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hech 4, 12). Este nombre es el de Jesús, cuya etimología significa «Yahvéh salva». Por tanto, de este nombre es del que ha de partir y a donde tiene que volver todo estudio de la salvación. Nuestra salvación es el mismo Jesús. Lo mismo que en otra época Orígenes no dudaba en afirmar que Jesús es el evangelio1, que es el reino en persona2, también hoy Karl Rahner nos habla del «suceso de la salvación que es Jesucristo mismo»3. Esta luz debe iluminar toda nuestra reflexión e impedirnos caer en la trampa de una racionalización demasiado fácil de la causa y de los efectos de la salvación dentro de un sistema en el que la persona de Jesús sería tan sólo un elemento. «Jesús es la salvación —dice también Rahner—, no sólo la enseña y promete»4. Es verdad que sigue siendo necesario, recurriendo a la Escritura y a la tradición de la Iglesia, analizar las diversas metáforas y categorías a través de las cuales se expresa la realidad de la salvación en la revelación y f n la fe. Pero estas categorías, a pesar de su solidaridad y complemeítariedad, siempre serán en sí demasiado pobres en comparación con la persona misma de Jesús a partir de la cual toman sentido. Quizás haya sido un error sustantivizarlas, hablando de redención, de justificación, de divinización, de sacrificio, de expiación y hasta de satisfacción, con el riesgo de cosificarlas y de olvidar que no son más que cali1. 2. 3. 4.
ORÍGENES, Comm. in Joh. I, V, 28-29: S.C. 120, Cerf, París 1966, 75. ORÍGENES , ¡n Malt. XIV, 7 (comentando Mt 18, 23): G.C.S. 40, 289. K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 1979, 343. Ibld, 349.
JESUCRISTO, EL ÚNICO MEDIADOR
EL SALVADOR Y LA SALVACIÓN
ficativos de la persona y de la acción de Jesús. San Pablo era muy consciente de ello cuando no vacilaba en decir que Jesús en persona se ha hecho para nosotros «justicia, santificación y redención» (1 Cor 1, 30).
otra cara de una realidad única. Analizará los diversos aspectos de la obra salvífica de Cristo por nosotros a partir del lenguaje elaborado en el Nuevo Testamento y desarrollado en la tradición eclesial. Partirá de la identidad humano-divina de Jesús que lo constituye único Mediador entre Dios y los hombres. Antes se iba de la salvación a la identidad; ahora se irá de la identidad a la salvación. Dos procedimientos solidarios y complementarios, que están en una situación de prioridad recíproca el uno ante el otro. La problemática y el modo de la exposición serán simplemente distintos, por razones que se deben a la vez al contenido y a la historia de las doctrinas.
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La identidad del Salvador En un libro precedente de esta misma colección, Jésus-Christ dans ¡a tradition de l'Eglise, partí de reflexiones análogas al desarrollar la fórmula «Jesús es el Cristo». Porque el término Cristo, es decir Mesías, expresa ante todo lo que Jesús es y hace por nosotros. Pero luego indica también el «para Dios» de Jesús y por tanto su identidad completa. De esta forma la perspectiva soteriológica está en el punto de partida de toda reflexión cristológica, como demuestra claramente el desarrollo del dogma a partir de la cuestión reformulada continuamente: ¿Quién tiene que ser en definitiva Jesús de Nazaret para que pueda salvarnos de verdad? Por tanto, se puede decir con E. Schillebeeckx que «Dios salva a los hombres por Jesucristo» es una afirmación de «primer grado» en la fe cristiana, y que la expresión explícita de la identidad de Jesús es una afirmación de «segundo grado»5. Porque Jesús no puede salvarnos si no es, en la unidad de una misma persona, el verdadero Dios y el verdadero hombre que ha confesado la tradición cristiana de forma cada vez más precisa y hasta especulativa. Asumiendo igualmente esta solidaridad original entre la soteriología y la cristología, Karl Rahner opina que la cristología debe encontrar «el punto de partida fundamental y decisivo... en un encuentro con el Jesús histórico»6 y que la relación entre el creyente y Cristo es la que tenemos con el «Salvador absoluto», dado que la salvación que él nos trae es la «comunicación de Dios mismo a la humanidad»7. Así pues, la soteriología y la cristología son inseparables; si se tratan en dos obras diferentes cada una de estas polaridades no es ni mucho menos para introducir entre ellas una escisión que sería irremediablemente mortal. Tan sólo las limitaciones del lenguaje discursivo del hombre legitiman este doble tratamiento, ya que no es posible decirlo todo a la vez. El primer libro intentaba desarrollar, a través de la tradición y del recurso a la Escritura, todo lo referente a la identidad de Jesús, el mismo que nosotros, pero a la vez distinto de nosotros y el Otro en relación con nosotros. Y lo hacía presuponiendo siempre y expresando ya en parte la realidad de la salvación. Este libro presenta la 5. E. SCHILLEBEECKX , Jesús. La historia de un viviente, Cristiandad, Madrid 1981, 511-514. 6. K. RAHNEX, O. C.,215.
7. bid, 233s.
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n. LA NECESIDAD DE LA SALVACIÓN
La buena nueva de la salvación, corazón del misterio cristiano La identidad concreta entre la persona de Jesús y la buena nueva de la salvación del hombre nos revela algo que está en el corazón de la fe cristiana. Porque «se impone un hecho bien sólido en el nivel de la revelación...: es la fe en la salvación ofrecida por Yahvéh o por Jesucristo... lo que explica la formación de la unidad literaria que es la Escritura, así como la constitución de loque se presenta como el pueblo de Dios. En la revelación la redención no presenta únicamente el papel de un tema (como la creación...), sino que tiene una función estructural: la fe, la eficacia de los sacramentos, gravitan en torno a ella o son su expresión. Este factor de orden soteriológico es el centro de irradiación del mensaje bíblico: ¡Pablo anuncia a Jesús crucificado y sólo a él! Pero esto constituye el centro de la enseñanza de ¡a Iglesia, así como de su vida» 8 . Karl Barth, entre otros muchos, hace el mismo diagnóstico cuando habla de la doctrina de la reconciliación: «Se trata del centro de lo que constituye el objeto, el origen y el contenido de la predicación y por tanto de la dogmática... A partir de aquí, se debe y se puede ciertamente pensar en una periferia. Pero sólo puede pensarse en ella a partir de aquí. Cualquier error y cualquier laguna en el conocimiento del centro mencionado falsearía inmediatamente el conocimiento de todo lo demás9. Más recientemente Walter Kasper realiza este mismo discernimiento: «La unidad de creación y redención es 'el' principio hermenéutico fundamental para la eiégesis de la Escritura»10. 8. E. HAULOTTE, La rédempion (a roneo), Lyon-Fourviére 1967, 5. 9. K. BARTH, Dogmatique IV, I, 1, 57, Labor ct Fides, Geneve 1966, t. 17, 1. 10. W. KASPER, Jesús, el Cristo,Sigúeme, Salamanca 19793, 247.
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JESUCRISTO, EL ÚNICO MEDIADOR
EL SALVADOR Y LA SALVACIÓN
El análisis de los múltiples testimonios escriturísticos de la redención y de la salvación ilustrará abundantemente estos juicios. Contentémonos por ahora con una alusión elemental. En el Nuevo Testamento la experiencia de la salvación está ligada inmediatamente a la confesión de Jesús, como Cristo (Mesías), Señor e Hijo de Dios, y por tanto Salvador. Todo el acontecimiento de Jesús tuvo lugar «por nosotros», «por muchos» (Me 10, 45; 14, 24), en una expresión más detallada «por nuestros pecados» (1 Cor 15, 3), y en un lenguaje más personal «por mí» (Gal 2, 20). El evangelio de Juan subraya el amor de Jesús por los suyos «hasta el extremo» (Jn 13, 1), ya que «nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13). El amor que Jesús tiene «por nosotros» es el gran motivo de su venida, el corazón de su misión. La exégesis reciente ha podido inventar el término de «proexistencia»" para expresar el ser mismo de Jesús. El símbolo de NiceaConstantinopla señala también este eje central del misterio cristiano, cuando introduce la secuencia relativa a la encarnación, la vida, la muerte y la resurrección de Jesús con la mención «por nosotros los hombres y por nuestra salvación».
la salvación. Esa misma palabra ha quedado devaluada a sus ojos. La satisfacción de muchos de sus deseos parece cerrar para él los horizontes últimos de su existencia más allá del disfrute inmediato del presente. Reflexión fácil y demasiado superficial, que deja de lado no sólo los dramas y el sufrimiento de nuestro tiempo, sino incluso la sutil metamorfosis de la angustia inherente a la condición humana. El «monstruo de iniquidad» del que hablaba Pascal sigue palpitando en nosotros y arroja sobre nuestras mayores satisfacciones la sombra de unas cuestiones sin respuesta fácil: ¿para qué todo esto? ¿qué sentido tiene esta existencia? ¿en qué consiste tener éxito? ¿cómo conseguirlo? La cuestión de la salvación nos resulta tan insoslayable como la cuestión de Dios. Las dos son estrechamente solidarias. Diría incluso que la primera es más insoslayable que la segunda, ya que es ante todo una cuestión sobre nosotros mismos. La prueba de ello está en que los humanismos ateos intentan también responder a la cuestión de la salvación del hombre. La historia de las religiones manifiesta claramente hasta qué punto le preocupa al hombre la búsqueda de la salvación a través de la particularidad de sus culturas y de las variaciones de su historia. En todas las grandes religiones, antiguas o presentes, tanto en las cósmicas como en las que se apoyan en una palabra revelada, y hasta en las manifestaciones contemporáneas del «retorno de lo religioso», prescindiendo de la ambigüedad de algunas de sus manifestaciones sectarias, leemos siempre la expresión diferenciada de una respuesta a la cuestión de la salvación del hombre. Según una forma de investigación diferente, pero muchas veces correlativa, de la perspectiva religiosa, la historia de la filosofía da testimonio de esta misma precocupación: decir el sentido del hombre en el universo, plantear el problema de lo absoluto, intentar que la vida humana se logre. Esta preocupación se expresa incluso en la crítica más aguda del riesgo de proyectar los deseos del hombre en una realidad ilusoria Hasta las filosofías de la rebelión intentan salvar la dignidad y el honor del hombre enfrentado con un destino absurdo12. Hoy asistimos igualmente a la reaparición de la gnosis, bajo la forma de una búsquedi de la salvación por la ciencia Casi no es necesario repetir cómo el molimiento marxista, en su doble dimensión filosófica y política, constituye la propuesta, por no decir la imposición, de una forma de salvación colectiva mediante la fuerza mesiánica que reside en la clase obrera.Sabemos hasta qué punto el tema de la liberación de las diversas formas de opresión política es una poderosa palanca en muchos países para movilizar a los pueblos con vistas a una salvación que adquiere a menudo , a título simbólico, un valor absoluto. De forma con-
¿Tenernos necesidad de salvación? Pero ante la repetición de estas afirmaciones tradicionales se plantea enseguida una cuestión: ¿tenemos realmente necesidad de ser salvados? Porque la salvación no es una buena nueva más que para los que sienten una necesidad absoluta y urgente de ella. Los boat people que van errando en esas frágiles embarcaciones a merced de las tempestades y de los piratas no tienen necesidad de grandes discursos para comprender lo que puede ser su salvación. Si el comandante de un barco capaz de subirlos a bordo, de alimentarles y de llevarlos a una tierra acogedora les grita: «os voy a echar una mano, ¡subid!», les lanza la buena nueva de una salvación cuya evidencia no se discute. Cuando esos hombres y esas mujeres le manifiestan su gratitud, le dirán seguramente: «Es usted nuestro salvador. Sin usted habríamos muerto; le debemos la vida». ¿Pero puede considerarse esta situación extrema como el símbolo de la condición humana? Hoy se dejan oír muchas voces diciendo que el hombre no tiene por qué plantearse las «cuestiones últimas». El desarrollo de las sociedades de consumo le permite responder a sus necesidades esenciales y hasta conseguir una «calidad de vida» desconocida hasta ahora. El hombre de hoy ya no vive en la angustia de 11. H. SCHURMANN, ¿Cómo entendió y vivió Jesús su muerte? Sigúeme, Salamanca 1982, 129-163.
12. Por ejenplo, ALBERT CAMUS en L'homme revoltéy Le mythe de Sisyphe.
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movedora el hombre de buena voluntad que era Raymond Aron terminaba así sus memorias poco antes de desaparecer: «Recuerdo una expresión que empleaba a veces cuando tenía veinte años, en mis conversaciones con los camaradas y conmigo mismo: "conseguir una salvación laica". Con o sin Dios, nadie sabe al final de su vida si se ha salvado o perdido... Recuerdo esta fórmula sin temor y sin temblor»13. Si la salvación cristiana está bien especificada en cuanto a su naturaleza y su contenido, la cuestión y la necesidad de la salvación constituyen un dato antropológico fundamental. Quizás nuestro tiempo ha cambiado su lenguaje, pero la verdad es que no se ha escapado de su realidad. Las dos imágenes bíblicas de la salvación Las raíces antropológicas de la cuestión de la salvación pueden maravillosamente ilustrarse por medio de las dos situaciones humanas fundamentales que sirven de referencia a la elaboración del concepto de salvación: la de la enfermedad, que se opone al bien elemental de la salud, y la de la esclavitud, opuesta a la condición de libertad. La enfermedad, signo precursor de la muerte, pone en juego nuestra misma existencia. Amenaza con arrebatarnos el bien por excelencia que es la vida. Es el signo de nuestro «ser para la muerte», es decir, de una finitud al mismo tiempo irremediable e inaceptable, mientras que hace zozobrar nuestras relaciones con el mundo y con nosotros mismos en el sufrimiento físico y moral. Al contrario, la salvación es la salud (en algunas lenguas, y concretamente en el griego bíblico, estos dos sentidos coinciden en la misma palabra), es la vida. Del que sale de una grave operación se dirá que se ha salvado y hasta que ha «resucitado». El convaleciente llamará de buen grado a su médico su salvador. También es éste el lenguaje de la Biblia: los salmos están Henos de gemidos pidiendo la ayuda de Dios para recobrar la salud (Sal 6; 30; 38; 41; 102). Por Otra parte la enfermedad se presenta como signo de pecado y en ella se acumulan todos los tipos de adversidad. También en los evangelios vemos a Jesús lleno de compasión por los enfermos: cuando los cura, los «salva», ya que el mismo término designa la vuelta a la salud física y la salvación total de la persona ante los ojos de Dios, en particular la liberación del pecado (Mt 9,22; Me 3,4; 5,23.24.28; 6,56; etc...)H. La recuperación de la salud se convierte en el símbolo eficaz de la salvación y de la entrada en el reino. 13. R. ARON, Mémoires, Julliard, París 1983, 751. 14. Para la insistencia en el sentido espiritual, cf. Mt 18, 11; Le 7, 50; el vínculo entre los dos sentidos se subraya en Sant 5,15-20.
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La otra situación fundamental de miseria humana es la esclavitud; si la anterior estaba inscrita ante todo en las relaciones del hombre con la naturaleza, la segunda surge ante todo de las relaciones del hombre con el hombre. Las costumbres militares de los antiguos querían que el vencedor se llevara a su patria como prisioneros a los soldados vencidos, deportando a veces poblaciones enteras para hacerlas esclavos. Ese pueblo, desterrado de sus raíces, privado de su libertad, llevaba una existencia inferior, se veía de ordinario sometido al trabajo forzado, y soñaba con su liberación. Desgraciadamente, nuestra época ha conocido y conoce todavía situaciones de este tipo: deportación de poblaciones, campos de concentración, gulags, el trabajo que pretende hacer libres a los hombres15, secuestros, rehenes, situaciones de opresión económica y política. Esta situación fue en la que cayó también el pueblo de Israel, desde el momento en que desapareció el faraón que había conocido José (Ex 1,8). Por eso la liberación política de la esclavitud egipcia se vivió como el símbolo de una liberación de todo mal y del acceso a la tierra prometida, es decir, de una vida feliz y tan larga como fuera posible. El paso del mar Rojo (la pascua) y la entrada en la tierra de Canaán constituían para Israel el acontecimiento fundador de su historia, por el que había conocido la experiencia del compromiso liberador de su Dios a su lado para salvarlo de la servidumbre. Las teologías de la liberación han vuelto a encontrar én nuestros días el valor tan denso de este simbolismo. Estas dos situaciones de desgracia, la enfermedad y la muerte por un lado, la violencia que somete al hombre a su semejante por otro, se han cernido siempre sobre la humanidad de forma radical; pertenecen a la condición humana. No conocen de este mundo más que salvaciones provisionales. A través de las vicisitudes de su existencia, por consiguiente, cada uno de los seres humanos se ve enfrentado con la cuestión de una salvation absoluta y definitiva, es decir, de una vida plenamente libre y definitivamente «resucitada». La salvación, liberación Estas dos referencias bíblicas nos permiten profundizar en la noción de la salvación según sus dos connotaciones esenciales: primero una connotación negativa, la de una situación desgraciada de la que nos libra la salvación; y luego una connotación positiva, la concesión de un bien decisivo16. 15. Es coincido el lema siniestro que acogía a los deportados en la entrada de los campos nazis: «Arbeit macht freí». 16. Cf. Enyclopedia Umversalis, art. Salut,en donde se subrayan los dos sentidos d e las palabras ¿emanas Erlósung y Heil,t. 14, 643.
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«El interlocutor de una teología actual es el hombre doliente, que tiene experiencia concreta de la situación de infelicidad y es consciente de la impotencia y de la finitud de su condición humana. Este sufrimiento puede revestir múltiples figuras: la figura de la explotación y la opresión de la culpa, de la enfermedad, de la angustia, de la persecución, del destierro y de la muerte en sus diversas formas. Estas experiencias del sufrimiento no son fenómenos marginales y residuales de la existencia, como el lado sombrío del ser humano; se trata de la condición humana como tal»'7. Estas reflexiones de Walter Kasper expresan atinadamente la intensidad con que nuestro mundo cultural de estos finales del siglo XX experimenta el problema del sufrimiento y del mal en general, aun cuando el hombre se haya tenido que enfrentar desde siempre con él. Las atrocidades de nuestro siglo, perpetradas ayer y hoy en casi todos los continentes contra poblaciones enteras, vuelven a caer como una lluvia acida que viene a gangrenar la conciencia de cada individuo y ahondar su angustia; se trata del tema de «vivir y pensar después de Auschwitz». En este problema del sufrimiento y del mal resulta difícil establecer una distinción inicial entre lo que parece imponerse a todos nosotros como un destino o una fatalidad, o al menos como una condición natural, y lo que es consecuencia de las decisiones libres del hombre y compromete por tanto su responsabilidad. Esta frontera tan difícil de trazar pertenece al misterio opaco del mal que se escapa de toda racionalidad. La actitud religiosa tradicional situaba el centro de gravedad del mal en el terreno de la libertad humana; los tiempos modernos insisten más en la objetividad de nuestra finitud y de nuestra contingencia, cuando no sientan al mismo Dios en el banquillo. Es cierto que «la cuestión de Dios y la cuestión del sufrimiento aparecen correlacionadas»18 y que el problema de la justificación del pecador se ha convertido a menudo en los tiempos modernos en el problema de la justificación de Dios. Sin entrar aquí en todo el análisis que merecería este tema, me gustaría simplemente describir brevemente a continuación la serie de divisiones que afectan al hombre, en virtud a la vez de su finitud y de su pecado, poniéndolo en una situación desgraciada respecto a las reconciliaciones correspondientes a las que aspira como a una liberación. Está en primer lugar la división del hombre y de la naturaleza, un mal y un sufrimiento que se nos imponen como una evidencia. El hombre es un ser marcado para la muerte, absurda y escandalosa ante los ojos de su deseo de vivir plenamente y para siempre. La angustia de 17. W. KASPER, El Dios de Jesucristo, Sigúeme, Salamanca 1985, 189. 18. ltxd.,190.
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esta muerte impregna toda su existencia. Está igualmente sometido a la enfermedad, anuncio de la muerte en el corazón mismo de la vida, como hemos visto. La medicina lucha cada vez mejor contra la enfermedad y la muerte, pero sus victorias más espectaculares chocan con un límite infranqueable; si cada vez gana más batallas, acaba siempre perdiendo la guerra El trabajo del hombre, necesario para su supervivencia y para la trasformación del mundo, es apasionante en muchos aspectos: creatividad, humanización del universo, realización del hombre a través de su propia acción. Pero está también marcado por una valencia negativa: es duro, penoso, a veces alienante y peligroso; hace sufrir (¿no se llaman las salas de parto salas de trabajo?), en una palabra, es «laborioso». Finalmente, pasamos hoy por la experiencia de la contradicción: los esfuerzos más legítimos del trabajo humano por transformar y hacerlo más humano chocan con los límites de la naturaleza y producen efectos negativos sobre nuestro mundo ambiental. Por otro lado, en su relación global con la naturaleza el hombre experimenta siempre su fragilidad y su dependencia insuperable respecto a ciertas fuerzas naturales anónimas; es periódicamente víctima de catástrofes geofísicas que se abaten ciegamente sobre él, prescindiendo de cuál haya sido la parte que le toque a su responsabilidad (por ejemplo, cuando construye imprudentemente sobre terrenos expuestos a terremotos). Está además la división de los hombres entre sí, esto es, el mal y el sufrimiento que afectan a la esfera de la sociedad. Chocamos aquí con una implicación entre lo sufrido y lo querido imposible de discernir. Aparece esta división en los tres terrenos-clave de la vida familiar, de la vida económica y de la vida política. La familia es el lugar del ejercicio de la sexualidad, que engendra relaciones privilegiadas entre el hombre y la mujei, entre los padres y los hijos, entre los hermanos y hermanas. Puesto que la sexualidad humana se arraiga en la sexualidad animal, aunque distinguiéndose radicalmente de ella, supone a la vez una relación del hombre con la naturaleza y una relación inter-humana: el instituto de lareproducciónse convierte en deseo amoroso. Pues bien, este lugar por excelencia de la comunicación y del amor es también un lugar de división, de antagonismo, de muros infranqueables y de incapacidad para comunicar. Aparecen en él muchas ambivalencias, fracasos (el número de divorcios...) y hasta perversiones en las relaciones; la relación no dominada con la naturaleza repercute en las relaciones interhumanas, surgiendo la dominación, la violencia, la posesión egoísta. Muchas veces las personas son tratadas allí como objetos (prostitución). Puede decirse que el fracaso de la familia y el fracaso de la relación hombremujer son de los problemas más graves de nuestra sociedad.
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Resulta banal recordar el maleficio que se cierne sobre las estructuras económicas y sociales, tanto bajo el nombre de capitalismo como de socialismo. El «socialismo con rostro humano» sigue siendo un sueño todavía. Es el maleficio de la explotación del hombre por el hombre, en el plano individual y colectivo, nacional e internacional; el maleficio de las estructuras de injusticia que afectan a las relaciones económicas, por el hecho de estar gobernadas por el egoísmo humano, fuente secreta de violencia. A los maleficios de siempre, a los que acompañaron el desarrollo industrial del siglo XIX, vemos añadirse ahora los que corresponden a la era de la sociedad post-industrial. El crecimiento rápido de los medios técnicos de producción es cada vez más difícil de poner al servicio del bien común y engendra una nueva forma de paro. La complejidad infinita de las relaciones económicas mundiales las hace indominables, hasta el punto de que se escapan de toda racionalidad. El mismo progreso técnico, a pesar de sus admirables éxitos, exaspera la división norte-sur que atraviesa al mundo: algunos países cada vez más ricos se enfrentan con otros que están sumidos en una pobreza inhumana. Pablo VI denunció ya este desequilibrio creciente 19 , ya que la cuestión social se h a convertido en una cuestión mundial. Asi, en la misma medida en que el hombre escapa de su alienación frente a la naturaleza, vuelve a caer bajo la alienación de lo que parece ser una fatalidad nueva, resultado de las decisiones de su libertad. Por otra parte, el modelo de una economía desarrollada y de una sociedad de consumo engendra eso que Paul Ricoeur llamaba en lenguaje teológico la codicia, esto es la «cautividad del deseo» y la «bulimia del consumidor» 20 . La búsqueda de un «cada vez más» en el orden del tener, del disfrutar y del poder, que ha adquirido un valor de modelo de civilización, es de hecho la búsqueda de un infinito malo que pervierte los valores humanos más elevados y hace al hombre finalmente desgraciado.
creciendo en la misma medida que crecen los medios técnicos. El hombre de hoy n o es peor que el de la sociedad tradicional; lo que pasa es que dispone de más medios. El siglo XX ha tenido que pasar por la triste experiencia de la trágica eficacia que han dado a los regímenes totalitarios los medios de la racionalidad técnica para la realización de la «condición inhumana» 21 .
En la esfera de la vida política, la historia de los hombres atestigua sin duda algunos éxitos debidos a un consenso social equilibrado y feliz. Pero fueron momentos de un equilibrio frágil y precario. Los pueblos felices carecen de historia, se dice, pero la historia de los hombres es de ordinario la de sus relaciones de violencia: dominación y esclavitud, guerras cada vez más mortíferas, racismo, colonialismo, genocidios, torturas, campos de concentración... El poder político es una necesidad para la regulación de la vida en sociedad. Pero parece como si estuviera ligado un maleficio al ejercicio de todo poder que tiende a franquear sus propios límites. Este maleficio de la voluntad de poder va 19. En su encíclica Populorum Progressiode 1967. 20. P. RICOEUR , Previsión économique et choix éthique: Esprit 346 (1966) 186-187.
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Finalmente, todos los hombres se descubren divididos contra sí mismos; en el corazón mismo de nuestra conciencia, en esa instancia secreta de nuestra libertad, pasamos por la experiencia de una contradicción que se nos impone como una ley irremediable de nuestro obrar, pero de la que somos libremente cómplices. Nos parecemos a aquel hombre bajo la ley que describía Pablo: «Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco... Querer el bien lo tengo a mi alcance, pero no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero» (Rom 7, 15.18-19). Esta alienación secreta de nuestra libertad nos hace realizar la experiencia de lo que Solzhenitsin describe como «malicia» de una forma tanto más conmovedora cuanto más ingenua. Su héroe del Pabellón de los cancerosos, Kostoglotov, que acaba de salir del hospital, visita el parque zoológico de la ciudad cercana. Descubre entonces la jaula vacía de un mono, en la que se leía este aviso, escrito a vuela pluma: «"El mono que aquí vivía se ha quedado ciego por culpa de la crueldad insensata de un visitante. Un malvado ha arrojado tabaco a los ojos del macaco rhésus..." ¡Aquello le impresionó! Hasta entonces, Oleg había estado paseando con la sonrisa complaciente del que ha visto ya muchas cosas; pero entonces le entraron ganas de ponerse a gritar, a chillar, a alborotar todo el parque, como si hubieran tirado tabaco a sus propios ojos. ¿Porqué...? ¿Simplemente porque sí...? ¿Sin razón alguna? Más que todo lo demás, era aquella simplicidad infantil de la redacción del Ierren) lo que le oprimía el corazón. De aquel desconocido que se había marchado impunemente no se decía que era anti-humano, no se decía q u e era un agente del imperialismo americano. Se decía que era un mal/ado. ¡Y esto era lo escandaloso! ¿Por qué decir que era simplemente un malvado?»22. Sí, ¿per qué el hombre es malvado? Se trata de un hecho contra el que aparentemente no podemos hacer nada y que sin embargo nos compromete. Porque no basta con decir «el mundo es malo» o «los otros s o n malos». Si quiero ser honesto conmigo mismo, he de reco21. Expusión de J. SoiiMET, L'honneur de la liberté, Centurión, París 1987, 153. 22. A. SJLZHENITSIN, le pañllon des cancéreux, Julliard, París 1968, 666-667.
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nocer mi propia connivencia con la maldad ambiental: «yo soy malo» Realizo en mí mismo secretamente lo que denuncio violentamente en los demás; ya lo indicó certeramente san Agustín que, ya desde niño, le gustaba trampear en este juego: «¿Qué cosa había que yo quisiera menos sufrir y que yo reprendiere más atrozmente en otros, si lo descubría, que aquello mismo que yo les hacía a los demás?» 23 . Yo soy malo y voluntariamente malo. Aquel niño, vestido antes con el traje de la inocencia, está también marcado por la violencia de conflictos afectivos, por la envidia (tan bien descrita por Agustín) 24 , por el egoísmo. Hay un no sé qué de perversidad en los niños. Y si observo mi pasado, me doy cuenta de que nací a mí mismo en la connivencia con el mal, lo mismo que nací en la solidaridad del lenguaje recibido. No soy capaz de indicar el momento alfa de mi entrada en el circuito del mal. Como cualquier otro, ese mal es fuente de sufrimiento, pero este sufrimiento me llega a lo más hondo, porque se me presenta como una lepra de mi propia libertad. «¡Pobre de mí! —dice también san Pablo— ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?» (Rom 7, 24). Llamada angustiosa a la liberación de una situación intolerable... Finalmente, el hombre realiza la experiencia de una última división, que recapitula todas las demás: está separado de lo «Absoluto». Utilizo aquí adrede una expresión indefinida que se sitúa más acá del reconocimiento explícito de un Dios personal. Estamos invenciblemente impregnados del deseo de lo Absoluto, sea cual sea el nombre que le demos: lo Absoluto de la felicidad, lo Absoluto de la vida en su calidad y en su duración, concebido especialmente a partir de la experiencia del amor. La mayor felicidad de un gran amor pretende ser total y eterna. «Nuestra situación no nos causaría sufrimiento, si no tuviéramos al menos la idea latente de una existencia deteriorada y de una existencia lograda y plena, si no buscáramos al menos implícitamente la salvación y redención. Porque aspiramos como hombres a la salvación, sufrimos en nuestra situación de desgracia y sólo por eso nos rebelamos contra ella. Si no hubiera una "nostalgia hacia lo totalmente otro" (M. Horkheimer), nos contentaríamos con lo existente y no aspiraríamos a lo que no es» 25 . Pues bien, toda la historia tanto de los individuos como de las sociedades atestigua que el hombre no puede alcanzar lo Absoluto por sus propias fuerzas; peor aún, que sus relaciones con lo Absoluto están de alguna manera cortadas. En nuestro mundo cultural esta alienación de la Absoluto desemboca en la 23. SAN AGUSTÍN , Confesiones I, XIX, 30: en Otras II, BAC, Madrid 1946, 357. 24. lbid.1, VII, 11: o. c.,583. 25. W. KASPER, El Dios de Jesucristo, o. c , 190.
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toma de conciencia del sin-sentido de la existencia humana, bien diagnosticado por P. Ricoeur: «Comprender nuestro tiempo es poner juntos en relación directa los dos fenómenos: el progreso de la racionalidad y lo que yo llamaría de buena gana el retroceso del sentido... Estamos tocando aquí el carácter de insignificancia que afecta a un proyecto simplemente instrumental. Al entrar en el mundo de la planificación y de la perspectiva desarrollamos una inteligencia de los medios, una inteligencia de la instrumentalidad —allí es verdaderamente donde hay progreso—, pero al mismo tiempo asistimos a una especie de difuminación o disolución de los fines. La falta cada vez mayor de fines en una sociedad que aumenta sus medios es sin duda la fuente más profunda de nuestro descontento. En el momento en que proliferan lo manejable y lo disponible, a medida que se satisfacen las necesidades elementales de comida, de vivienda, de ocio, entramos en el mundo del capricho, de la arbitrariedad, en eso que podríamos llamar el mundo del gesto cualquiera. Descubrimos que lo que más les falta a los hombres es la justicia ciertamente, el amor sin duda alguna, pero más aún la significación. La insignificancia del trabajo, la insignificancia del ocio, la insignificancia de la sexualidad, ésos son los problemas en los que acabamos desembocando»26. Esta enumeración, quizás un poco árida en sus deseos de ser sobria, de la larga serie de divisiones que caracterizan a nuestra condición humana se resiste a pactar con cualquier tipo de pensamiento. Pero por poco que logremos evadirnos de nuestras distracciones cotidianas, ésos son precisamente los problemas con que chocamos. De todas formas, afectan a nuestra manera de vivir, porque están ligados a la cuestión de la felicidad. No nos olvidemos tampoco de la frase de Pascal: « L a grandeza del hombre es grande porque se sabe miserable; un árbol n o se sabe miserable» 27 . Una vez más esta descripción, simplemente feromenológica del sufrimiento y del mal dibuja lo que es el hecho de nuestra finitud y de nuestra contingencia (en dogmática cristiana: lo q u e está ligado a la creación) y lo que corresponde a la libertad y al pecado del hombre (en lenguaje cristiano: el pecado). Esboza en profundidad la doble razón por las que tenemos una necesidad radical de liberación, de reconciliación, en una palabra, de salvación. La salvación plenitud de vida Para e l hombre que se está ahogando, la salvación consiste en ser llevado a tierra, en calentarse, en volver a la vida; para el enfermo, es 26. P. RICOEUR , art. cit, 188-189.
27. B. PASCU., Pensamientos n. 114, en Obras, Alfaguara, Madrid 1981, 380.
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la curación; para el prisionero, es la libertad, la calidad de vida entre los suyos. Porque si la salvación es por un lado liberación (Erlosung) del sufrimiento y del mal, es también la concesión de un bien decisivo (Heit). Si se quiere caracterizar el contenido de la salvación del hombre en general, nos encontramos siempre con el término de vida: ser salvado es vivir, vivir plenamente y vivir para siempre. Vivir plenamente es vivir en libertad y en el amor, es poder realizar los deseos más profundos. En otras palabras, es encontrar la «felicidad». Para todo ser humano la cuestión de la salvación es sin duda la del éxito definitivo de su vida. Esta cuestión pasa inevitablemente por el compromiso de su libertad: ¿qué voy a hacer con mi vida, la única realidad de que dispongo? Tengo la responsabilidad de hacer que tenga éxito o que fracase. Como dice claramente K. Rahner, «en tanto el hombre como sujeto libre está encomendado responsablemente a sí mismo, en tanto él ha devenido para sí mismo como objeto de su auténtica y originaria acción una de la libertad, la cual afecta al todo de su existencia humana, puede hablarse ahora de que el hombre tiene una salvación y de que la auténtica pregunta personal de la existencia es en verdad una pregunta de salvación»24. Pero al mismo tiempo, como muestra abundantemente la reflexión anterior sobre la salvación como liberación, el hombre realiza la experiencia de su incapacidad para realizar su salvación basado únicamente en su libertad. Inmerso en el misterio de un destino que le supera, enfrentado sin cesar con los fallos de su propia libertad, aguarda la buena nueva de una salvación que le revele la vocación que tiene más allá incluso de su conciencia inmediata, y le conceda poder responder libremente a la llamada que se le dirige. Este deseo de la salvación como plenitud de vida concierne evidentemente a nuestra existencia presente. El anuncio de una salvación que no fuera capaz de dar sentido, valor y felicidad a nuestra vida actual y traernos una primera reconciliación con el mundo, con los demás, con nosotros mismos y con Dios, no sería más que opio del pueblo. Pero nuestra vida de a<¡uí abajo sigue estando marcada por la muerte que hace contradictorio el deseo de una salvación absoluta y definitiva en el marco de nuestra existencia terrena Queremos vivir para siempre, y cualquier muerte, cualquier separación de nuestros seres queridos se vive como un sufrimiento a primera vista opaco. Pero también sabemos que la continuación perpetua de nuestra vida empírica es inconcebible y que llevaría consigo una especie de infierno. La realización plena de la salvación compromete la trascendencia 28.
K. RAHNER, O. C, 59.
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de nuestras relaciones con Dios. Lo que se nos da aquí abajo estaría abocado al fracaso y sería por tanto ilusorio, si no se viera barrido por una forma de vida definitiva y absoluta Al contrario, si la cara terrena de la salvación no es más que la mitad de esa ficha cuya otra mitad sigue estando escondida en el misterio de Dios, es decir, si tiene un valor simbólico en el sentido fuerte de la palabra, entonces tenemos la certeza de que nuestra vida está ya «salvada» desde aquí abajo, esto es, de que tiene un sentido y de que puede construir algo definitivo. Esto es precisamente lo que viene a decirnos la buena nueva del reino de Dios, revelado y realizado en Jesucristo. Nos dice que estamos ya radicalmente salvados, aquí y ahora, tanto del mal que nos afecta como del que hacemos nosotros, si queremos recibir esa salvación en la fe y sacar sus consecuencias en nuestra manera de vivir. No nos dice que escaparemos de forma mágica del sufrimiento y de la muerte, pero sí que podemos convertirlos a ejemplo de Cristo y darles una fecundidad definitiva Porque también nos dice que esa salvación contiene un rostro oculto que se revelará en nosotros en el reino trascendente que constituye Dios con todos los resucitados, llamados a verlo por toda la eternidad. Esta salvación, en su doble aspecto de gracia en este mundo y de gloria en el reino de Dios, es «vida eterna», porque es otra del don que Dios nos hace de su propia vida en su Hijo Jesucristo, enviado por él a nuestro mundo para establecer una alianza eterna entre Dios y el hombre. Más allá de todos nuestros deseos, Dios prepara para quienes lo aman «lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del liombre llegó» (1 Cor 2, 9). Esta revelación de felicidad y de vida va ciertamente acompañada de la revelación del misterio abismal del pecado, que no haré más que mencionar aquí dado que no es objeto de este libro. Pero, se dirá, ¿no debería hablarse del pecado antes de hablar de la salvación? A esta cuestión haj que responder decididamente que no, por poco que nos mostremos atentos al movimiento de la revelación. La revelación no va del pecado a la salvación, sino de la salvación al pecado. Dios no empieza sumergiéndonos en el abismo de nuestros propios pecados, del pecado de la humanidad y del mundo, del origen misterioso del pecado del lombre, que tiene su fuente en un acto de libertad tan real como irrepiesentable, para hacer que nos desanimemos y «perdamos el corazón», como decía Pascal. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testimento, Dios viene primero a salvarnos «con mano fuerte y brazo extendido», y es dentro de la salvación y de la vida que nos ofrece donde nos revela en toda su radicalidad la dimensión teologal del pecado, rechazo rebelde y orgulloso del don mismo de Dios, verdadera catáítrofe de la libertad humana. Por consiguiente, la salvación
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cristiana no depende de una cierta concepción del pecado; es más bien el pecado el que ha de comprenderse a la luz de la salvación y estudiarse normalmente después de ella. ¿Pero es el pecado la única razón por la que el hombre necesita la salvación? ¿Puede decirse que, si el hombre no hubiera pecado, no habría habido necesidad de salvación? La respuesta a esta cuestión —una respuesta paradójica en apariencia, pero previsible después de lo que hemos visto de la finitud y de la contingencia del hombre— es: «¡sí!»; pecador o no, el hombre se encuentra ante Dios en cualquier hipótesis en situación de una necesidad radical de salvación. No se trata ni mucho menos de elucubrar sobre cuál habría podido ser la condición del hombre pecador en este mundo; carecemos en este caso de toda representación. Pero esta cuestión límite nos permite llegar al misterio del hombre tal como sigue siendo hoy. La paradoja de la antología cristiana, que viene a fundamentar lo que habíamos vislumbrado en nuestra descripción anterior, está en revelarnos que el ser del hombre descansa sobre un desequilibrio misterioso. Como criatura, es un ser finito. Por este título, hay entre él y Dios una distancia infranqueable, al menos por lo que a él respecta. Pero también ha sido creado «a imagen y semejanza de Dios» (Gen 1, 26) y por este nuevo título está dirigido por una vocación, la de conocer a Dios, la de verlo y comulgar de su propia vida. «Seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2). Haciéndose eco de esta revelación del misterio del hombre en el designio de Dios, Ireneo lanzó aquella frase célebre, que a menudo se cita a medias: «La gloria de Dios es el hombre vivo; pero la vida del hombre es ver a Dios»29. Agustín expresará más tarde esta misma idea según el tono de su experiencia personal: «Nos has hecho para tí, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»30. Muy recientemente el concilio Vaticano II se ha expresado de este modo: «El aspecto más sublime de la dignidad humana se encuentra en esta vocación del hombre a la comunión con Dios»31. Esta vocación pertenece al designio creador de Dios sobre el hombre, que es un designio de adopción filial. «Nos ha elegido en él (Cristo) antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (Ef 1, 4-5).
realizar su vocación. Finito en su origen creado, infinito por su vocación de ver a Dios, es incapaz de dar por sí mismo el paso de un término al otro. ¿A qué se debe este «derrengamiento», esta «misteriosa claudicación»?32 ¿No se tratará de una chapuza creadora? No, es el resultado inevitable del designio que quiere hacer participar a un noDios de la vida misma de Dios. Esto, por hipótesis, no puede dárselo el hombre; no puede más que recibirlo. Independientemente incluso de todo pecado; porque el hombre no puede realizarse como hombre más que en Dios, porque la cima de su humanización no puede ser más que una divinización, por eso el hombre no puede «salvarse» por sí mismo. Es éste un dato fundamental que parece quizás alienante al hombre que se ha hecho pecador y que a veces «se horroriza de ser una criatura», pero se trata en el fondo de la otra cara de su grandeza. Porque Dios es misterio y el hombre está ortológicamente vinculado al misterio de Dios, hay también misterio en el hombre. Este dato se impone como fundamental en toda la doctrina de la gratuidad de la gracia. A fortiori, el hombre pecador y desorientado respecto a su propio fin no puede liberarse a sí mismo de las divisiones que lo desgarran.
La paradoja se debe al hecho de que el hombre no puede realizarse perfectamente como hombre por sus propias fuerzas. No puede él solo 29. IRENEO , Adv. haer. IV, 20, 7, Cerf, Paris 1984, 474.
En el lenguaje de la Escritura y de la tradición eclesial volveremos a encontrar estos dos aspectos de nuestra salvación: liberación del pecado y divinización. Si el occidente ha subrayado más el aspecto propiamente redentor, el oriente se ha complacido en poner el acento en el aspecto divinizador. Pero distinguir no es separar; es lógico que estos dos aspectos, sea cual fuere la dominante del discurso, forman una unidad concreta que siempre habrá que respetar.
HI. LA CRU2 GLORIOSA DEL SALVADOR
Ser salvado por alguien Si la humanidad, abandonada a sus propias fuerzas, no puede realizar su salvación definitiva, en el sentido que hemos dicho, tiene necesidad de uri Salvador. Por eso, su historia está tan profundamente marcada por li esperanza religiosa, por el deseo y por la fe de que el mundo divino, sea cual sea el modo con que se le represente, escucha la llamada del hombre y viene a liberarlo. Esta es la razón de los diversos mesíanismos, antiguos o modernos, honrados o engañosos, que se manifiestan a lo largo de los tiempos periódicamente. La misma re-
30. SAN AGUSTÍN, Confesiones I, 1: o. c, 325.
31. Gaud¡uitietSpes29, 1. 32. H. DE LUBAC, El misterio de ¡o sobrenatural, Estela, Barcelona 1970, 161.
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velación cristiana se inscribe en una espera milenaria de un Mesías venido de Dios. Nunca hemos de olvidar que el término Cristo es un término mesiánico. Pero ¿quién será ese salvador? Un hombre parece ser al mismo tiempo necesario e insuficiente para ello; un «super-hombre» sería a la vez demasiado y poco; Dios mismo, sin duda, ¿pero de qué manera? ¿Al final de la historia, en el momento del encuentro escatológico de la humanidad con Dios? ¿O bien por su intervención activa y llena de gracia en el seno de nuestra historia? ¿Pero podrá Dios asumir una solidaridad existencial con los hombres?
Ya san Pablo no quería saber nada más entre los Corintios que «a Jesucristo, y éste crucificado» (1 Cor 2, 2). Cuando los judíos pedían milagros y los griegos buscaban en sus palabras la sabiduría, Pablo les predicaba a «un Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1 Cor 1, 23). Escándalo y necedad que son de todos los tiempos y que vuelven a aparecer hoy. En efecto, ¿qué puede haber más contrario a la salvación que la imagen de un hombre despreciado y subido al cadalso? Serán necesarias todas las maravillas del arte cristiano, sin contar con la conversión del corazón, para superar ante la imagen del crucificado el horror que cualquier hombre siente ante la horca o la guillotina. Escándalo de la muerte del justo entregado en las manos triunfantes de los malvados... Escándalo del silencio de Dios que deja hacer... Locura de proclamar que esta cruz es nuestra única esperanza... Locura de pretender que la salvación de todo hombre, ayer, hoy y mañana, depende de ella... Podríamos continuar largo tiempo la lista de los escándalos y de las locuras...
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La revelación cristiana, que radicaliza la afirmación de que el hombre no puede salvarse a sí mismo, nos anuncia el gran gozo de que nos ha nacido un Salvador (cf. Le 2,10-11). En Jesús de Nazaret, nacido en Belén, un hombre como cualquiera de nosotros, en Jesús establecido Cristo y Señor por su resurrección de entre los muertos y manifestado por Dios como su propio Hijo, Dios Padre ha intervenido en favor de cada uno de nosotros con una iniciativa de amor absoluto y nos ha dado su Espíritu. En Jesús, muerto y resucitado, yo compruebo no solamente que Dios existe, sino que yo existo para él, que él quiere ser mi liberador y darme su propia vida. «Amor, ergo sum», pudo decirse glosando la célebre fórmula de Descartes. Dios me ama; luego existo y toda mi vida adquiere sentido y valor eterno. Y descubro que el acto salvador que Dios realiza por mí es también el acto de un hombre como yo, que compromete libremente su vida en una misión de salvación, arrancándonos a todos de las fuerzas del mal y llevando a cabo en él por nosotros el paso a Dios su Padre. Porque el que nos reconcilia con Dios y nos comunica la adopción filial es el único Mediador entre Dios y los hombres (cf. 1 Tim 2,5), ya que es verdaderamente Dios y verdaderamente hombre. El misterio de la cruz: escándalo j locura La imagen grandiosa que recapitula todo nuestro tema es la de Cristo en la cruz. Si nuestra salvación se confunde con la persona del Salvador, ésta es ahora inseparable de los dos trozos de madera en los que fue clavado y que tra2an las cuatro grandes direcciones que abrazan al universo entero. En este punto la tradición cristiana no ha intentado nunca disimular las cosas: la cruz reina sobre nuestros altares, en nuestras iglesias, en nuestras casas y hasta en nuestros caminos. La llevamos como una insignia. La señal de la cruz abre nuestra plegaria y acompaña a nuestras celebraciones. La cruz es el símbolo por excelencia del cristianismo, lo mismo que la media luna es la del islam.
Hay que decir además que el escándalo de la cruz ha dado lugar en el curso de los años a ciertas interpretaciones que han falseado su sentido y que hoy nos parecen inadmisibles. El verdadero escándalo podemos decir que ha quedado como ocultado por los falsos escándalos abusivamente añadidos por los hombres, como si no nos hubiéramos convertido nunca para comprender la cruz por lo que realmente es. La idea que se ha hecho de ella ha sido siempre solidaria de la idea que se ha tenido de Dios. La cruz nos invita a convertir nuestra idea de Dios. Pero la idea tenaz de un Dios vengador ha pervertido a veces el misterio de la cruz. Entonces se corre la gran tentación de endulzarla, de reducirla a algo razonable, o de ponerla un poco entre paréntesis y no ver en ella más que un accidente del recorrido, algo que está al margen del misterio positivo de la salvación. El catecismo del concilio de Trento decía: «Ciertamente, el misterio de la cruz debe ser considerado como el más difícil de todos»33. Perfectamente consciente de esta dificultad, me gustaría afirmar con toda claridad mi objetivo. Haré todo lo posible por descartar estos falsos escándalos, estas piedras de choque capaces de herir a los pequeños por los que murió Cristo. Pero no haré nada por orillar el verdadero escándalo de la cruz, por disimularlo o relegarlo a un lugar discreto. Creo con toda mi fe que está en el corazón del misterio cristiano y quiero dejarla en ese lugar central. Creo que el escándalo y la locura de la cruz es «fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1, 24) y que 33. Catecismo romano, 4* art. del Símbolo, 6: «Certe crucis mysterium omnium difficillimum exisümandum est».
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ningún discurso podrá agotar su contenido. Tiene razón J. Moltmann cuando dice que la cruz resiste a todas las interpretaciones34. En un primer tiempo hay que acogerla con toda su facticidad, en su luminosidad opaca, tanto en su belleza como en su horror, sin intentar racionalizarla o «recuperarla», ni siquiera con una llamada fácil e inmediata a la resurrección. Mi estudio no reducirá el misterio de la cruz a un conjunto de ideas claras y distintas perfectamente dominadas. Hablaré de una lógica divina, que sigue siendo un misterio para nosotros y que comporta un superávit de sentido que sólo es accesible al corazón. La cruz del resucitado Dicho esto, también es verdad que la cruz es inseparable de toda la vida de Jesús y de su resurrección35; es la cruz del resucitado, la cruz ya gloriosa de san Juan y de la tradición oriental, así como el resucitado es también llamado por los ángeles del sepulcro «el crucificado» (Mt 28, 5). Cuando se habla de la cruz, se entiende muchas veces la parte por el todo, es decir, el momento más conmovedor del misterio pascual de muerte y de resurrección. Fue un error atribuir toda la virtud de nuestra salvación a la cruz solamente, olvidando el alcance salvador de la resurrección. Esta dicotomía desastrosa no podía menos de desfigurar la cruz y relegar la resurrección al rango de una simple confirmación extema. Si la salvación del hombre es la plenitud de la vida participada con Dios mismo, la vuelta a la vida y el acceso a la vida gloriosa del resucitado anuncia y realiza ya de manera ejemplar el contenido de nuestra salvación. La marcha que proponemos En esta obra seguiremos una marcha muy similar a la anterior. En la primera parte expondré la problemática contemporánea y tradicional que condiciona al estudio de la soteriología. En la segunda, propondré un esbozo de la historia doctrinal de la soteriología, pasando revista a los términos-clave que la han expresado en la Escritura y a lo largo de la tradición. En la tercera parte, que dejaremos para un segundo tomo, volveré a la Escritura para esbozar una «propuesta soteriológica» que intentará ser a la vez narrativa y sistemática.
34. J. MOLTMANN, El Dios cruciñcado. Sigúeme, Salamanca 1975, cap. II: Las resistencias de la cruz contra sus interpretaciones (50-115). 35. O. GONZÁLEZ DE C ARDEDAL, Jesucristo redentor del hombre: Estudios Trinitarios 20 (1987) 314-315.
Primera Parte PROBLEMÁTICA
1 El malestar contemporáneo
La importancia que tiene para la fe cristiana la doctrina de la redención y de la salvación explica la gravedad de las dificultades que hoy se experimentan en su anuncio y en su predicación. La forma más elemental del malestar que se respira en el ambiente reside en la obscuridad del vocabulario trasmitido por la tradición y por la liturgia respecto a la cultura contemporánea: divinización, redención, justificación, a fortiori sacrificio, expiación, satisfacción o sustitución, otras tantas palabras que se presentan cubiertas ahora por una gran opacidad y que no remiten a ninguna experiencia o realidad. No cabe duda de que los términos de liberación y de reconciliación, que hoy se han vuelto justamente a descubrir, tienen un impacto real en nuestro mundo cultural, pero su empleo sigue siendo muchas veces un tanto vago y no han sustituido aún a las categorías precedentes. Pero hay algo más grave todavía; no se trata tan sólo de obscuridad, sino de contestación. Cuando algunos hombres de buena voluntad se ponen a explorar el sentido de estos términos tradicionales y chocan con el misterio de la muerte sangrienta de Jesús, lo que creen comprender de él provoca en su ánimo un sordo malestar, que a veces pasa a ser una objeción confesada y hasta finalmente un rechazo bien claro. Estas reacciones se encuentran tanto «en la base» como entre los intelectuales. De la reacción espontánea podemos asumir este testimonio que recoge J. F. Six: «Hay un Jesús que no acaba de convencernos; es el Jesús crucificado, mártir. Desde niños nos han dicho que había muerto por nuestros pecados. Pero esto ya no se puede soportar. Es algo que nos desborda. Nos han mostrado a un Jesús, un hombre inocente, que paga por los demás; paga, se trata de una deuda; ¿y a quién paga? ¡a Dios! Se trata de un Padre enérgico que exige la muerte del hijo, la castración... Y
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Dios saca una doble ganancia del Gólgota: se ve finalmente satisfecho en sus sentimientos de padre ofendido y pone a los hombres, sus hijos, en un estado de inferioridad para siempre respecto a él: que Cristo haya muerto de ese modo, por la voluntad del Padre, condena a los hombres, nos condena a nosotros, bien a obedecerle ciegamente, bien a vernos absolutamente culpabilizados, o incluso a las dos cosas a la vez»1. Recojamos de momento estas palabras sin juzgarlas; si la predicación y la catequesis de la redención han evolucionado sensiblemente desde hace algunos decenios, la mentalidad corriente de los cristianos sigue estando impregnada de un discurso ambiguo en donde las afirmaciones más fundamentales de la fe se ven parasitadas y a veces pervertidas por una sistematización degradada que trasmite ciertas ideas de Dios primitivas, peligrosas y hasta odiosas2. Por consiguiente, será útil considerar con mayor precisión el pensamiento de algunos testigos contemporáneos de este malestar y atender a los temas principales de la contestación.
sino, como en el derecho romano, una justicia concebida muy a lo humano (iustitia conmutativa) e incluso la lógica del derecho.-En razón de esta lógica la muerte de cruz queda aislada del mensaje y la vida de Jesús, al mismo tiempo que de su resurrección: Jesús, en el fondo, vino para morir. El anuncio concreto, la actitud, el sufrimiento y la nueva vida del Jesús de Nazaret histórico no desempeñan en esta teoría ninguna función esencial»4. Tendremos que volver sobre el pensamiento de san Anselmo, decisivo en occidente, esperando dar un juicio equitativo sobre él. Küng propone igualmente una limpieza rigurosa de la idea de sacrificio expiatorio o propiciatorio, debido a que en el mundo moderno en el que ya no se ofrece ningún sacrificio cultual «el término sacrificio resulta enormemente equívoco e ininteligible a falta de algo equivalente en el campo de nuestra experiencia»5. Convendría por consiguiente expresar de otras maneras el significado universal de la muerte de Jesús «por nosotros», elemento esencial de nuestra fe en Cristo. Küng critica del mismo modo la noción de divinización, que tanto decía en la gran época de la teología griega, pero que hoy está desprovista de significado: «Pero ¿qué hombre razonable quiere hoy llegar a ser Dios? Algunas máximas patrísticas que enardecían entonces, como 'Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios', tropiezan hoy con una incomprensión casi total... El problema actual no es tanto la divinización del hombre cuanto su humanización»6. K. Rahner confesaba que lo que más le había chocado en este libro macizo, pero discutible, es el desprecio, por no decir el rechazo de la divinización7. Sea lo que fuere de las matizaciones que él mismo hizo a su crítica, Küng apunta certeramente uno de los tres puntos principales de la contestación contemporánea.
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I. ALGUNOS TESTIGOS DE ESTE MALESTAR
Este mismo género de crítica aparece en algunos teólogos o intelectuales. Resumiré algunos de sus testimonios que datan de los últimos quince años. Hans Küng y las interpretaciones de la muerte de Jesús En su célebre obra, Ser cristiano, Hans Küng observa en primer lugar que, si la reflexión cristiana primitiva gira siempre en torno a la muerte de Jesús en la cruz, ni el Nuevo Testamento ni la patrística nos presenta un modelo de interpretación unificado de esta muerte, que se imponga a título de norma exclusiva3. A continuación expone la teología del occidente latino, principalmente a partir de la doctrina anselmiana de la satisfacción, a la que reprocha su esquema de pensamiento jurídico: «Es claro: lo que domina en esta teoría de la redención no es la gracia, la misericordia y el amor, como en el Nuevo Testamento,
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La crítica p sicoanalítica de Jacques Pohier A la luz del psicoanálisis, Jacques Pohier denuncia en las nociones de expiación, de satisfacción y de sustitución una empresa del hombre y unas «concepciones que acabarán apoderándose de la muerte de Jesús y derivando su significación en provecho de sus propios fines»8. En efecto, «la vida y la obra de Jesús de Nazaret no se definen por lo
1. J. F. Six, Reñís difféients de Jésus-Christ: Unité des Chrétiens 15 (julio 1974) 21. 2. He podido experimentar este malestar durante una sesión celebrada sobre la obra de R. Girard. El público cristiano asistente, bastante numeroso, se habia sentado entusiasmado por la lectura del pensamiento no-sacrificial de R. Girard, que lo liberaba de las ideas sacadas, con razón o sin ella, de la catequesis recibida en otros tiempos. 3. H. KUNO, Ser cristiano, Cristiandad, Madrid 19773, 533.
4. /tód.,538. 5. Ibid, 541. 6. Ibid.,562. 7. K. RAHNER , Erre chréúen: dans quelle Église?, en J. R. ARMOGATHE (ed.), Cotament étre chrétien? La réponse de Hans Küng, DDB, Paris, 94. 8. J. POHIER, Quandje dis Dieu.Seuil, Paris 1977, 155.
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que fue su vida y su obra»9. Estas concepciones, por el contrario, harán de la muerte de Jesús una obra que tiene valor en sí misma y da sentido a toda su vida. El dolorismo y el masoquismo no bastan para explicar este desplazamiento. Está en juego algo mucho más grave: «la muerte de Jesús de Nazaret... se pone al servicio de una causa que es precisamente un asunto de muerte, a saber, el pecado»10. El pecado del hombre quería la muerte de Dios: desobediencia y agresión contra el «padre», un deseo de muerte ejercido contra él, un deseo de ocupar él mismo su lugar (cf. Gn 3, 5). Este deseo de muerte merece que Dios quiera a su vez la muerte del hombre. Para que el hombre recobre la vida, es preciso entonces que intervenga otra muerte: la de Jesús. El hombre y Dios se ponen aquí de acuerdo para hacer morir a Jesús, ya que su muerte es la condición necesaria para su reconciliación. «No hemos de extrañarnos de que en cada época del cristianismo, desde los tiempos neotestamentarios con san Pablo hasta nuestros días con teólogos como Pannenberg, pasando por Agustín y Lutero, esta operación de rescate por sustitución, 'satisfacción' o sacrificio haya sido la razón principal del crédito que se concedía a la muerte de Jesús de Nazaret y del reconocimiento que se le prestaba»". El rescate se convierte así en la doctrina de Anselmo de Cantorbery. Pero el autor cita también a san Pablo de manera inmediata, ya que en él estaría omnipresente la fuerza de los esquemas de expiación y de redención por sustitución y por satisfacción12. Puesto que la satisfacción de los derechos de Dios exige la muerte, la sustitución de los hombres pecadores por Jesús permite considerar que los seres humanos han sufrido verdaderamente la muerte merecida por sus pecados. Pohier hace observar que el hombre encuentra también su «satisfacción» en esta teoría, que le permite «llevar a cabo él mismo una muerte de Dios, cuyo significado está lejos de ser unívoco»13. Mucho más radicalmente que Küng, Pohier critica igualmente la idea de la divinización del hombre, expresión del deseo que éste tiene de escapar de su contingencia original. Ve en ella la correlación simétrica de la sustitución. «El extremo de la afirmación sobre la culpabilidad mortífera guarda simetría con el extremo de la afirmación sobre la divinización gloriosa... Tanto en la muerte como en la resurrección... Jesús sustituyó al hombre para que el hombre pudiera sustituirlo que 9. lbid., 156. 10. Ibid.,157. 11. Ibid., 158. 12. /Md, 161. 13. Ibid., 159.
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es por lo que le gustaría ser, para que pudiera recrearse con los más fantasmagóricos e ilusorios de sus deseos»14. En apoyo de su tesis, el autor subraya la ausencia de los temas expiatorio, satisfactorio y sustitutivo en la enseñanza de Jesús. Protesta finalmente, con un gusto dudoso, de lo que él llama la hipérbole cristiana en la valoración cuantitativa y cualitativa de los sufrimientos de Jesús: «La muerte de Jesús no es el capital del dolor»15. El exceso manifiesto de las críticas de J. Pohier y su injusticia cuando las dirige contra el mismo Nuevo Testamento y contra las afirmaciones más importantes de la tradición cristiana no bastan para quitarles toda la razón. Es verdad que el esquema que surgió de la psicología de las profundidades ha parasitado a veces y hasta pervertido las representaciones del misterio de la redención. Tendremos que tomarlo en cuenta, a fin de evitar las trampas de un esquema que anida en el hombre pecador y echar sobre el lenguaje cristiano una mirada convertida de verdad. Porque el problema es demasiado grave a los ojos de la fe para poder resolverlo de una manera tan masivamente negativa. Por eso tendremos que analizar cuidadosamente las nociones de expiación, de redención, de sustitución y de satisfacción. La ilusión de la redención cristiana: Georges Atore/ El rechazo de Georges Morel no sólo se refiere a la encarnación en general16, sino más concretamente a la redención. «Con la tesis abstracta de la encarnación se derrumban normalmente las estructuras imaginarias ligadas a ella, en particular la idea cristiana de la redención»17. Atribuyendo a san Pablo el desarrollo de una escena grandiosa de la redención, el autor cita numerosos pasajes de la carta a los Romanos. El razonamiento paulino está basado para él en un tipo de cálculo avaro de nuestros recursos y de los recursos de Dios. Más tarde, en san Anselmo, esa dosificación calculadora se mostrará casi en estado puro. Morel critica igualmente la manera con que J. Ratzinger interpreta la noción «convertida» de la expiación en la revelación cristiana: «No es el hombre el que se acerca al hombre. Con la iniciativa de la fuerza de su amor, Dios restablece el orden, justificando al hombre injusto con su misericordia creadora, revivificando al que es14. Ibid., 161. 15. Ibid., título del cap. IV, 173-188. 16. Cf. B. SESBOÜÉ, Jésvs-Christ dans la tradition de l'Eglise, Desclée, París 1982, 122-125. 17. G. MOREL, Questions d'homme, 3: Jésus dans la théoríe chrétienne, Aubier, París 1977, 125.
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taba muerto... Ésta es la revolución que trajo el cristianismo en la historia de las religiones»18. En efecto, no es el hombre el que se reconcilia con Dios, sino que «en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo» (2 Cor 5, 19). Pero semejante concepción hace de Dios un dueño paternalista que manipula a los hombres como objetos, incluyendo nuestra misma libertad. Supone que Dios empezaría abandonando al hombre para salvarlo a continuación". El autor critica además la idea de sustitución, ya que ninguna libertad puede sustituir a otra. Es verdad que Maximiliano Kolbe salvó la vida del padre de familia cuyo sitio ocupó en el bunker de la muerte, pero no pudo salvar su libertad. Rigurosamente hablando, no lo salvó, porque nadie puede ocupar el lugar de otro en ese nivel. Realmente, para Morel, «el amor de Dios se sigue ofreciendo históricamente a cada uno, lo mismo que cada uno puede desde lo más profundo de su miseria levantar sus ojos hacia el Otro, una vez que ha percibido que ese poder no es un poder o que es un poder sin motivo. Por eso es un falso problema buscar cuál es el que va a dar el primer paso en esta historia... Realmente, en el amor, incluido el perdón, el Otro no puede menos de desear dejarnos toda nuestra iniciativa, fuera de toda idea de sustitución o de mediación»20. Según esta misma lógica hay que excluir la «ilusión de una mediación eclesiástica»21. En definitiva, toda la mediación redentora realizada por el Verbo encarnado queda formalmente rechazada por Morel.
asesinato. Éste es el sentido de la predicación del reino, de la enseñanza del sermón de la montaña y de las maldiciones contra los fariseos, comparados con sepulcros blanqueados (Mt 23, 27.34-36; Le 17, 4748). No hay nada en los evangelios que sugiera que la muerte de Jesús es un sacrificio en el sentido de expiación y de sustitución. No cabe duda de que se cumplió un proceso victimario en el momento de la pasión, puesto que se consiguió la unanimidad de todos contra uno. Pero la pasión es denunciada como una injusticia clamorosa. Por eso Girard propone una lectura no sacrificial del texto evangélico: Jesús y su Padre son ajenos a toda violencia; la violencia es siempre cosa de hombres. Por tanto, la muerte de Jesús no es sacrificial en el sentido de que hubiera un pacto sacrificial entre Jesús y su Padre, como si éste exigiera la muerte de su Hijo para vengar su justicia y el Hijo se ofreciera a satisfacer esta justicia. Realmente Jesús muere por no someterse a la violencia ni pactar con ella. No es al Padre a quien haya que pedir cuentas de este acontecimiento, sino a todos los hombres, a la humanidad solamente. La doctrina de san Pablo va en este mismo sentido: «Existe en Pablo una verdadera doctrina de la victoria esplendorosa, pero todavía oculta, que representa el fracaso aparente de Jesús, una doctrina de la eficacia de la cruz que no tienen nada que ver con el sacrificio»22. El autor observa que esta doctrina está recogida por Orígenes. Sólo la epístola a los Hebreos constituye una excepción, por su interpretación del salmo 40 (cf. Heb 10, 5-10) y su valoración del tema sacrificial. Por lo demás, «la definición sacrificial de la pasión y de la redención no merece figurar entre los principios que es posible deducir legítimamente del texto neotestamentario»23.
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Una interpretación no-sacrifícial del cristianismo: Rene Girará La obra de Rene Girard es hoy demasiado conocida para que sea necesario volver sobre los fundamentos de su antropología. Detengámonos solamente en su lectura del texto bíblico. A diferencia de los documentos religiosos de la humanidad, la Escritura judeo-cristiana encierra una originalidad específica: no justifica la violencia que, en todos los demás lugares, engendra el mecanismo victimario que tiene en el sacrificio la conclusión periódica. A pesar de ciertas ambigüedades, esto resulta ya verdad en el Antiguo Testamento y lo es mucho más en el Nuevo. Es propio de la revelación evangélica denunciar el asesinato fundador de la sociedad y la solidaridad entera de la humanidad en este
18. J. RATZINGER, Foi chrétieime hier et*avjowd'hui, Mame 1969, 198, citado por G. MOREL, O.C, 132.
19. G. MOREL, Ibid., 133.
20. Ibid, 136-137. 21. Ibid., 137.
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Pues bien, la cristiandad se ha basado, durante quince o veinte siglos, en la lectura sacrificial y en este sentido se ha alineado como todas las culturas «en ciertas formas mitológicas, producidas por el mecanismo fundador»24. A los ojos de R. Girard es el malentendido más colosal de la historia. Ya en su forma de comportarse el cristianismo histórico se convirtió en perseguidor: los hijos cristianos han repetido el error de los padres judíos, aunque sólo sea tratándolos a éstos como chivo expiatorio. La violencia ha vuelto a imponerse y el cristianismo, como el mundo moderno que ha salido de él, viven sobre un fundamento sacrificial restaurado. De este modo las cosas siguen en su sitio: «este carácter perseguidor del cristianismo histórico está liga22. R. GIRARD , El misterio de nuestro mundo, Sigúeme, Salamanca 1982, 224. 23. Ibid., 257. Este punto de vista está mas matizado en el libro siguiente del mismo autor, Le bouc é/ni'ssai/e,Grasset, París 1982. 24. Ibid., 212.
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do a la definición sacrificial de la pasión y de la redención»25. La mayor equivocación ha sido la de retomar el término de sacrificio, que no puede menos de ocultar y hasta de hacer retroceder el carácter específico del cristianismo, reduciéndolo a la idea de un pacto sacrificial e inyectando así de nuevo la violencia en la divinidad. «Por no haber comprendido la relación de Cristo con su propia muerte es por lo que los cristianos, siguiendo la Carta a los hebreos, han adoptado el término de sacrificio: solamente les han impresionado las analogías de la pasión con los sacrificios de la ley antigua. No han visto más que estas analogías estructurales, sin ver su incompatibilidad»26. La espiritualización del sacrificio a lo largo de su prolongada historia desde el Antiguo Testamento y bajo la influencia del mismo ha podido darle un valor ético muy refinado, ya que el sacrificio de suyo constituye la conducta de oblatividad más noble, pero sigue siendo verdad que «todo proceso sacrificial, incluso y especialmente cuando se vuelve contra sí mismo, no corresponde al verdadero espíritu del texto evangélico»27. Así pues, no hay que extrañarse por el hecho de que «el anticristianismo moderno no es más que el revés del cristianismo sacrificial y por consiguiente la forma de perpetuarlo»28.
¿No es verdad que en algunos discursos teológicos, pastorales, espirituales, la idea de sacrificio ha funcionado en las tierras cristianas de la manera que se denuncia? Su juicio exigiría no pocas matizaciones. La tradición cristiana, en el sentido más amplio de la palabra, se libra —como veremos30— del proceso intentado por Girard. Pero hay que reconocer, especialmente en los tiempos modernos, una cierta «desconversión» en la interpretación de la noción de sacrificio. La teología se ha dejado parasitar por los grandes arquetipos no convertidos de la conciencia humana pecadora. Siempre se ha sentido honrada al reconocer sus pasos en falso. Tendremos que recoger este dossier delicado de los textos en el siguiente capítulo. Entretanto el término sacrificio está ahí, ampliamente atestiguado en el Nuevo Testamento (del que no podemos excluir la carta a los Hebreos), presente en nuestras liturgias, en nuestra catequesis, en nuestra teología, penetrando en nuestras conciencias. Por eso mismo es insoslayable. Ésta es la primera respuesta que hay que dar a Girard, antes de analizar una palabra tan compleja y ver en qué medida coincide su justa comprensión cristiana con ciertos aspectos de la lectura no-sacríficíal que hace Girard de las Escrituras cristianas3'.
Para comprender debidamente esta requisitoria hay que tener presenta la definición que Girard da del sacrificio:
Nathan Leitesyei «asesinato» de Jesús
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«Las palabras sacrificio y sacri-ficar tienen el sentido concreto de hacer sagrado, de producir lo sagrado. Lo que sacri-fica a la víctima es el golpe que le da el sacrificador, la violencia que mata a esa victima, la que la aniquila y al mismo tiempo la sitúa por encima de todo y la hace en cierto modo inmortal. El sacrificio se produce cuando la víctima cae presa de la violencia sagrada; es la muerte que produce la vida...»29. De momento intentemos tan sólo escuchar esta contestación masiva y radical, ya que opone como dos bloquesel texto evangélico y la transición cristiana y persigue incluso en las Escrituras el uso abundante de la categoría de sacrificio. Sin duda la definición que da Girard del sacrificio es demasiado estrecha y no abarca toda la realidad que la ciencia de las religiones le reconoce a esta categoría; más aún, no tiene suficientemente en cuenta la conversión radical de sentido que este término conoce en el contexto cristiano. Dicho esto, ¿no pone Girard el dedo en algo que es muy real en el cristianismo histórico? 25. 26. 27. 28. 29.
ffid.,258. /¿id., 258-259. Ibid, 276. Ibid, 259. Ibid.
Nathan Leites, un «especialista en ciencas humanas», publicó en 1982 un libro cuyo título y subtítulo hacen pensar peligrosamente: ¿El asesinato de Jesús, medio de salvación? Atolladero de ¡os teólogos y desplazamientos de la cuestión^2. Su idea de fondo es muy sencilla: desde siempre, según el autor, la doctrina cristiana ha sostenido que una ejecución capital había realizado la salvación de los hombres. Pues bien, esta afirmación de la «fe» tradicional ya no se admite y los teólogos modernos intentan soslayar con más o menos claridad un punto doctrinal que se ha hecho insoportable. El libro, por otra parte muy interesante, constituye un voluminoso dossier en donde el autor va desgranando según un plan lógico innumerables afirmaciones de teólogos cristianos, católicos y protestantes, desde hace un siglo. Plan30. Cf. inñra, el capítulo dedicado al sacrificio, 277-313. 31. Entre la abundante bibliografía sobre R. Girard, cf. 3. GUILLET , Rene Giraré et le sacríñee: Études 351 (julio 1979) 91-102; P. GARDEIL, La Cene et la Croix. Aprés Rene Girard: Reflexión sur la mort redemptrice. NouvRev Theol 101 (1979) 676-698. P. VALADIER, BOUC émissaire et Révélation chrétienne: Etudes 357 (agosto-septiembre 1982) 251-260; E. RJCHS, Rene Girard et le bouc émissaire: RevThPh (1983/III) 285s; P. GISEL. Du Sacríñee: Foi et Vie: vol. 83 (julio 1984) 32-37. 32. N. LEITES, he meurtre de Jésus, moyen de salut? Embarras des théologiens et déplacements de la question, Cerf, París 1982.
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tea sucesivamente tres cuestiones clave: ¿qué tipo de muerte? ¿quién es su autor? ¿cuáles son sus resultados? En el primer punto los teólogos cristianos experimentan un malestar manifiesto ante el «pathos» tradicional de la cruz e intentan relativizarla o minimizarla: se refugian en su incomprensibilidad; ven en ella simplemente el fundamento del conocimiento de nuestra salvación; la cruz no es finalmente más que un momento en la vida de Jesús y se comprende en función de ella; no es en definitiva más que una muerte ordinaria o un breve paso hacia la resurrección. ¿Quién es el autor de esa muerte? La tradición respondía sin vacilar: es el Padre el que ledio a Jesús la orden de morir. Pero esta responsabilidad del Padre resulta hoy escandalosa; se subraya por el contrario la relación amorosa que se da entre el Padre y el Hijo y se oculta el hecho de que «es el mismo Padre el que hace sufrir a Jesús»33. Se dirá entonces que el Padre sufre por la muerte de su Hijo. Se verá igualmente en Jesús al instigador de su propia muerte, con el riesgo de rozar la idea de una muerte suicida. Pero se insistirá sobre todo en el hecho de que fueron los hombres los que hicieron morir a Jesús. La fuente de la salvación estaría entonces en «la obediencia amorosa de Jesús a la orden del Padre que le exigía ser fiel, incluso hasta la muerte, a su misión de proclamar el evangelio»34. Y el autor indica, como si hubiera hecho un descubrimiento: «Me parece que tiene porvenir esta tesis, que evita el escándalo del asesinato del Hijo por el Padre»35. El resultado de esta muerte es el perdón de Dios. Pero entonces, ¿a qué se debe esta condición sangrienta? Se rechaza firmemente que el rescate que constituía Jesús fuera pagado a Dios y se intenta reducir el esquema del perdón a la actitud incondicional del padre del hijo pródigo. La sustitución del culpable por el inocente constituye igualmente una dificultad. Se busca entonces pasar de la idea de castigo a la de regeneración. Se insiste finalmente en la solidaridad asumida por Cristo con los hombres y sus sufrimientos. Y el autor concluye: «Todos estos desarrollos del pensamiento sobre la pasión son aptos para reducir lo que he llamado el nuevo escándalo de la cruz»36.
con una idea caricaturesca que identifica con el dogma cristiano. El mismo título revela esta concepción: no se trata de la muerte de Cristo, sino del asesinato de Jesús. Este deslizamiento entre las palabras es altamente significativo, ya que pone de relieve el aspecto más odioso de esta muerte, el asesinato, para atribuirle una fecundidad saludable. Pues bien, la tradición cristiana no ha presentado nunca el asesinato de Cristo en cuanto asesinato como acontecimiento de salvación. Nunca ha dicho que los asesinos de Jesús fueran los ejecutores justos de los designios del Padre. Pero lo que ciertamente ha de calificarse como contrasentido plantea una tremenda cuestión: en su ingenuidad misma, este libro es testigo de un grave cortocircuito doctrinal que ha afectado en los tiempos modernos a las representaciones de la teología, de la catequesis y de la espiritualidad. ¿Cómo es que una persona de buena fe se ha visto llevada a remitirnos desde fuera (él no es cristiano) semejante idea de la comprensión cristiana de la muerte de Cristo? Porque su principio hermenéutico le lleva a acusar de «deslizamiento» a los autores contemporáneos que tienen la valoración más justa del misterio redentor. Pero lo que nos hace más daño en este libro son las interpretaciones que todavía quedan en las ideas de un Dios que exige la sangre de su Hijo para satisfacer su justicia. Paradójicamente, Leites es favorable a estos «deslizamientos» que reducen el nuevo escándalo de la cruz y tienen el porvenir en su favor, mientras que duda de su verdadera ortodoxia. Esta inversión de los valores vale la pena ser analizada más de cerca.
La cuestión que plantea este libro, a la vez bien informado sobre la teología reciente y benévolo en su investigación, procede de la idea previa y espontánea que el autor se hace de la redención cristiana. Como parece ignorar la historia de la tradición antigua, se ha quedado 33. Ibid, 82. 34. Ibid.,9». 35. Ibid. 36. Ibid.,174.
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La salvación por revelación, según Francois Varone Muy recientemente, en un libro que ha obtenido un gran éxito, Ese Dios de quien se piensa que quiere el sufrimiento37, Francois Varone ha desarrollado una teología de la redención en la que opone vigorosamente dos esquemas. El primero estructura la salvación según la religión: se trata de un esquema ascendente que va del hombre a Dios pasando por la inmolación y la satisfacción. El segundo estructura la salvación según la fe: es un esquema descendente que va de Dios al hombre y pasa por un sacrificio de revelación. En el primer caso los actos de la redención son la sustitución, la compensación y la imputación; en el segundo consisten en inaugurar, revelar y atraer38. Se rechaza claramente el primer esquema, ya que trasmite el lenguaje de la justicia, en el que parece necesario un castigo, y hace funcionar la sa37. F. VARONE, Ce Dieu censé aimer la souffrance, París, Cerf 1984. 38. Comento el esquema de F. VARONE , o.c, 135.
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tisfacción «como un mecanismo de intercambio»39. La alergia contemporánea ante la idea corriente de la satisfacción de un Dios irritado se expresa perfectamente en el nivel teológico. Por consiguiente, sólo se retiene el segundo esquema, pero integrando la idea de sacrificio de manera paradójica en el seno del movimiento descendente. En este punto el autor se desmarca de R. Girard y explica el concepto neotestamentario de sacrificio. Esta teología, sugestiva en muchos aspectos en lo que afirma, se apoya en una contestación fundada de la degradación de la idea de satisfacción. Sin embargo tiene algunas lagunas, ya que no da cuenta del conjunto de las categorías bíblicas que se inscriben en el movimiento ascendente y rechaza todo significado de una idea justa de satisfacción. Hay que retener su insistencia en la salvación por revelación. El discernimiento realizado por el autor no siempre es satisfactorio, ya que practica algunas amalgamas. Pero nos hace pensar en la urgencia de una conversión de las categorías que expresan el misterio de la redención. No pretendo haber pasado en estas páginas revista a todos los testimonios del malestar contemporáneo ante las ideas asociadas corrientemente al tema de la redención. Existen notables diferencias entre los que he evocado. Cada uno tiene sus aciertos y sus límites. Retengamos de todas estas críticas la necesidad de una verificación del dossier doctrinal de la soteriología cristiana en su historia y en sus categorías principales.
II. LOS GRANDES TEMAS DE LA CONTESTACIÓN
Me gustaría recoger ahora de forma más sistemática los grandes temas de la contestación contemporánea a la doctrina cristiana de la redención. Ya nos hemos encontrado con lo esencial de la misma en la presentación de los autores. Intentar entender la cuestión que plantean no quiere decir aprobarlos o aceptar sus puntos de vista; lo único a lo qu« nos compromete es a intentar darles una respuesta creíble y llevar a abo los discernimientos que permitan comprender de verdad el escándalo y la locura de la cruz.
39.
Ibid.,169.
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¿Por qué la salvación cristiana pasa por una muerte? La muerte, como hemos visto, es la indicación por excelencia de aquello de lo que el hombre necesita ser salvado. Por eso sin duda la muerte es en nuestro mundo cultural el objeto de una especie de represión. Se ha podido hablar de un tabú de la muerte o de «la muerte prohibida»40. La muerte es lo que no tiene sentido y lo que constituye el signo de un sin-sentido definitivo de la vida. Se busca por consiguiente borrarla de todo lenguaje, hasta engañar a los que ella amenaza inmediatamente. Es verdad que varios libros y diversos medios de comunicación social han levantado estos últimos años este tabú. Pero sigue aún profundamente arraigado en las mentalidades. Por otra parte, registramos en nuestras sociedades la abolición cada vez más generalizada de la pena de muerte, considerada como una violencia injustificable y como un crimen legal. Esta evolución de la moralidad es indiscutiblemente un progreso. Pero estos dos puntos de vista convergen a la hora de hacer insostenible la proposición de un condenado a muerte como salvador de la humanidad. En efecto, una muerte, la muerte, es todo lo contrario de una salvación. ¿Cómo es posible que la muerte de Jesús, que es un asesinato cometido mediante un suplicio horrendo, puede ser la fuente de un bien? Lo que es mal es malo y no produce más que mal. Ya el judío Trifón presentaba en el siglo II esta objeción a Justino: no solamente abandonáis a Dios para poner vuestra esperanza en un hombre41, sino que «ponéis vuestra esperanza en un hombre que ha sido crucificado»42. Los judíos y los paganos estaban entonces perfectamente de acuerdo en el hecho de que la cruz es escándalo y locura. Para nuestro mundo cultural este escándalo es doblemente mayor. El mismo Pablo VI se planteaba hace poco esta cuestión: «¿Cómo es posible que un drama de muerte se convierta alguna vez en un misterio de vida?»43. El recurso al designio misterioso de Dios no hace más que acentuar la cuestión: si Dios tiene el designio de salvar a la humanidad, ¿por qué fue necesario que este designio pasara por la muerte y por esa muerte? ¿Por qué la repetición de esos «es preciso» que aparecen 40. Cf. Ph. ARIES, La mort inversée. Le changement des attitudcs dcvant la mort dans les sociétés occidentales. La Maison-Dieu, n. 101 (1970) 57-89; Id, Essai sur I'Mstoire de la mort en Occident du Moyen Age á nos jours, Seuil, París 1975, 61-72. 41. JUSTINO , Diálogo con Trifón VIH, 3. Irad. de D. Ruiz Bueno, en Padres Apologistas griegos, BAC, Madrid 1954, 315. 42. lbid.,X, 3; o.c.,318. 43. Pablo VI, Osservatore Romano, 31 marzo 1977, 1.
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en labios de Jesús, especialmente para Lucas (Le 9, 22; 17, 25; 22, 37; 24, 7.26.44)? ¿De qué necesidad se trata? ¿No será eso el signo de un masoquismo morboso, orquestado por el «pathos» cristiano de la cruz, que parece exhortar a sus mejores discípulos más bien a morir que a vivir? ¿No habrá allí una sacralización perversa de la muerte?
otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hech 4, 12). ¿Pero cómo un hombre perdido en la historia de las generaciones puede ser causa de salvación para el mundo entero? ¿Cómo comprender que la vida y la muerte de un hombre son un acontecimiento escatológico, esto es, absoluto y definitivo? A medida que el acontecimiento se aleja de nosotros en la historia, a medida que la humanidad toma nuevamente conciencia de sus posibilidades y desarrolla mundos culturales muy alejados del de Palestina hace dos mil años, a medida finalmente de que la experiencia de la humanidad se va haciendo cada vez más profunda y compleja, ¿no parece ridicula semejante pretensión? Por otra parte, en el terreno de los hechos, ¿no se ve objetivamente contradicha esta universalidad? El cristianismo se presenta como un «phylum» religioso particular, en medio de otros muchos. No cabe duda de que a lo largo de los siglos ha conocido una extensión prodigiosa, pero no sólo ha ocurrido eso con él; el Islam puede decir también lo mismo. Además, el cristianismo conoce las mismas vicisitudes históricas que cualquier otro movimiento espiritual en la humanidad. Hoy la dinámica de la expansión de ésta no funciona en beneficio del mundo cristiano. Este va siendo cada vez más minoritario, en provecho del Islam, de ciertas religiones de oriente, así como del agnosticismo o materialismo en occidente.
Lo odioso de una justicia compensatoria y vengadora El escándalo de la muerte no se debe tan sólo a la materialidad de la misma, sino también, y más todavía, al sentido que con frecuencia se le da. Se le atribuye al cristianismo este razonamiento, inaceptado por la idea de Dios que supone: la justicia divina ha sido gravemente lesionada por el pecado del hombre; esta justicia tiene que «aplacarse» y verse satisfecha por una compensación dolorosa que esté a la altura de la gravedad de la ofensa. Esta idea de compensación va asociada a la de venganza o justicia vindicativa, que tiene que castigar en proporción con el mal cometido. Jesús, al aceptar su muerte sangrienta, satisface a este doble aspecto de la justicia. Le ofrece a Dios la «condición previa» para que aplaque su ira y le permita reconciliarse con la humanidad. La encarnación redentora se presenta entonces como una «estratagema» inventada por Dios para obtener lo que el hombre pecador se había hecho incapaz de conseguir. Porque no hay perdón sin un precio pagado como deuda a Dios. Esta caricatura doctrinal demasiado extendida en las mentalidades nos muestra a un Dios vengador que vuelve su cólera contra su propio Hijo, un Dios de violencia, un Dios soberanamente injusto además, porque instituye deliberadamente el sufrimiento, un Dios que quiere «hacer sangre». He oído alguna vez a un teólogo comparar el acto de Cristo con el caso de Maximiliano Kolbe, que se ofreció a asumir sobre sí el castigo impuesto, para liberar a un padre de familia. ¿Tenía conciencia aquel teólogo de que así ponía a Dios en el mismo lugar que a las S.S.? Este resumen sirriplificador pone en discusión la comprensión de varios términos-clave de la teología de la redención: sacrificio, expiación, satisfacción, sustitución. En amplia medida constituye una perversión del pensamiento de san Anselmo, a quien se presenta hoy muchas veces como el origen de todos los malentendidos. La cuestión sigue en pie: ¿por qué y cómo se ha llegado a esto? El rechazo de la pretensión cristiana a la universalidad En cuestión de salvación el cristianismo muestra unas pretensiones inauditas y, para muchos, injustificables: «No hay bajo el cielo
El malestar ante la idea de sustitución La dificultad anterior se localiza fácilmente en torno a la idea de sustitución, en la que ha insistido la teología de los tiempos modernos, hablando especialmente de «satisfacción vicaria». El «por nosotros» de las Escrituras es polivalente: quiere decir a la vez «por causa de nosotros», «en favor nuestro» y también, en cierto sentido, «en lugar nuestro». Parece ser que la reflexión teológica no ha conservado muchas veces más que el tercer sentido, insistiendo en la idea de sustitución, según un esquema imbuido de la idea de compensación y precisado en el sentido de «sustitución penal». Jesús fue castigado por Dios en lugar nuestro por nuestros propios pecados. Este conjunto de representaciones resulta hoy problemático, no solamente por las razones ya señaladas (venganza y violencia de Dios), sino también porque no acaba de verse cómo puede un inocente en este caso hacer algo en lugar de los culpables. ¿Cómo puede su libertad sustituir a la libertad del pecador? ¿Cómo puede su libertad actuar sobre la mía? ¿Cómo puede modificar radicalmente la situación de mi relación con Dios? La respuesta clásica apela a la divinidad de Jesús:
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una respuesta indiscutible en su orden: si Jesús no hubiera sido en su vida y en su muerte Hijo de Dios a título personal, no habría podido evidentemente salvarnos. Pero esta respuesta resulta insatisfactoria teniendo en cuenta la economía de la encarnación, ya que la salvación realizada por el Verbo hecho carne pretende alcanzarnos por la mediación de su humanidad. De todas formas, la salvación traída por Cristo no puede dispensar al pecador del acto de libertad de su propia conversión, con el riesgo de hacerse auténticamente inmoral. Esta idea de sustitución ha estado demasiado aislada de la de solidaridad, hasta el punto de que un teólogo tan poderado como Walter Kasper no ha dudado en escribir: «Mucho va a depender para el futuro de la fe el que se consiga o no asociar la idea bíblica de la sustitución con la moderna de la solidaridad»44.
a su muerte; o bien, Jesús habría hablado ya de ella con todas las categorías religiosas utilizadas por los textos del Nuevo Testamento. Cierta distancia entre las palabras del Jesús pre-pascual y el discurso de la comunidad primitiva puede ser portadora de sentido, con tal que no se introduzca un hiato o, peor aún, una contradicción entre el acontecimiento y su interpretación. Esta cuestión nos invita a articular en una teología de la salvación, según su originalidad y su complementariedad, el momento de los «días de la carne» de Jesús y el momento de la resurrección, tal como los comprendió la comunidad de los creyentes.
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¿Dio Jesús un sentido a su muerte? Esta cuestión nos viene de la exégesis contemporánea. Existe cierto desnivel entre el lenguaje propio de Jesús, tal como permiten alcanzarlo los métodos históricos, y el lenguaje de la comunidad primitiva que interpretó su muerte con la ayuda de las categorías religiosas de que disponía. Dirán entonces algunos: ¿no es la teología de la redención una creación de la comunidad, y de san Pablo en particular? Jesús no da valor a su muerte. Concede gratuitamente el perdón como demuestran las parábolas (por ejemplo, la del hijo pródigo) y otras muchas escenas evangélicas (la curación del paralítico, la pecadora en casa de Simón, Zaqueo...) ¿No hay entonces una contradicción entre la vida de Jesús y el sentido que después de él se quiso dar a su muerte? Por otra parte, en la medida en que Jesús vio venir su muerte violenta, ¿pretendió darle algún sentido? Más aún, ¿quiso darle el sentido absoluto que le reconoce la fe cristiana? En este punto es menester criticar los testimonios evangélicos, ya que fueron redactados posteriormente, cuando se elabora la interpretación de su muerte. ¿No se ha llegado a decir que no podemos descartar la hipótesis según la cual Jesús se habría «hundido» en la cruz? Se habría derrumbado ante el fracaso y el sufrimiento. Sin querer hacer un juego de palabras, esta cuestión es realmente «crucial» para nuestro propósito. Para responder a ella hay que excluir ante todo dos simplificaciones: Jesús no le habría dado ningún sentido 44. W. KASPER, Jesús el Cristo, o.c, 274.
2 La situación doctrinal de la soteriología
El dossier doctrinal de la redención en la Escritura y en la tradición de la Iglesia se presenta de manera muy diferente del de la cristología, centrado por completo en el estudio de la identidad humano-divina de Jesús. Su documentación bíblica es masiva y multiforme, pero aparentemente poco unificada; en los desarrollos conciliares del dogma, por el contrario, su lugar se muestra curiosamente bastante restringido. A lo largo de la edad media su interpretación teológica ha dado lugar a un cambio espectacular, tan grande que, si se produjese ante nosotros, algunos exclamarían de buena gana que «nos han cambiado la religión». Más gravemente hay que reconocer que en los tiempos modernos algunas de las categorías metafóricas de la redención y de la salvación se han visto alcanzadas por un proceso inconsciente de «desconversión», que ha afectado igualmente a la sistematización teológica del misterio. Felizmente se puede advertir a lo largo de este siglo una reacción cada vez más franca de la teología contra el mundo de representaciones utilizado corrientemente en la época anterior y una vuelta a las concepciones de la gran tradición.
I. UN TESTIMONIO BÍBLICO MULTIFORME
El lenguaje de la Escritura es curiosamente abundante y variado cuando se trata de la salvación. Ya en el Antiguo Testamento es central el tema de Yahveh Salvador y liberador de su pueblo. Se basa en la experiencia histórica de Israel, que se inaugura con la liberación de Egipto y con la gesta del Éxodo y continua a través de toda su historia. Yahveh es sin cesar el que compra o rescata a su pueblo para adquirir
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la propiedad del mismo. Le hace vivir en la esperanza mesiánica a través de la figura del rey davídico y de los anuncios proféticos. Estos se abren a las promesas escatológicas de una salvación definitiva en donde el día de Yahvéh será la revelación del reino de Dios, sinónimo de paz, de liberación y de felicidad. Esta salvación será obra de la justicia de Dios capaz de purificar a su pueblo de todos sus pecados. Esta gran obra se inscribe en el proyecto de la alianza de Dios con su pueblo, realizada en el Sinaí, renovada continuamente a pesar de las repetidas infidelidades de Israel y portadora del anuncio de la alianza nueva. Del lado del pueblo la fe en la salvación se expresa en la plegaria de los salmos y en las llamadas suplicantes al Dios salvador, así como en el culto del templo. No solamente Israel celebra todos los años el sacrificio pascual en memoria de la «redención» de la esclavitud en Egipto, sino que cumple toda la multitud de sacrificios prescritos. Celebra la fiesta del kippur, es decir, las grandes jornadas de la expiación, según el ceremonial ordenado por Dios para encontrar allí la reconciliación y el perdón. La perspectiva de la expiación se trasformará y se espiritualizará con la figura misteriosa del siervo de Yahvéh que se convierte en el justo mártir y ofrece su existencia incluso como sacrificio. Estas mismas categorías fundamentales se encuentran también en el Nuevo Testamento, rodeando a la persona de Jesús Salvador. Para no repetir los análisis que a continuación tendremos que presentar1, nos bastará con ofrecer aquí un inventario meramente material de su vocabulario: — Salvador, salvar, salvación; mediador; — Redentor, redención, con la palabra tan densa teológicamente de «rescate»; en este mismo orden de ideas, los términos que evocan la mera idea de compra; — Liberar, liberación; — Entregar, entregarse; darse; — Justificar, justicia, justificación, vocabulario especialmente empleado por Pablo. — Perdonar, perdón, remisión de los pecados; — Reconciliar, reconciliación; — Adopción filial de hijos de Dios; participación de la naturaleza divina; la vida eterna;
— Expiar, expiación, propiciación; — Sacrificio, con toda la retórica de la sangre; — Testimonio y martirio; — Intercambio entre maldición y pecado por un lado y justicia por otro; — Las fórmulas kerigmáticas: «muerto por nuestros pecados», «por vosotros», «por nosotros». En este vocabulario hay que distinguir entre las expresiones en que Dios es el sujeto activo y el hombre el sujeto pasivo, y las frases en que el hombre realiza algo ante Dios y por Dios. En Jesús, Verbo hecho carne y Dios hecho hombre, Dios lleva a cabo humanamente la salvación del hombre de una forma totalmente gratuita; pero en Jesús también Dios permite al hombre volver a Dios en un momento de obediencia y de amor. Se trata de los dos aspectos de la mediación de Jesús que tendremos que examinar. Este breve inventario nos permite ya hacer algunas observaciones. En primer lugar, casi todas estas categorías son metáforas o imágenes 2 , basadas en las relaciones humanas y traspuestas analógicamente según el registro propio de cada una de ellas. Además, este vocabulario es recogido ampliamente por toda la tradición religiosa de la humanidad. Para el que haya pensado un poco en el estatuto del lenguaje religioso, estas primeras observaciones constituyen una evidencia y una necesidad. Para señalar sus relaciones con la trascendencia divina, el hombre no dispone más que de palabras que traducen la experiencia que realiza en la inmanencia de este mundo y dentro de sus relaciones con los demás. Cuando utilizamos estas palabras para decir nuestra relación con Dios, hemos de ser conscientes de que por una parte expresan algo que conocemos muy bien, pero por otra cambian de sentido para decir algo muy distinto que nosotros no dominamos. Hay allí una primera conversión de sentido. Del mismo modo la revelación cristiana no puede utilizar, para definirse en el lenguaje de los hombres, más que los recursos propios de este lenguaje. Se injerta por tanto en esta primera conversión de sentido; recoge el vocabulario religioso lentamente elaborado por la humanidad, puesto que son las palabras que han tomado sentido para nosotros en el orden de la trascendencia. Pero ordinariamente lleva a cabo una segunda conversión de sentido con ellas. Pues, por una parte, tiene
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1. En los capítulos de la segunda parte presentaremos con susreferenciasel vocabulario relativo a cada categoría soteriológica.
2. Cf. M. J. NICOLÁS, Pour une théologie intégrale de la rédempfíon: Revue Thomiste 81 (1981) 36; A. MANARANCHE, Pour nous les nomines la réiicinption, Fayard, París 1984, 118, que habla de una serie de imágenes.
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que purificarla de todos los elementos pecadores que las impregnan y que trasmiten una idea de Dios demasiado hecha a imagen del hombre; y por otra parte, tiene que realizar en ellas una revolución semántica a fin de permitirles decir «lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó» (1 Cor 2, 9). Esta segunda conversión es decisiva si se desea comprender de verdad el mensaje evangélico. Además, la misma multiplicidad del vocabulario empleado y la variedad de los registros utilizados demuestran que la salvación cristiana no puede expresarse en un lenguaje único que pudiera definirla por entero. La diversidad de las aproximaciones lingüísticas señala a su manera la trascendencia de la realidad aludida. La salvación cristiana es un misterio que no puede reducirse a las ideas claras y distintas que tanto le complacían a Descartes. Y continúa siendo ese misterio dentro mismo de los esfuerzos más legítimos y necesarios para decir su sentido. Por consiguiente, hemos de evitar empeñarnos en reducir todo este conjunto a una unidad demasiado simple. El peligro de ciertas teologías ha consistido en llevar a cabo simplificaciones abusivas. Necesitamos todas estas palabras, respetando su complementariedad, para dar cuenta la realidad de la salvación. No podemos librarnos de la carga de manejar juntamente con coherencia todos estos vocabularios.
miento pascual, que revela a su vez la unidad del misterio trinitario. Esta mención no existe en el símbolo occidental, llamado símbolo de los apóstoles, pero se presupone como algo que subyace a todo el enunciado. En todo caso, la historia de la génesis de los símbolos atestigua la aparición de la mención soteriológica, sean cuales fueren sus formulaciones. La crisis pelagiana había girado en torno a la necesidad radical del hombre respecto a la redención realizada por Cristo. Por eso el concilio de Orange recuerda que ni la naturaleza ni la Ley justifican sin Jesucristo, sino que la justificación y la salvación nos vienen por la muerte de Cristo3. Los concilios II (553) y III (681) de Constantinopla4 son más explícitos que los anteriores sobre el alcance soteriológico del dogma cristológico, subrayando la comunicación de idiomas por una parte y las dos voluntades en Cristo por otra. En efecto, es decisivo que la voluntad humana de Cristo pueda cooperar libremente en nuestra salvación; esto supone la liberación de nuestra libertad, fundamentada y salvada por la libertad de Cristo, a fin de que pueda realizarse en su respuesta a la gracia. Hay que esperar hasta el concilio de Trento para encontrar un «plato fuerte» conciliar sobre la salvación. Su sesión VI, de 1547, sobre la justificación es sin duda la obra maestra doctrinal del concilio. Trata con claridad de la redención y de la justificación. Apela especialmente a las categorías de satisfacción y de mérito. Será preciso estudiar este texto a propósito de estos términos5. El mismo concilio desarrolló la temática del sacrificio a propósito de las relaciones entre el sacrificio de la misa y el sacrificio de la cruz (sesión XXII, en 1562). En 1653 el Papa Inocencio X afirma contra los jansenistas que la universalidad de la redención pertenece a la fe de la Iglesia6, en referencia a la voluntad salvífica universal de Dios que afirma la Escritura (1 Tim 2, 4-6), y al sacrificio de Cristo por todos (1 Jn 2, 2)7. El concilio Vaticano I había puesto en su programa una segunda constitución dogmática «sobre la fe católica», que comprendía un capítulo dedicado a «la gracia del Redentor». Este documento, dirigido
n. UN TESTIMONIO DOGMÁTICO REDUCIDO
Y aquí nos espera una sorpresa En cristología podíamos referirnos a la serie imponente de concilios ecuménicos antiguos que iban cristalizando toda la trayectoria de la reflexión eclesial. Pero ahora no ocurre lo mismo; mientras que la salvación y la redención están siempre en el primer plano del discurso de la Escritura, en los documentos de la Iglesia casi siempre se suponen y se presuponen como una referencia normal, sin ser nunca objeto de definiciones solemnes. Existen ciertamente las alusiones, bastante numerosas por cierto, pero son de ordinario marginales. Sin pretender trazar un cuadro completo, mencionaré sólo algunas de las más significativas. La primera y la más importante es evidentemente el «por nosotros y por nuestra salvación» del símbolo niceno-constantinopolitano. Se recoge aquí toda la gesta de Cristo, bajo el doble título de su motivación y de su finalidad, referida a la realización de nuestra salvación. Este dato fundamental se expresa en una narración: creemos en el Dios que llevó a cabo nuestra salvación por la misión de su Hijo y el don de su Espíritu. Esta salvación constituye la unidad del aconteci-
3. DS 391. 4. Cf. B. SESBOUE, Jésus Christ dans la tradition de l'Egüse, o. c , 155-180 (caps. VII-VIII). 5. Cf. infra, cap. 9: «Cristo, justicia de Dios», 243-273. 6. DS2005. 7. Esta cuestión se había debatido ya en el concilio de Quierzy en el año 853 contra Gotescalco: DS 624.
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principalmente contra las negaciones racionalistas de la época y que subrayaba el carácter sobrenatural de la gracia, se quedó en cartera debido a la interrupción del concilio. Insistía en las categorías de mérito y de satisfacción vicaria. Es evidentemente un reflejo de la teología de la época. Pero los tres proyectos sucesivos que tenemos no fueron más que parcialmente sometidos a discusión y no fueron objeto de ninguna votación. Por tanto, es muy exagerado reconocerles «una gran autoridad teológica en virtud de las condiciones» de su redacción8, lo cual corre el riesgo de atribuirles una cuasi-autoridad dogmática. En el momento de establecerse el programa del Vaticano n se hicieron algunas peticiones en favor de una definición dogmática de la redención. Sus autores creían paradójico que este misterio central no estuviera «definido». Aquello era comprender mal el sentido y la naturaleza de las definiciones eclesiales, que no tienen la finalidad de decirlo todo según un orden sistemático, sino de responder a las contestaciones de la cultura y de la historia y a las preguntas de la razón humana que pudieran poner en crisis alguno de los datos de la fe, hasta el punto de reducir el anuncio de la salvación a palabras vacías de sentido.
Trento, ya que la Reforma había proclamado que la justificación por la fe era «el artículo que hacía sostenerse o caer a la Iglesia». Se trataba por tanto de «justificar» la doctrina católica en su fidelidad a la Escritura y reivindicar el carácter propiamente sacrificial de la eucaristía. Pero estos pocos árboles no deben ocultarnos el bosque. La salvación constituye siempre el punto de partida y el presupuesto de todo desarrollo dogmático. El «por nosotros y nuestra salvación» desempeña el mismo papel en la elaboración del dogma que en el símbolo. Si de suyo, por ejemplo, el cumplimiento de la mediación salvífica de Cristo presupone la ontología del Cristo Mediador, para nosotros y para la reflexión de la fe la experiencia de la salvación constituye el presupuesto y la motivación de las afirmaciones cristológicas. Por otro lado, ¿es posible «definir» lo que engloba todo el misterio cristiano? Porque, más allá de las contingencias históricas que no han ofrecido nunca la ocasión para una definición de la redención, se puede discernir un significado más profundo a esta laguna aparente: la redención estructura la totalidad de la fe hasta tal punto que se escapa de toda definición. Esto indica la dificultad propia de toda teología de la redención y de la salvación.
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En efecto, el significado de esta magna cosecha debe comprenderse debidamente. No quiere decir que el dogma de la salvación sea secundario o que haya atraído poco la atención. Se imponía hasta tal punto que nunca fue objeto de una negación directa y formal. Pero ha sido atacado lateralmente a través de la cristología, de la doctrina de la gracia y de la interpretación de sus modalidades y de sus resultados en nosotros. Incluso un Pelagio, que reducía la pasión de Cristo a un valor ejemplar, no pretendía negar la realidad de la redención. Más tarde, una tradición agustiniana estrecha y los jansenistas discutirían su universalidad. Abelardo, reaccionando ya contra ciertas concepciones del «rescate», vio en la pasión de Cristo ante todo una demostración del amor divino. Estará en el origen de lo que se ha llamado la teoría «subjetiva» de la redención, que pone en discusión —como indica su nombre— la «objetividad» de la obra realizada para nosotros por Cristo. Esía línea de pensamiento será seguida por Socin en el siglo XVI y, a través del siglo de las Luces, desembocará en las concepciones del protestantismo liberal. Por otra parte, el racionalismo de los tiempos modernos rechazará el carácter propiamente sobrenatural de la gracia y de la salvación cristiana. Todo esto explica el carácter coyuntural y reducido de la mayor parte de las intervenciones del magisterio eclesial. Las únicas exposiciones de fondo son las del concilio de 8. Como hace desgraciadamente L. RICHARD , Le mystére de ¡a réócmpáon, Decléc, Tournai 1959, 185. El autor ofrece numerosos extractos del esquema propuesto.
IH. UNA DOMINANTE INVERTIDA: DEL MOVIMIENTO DESCENDENTE AL MOVIMIENTO ASCENDENTE
Las intervenciones magisteriales sobre la salvación no son suficientes para darnos acceso al acontecimiento fundamental que ha marcado la historia de la teología en esta materia. La multiplicidad de metáforas y de categorías utilizadas en el Nuevo Testamento abría el camino a interpretaciones sistemáticas muy variadas. En esta rica diversidad destacan algunos centros de gravedad. En efecto, las diversas categorías se ordenan según dos movimientos principales: uno va de Dios aJ hombre a través de Ja humanidad de Jesús; el otro va del hombre a Dios, ya que en Jesús, el Hijo por excelencia, el hombre consigue pasar a Dios. Estos dos movimientos se basan en la persona humano-divina de Jesús, que goza de una solidaridad perfecta con Dios y con los hombres. El primer movimiento es un movimiento descendente; el segundo, un movimiento ascendente. Pues bien, resulta que la tradición cristiana antigua de la Iglesia —en líneas generales podríamos hablar del primer milenio—, y particularmente la tradición patrística oriental, ha subrayado más el movimiento descendente; por el contrario, la tradición del segundo milenio,
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y especialmente la tradición occidental y latina, ha insistido más en el movimiento ascendente. El giro de una perspectiva a la otra puede situarse en Anselmo de Cantorbery (+1109). Ha sido un mérito de Gustave Aulen, teólogo luterano sueco, en sus lecciones de Upsala en 1934, haber subrayado fuertemente este cambio de perspectiva. Aulen, sin duda, se ha dejado llevar, como suele ocurrir con los que descubren una idea profundamente justa, a un cierto unilateralismo, ligado a sus propios presupuestos teológicos. Evidentemente, los antiguos no ignoraban el movimiento ascendente, ni los modernos ignoran el movimiento descendente. Toda la teología agustiniana del sacrificio de Cristo, sin hablar de la reflexión de otros padres orientales y occidentales, está allí para elevar un no formal a la primera afirmación. Igualmente, san Anselmo y más tarde santo Tomás suponen adquirido el movimiento descendente que siempre quedara connotado en occidente. Pero lo cierto es que la dominante se invirtió y que el centro de gravedad de la reflexión teológica se desplazó en la manera de responder a la cuestión: ¿por qué murió Jesucristo? Los antiguos respondían ante todo: para «rescatarnos», para «librarnos» de la muerte, del pecado y del diablo. Esta «liberación de la violencia injusta que pesaba sobre la humanidad se llevó a cabo de forma onerosa, ya que fue objeto de un combate y fue el precio de una victoria de Cristo sobre las fuerzas del mal. En este sentido es como él dio su vida en «rescate». Los latinos, desde la alta Edad Media, contestan de una manera muy distinta: Cristo murió en primer lugar para ofrecerse en sacrificio al Padre y satisfacer a la justicia divina. Aulen interpreta así la primera doctrina: «La diferencia más clara entre el tipo dramático y el que se designa generalmente con el título de objetivo reside en el hecho de que el primero considera lógicamente la redención ante todo como una acción propia de Dios, como un acto divino ininterrumpido, mientras que el segundo encuentra sin duda la fuente de la redención en la voluntad de Dios, pero vinculando por el contrario su realización a una prestación que se considera que realizó Cristo en cuanto hombre y por un camino humano; por eso se trata aquí de un acto divino que se puede llamar ininterrumpido»9. Para la segunda doctrina, que tiene su origen en Anselmo, por el contrario, se interrumpe la línea de arriba abajo, mientras que sigue «ininterrumpido el orden jurídico»10:
9. G. AULEN, Cliristus Víctor. La notion ciirétiennc de rédemption, Aubicr, París 1949, 12-13 (trad. del sueco porG. Hoffman-Sigel). 10. Ibid., 129.
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«No se trata ahora, como ocurría con la noción clásica, de una sola acción divina, ininterrumpida y continua. La línea que iba de arriba abajo se cruza con otra línea que va de abajo arriba, y esto porque aparece aquí la noción de una prestación desde abajo, de una satisfacción ofrecida por Cristo en cuanto hombre, de una «compensación» ofrecida a Dios, como dirá luego esta expresión especialmente característica del siglo XVII. La doble perspectiva de la noción clásica de redención, según la cual Dios se reconcilia y reconcilia al mismo tiempo, desaparece ahora. Por el contrario, sale a relucir otra división: Dios es en parte el sujeto y en parte el objeto de la obra de redención: sujeto en cuanto que la pone en movimiento y la organiza, y objeto en cuanto que se trata de su propio cumplimiento". Este fino análisis está pidiendo algunas observaciones críticas. Aulen opone inmediatamente las dos concepciones sin intentar ver su complementariedad. Esto se debe a su legítimo deseo de rehabilitar la doctrina antigua del motivo de la redención, que ha sido juzgada peyorativamente por el occidente latino en virtud de sus connotaciones mitológicas (la famosa concepción de los «derechos del demonio», en particular). Pero se debe también a una infravaloración de los dos aspectos de la única mediación de Cristo, para cada uno de los cuales intervienen la divinidad y la humanidad. En el motivo clásico, es decir, en el movimiento descendente, Aulen ve una acción de Dios solo12. Se olvida de que este movimiento pone en obra a la humanidad de Cristo; los antiguos teman una viva conciencia de ello, como demuestra la doctrina de la comunicación de idiomas y los debates sobre las dos voluntades de Cristo, que giraban en torno al misterio de la agonía de Jesús 13 . Los latinos, por su parte, no se han olvidado de que la mediación ascendente no es posible ni eficaz más que en el presupuesto de la mediación descendente y su teología de la gracia hace derivar toda la eficacia salvífica del acontecimiento de Jesús, de la gracia de unión que tenía en cuanto Hijo. El sacrificio y la satisfacción son también actos «divinos». Por tanto, Dios no es en parte sujeto y en parte objeto de la redención; es totalmente sujeto, ya que la redención no depende más que de su designio de amor, pero él quiere que venga también totalmente del hombre en su Hijo Jesús. No le basta entregarse al hom-
11. Ibid., 127-128. 12. ¿Habrá que ver aquí un rasgo de la Alleinwirksamieit Gottcs luterana? Aulen ve en Lutero al autor que VOITÍÓ al «motivo clásico» de la redención. Ésta, lo mismo que la justificación, es una acción de Dios solo, sin participación humana, incluso en Cristo: "No se trata de una prestación que haya hecho Cristo qua homo, en y por su naturaleza humana»: o.c, 152. Sobre esta cuestión cf. el debate entre Y. Congar y M. Lienhani Luther témoin de Jésus-Christ, Cerf, París 1973, 24-25. 13. CX. B. SESBOUE , Jésus-Christ daos la tradición de l'Eglise, o.c, 167-173.
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bre en una «autocomunicación perdonante» (Rahner), sino que desea que el hombre se entregue también a él en un libre amor. Por eso, en Jesús le da al hombre la facultad de realizar su propia redención. Se da, por tanto, una continuidad entre el movimiento descendente y el movimiento ascendente, aun cuando aquel es lógicamente el primero y hace posible el segundo; se da también una homogeneidad entre los dos, ya que los dos se realizan por el Hijo único hecho hombre. Dicho esto, el discernimiento realizado por Aulen contiene una gran parte de verdad y el dualismo que revela su concepción de la mediación fue también el de algunas teologías. La inversión de la dominante doctrinal se manifiesta especialmente en el cambio de dirección según la cual se comprendieron muchas de las categorías bíblicas. La redención, liberación del mal y del pecado en la Escritura, se hizo prácticamente sinónimo de satisfacción (se puede observar ya en santo Tomás)14, mientras que el «rescate» tenía que pagarse a Dios para satisfacer su justicia, perspectiva que se consideraba mucho más pura y espiritual que las antiguas ideas que apelaban a un derecho del demonio. Igualmente, el concepto de justicia es manifiestamente «descendente» en Pablo: se trata de la justicia justificante de Dios para el hombre pecador; pero luego se convirtió en un concepto «ascendente»: el hombre tiene que satisfacer a la justicia divina. Finalmente se constata que los nuevos conceptos creados y utilizados en occidente son todos ellos ascendentes: satisfacción, sustitución, satisfacción vicaria... El predominio de la mediación ascendente, que atraía a todas las categorías de la redención, se desarrolló de forma continua a través de la Edad Media, para conocer a partir del siglo XVI una nueva fortuna. De la idea de satisfacción se pasó a la de sustitución, ya que Cristo satisfizo «en lugar nuestro». Esta sustitución se comprendió al menos como una sustitución penal (Cristo sufrió el castigo de nuestros pecados), cuando no como una sustitución en la culpabilidad y la condenación. Los textos fuertes de la Escritura fueron entonces 2 Cor 5, 21 (el Cristo «hecho pecado») y Gal 3, 13 (el Cristo «hecho maldición»), así como el logion del abandono de Jesús en la cruz (Mt 27, 46), interpretado en el sentido de una especie de «condenación» de Jesús. Algunas de estas ideas fueron comunes a los teólogos protestantes y a los católicos. Se las vuelve a encontrar en el siglo XLX en el teólogo ortodoxo Bulgakov. A finales del siglo XVlfí aparece un nuevo concepto, el de «satisfacción vicaria», que resume en sí mismo la idea de sustitución y 14. Cf. S. Th. illa, q. 48, 3.4. El doctor angélico da prioridad aquí a las categorías ascendentes.
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la de satisfacción. Les pareció a muchos el concepto-clave, que recapitulaba en sí todos los aspectos de la redención. La tarea teológica que hoy se impone es la de valorar con claridad el movimiento descendente de la soteriología, para restituirle su prioridad. En efecto, todo viene de Dios. Pero no hay que caer por ello en un unilateralismo inverso; este movimiento debe articularse con el movimiento ascendente en el respeto a la solidaridad de los dos aspectos de la mediación. Sólo esta articulación puede permitir comprender de verdad el alcance del movimiento ascendente, cuyas interpretaciones se desviaron un tanto en los tienpos modernos, como vamos a ver. El reconocimiento de estas «dos perspectivas complementarias» fue el que dio origen en 1959 al hermoso libro de Louis Richard dedicado al misterio de la redención'5: «Según la fórmula paulina, Dios, por la iniciativa de su amor misericordioso, reconcilia al mundo consigo, en el Cristo que se encarnó, murió y resucitó por nosotros (2 Cor 5, 19). Misterio de amor que supera toda comprensión, incluso bajo la luz recibida de este amor. En esta perspectiva del Amor divino que nos libera del pecado dando a Jesús a la humanidad, hay que comprender las nociones de rescate o redención. En la perspectiva bíblica es Dios el que rescata, es decir, el que libera de la esclavitud del pecado... ... Esta perspectiva, que parte de Dios dándose al hombre por medio de su Hijo, no excluye ni mucho menos, sino que exige, la perspectiva que va del hombre a Dios por medio de Jesucristo, ya que la criatura tiene que glorificar a Dios en su respuesta de amor filial y adorador»16. Todo el misterio es un misterio de amor: el amor es el que enlaza las dos perspectivas. Tanto la segunda como la primera tienen que interpretarse sobre el fondo del amor. Puede observarse, con cierta nota de humor, que en el momento en que se descubrían las virtudes de la cristología desde abajo, a veces con el riesgo de oponerse indebidamente a la cristología desde arriba, se vuelve a descubrir el valor necesario de la soteriología de arriba, igualmente con el riesgo de rechazar toda soteriología de abajo. La actitud teológica coherente debería seguir siendo la misma en ambos casos: mantener la solidaridad y proponer una articulación. Pero esta inversión de tendencia no se soldó únicamente con una visión unilateral. Se vio igualmente acompañada de otro fenómeno, más peligroso aún: una «desconversión» de las categorías ascendentes. 15. L. RICHARD, O. C.
16. Ibid.,166.
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IV. LOS MECANISMOS DE LA «DESCONVERSIÓN» DEL VOCABULARIO
Ya lo hemos visto: el lenguaje cristiano se basa en una doble conversión de sentido de un vocabulario procedente de la experiencia humana tradicional y utilizado en las diversas religiones. La pedagogía de la revelación consiste en trasformar el sentido de estas palabras, en purificarlas de sus connotaciones malsanas, consecuencias del pecado del hombre, y en cargarlas de un nuevo valor a fin de hacerles decir lo que ha sido propiamente revelado y dado por Dios. Este proceso de conversión de sentido toma cuerpo en un pueblo y pasa por la conversión del mismo a la fe. Pero esta conversión es frágil, ya que es aceptada por un pueblo amenazado por el pecado. Pues bien, el sentido nuevo y convertido está en contradicción y choca con el sentido inscrito espontáneamente no sólo en la historia pasada de las religiones, sino también en el presente del inconsciente colectivo. Por eso existe el grave riesgo de querer explicar y comentar estas palabras, en teología o en pastoral, a la luz de unos esquemas no convertidos que funcionan sin que uno se dé cuenta de ello. Por ese mismo hecho se llega a «desconvertirlos» e incluso a pervertirlos, haciéndoles afirmar cosas escandalosas que no tienen nada que ver con el escándalo paulino de la cruz. El carisma de la infalibilidad de la Iglesia nos garantiza sin duda de que la fe misma no ha caído nunca en esta perversión; pero no podemos decir esto mismo de algunos discursos exegéticos, teológicos y pastorales. Dos esquemas no convertidos: la compensación y la pena vindicativa Todos estamos imbuidos del esquema antropológico sumamente fuerte de la compensación Basta, para convercerse de ello, preguntar a la conciencia popular. Este esquema lleva consigo la idea de que tiene que haber una correspondencia tan exacta como sea posible entre el mal cometido y su reparación. Esta correspondencia se traduce por la imposición de un castigo con que se piensa reparar el mal cometido suprimiéndolo (por ejemplo, una restitución), o bien, si esto no es posible, constituir un sufrimiento de valor equivalente al sufrimiento causado a la víctima, o eventualmente de un valor equivalente, pero contrario, al placer obtenido del mal que se ha cometido. Por tanto, sufrir el castigo será expiar. Esta concepción supone que los derechos de la justicia tienen que ser rengados, y en la idea de compensación subyace siempre la noción de «pena vindicativa». Todas estas ideas dominan, consciente o inconscientemente, en virtud de un consenso tácito innato, la educación ¿e les hijos y el ejercicio de la justicia humana.
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Por ejemplo, las penas de prisión tienen un valor vindicativo, aunque se insista en la protección necesaria de la sociedad contra el malhechor y en el aspecto medicinal de esas penas (reeducación del delincuente, su cambio de vida). No hay por qué despreciar este esquema antropológico, ya que tiene un valor social real; dirige el equilibrio de los intercambios en las relaciones humanas y permite la regulación de la violencia en las sociedades. Pero este esquema ha sido proyectado espontáneamente por la conciencia ancestral en el terreno de las relaciones entre el hombre y Dios. Es la forma negativa del do ut des. Es menester que los derechos de Dios sean vengados por una forma de compensación objetiva del pecado cometido, castigo oneroso o sacrificio, para que el hombre vuelva a encontrar su benevolencia. Inmediatamente traspuesto y poco atento a la trascendencia, semejante esquema concibe a Dios a imagen del hombre. Ve en él un superjefe de estado, encargado de imponer el orden en el mundo y en la sociedad, con los mismos medios. Y como todos los hombres son pecadores, el Dios pintado a imagen del hombre tendrá inevitablemente ciertos rasgos pecadores. Pues bien, la revelación judeo-cristiana nos dice que Dios no es como el hombre; convierte radicalmente este esquema anunciando que el Dios justo y santo es el que justifica al pecador en vez de vengarse de él, que es un Dios de perdón y de misericordia, de manera incondicional. V. Jankélévitch lo comprendió perfectamente cuando escribía: «El mismo Aristóteles conoció el don, pero sólo la Biblia conoció de veras el perdón»17. Porque Dios no exige nada más que la conversión del corazón, el abandono del pecado y el retorno al camino de la justicia; y en este mismo terreno él da lo que ordena, puesto que el hombre no puede convertirse más que bajo su gracia. El que esta conversión le resulte al hombre onerosa se debe a su adhesión objetiva al pecado, que le pide un cambio de actitud siempre costoso; el que se exprese en unos actos concretos de reparación, esto se debe a que el hombre es cuerpo que vive en el tkmpo y una conversión sincera tiene que tomar también cuerpo en el tiempo y negar el pecado por todos los medios posibles. Todo esto queda perfectamente expresado en la parábola del hijo pródigo: «Matar el carnero cebado y dar un banquete en honor del arrepentido, dice tambiói Jankélévitch, es algo que resulta inexplicable, injusto, la misteriosa fiesta del perdón»18. Resulta difícil negai que el esquema de la compensación, relacionado siempre con el de la pena vindicativa, se haya infiltrado subrepti17. V. JANKÉLÉVITCH , Lepardotí, Aubier, París, s.d., 167. 18. lbid.,101.
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cianiente en las teologías de la salvación. El desarrollo de las teorías jurídicas de la redención, en donde se habla de imputación o de sustitución penal es un ejemplo evidente. Sin embargo, el misterio de la cruz no puede estar en contradicción con la parábola del hijo pródigo. Es verdad que el empleo en el Antiguo y en el Nuevo Testamento de todo un vocabulario, utilizado analógicamente y objeto de una profunda conversión, parecía rondar muy de cerca al esquema de la compensación, lo cual ha dado pie a estas interpretaciones «desconvertidas». Esto resulta manifiesto para el término de expiación. Igualmente, ¿cuántas teologías de la redención han buscado en la historia de las religiones una definición del sacrificio, a fin de poder explicar el sacrificio de Cristo? La idea de compensación penal afecta entonces a la interpretación del carácter doloroso y sangrante de la muerte de Jesús. Los términos teológicos de la tradición cristiana de satisfacción y de sustitución llegaron así a recoger, el uno la idea de una equivalencia entre el mal y el sufrimiento, y el otro la de alguien que «paga» en lugar del otro. Las citas de Aulen hechas anteriormente asimilan espontáneamente la noción de satisfacción a la de compensación". En este punto Girard tiene razón: el hombre acusa a Dios de ser vengativo y violento, porque le atribuye lo que su inconsciente pecador juzga necesario. Pues bien, la redención es obra del amor divino y no hay ningún texto bíblico que pueda interpretarse justamente en el sentido de una justicia conmutativa o de una justicia vindicativa20.
miento y calor. Pero en caso de contacto inmediato entre los dos hilos se produce una hemorragia súbita de energía con los consiguientes efectos nocivos y destructores. Por consiguiente, una buena utilización de la electricidad exige establecer un contacto, pero manteniendo una forma de distancia o de resistencia. En el caso de la redención hay también un polo positivo: el amor misericordioso del Padre que da a su Hijo a los hombres; es el amor y la obediencia incondicional del Hijo que cumple su misión de reconciliación de los hombres con Dios y entre ellos mismos, realizando el «sacrificio», es decir, el paso a Dios de sí mismo en nombre y en provecho de toda la humanidad. El polo negativo es la situación pecadora de la humanidad que se debate en unos males tan complejos en los que están implicados el pecado y las consecuencias del pecado. Por su pecado los hombres viven en una separación mortífera de Dios; se ven igualmente afectados por un rechazo de la justicia y del amor de Dios y por una violencia que destruye su fraternidad. La redención consistirá en poner en contacto esos dos polos en un designio de reconciliación a través de la vida, de la acción y de la muerte de Cristo, y adquirirá toda su visibilidad en lo que Ignacio de Antioquía llamaba de forma atrevida «la máquina de la cruz»21. La cruz es el lugar del «duelo admirable», evocado por la secuencia pascual22, entre la vida y la muerte, entre el amor y el odio. En la victoria aparente de la muerte y del pecado, revela y realiza la victoria definitiva de la vida y del amor, así como la liberación y la conversión de los hombres que vuelven a ser capaces en Cristo de realizar su vocación y de pasar a Dios. La cruz es el lugar de una misteriosa coincidentia oppositorum, en donde una ejecución sangrienta, que es todo lo contrario a la buena nueva de la salvación, se convierte en la manifestación última de un amor más fuerte que la muerte. Pero la justa percepción de esta «coincidencia» supone que hay que respetar la antinomia de los «contrarios» y su respectiva responsabilidad. El cortocircuito consiste en la confusión entre los contrarios y en la atribución inmediata al polo positivo de lo que pertenece al polo negativo. La perversión consiste entonces en hacer pasar de un polo al otro la violencia y en presentar como un bien lo que es ante todo obra del mal y de los hombres pecadores, es decir, la ejecución sangrienta de Cristo en la cruz. Olvida sencillamente que el asesinato en cuanto tal no tiene nada de saludable, que la muerte en cuanto muerte no puede ni mucho menos ser
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El mecanismo de un «cortocircuito» Concretamente, el parasitismo de la idea de compensación y de pena vindicativa en las afirmaciones reveladas se apoyó en una especie de «cortocircuito» semántico, cuyo mecanismo es interesante desmontar. La imagen del cortocircuito puede ayudarnos a comprender esta idea. El cortocircuito se debe al contacto inmediato entre la fase positiva y la fase neutra de una línea eléctrica. Entre los dos hilos hay una diferencia de potencial cuya energía se puede dominar y utilizar cuando atraviesa un aparato que hace resistencia y permite obtener movi19. La idea de compensación sigue pesando sobre la exposición reciente de M. J. NICOLÁS, art. cit,62, a pesar de propugnar una conversión de los conceptos. Es verdad que su exposición se basa en las expresiones de santo Tomás. Pero ¿es legítimo traducir recompensatio por «compensación»? 20. Cf. J. GALOT , La lédemption mystére d'Alliance.D.D.B., Paris-Bruges 1965, 96-107, donde el autor analiza los textos bíblicos que podrían aducirse erróneamente en este sentido.
21, IGNACIODE ANTIOQUÍA, Ad Ephes.iX, 1.
22. «More el vita daello conílixere mirando. Dux vitae mortuus regnat vivus».
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objeto de un designio de Dios. La pasión de Cristo es salvífica porque convierte esta obra de muerte en obra de vida, en el combate que emprende contra ella, con las armas absolutas del amor, del don de sí mismo y de la obediencia El olvido de los tres participantes El «cortocircuito» atribuye inmediatamente al designio de Dios, y por tanto al Padre, la responsabilidad de lo que es debido a la libertad pecadora de los hombres. A la pregunta de «¿por qué la redención pasa por la cruz y por la muerte violenta de Jesús?» no hay más que una respuesta posible: porque los hombres pecadores en su totalidad, tanto paganos como judíos, rechazaron el anuncio del reino y entregaron a la muerte al Justo, considerando que era insoportable su presencia en medio de ellos (cf. Sab 2, 12). Este dato se afirma de la manera más formal en el kerigma primitivo: «A éste (Jesús Nazareno)... vosotros le matasteis clavándole en la cruz por manos de los impíos; a éste, pues, Dios le resucitó librándole de los dolores del Hades» (Hech 2, 23-24). Este texto dice admirablemente lo que es obra de los hombres, la muerte, y lo que es obra de Dios, Ja resurrección. Los relatos de la pasión subrayan la misma idea, incluso en las palabras de perdón dichas por Jesús en favor de sus verdugos (Le 23, 24). En efecto, no hemos de olvidar nunca que en la pasión hay tres participantes: el Padre que entrega a su Hijo para reconciliar a la humanidad con él; el Hijo que se entrega al Padre y a sus hermanos en un amor que lo lleva hasta sufrir la muerte; los hombres pecadores, testigos de un rechazo de Dios que los lleva incluso al asesinato. San Agustín había meditado ya en los diferentes sentidos del tradidit, según se trate del Padre, del Hijo o de Judas: «¿Qué es lo que distingue al Padre que entrega a su Hijo, al Hijo que se entrega a sí mismo y al discípulo Judas que entrega a su Maestro? Lo siguiente: que el Padre y el Hijo lo hicieron por caridad, y Judas por traición» 23 . El rechazo o el olvido de esta triangulación del drama conduce inevitablemente al «pacto sacrificial» denunciado por Girard: un Dios irritado exige la muerte sacrificial de su Hijo para aplacar su justicia. Pone una condición previa al ejercicio de su misericordia. San Agustín, glosando a san Pablo, nos muestra que esta idea no existió nunca en la antigua tradición de la Iglesia:
23. AGUSTÍN, Comm. ¡n 1 epist.Joh. VII, 7: SC 75, 327.
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«¿Qué quiere decir "reconciliados por la muerte de su Hijo"? ¿Es que Dios Padre, airado contra nosotros, vio la muerte piacular de su Hijo y se aquietó su ira contra nosotros? ¿Acaso el Hijo se había ya reconciliado con nosotros, hasta dignarse morir por nosotros, mientras el Padre aún humeaba en su furor y sólo se aplacaba a condición de que su Hijo muriera por nosotros? Que es lo que en otro lugar dice el mismo Doctor de los gentiles cuando escribe: ¿Qué diremos, pues, a estas cosas? Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdonó a su Hijo, sino que por todos nosotros lo entregó, ¿cómo no nos va a dar con él todas las cosas?... Pero yo veo en el Padre un amor de prioridad. Nos amó no sólo antes de morir su Hijo por nosotros, sino antes de la creación del mundo... El Hijo, a quien el Padre no perdona, es entregado, pero no contra su voluntad, pues de él está escrito:'Me amó y se entregó por mí'»24. La fórmula de Rom 8, 32, que evoca aquí san Agustín: «El que no perdonó a su Hijo...» ha sido interpretada a veces, en contra del contexto que indica claramente su sentido, según la idea del pacto sacrificial: Dios inmoló a su propio Hijo en aras de su justicia. Pero san Agustín comprendió perfectamente que toda la pasión es el fruto de una iniciativa absoluta del amor de Dios que entrega a su Hijo a nosotros, a nuestra libertad de hombres pecadores que le damos muerte. Tan sólo por la inversión de la situación que está en el corazón de la acción redentora, el Hijo entregado a nosotros se entrega para nosotros. Porque el cortocircuito se olvida siempre de esta inversión del por por el para realizado por la muerte de Jesús. Muerto por obra del pecado de los hombres en una violencia injusta, Jesús muere para sus pecados, es decir en favor de los hombres 25 . Esta misma inversión afecta a todas las fórmulas bíblicas que atribuyen en definitiva el misterio de la muerte de Cristo al designio de Dios como causa primera. Éste es el sentido de la fórmula de los Hechos antes mencionada, que encierra esta indicación: «A éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis...» (Hech 2, 23). Tal es también el sentido del «es preciso» (Le 17, 25) o de los «¿no era necesario...?» (Le 24, 26). Estas expresiones no quieren decir que los verdugos hayan hecho una buena acción al matar a Jesús. Dicen todo lo contrario: al ser los hombres lo que son, su obra de muerte contra Jesús era inevitable y Dios lo sabía. Pero su amor todopoderoso no retrocedió e incluso fue
24. AGUSTÍN , De Tkin. XIEI, XI, 15: trad. L. ARIAS, Obras de san Agustín V, BAC, Madrid 1948, 73J. 25. Cf. B. RFV , Jésis-Chrit, chenin de notre Coi, Cerf, París 1981, 94.
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capaz de hacer que entrara ese mal en su propio designio, a fin de recuperarlo en un bien infinitamente mayor.
penal. La sangre será el precio, la verdadera contrapartida exigida para el perdón del pecado de los hombres. La sangre tendrá un valor objetivo en sí misma. Por este hecho, Dios Padre representará el papel de un sádico y los cristianos se compremeterán en un culto sadomasoquista. Toda la expiación realizada por Jesús en el sentido bíblico de esta palabra se verá pervertida y llegará a ser una falsa concepción del sufrimiento reparador. Cuando Juan cita la frase de Caifas: «Vosotros no sabéis nada ni caéis en cuenta que es mejor que muera uno solo por el pueblo y no que perezca toda la nación», no vacila en decir que, a su manera, Caifas profetizó «que Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 50-52). Al escribir esto, sabía muy bien lo que decía; era consciente del cambio radical de sentido entre las ideas de Caifas y la realidad del misterio. La corrección universalista que hace a la reflexión de Caifas lo muestra ya claramente. Caifas juzga preferible abandonar a Jesús a la venganza de los romanos, a los que calmará esta ejecución aislada. Así se evitarán sus crueldades contra el conjunto del pueblo. Por tanto, para él Jesús será el chivo expiatorio del pueblo, en beneficio de una reconciliación (provisional) con los romanos. Pero Juan, desde lo más hondo de su fe, lee en esta frase cruel, por metáfora y metanoia, un anuncio de la realidad más misteriosa. Lejos de identificar a Dios con los romanos policiales y vengadores, lee en la pasión la realización del designio de salvación y de unidad para todos los hijos de Dios. I-a representación tradicional de la cruz y del crucifijo se basa en esta misma metáfora. ¿Tiene acaso el crucifijo la finalidad de glorificar un suplicio infame? ¿Quién aceptaría poner en un lugar distinguido de su casa la representación de un ahorcado? ¿Quién, a no ser un sádico, podría complacerse en semejante espectáculo? Sin embargo, eso es lo que hace la Iglesia. ¿Será para recordarnos sin cesar que la venganza del Padre ha caído sobre el Hijo para castigarlo hasta la muerte? Eso sería algo odioso y estaría en contradicción tanto con el evangelio como con todas las liturgias de la cruz. Contemplamos al que hemos traspasado (cf. Jn 19, 37), no a un maldito de Dios. La representación de la cruz no puede justificarse más que en nombre de una «estética teológica» en el sentido que le da H. Urs von Balthasar a esta expresión26. No se trata solamente de la estética propia de la representación pictórica o escultórica. Sea lo que fuere del realismo exa-
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El desconocimiento de la metáfora y de la metonimia Las categorías neotestamentarias son más bien metáforas que conceptos, como hemos visto. El cortocircuito que lleva a cabo una perversión de sentido se apoya precisamente en el desplazamiento simbólico del lenguaje que procede por metáfora, en nombre mismo de la coincidencia de los contrarios. El lenguaje bíblico y tradicional se basa muy particularmente en la metonimia, que define así el PetitRobert: «Procedimiento del lenguaje por el que se expresa un concepto por medio de un término que designa otro concepto unido al primero por una relación necesaria (la causa por el efecto, el continente por el contenido, el signo por la cosa significada)». Los ejemplos que se dan son los siguientes: «Beber un vaso (contenido), amotinar la dudadlos habitantes), son metonimias». En nuestro caso un elemento que es imagen (o signo) de otro, evoca y hasta simboliza todo un conjunto complejo (significado). Lo que podríamos llamar el pathos de la cruz, es decir, la valoración afectiva de un misterio que se reconoce como insondable, se basa en la metáfora y en la metonimia. Estas tienen un poder de evocación tanto mayor cuanto que se apoyan en una antinomia más «escandalosa»: el desencadenamiento de la violencia absoluta se invierte para convertirse en el lugar de la revelación del amor absoluto. Pongamos por ejemplo la «retórica de la sangre» en el Nuevo Testamento. Son innumerables las expresiones que atribuyen nuestra redención a la sangre de Cristo (Rom 5, 9; Heb 9, 12.14; 1 Jn 1, 7; 1 Pe 1, 18-19; Le 22, 20; la nueva alianza en la sangre derramada de Jesús, etc..) La sangre recapitula simbólicamente toda la obra realizada por la pasión de Jesús. El contexto precisa muchas veces en qué sentido se toma este término: traduce el don de sí que llega hasta el final dando pruebas del amor más grande. La sangre es por tanto el símbolo del amor reconciliador que tomó cuerpo visiblemente en nuestro mundo. Metafóricamente, se comparará con la sangre de los sacrificios; pero el objeto de la analogía es apoyarse en una institución religiosa muy conocida para poder expresar la originalidad y la trascendencia de la sangre de Cristo, derramada en su sacrificio existencial, frente a la sangre de los animales, derramada de manera cultual y bajo la forma de sustitución. Por eso este nuevo y único sacrificio logra abolir los antiguos. Si se olvida todo este contexto bíblico, entonces podrá verse en la sangre de Cristo el símbolo de una condenación a muerte de tipo
26. Cf. H. TJRS VON BALTHASAR , Gloría. Una estética teológica l. La percepción la íoima, Encuentro, Madrid 1985, 22 ss.
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gerado de ciertas representaciones, leemos en la cruz el símbolo de un amor que transfigura el horror en belleza y denuncia el pecado en el mismo momento en que lo perdona. Cristo desfigurado por los azotes de los hombres en el anonadamiento de sí mismo, al final de una existencia en la que dio la más alta prueba de amor, revela la propia gloria de Dios manifestada en lo más hondo de lo que más se le opone. Coincidentia oppositorum: el árbol de muerte se convierte en árbol de vida. Era ya ésta la teología de Juan, que veía en la elevación de Cristo en la cruz una primera etapa de la glorificación. El crucifijo recapitula en una imagen impresionante la totalidad del misterio pascual de muerte y de resurrección que lleva a cabo nuestra salvación. Por eso la fe cristiana no se ha cansado nunca de meditar en los innumerables acordes de este simbolismo. La figura de sus dos brazos cubre los cuatro puntos cardinales y nos remite a la cruz cósmica de la creación, según las perspectivas de Justino y de Ireneo 27 . Los dos brazos abiertos de Jesús expresan su voluntad de abrazar todo el universo en la obra de reconciliación por la que acepta verse desgarrado.
V. U N FLORILEGIO SOMBRÍO
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Los reformadores Cristo
del siglo XVF: la cólera de Dios se abate
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Con el desarrollo de la teología de la satisfacción, la Edad Media se había dejado seducir un poco por el esquema de la justicia conmutativa. Se había abierto camino la idea de la sustitución, en la que insistirán los tiempos modernos introduciendo en ella la concepción de una justicia vindicativa. Entre una y otra teología, la historia impone citar el papel de los reformadores, aun cuando ellos hablan a partir de un universo muy distinto. En efecto, ellos hacen intervenir de forma dramática el tema de la cólera de Dios abatiéndose sobre Cristo, que sustituye a la persona de los pecadores. Los autores católicos acomodaron el paso a esta orientación nueva, pero integrándola en una perspectiva nueva distinta de la de los reformadores. Efectivamente, la concepción de la justicia de Dios no es la misma en una y otra parte; es descendente en Lutero y ascendente en los católicos. Así pues, en los pocos textos que vamos a citar, nos quedaremos en una lectura bastante material, que es precisamente la misma que ejercerá su influencia posteriormente en la teología católica29. Lutero se sintió realmente fascinado por el versículo de Gal 3, 13, sobre el que volverá cuatro veces en una interpretación cada vez más radical. Recojamos algunas fórmulas del último comentario del año 1535:
Acabo de lanzar una grave acusación contra las interpretaciones soteriológicas de los tiempos modernos. Sin pretender dar aquí el resultado de una encuesta sistemática que todavía está por hacer, me gustaría solamente fundamentar e ilustrar mis ideas con una breve serie de ejemplos. Sé muy bien el peligro de focalizar en un aspecto el pensamiento de algunos autores que a veces dicen otra cosa muy distinta, sin escaparse siempre de ciertas contradicciones. Este «florilegio» estará hecho de textos sacados de la teología propiamente dicha, de la elocuencia sagrada (en donde la retórica fácilmente exagera las cosas) o también de la catequesis. Conviene distinguir estos géneros literarios, para no atribuir a todos ellos el mismo valor. La interpretación penal del sacrificio de Cristo desborda la comprensión del sacrificio de la misa. En estos textos aparecerán continuamente los versículos de la Escritura para fundamentar el discurso: Gal 3, 13, que habla de Cristo hecho maldición, y 2 Cor 5, 21, que proclama a Cristo hecho pecado por nosotros28.
Así pues, nuestros pecados se han hecho «tan propios de Cristo como si los lubiera cometido él mismo» 31 . Entonces su inocencia se v e como conprometida por los pecados y la culpabilidad del mundo entero. De ahí esa paradoja:
27. JUSTINO , / Apol. 60, citando e interpretando a Platón. Cf. M. F EDOU. La visión de ¡a Croixdans l'euvre de saint Justin, "philosophe et martyr": Rechexches augustiniennes 19 (1984) 72-81; IRENEO, Demonst. praed. apost. 34; Adv. haer. V, 18, 3. 28. Volveré sobre esta intrepretación en el capítulo dedicado a la expiación: cf. úifra.31 5-350.
29. Volveresobre la diferencia entre el punto de vista de los reformadores y el de los católicos a propósito de la sustitución: cf. mó'4300-302. 30. LUTERO , Comm. in Gal, cap. 3, v. 13, en Oeuvres XV, Labor et Fides, Genéve 19 69, 282. 31. Ibid.,2&.
«Todos los profetas vieron que Cristo sería el bandido mayor de todos, el más homicida y adúltero y ladrón y sacrilego y blasfemo, etc. que jamás lubo en el mundo, ya que no es su persona la que él lleva, no es ya el Hijo de Dios nacido de la Virgen, sino un pecador, que tiene y que lleva el pecado de Pablo, que fue blasfemo, perseguidor y violento; el pecado de Pedro querenegó de Cristo; el de David, que fue adúltero, homicida y que hizo blasfemar el nombre del Señor a los paganos; en una palabra, el que tiene y el que lleva todos los pecados de todos en su cuerpo. No es que él mismo haya cometido esos pecados, sino los que hemos cometido nosotros, cargándolos sobre su cuerpo a fin de satisfacer por ellos con su sangre»30.
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JESUCRISTO, EL ÚNICO MEDIADOR «Como en esa misma persona, que es el mayor y el único pecador, se encuentra igualmente la justicia eterna e invencible, hay pues dos cosas que se enfrentan: el pecado más grande, el único pecado y la justicia mayor, la única justicia»32.
En este enfrentamiento, la justicia saldrá victoriosa y el pecado será vencido para la salvación de todos. Por eso, a fin de hacernos justos, el mismo Cristo e s maldecido por Dios y es hecho pecado en el sentido de «hecho pecador»: «Cuando queremos expresar del mejor modo posible que un hombre es criminal, decimos que es el crimen mismo. En efecto, es una cosa muy grande llevar el pecado, la cólera de Dios, la maldición y la muerte. Por eso, el hombre que siente seriamente estas cosas se hace verdaderamente pecado, muerte y maldición, etc. » 3 3 . En este texto se relaciona 2 Cor 5, 21 con Gal 3, 13: hecho maldición, Jesús es maldito a los ojos de Dios; hecho pecado, lleva la personalidad misma del pecador ante Dios. En el comentario a Is 53, se dice de Cristo que es el objetó de la cólera misma de Dios: «Por eso Cristo, Hijo de Dios, es... la única persona... que tomó sobre sí nuestros pecados y derivó sobre ella la cólera de Dios por culpa de nuestros pecados... En efecto, la cólera de Dios no podía aplacarse ni apartarse más que por una víctima tan grande y de tal categoría como el Hijo de Dios, él que no podía pecar»34. Se habrá observado la perspectiva dialéctica en que se sitúan estas afirmaciones: Cristo es a la vez inocente y pecador; a través de la pasión se efectúa el intercambio entre nuestro pecado y su justicia. Lo cierto es que Lutero dramatiza y orquesta fuertemente el tema de la sustitución y nos muestra a un Cristo maldecido por su Padre. Su interpretación del salmo 22 va en este mismo sentido. Se leerá allí espontáneamente la afirmación de un castigo sustitutivo de Cristo, a punto de olvidar el aspecto de «solidaridad redentora» que igualmente se encuentra en ese texto. Calvino expresa estas mismas ideas con mayor sobriedad: «Así pues, cuando Cristo fue clavado en la cruz, quedó sujeto a la maldición. Era menester que así fuera, porque la maldición que se nos debía y que estaba preparada por nuestras iniquidades, fue trasferida a él, para que nos viéramos libres... Por consiguiente, a fin de pagar 32. Ibid.,285. 33. /¿id, 292. 34. LOTERO , Enarr. uberíor cap. 53 is.; ed. de Wittenberg (1574), t. %, 216, 219.
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nuestra redención, puso su alma en sacrificio satisfactorio por el pecado, como dice el Profeta (Is 53, 5-11), para que toda la execración que se nos debía como pecadores, una vez arrojada sobre él, ya no se nos imputara»35. Los católicos en el siglo XVI: venganza divina y compensación La nueva orientación no es una especialidad de la reforma. He aquí un texto de meditación atribuido indebidamente a Taulero, que fue traducido al latín en 1548 por el cartujo Surius y que se difundió ampliamente por Europa. Se trata de la agonía de Jesús: «Está postrado y reza, no como un Dios ni como un justo, sino como un pecador público..., como si fuera indigno de ser escuchado por su Padre y se avergonzase de levantar los ojos al cielo. Se encuentra como abatido por Dios, enemigo de Dios, para que nosotros, enemigos de Dios, nos hiciéramos amigos e hijos escogidos de Dios. Está escrito: Es terrible caer en manos del Dios todopoderoso, y he aquí que el manso Jesús, por nosotros, espontáneamente, se entregó amorosamente, permitiendo que cayera sobre él toda la cólera, la venganza y el castigo de Dios Padre... Cristo, en su inmenso dolor, habla como si en él, el hombre interior recibiera sobre sí la sentencia de Dios, en lugar de los pecadores»36. Por parte católica en el siglo XVI recojamos este comentario de la noción de satisfacción que da el Catecismo del Concilio de Trento, que apela precisamente al esquema de la justicia conmutativa y de la compensación: «Satisfacer, en genera 1, es pagar íntegramente lo que se debe. Decimos que uno está 'satisfecho' cuando no le falta nada debido. En el caso específico de la reconciliación con un amigo, satisfacer significa ofrecer aquello que es suficiente para reparar la ofensa y la injuria que se le cause. En otras palabras: satisfacción es la compensación del mal inferido... Y como en ello puede haber muchos grados, divídese la satisfacción en vaias especies: a) La satisfacción más excelente es sin duda aquella por laque se ofrece a Dios, en compensación de nuestras culpas, todo lo que aél se le debe en estricto rigor de justicia. Tal satisfacción suficiente para aplacar perfectamente a Dios y volverlo propicio, únicamente pudo ser ofrecida por Jesucristo en la cruz, precio supremo e íntegro de nuestra deuda de pecadores... La oferta y el sacrificio de Cristo fueron plena y total satisfacción, perfectamente adecuada a las exigencias contraídas por lahumanidad con el cúmulo de pecados cometidos»37. 35. J. CALVIN, institvtionde la religión chrétienne, II, cap. XVI, 6, Labor et Fides, Genéve 1955,1. II, 264. 36. TAUIÍRO, Exercitia de vita etpassione Salvatoris nostri Jesu Christi.cc. 1 y 46, Colonia 1Í17, 69 y 381, cit.por M. RICHARD, O.C, 179. 37. Cateésmo romano, cap. 24, 1; trad. de P. Martín Hernández, BAC, Madrid 1956, 576 s.
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JESUCRISTO, EL ÚNICO MEDIADOR
Siglo XVII: la dramatización
del castigo divino
La idea de compensación se extiende en el siglo XVII. Pero la compensación exige el castigo. Asociando estas dos ideas, el protestante holandés Grotíus, jurista de formación, presenta así el motivo de la redención por la sangre: , «Dios no quiso dejar que pasaran tantas y tan graves faltas sin un ejemplo insigne. La razón de ello estriba en que todo pecado disgusta vivamente a Dios, y tanto más cuanto es más grave... Este soberano disgusto era conveniente que Dios lo atestiguase por algún acto; y para ello no hay nada más indicado que la pena... Además, la impunidad tiene como resultado hacer que se aprecie menos la falta, mientras que el mejor medio para detener la tendencia al mal es el temor al castigo. De ahí el proverbio: soportar una injusticia pasada es fomentar una nueva. Así pues, la prudencia impone al jefe la obligación de sancionar. ... Así pues, Dios tenía grandes motivos para castigar al pecador, sobre todo si se tiene en cuenta la grandeza y la multitud de los pecados. Pero Dios ama por encima de todo al género humano. Por eso, aunque tenía el derecho y la voluntad de infligir a los pecados de los hombres la pena que se merecen, es decir, la muerte eterna, quiso dispensar de ello a los que tienen fe en Cristo. Pues bien, había dos medios de perdonar: o dar un ejemplo, o no darlo. Con mucha sabiduría, Dios escogió el medio que le permitiera manifestar a la vez un mayor número de sus atributos, a saber, su clemencia y su justicia, en otras palabras, el odio al pecado y la solicitud por hacer observar la ley. ... De este modo Dios nos aparta eficazmente del pecado. Porque la conclusión es fácil: si Dios no quiso perdonar los pecados, ni siquiera a los pecadores arrepentidos, sin que Cristo los sustituyera para sufrir su castigo, con mayor razón no dejará impunes a los que se obstinen»38. Así es como el legalismo jurídico de Grotius pasa de la idea de compensación a la de punición y castigo; los dos esquemas están secretamente ligados y se atraen mutuamente, prescindiendo de cuál es el que figura en primer plano. Dios Padre castiga a Cristo en lugar nuestro para dar ejemplo y manifestar su justicia. El mismo Bossuet pone toda su arte oratoria al servicio de la evocación dramática de la venganza de Dios que se calmó en la cruz a costa de su Hijo: «Era preciso que todo fuera divino en este sacrificio; era necesaria una satisfacción digna de Dios, y era menester que Dios la hiciera; una venganza digna de Dios, y que fuera también Dios quien la hiciera». 38. GROTÍUS, Defensiofídeicatholicae de satistactione Christi (1617), J. Lange, Leipzig 1730, cit. por J. RIVIÉRE, Le dogme de la rédemption. Etude théologique, Gabalda, París 1931, 442-443.
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Tras este preámbulo, el orador pasa a describir los diversos sufrimientos y tormentos de Jesús en la cruz, a fin de producir un efecto de progresión: «Figuraos, pues, cristianos, que todo cuanto habéis escuchado no es más que un débil preparativo: era menester que el gran golpe del sacrificio de Jesucristo, que derriba a esta víctima pública a los pies de la justicia divina, cayera sobre la cruz y procediera de una fuerza mayor que la de las criaturas. En efecto, sólo a Dios pertenece vengar las injurias; mientras no intervenga en ello su mano, los pecados sólo serán castigados débilmente: sólo a él pertenece hacer justicia a los pecadores como es debido; y sólo él tiene el brazo suficientemente poderoso para tratarlos como se merecen. «¡A mí, dice, a mí la venganza! Yo sabré pagar debidamente lo que se les debe: Mihi vindicta et ego retribuan» (Rom 12, 19). Era pues preciso, hermanos míos, que él cayera con todos sus rayos contra su Hijo; y puesto que había puesto en él todos nuestros pecados, debía poner también allí toda su justa venganza. Y lo hizo, cristianos, no dudemos de ello. Por eso el mismo profeta nos dice que, no contento con haberlo entregado a la voluntad de sus enemigos, él mismo quiso ser de la partida y lo destrozó y azotó con los golpes de su mano omnipotente: Et Dominus voluit conterere eum in infirnútate (Is 53, 10). Lo hizo, lo quiso hacer: voluit conterere, se trata de un designio premetidado. Señores, ¿hasta dónde llega este suplicio?; ni los hombres ni los ángeles podrán jamás concebirlo»39. Bossuet invoca en esta ocasión la profecía del Siervo doliente. Su texto continua con la cita de Gal 3, 13 y da lugar a un largo desarrollo sobre la manera como la maldición de Dios cae sobre Jesucristo. Los acentos de su contemporáneo Bourdaloue no son menos fervientes a l a hora de invocar la venganza de Dios que se abate sobre Jesús: «El Padre eterno, con una conducta tan adorable como rigurosa, olvidando que era su Hijo y considerándolo como su enemigo (perdonadme todas estas expresiones), se declaró perseguidor suyo, o mejor dicho, el jefe de sus perseguidores... No bastaba la crueldad de los judíos para castigar a un hombre como éste, a un hombre cubierto de los crímenes de todo el género humano; era menester, dice san Ambrosio, que Dios se mezclara en ello, y es lo que la fe nos descubre sensiblemente Sí, cristianos, es Dios mismo y no el consejo de los judíos el que entrega i Jesús... Desde que te volviste contra él y descargando sobre él 39. J. BOSSUET, Caréme des Minimes, pour le Vendredi Saint, 26 mars 1660, 3 e point: Oevvres iratoires, ed. J.Lebarcq, D.D.B., París 1916, t 3, 385.
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JESUCRISTO, EL ÚNICO MEDIADOR tu cólera levantaste la mano contra él, se echaron sobre esta presa inocente y reservada a su furor. Pero ¿reservada por quién, sino por ti, Dios mío, que en su venganza sacrilega encontrabas el cumplimiento de tu venganza santal Porque eras tú mismo, Señor, el que justamente cambiado en un Dios cruel, hacías sentir, no ya a tu siervo Job, sino a tu Hijo único, la pesadez de tu brazo. Hacía tiempo que esperabas esta víctima; había que reparar tu gloria y satisfacer tu justicia... Este salvador clavado en la cruz es el sujeto que tu justicia rigurosa se ha preparado a sí misma. Golpea ahora, Señor, golpea: está dispuesto a recibir tus golpes; y sin considerar que es tu Cristo, no pongas ya los ojos en él más que para acordarte... de que, inmolándolo, satisfaréis ese odio con que odias el pecado. Dios no se contenta con golpear; parece querer reprobarlo, dejándolo y abandonándolo en medio de su suplicio: Deus meus, Deus meus, ut quid dereliquisti me?(Mt 27, 46). Este abandono y este desamparo de Dios es de alguna manera la pena de daño que era menester que Cristo sufriera por todos nosotros, como dice san Pablo... Era menester, si se me permite usar esta palabra, pero vosotros captáis su sentido y no creo que sospechéis que yo la uso en el sentido de Calvino, era menester que la reprobación sensible del Hombre-Dios colmase la medida de la maldición y el castigo que se deben al pecado... Pero no os escandalicéis, ya que después de todo no hay nada en este proceder de Dios que no sea según las reglas de la equidad No es en el juicio final donde nuestro Dios ofendido e irritado se satisfará como Dios; ni es en el infierno donde él se declara más auténticamente el Dios de las venganzas; es en el calvario: Deus ultionum Dominus (Sal 93). Es allí donde su justicia vindicativa actúa libremente y sin trabas, ya que allí no está limitada, como lo está en otras partes, por la pequenez del sujeto al que tiene que castigar»40.
Era preciso citar extensamente este texto de una rara violencia, no sin méritos literarios, y muy significativo en muchos aspectos. La argumentación es en principio la de Bossuet: el suplicio de Jesús no viene en definitiva de los hombres, sino que es obra del mismo Dios. La venganza de Dios se encarna de alguna manera en la de los judíos, hasta el punto que no acaba de comprenderse por qué la una es santa y la otra sacrilega. Se habrá observado la solidaridad que se mantiene entre «las reglas d e la equidad» y la «justicia vindicativa». Bourdaloue 40. BOURDALOUE, Premier Sermón sur ¡a Passion de Jésus-Christ, en Oeuvres completes, Rousselot, Metz 1864, t. 4, 218-220. Los subrayados son míos. Texto comentado por L. MAHIEU, L'abandon du Christ sur la croix Melanges de Science religieuse 2 (1945) 234-235. Estos textos de Bossuet y de Bourdaloue atestiguan la imagen de un «Dios terrible» y son la expresión de una forma de «pastoral del miedo» que atravesará varios siglos: cf. J. DELUMEAU, Le peché et la peur. La culpabiíisation en Occident (XIII-XVIIIs/éefes], Fayard, París 1983, en particular 321-331, donde se cita a Bossuet y a Bourdaloue, y 447-469: «Un Dieu aux 'yeux de lynx'».
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llega a afirmar la pena de daño, a partir de las palabras de abandono de Jesús en la cruz; este tema tendrá también una larga carrera. Sin embargo, es curioso cómo en dos ocasiones el orador siente cierto malestar: pide perdón por las expresiones que emplea y tiene miedo de que lo interpreten según el pensamiento de Calvino. Este último detalle muestra que la perspectiva que domina ampliamente a la doctrina de la redención es en gran parte común a las confesiones cristianas. En todo este desarrollo no se habla ni una sola vez de la misericordia de Dios, sino sólo de su justicia. Es lógico que la satisfacción de ésta es previa para el ejercicio de aquella, a través de la «conmutación» de pena que interviene entre Cristo y nosotros. Siglo XTX una enseñanza
corriente
Esta elocuencia de pulpito hizo escuela en el siglo XVIII y más aún en el XIX. Los testimonios de este siglo son especialmente abundantes: no llegan más allá de Bourdaloue, pero aclimatan en el mundo cristiano todo un sistema de pensamiento que sigue pesando hoy sobre nosotros. Antes de citar a los oradores, conviene señalar la influencia ejercida por Joseph de Maistre. A comienzos del siglo XIX, este filósofo tradicionalista desarrolla un curioso «tratado sobre los sacrificios» con estas dos ideas fundamentales: hay «en la efusión de sangre una virtud expiadora útil al hombre»41, y «siempre y en todas partes se ha creído que el inocente podía pagar por el culpable»42. Convencido de que «el paganismo no pudo engañarse en una idea tan universal y tan fundamental como la de los sacrificios, esto es, la de la redención por la sangre» 43 , reduce tranquilamente la idea cristiana del sacrificio a la de la historia de las religiones. No vacila, por ejemplo, en aplicar al misterio de la cruz los versos de Esquilo: «Miradme, es Dios que hace morir a un Dios» 44 . La gran notoriedad del autor llegará a difundir su pensamiento incluso en la teología. Según Louis Foucher, el neotomismo del siglo XIX, que tiene en Monsabré uno de sus representantes, se relaciona en parte con la corriente tradicionalista 45 . 41. J. DE MAISTRE, Les soirées de Saint-Petersbourg ou entretiens sur le gouvernement temporal efe la providente, suivies d'un traite sur les sacrifices, t. II, Pélagaud, Paris-lyon 1854,372. 42. Ibid., 391 43. Ibid, 388-389. 44. bid., 152. 45. L. FOUCHER, La philosophie catliolique en France au Xl}¿ siécle avant la rcnaissance thomiste et dans sonrapport avec elle (1800-1880), Vrin, París 1955, 262263.- Sobre la teología de la salvación en el siglo XIX, cf. igualmente E. GERMAIN, Parler du salut? Aux origines d'me mentalité religieuse. La catéchése du salut dans la France de la Restauraticn, Beachesne, París 1967.
Hl,
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JESUCRISTO, EL ÚNICO MEDIADOR
Escuchemos ahora al Padre Monsabré en sus conferencias de Notre-Dame:
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Así, pues, Dios comenzó por hacer justicia... Aquí es donde se espesan las sombras del misterio. Se decidió una sustitución, que pondría al justo,- al santo, en el lugar del culpable... Se satisfizo la venganza y nada pudo ya detener la efusión de la misericordia»49.
«Dios ve en él como el pecado viviente... Y penetrado del horror que la iniquidad divina inspira a la santidad divina, su carne sagrada se convierte, en lugar nuestro, en un objeto maldito... Ante ese espectáculo la justicia divina se olvida del rebaño vulgar de los humanos y no tiene ojos más que para este fenómeno extraño y monstruoso sobre el que se va a satisfacer. Perdónale, Señor, perdónale; es tu Hijo. No, no; es el pecado; es preciso que sea castigado. Propio Filio non pepercit Deus"»46.
Comentando la escena de la agonía, mons Gay analiza de este modo la angustia de Jesús: «También él teme la justicia de Dios... -Tiene miedo de la cólera de este juez justamente irritado y cuya irritación, como él mismo la ve, pasa al furor. -Tiene miedo de la maldición divina, porque la verdad es que Jesús, la bendición viviente e infinita, tiene que ser maldito por todos por haberse hecho pecador por todos... ¡Padre mió, si es posible...! —No es posible— Jesús ve levantarse ante él este decreto inmutable, salido de las profundidades de la esencia divina y unánimemente promulgado por todos los atributos divinos: "Oportet Christum pati!", ¡es preciso que Cristo padezca. Esto no puede ser revocado y tan sólo Dios puede cambiarlo... He aquí, por tanto, a Jesús, reducido y apretado entre las iniquidades de todo el mundo que él tanto abomina; he aquí la inexorable justicia del cielo, que le hace temblar; he aquí el decreto divino que lo carga de esta iniquidad para satisfacer esta justicia.... Es preciso que se abra a este doble diluvio del pecado y de la pena, que coma este pan amargo de nuestras iniquidades, que beba hasta las heces el vino áspero de la cólera celestial; es preciso que absorva este fango humano y esta venganza divina; es preciso que él, el santuario del mundo y el corazón de la humanidad, se convierta en su estercolero» 50. Volvemos a encontramos con la alusión a Gal 3,13 y a 2 Cor 5, 2 1 , a propósito de la cual el orador pasa de Cristo hecho pecado al Cristo hecho pecador. Este texto atestigua una vez más la transferencia a Dios de lo que es propio de los hombres. Vemos, pues, cuál era la idea de Dios que alimentaba las conciencias a través de las predicaciones de este tipo. En otro sermón, Mons. Gay vuelve al tema de la pena de daño:
El «cortocircuito» es una vez más manifiesto: Dios se convierte en el verdugo de Jesús. El término de satisfacción deja lugar aquí a un terrible «satisfacerse». Porque Monsabré no se olvida de la compensación necesaria: «El perdón sin compensación eclipsa hasta tal punto la justicia que realmente me asombro. Dios es bueno, pero es sabio. Sin querer imponer límites a su misericordia, comprendo mejor su acción si va precedida de una satisfacción concedida a su justicia por la expiación del pecado; si el hombre culpable no vuelve a Dios, rescatado por penas voluntarias que los humillen... y compensen el eterno castigo que ha merecido...»47. La oposición dualista entre la justicia y la misericordia es evidente: la primera tiene que preceder a la segunda. Nunca había dicho Anselmo nada igual. Si Dios quiere así el castigo de su Hijo, ¿por qué no interpretar con esta misma óptica el misterio eucarístico? Monsabré habla así del misterio del sacerdote: «¡Qué poder has dado, Dios mío, a tus sacerdotes, al decirles: "Haced esto en memoria mía"! Su palabra se ha convertido en un instrumento más agudo que el cuchillo que degollaba a las víctimas de la antigua ley... Ellos ponen una vida divina en donde no había más que una materia inerte y, con ese mismo golpe, dan la muerte»48.
«El abandono sólo de Dios, es el infierno; pero el abandono de un Dios experimentado por un Dios, ¿quién dirá lo que es?»51.
Siguiendo con las Conferencias de Notre-Dame, mons. d'Hulst afirma, con más sobriedad, que la satisfacción de la justicia, que pasa por la venganza, es un paso previo para la misericordia:
El padre Juan Come, oblato de María Inmaculada, fue profesor y superior del seminario mayor de Francia en la segunda mitad del siglo
«Había que contentar ante todo a la justicia. Mientras ella reclamaba lo que se le debía, la misericordia estaba ligada y como impotente. e
46. M. L. MONSABRÉ, Conférences de Notre-Dame de París, Caréme 1881, 49 Conférence, París 1886, 24-25, citado por J. Riviere, o. c.,233. 47. ¡bid.J, enJ. R rviERE, o. c.,232. 48. Ibid., Caréme 1SS4, 76Conferénce, París 1885, 181.
49. MGR.D'HULST, Conféiences de Notre-Dame, Caréme de ¡981. Retraite de la semaine sainte, vendredi saint, íoussielgue, París 1903, 325.330.335: enJ. RIVIERE, O. C... 234. 50. MOR. GAY, Sermonsde Caréme, t. 2, Houdin, Paris-Poitieis, 1908; Passion povrle vendreü sai/il,217.21)-220: en J. RIVIERE, O. c, 235-236. 51. Ibid.,146: en J. RIVIEKE, O. C.,239.
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XIX. Su gran obra de espiritualidad, publicada al final de su vida, nos ofrece un eco de lo que se enseñaba por aquella época He aquí lo que dice sobre la agonía de Jesús: «Dios mismo va a lanzar sobre él el anatema; será el excomulgado universal, el maldito. Se espanta ante los terribles golpes que la cólera divina va a descargar sobre él para hacerle expiar los crímenes del género humano y que constituirán para su alma y su cuerpo la más horrible de las pasiones52. Interpreta del mismo modo el grito de abandono de Jesús en la cruz con ayuda de Gal 3,13 y 2 Cor 5 , 2 1 : «Aquí es Dios en cierto modo abandonado de Dios; es la humanidad de Jesús rechazada, por así decirlo, de su divinidad... Cargado de todos los crímenes de los hombres, convertido en el pecado universal, maldito por nosotros, colgado entre las iniquidades de la tierra y las cóleras del cielo... Jesús prueba el sentimiento y experimenta en cierto modo un real desamparo... Jesús quiso experimentar el tormento de los condenados (la sed), como si experimentase la pena de daño... «Jesús se presenta a los ojos del Padre como el pecador universal, como el pecado viviente, como un ser maldito... Dios no ve en él a su Hijo amado, sino la víctima por el pecado, el pecador de todos los tiempos y de todos los lugares sobre los que va a hacer pesar todo el rigor de su justicia»54. «... Espectáculo extraño el que se ve en la cruz: Dios persiguiendo a un Dios, abandonando a un Dios, el Dios desamparado quejándose y el Dios que abandona mostrándose inexorable. ... Era el golpe supremo. Habiendo descargado Dios su cólera, su justicia se vio enteramente satisfecha y Jesús pudo morir... Todo se ha consumado, la víctima acaba de exhalar su último suspiro, se ha cumplido la inmolación que satisfac e a la justicia de Dios»ss. Sería interesante seguir todos estos temas en los cánticos propuestos a los fieles en el siglo XLX y primera mitad del XX. No existe, que sepamos, una encuesta sistemática. Cito a título de ejemplo el famoso «Minuit, chretiens», hace poco desaparecido y que todavía algunos echan en falta, y un cántico de los reformados: «Media noche, cristianos; es la hora solemne en que el Hombre-Dios desciende a nosotros para borrar la colera de su Padre». 52. J. CORNE, Le mystére de Notre-Seigneur Jésus-Chiist, t. 4: Le sacríSce de Jesús, París, s. d., 89-90: en J. RIVIERE, O. a,236. 53. Ibid, 218-220: en J. R IVIERE, O. C, 237. 54. Ibid., 321: en J. RIVIERE, o. c.,232. 55. Ibid,, 350-351 y 226: en J. RIVIERE , o. c.,238.
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«La Ley inexorable caía sobre su víctima, 56 una sangre inmensamente valiosa aplaca su furor» No es extraño que semejantes interpretaciones del misterio cristiano de la salvación hayan dado ocasión a lo que santo Tomás llamaba la «irrisio infidelium». La idea de Dios que transmitían fue objeto de un rechazo categórico por parte de las conciencias reacias a una doctrina en la que veían a un Dios que ordenaba cometer un crimen. Por una contradicción absurda, los hombres se salvaron cometiendo una fechoría de la que se decía satisfacer una justicia odiosa. M. Blondel citaba este texto de Víctor Hugo dirigido a los teólogos: la caricatura iba acompañada de una ironía sardónica: «Prestáis a Dios este razonamiento: En otro tiempo, en un lugar de encanto bien escogido puse a la primera mujer y al primer hombre; comieron, a pesar de la prohibición, una manzana: por eso sigo castigando a los hombres. Los hago infelices en la tierra y les prometo en el infierno, donde Satanás se revuelca entre brasas, un castigo sin fin por el pecado de otro. Su alma cae en llamas y su cuerpo en carbón. No hay nada más justo. Pero yo soy muy bueno y esto me apena. ¡Ay! ¿Qué hacer? ¡Una idea! Les enviaré a mi hijo a Judea; lo matarán. Y entonces —por eso lo acepto—, habiendo cometido un crimen, serán inocentes. Viéndoles así cometer un pecado completo, les perdonaré el que no han cometido; eran virtuosos, yo los hago criminales; entonces podría abrirles de nuevo mis brazos paternales, y de esa manera se sávará esta raza, una vez lavada su inocencia con un crimen» 7. Las Poesías filosóficas de madame Ackermann tienen otro tono y expresan una protesta contra una justicia que condena al inocente: «¡No a este instrumento de un infame suplicio, en el que vemos en un divino Inocente 56. Citado por P. GARDEIL, La Cene etía Croix: NRT 101 (1979) 678. 57. VÍCTOR HUGO , Oeuvres completes, Pocsie, t. IX, Le pape, la pitié supréme. Rcligions et religión. Vane, Ollendorff, París 1927. Esta pieza pertenece ai conjunto Religión! et re!igion,l. Querelles, VII chcí d'oeuvre, 212-213. M. BLONDEL la cita, sin dar la referencia, en La phiiosophie et l'esprit chrétien, t. I, P.U.F., Paris 1944, 319-320. Con el título «Un pamphlet de Victor Hugo», J. RIVIERE, Le dogme de la rédemption dans la théologie contemporaim, Alibi 1948, 424-434, comenta el poema de una forma marcadamente apologética y lamenta que Blondel concediera una importancia excesiva a estas «odiosas elucubraciones» (p. 434).
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JESUCRISTO, EL ÚNICO MEDIADOR y bajo los mismos golpes, expirar la justicia! ¡No a nuestra salvación, si es a costa de sangre! Porque el amor no puede ocultamos este crimen, aunque lo rodee de un velo seductor. A pesar de su abnegación, ¡no incluso a la víctima y no sobre todo al sacrificador! ¿Qué importa que sea Dios, si su obra es impía? ¿Cómo? ¿Es su propio Hijo al que ha crucificado? Podía perdonar, pero quiere que se expíe. Inmola, iy a esto se llama tener piedad!»58. El filósofo Nietzsche reacciona de forma análoga: «¿Cómo pudo Dios cometer aquello? La perturbada razón de la pequeña comunidad dio con una contestación asombrosamente imbécil: Dios había consentido que se sacrificase a su propio hijo con objeto de perdonar los pecados de los hombres. ¡Cómo! ¡Así se acababa con el Evangelio en un instante! ¡El sacrificio expiatorio y bajo su forma más repugnante, más bárbara: el sacrificio del justo por las culpas de los pecadores! ¡Qué espantoso paganismo!» 59.
He hablado de «desconversión» y hasta de «perversión»: Nietzsche ve en estas doctrinas un retorno al paganismo. Estos testimonios del siglo XIX coinciden con la contestación contemporánea del sacrificio, tal como se expresa en Rene Girard. Una lógica implacable —hay que reconocerlo— ha afectado desde dentro a la interpretación del misterio de la redención, a través de una deriva secular y muy a menudo inconsciente de sí misma. Los autores, todos de buena fe, están convencidos de que es éste el mensaje de la Escritura e intentan, mal que bien, conciliar lo que llamará Girard «el pacto sacrificial» con los otros aspectos de la salvación. Siglo XX bajo el signo de la velocidad adquirida Se dirá quizás que estos testimonios del siglo XIX proceden más de la pastoral y de la espiritualidad que de la teología propiamente dicha Pero es fácil demostrar que en los primeros decenios del siglo XX la tesis de la sustitución y de la expiación penal se había convertido en una doctrina clásica. He aquí lo que escribe el teólogo Adhémar d'Alésen 1913:
58. L. ACKERMANN, Poésies. Premieres poésies, poésies philosopliiques, A. Lemeire, París 1871, 143-144. 59. F. NIETZSCHE, El Anticiisto,4\, en Obras inmortales I, Teorema, Barcelona 1985, 74-75.
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«El principio de la sustitución penal, inaceptable como tesis general y en estricto derecho, ya que es de la esencia del castigo caer sobre un culpable, adquiere un valor muy distinto en el caso de la redención, primero por la solidaridad de naturaleza que hace de Cristo el representante nato de la humanidad entera; segundo, por la generosidad que le hace ofrecerse espontáneamente, solo por todos, a los golpes de la justicia divina; finalmente, por la voluntad divina a la que agradó la A
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sustitución» . La obra de Edouar Hugon, Le mystére de la Réderrptiorf1, que data de 1922, es un ejemplo perfecto de la teología «común» de la época en su expresión escolástica. Hugon quiere ser tomista y desarrolla su tratado de la manera más clásica. No busca ninguna originalidad; intenta simplemente exponer el «concepto completo» de la redención en conformidad con el dogma de la Iglesia. En un texto que constituye su declaración de intenciones, he aquí cómo pasa de la metáfora al concepto: «Hemos de analizar ahora las diversas nociones contenidas en el concepto de la redención. La palabra designa el rescate de un esclavo mediante un pago, un precio convenido. Redención dice más que reparación y restitución... Lo que la caracteriza, es el pago de un precio por la deuda contraída, el rescate por un cautivo... Aquí se despierta todo un montón de ideas: idea de esclavitud, idea de rescate, idea de reintegración en el estado de libertad. ¿Quién es el esclavo? ¿De qué esclavitud se le libera? ¿A qué condición primitiva se le devuelve? ¿A quién hay que pagar el precio y cuál es el precio? El esclavo es el género humano perdido por el pecado. Pues bien, el pecado implica dos desgracias: primero, una mancha en el alma...; en segundo lugar, la obligación de sufrir un castigo proporcionado a la falta... El criminal, deudor ante todo con el ofendido, está también sometido al verdugo que inflige el castigo. Aquí el ofendido es Dios; el verdugo es el demonio, a quien Dios ha permitido que fuese entregado el hombre por el pecado, separándose de su verdadero amo... ¿A quién hay que pagar el precio del rescate? Evidentemente, a aquel que es el amo del esclavo y que ha sido ofendido. Está claro que el ofendido no es Satanás, sino sólo Dios... Dios habría podido con toda justicia dejar al pecador bajo la cautividad del demonio en castigo de la falta... Pero el demonio, por ello, no había adquirido ningún derecho real sobre el género humano; no nos habíamos hecho propiedad suya. Si hay un rescate que pagar, es solamente a Dios, no a Satanás. Por eso 60. A.D'ALES, Le dogme catholique de la Rédemption: Etudes 135 (1913, II) 180. 61. E. HUGON, Le mystére de la rédemption, Téqui, París 1922. Agradezco a C. Guillon el que haya llamado mi atención sobre esta obra tan representativa, muy olvidada hoy.
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decimos que Jesucristo ofreció su sangre como precio de nuestra redención, no ya al demonio, sino a Dios su Padre. Esta teoría de los derechos del demonio, que había podido seducir a algunos escritores eclesiásticos, se vio definitivamente arrinconada en la Edad Media y nuestros grandes teólogos limpiaron para siempre a la teología de ella... ¿Cuál será este precio? Para que haya redención propiamente dicha, en sentido pleno, y no simplemente remisión del pecado o liberación del culpable, se necesita una satisfacción igual a la ofensa, por consiguiente la del Hombre-Dios... Así pues, en la redención la idea primera es la de una satisfacción proporcionada a la ofensa y que, reparando la falta, aplaque a Dios, lo haga propicio a la humanidad» 2 . No hay aquí nada de emoción oratoria ni de dramatización, sino una demostración fría que sigue la metáfora en todas sus consecuencias, sin preguntarse por el carácter analógico de la trasposición. Por eso Hugon insiste más en el aspecto de la justicia conmutativa y de la compensación igual que en el de la venganza divina. El argumento parte de la idea de redención para llegar a la de satisfacción: la primera se reduce exactamente a la segunda. Todo el centro de gravedad del libro está constituido por el movimiento ascendente; el movimiento descendente, segundo por no decir secundario, no interviene más que al final del volumen. El autor expresa su satisfacción por el hecho de que los teólogos escolásticos hayan desembarazado a la teología de la teoría grosera de los derechos del demonio; no se pregunta por el riesgo tan odioso incluido en la afirmación de que se pagó a Dios el precio de nuestra salvación. Pues bien, aquí es donde interviene el «cortocircuito» mencionado anteriormente. La parte del pecado, del mal y del adversario en el drama de la pasión queda totalmente borrada y todo se reduce al pacto sacrificial y satisfactorio con Dios. El mismo demonio se convierte en el «verdugo» de Dios; es el ejecutor de las altas obras de su justicia, lo cual equivale a atribuir a Dios algo demoníaco. Esta articulación conceptual servirá de pauta de lectura a los textos de la escritura. La compensación satisfactoria exige evidentemente el castigo doliente. Hugon, que cita a Monsabré 63 , no coincide con él en el fondo, sino en la forma, cuando habla del sacrificio de Cristo: «Para comprender hasta qué grado de sufrimiento tiene que llegar la satisfacción, consideremos lo que el hombre hace por el pecado mor-
62. E. HUGON, o.c, 9-14, passim.
63. Ibid., 87, citando la Cuaresma de 1881 del padre Monsabré.
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tal. Busca en un bien perecedero un gozo indigno, que ama hasta llegar a despreciar a Dios... El orden exige, por tanto, que el que repara sufra una pena sensible en compensación por el placer ilegítimo que ha saboreado el pecador; y ... el dolor sufrido por la reparación tiene que ser también inmenso, llegando hasta el desprecio de la naturaleza que ha sido escogida para satisfacer, de manera que esta naturaleza quede como quebrada y aplastada, reducida como a la nada... Ésta es la sublime razón de la expiación penal; por eso la satisfacción de Cristo tenia que ser también un sacrificio, sumamente doloroso, completo, universal»64. La doctrina del sacrificio propuesta por Hugon cae en gran medida bajo los golpes de la crítica de Girard. Estamos ciertamente ante un fenómeno de «desconversión». Esta mentalidad teológica estaba tan establecida en los espíritus que pesó también en el trabajo de los exégetas, prescindiendo de cuál fuera su preocupación por dejarse enseñar por el texto mismo de la Escritura. Así pudo decirse a propósito de la importante Teología de san Pablo de Ferdinand Prat65: «El esquema teológico de la satisfacción vicaria, aplicado exclusivamente a la muerte de Cristo, estropea el análisis de la teología paulina en un exégeta que sin embargo se muestra tan deseoso de respetar los textos» 66 . Lo mismo ocurre con Alexis Medebielle, cuyo artículo Expiation del Supplément au Dictionnaire de la Bible ejerció una real influencia; este autor interpreta el logion del rescate (Mt 20, 28; Me 10, 45) en el sentido de una satisfacción ofrecida a Dios por el pecado 67 , y 2 Cor 5, 21 en el de una sustitución y una imputación 68 . Se trata de dos exégetas de principios de siglo. Pero otros autores más recientes siguen presuponiendo las mismas nociones en los textos bíblicos: «Para explicar la muerte de Cristo —escribe P. Lamarche—, numerosos e ilustres exégetas piensan que es posible encontrar en el Nuevo Testamento una interpretación en que se mezclen las representaciones sacrificiales y una teoría de la satisfacción: Cristo es la víctima que con su sangre expía nuestras faltas; lleva en lugar nuestro el pecado del mundo y, tomando sobre sí el castigo del pecado, la muerte, nos libra de ella» 69 . El autor saca aquí sus expresiones de R. Bultmann y cita en apoyo de su tesis algunos textos de J.
64. Ibid., 101-102. 65. F. RÍAT , Teología de san Pablo, México 1947, 2 vols. 66. P. GRELOT, Peché origine! et rédemption examines á partir de l'épitre aux Roznarás. Essai théologique, Desclée, París 1973, 203, n. 6. 67. En Supplément au Dictionnaire de la Bible, t. 3 (1934) col. 254. 68. Ibid.,col. 181, enunalarga cita de R. J. HOLTZMANN. 69. P. LAMARCHE, Le Christ est-il mort pour nous?, en Annoncer la morí du Seigneur. Un dossier théologique,Lyon 1971, 28.
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Gnilka, L. Cerfaux, F. J. Leenhardt y H. Conzelmann70. Algunos de ellos opinan que se trata en este caso de una formulación arcaica que hoy exige ser actualizada o adaptada. Incluso la figura del «chivo expiatorio» (Lev 16, 21-22) se ha invocado en apoyo de 2 Cor 5, 21, como fundamento bíblico de la doctrina de la sustitución penal, como si se hubiera querido de antemano dar razón a las acusaciones de R. Girard. Para L. Sabourin, que ha estudiado este dossier históricamente, la utilización de esta categoría bíblica en la interpretación de la redención se remonta al siglo XVI71. El primer testigo es Teodoro de Beza, discípulo de Calvino. Lo siguieron tanto los católicos como los protestantes: Estius, Cornelio a Lapide en el siglo XVÜ, H. Lesétre en el XLX y E.B. Alio en 193772. Finalmente, si todavía hay necesidad de mostrar que estos esquemas siguen vivos en nuestros días, permítaseme citar un texto que considero atroz y que ofrece una fácil excusa al contrasentido cometido por N. Leites. Al final de un artículo que hacía una apología de la pena de muerte, un sacerdote se atreve a ver en la ejecución de Jesús la fuente de todas las gracias: «En el interior del cristianismo —¿por qué no voy a hablar de ello—?, el suplicio padecido por Jesucristo es un valor supremo, redentor de todos los pecados. A la luz de la cruz, que es un cadalso de ejecución, la pena de muerte adquiere toda su significación sobrenatural, infinitamente fecunda y benéfica. Nosotros, los cristianos, adoramos a un Dios condenado a muerte y ejecutado, situamos en la ejecución de ese inocente la fuente de todas las gracias y de la salvación del mundo»73. Sí, adoramos a un Dios crucificado y ése es el escándalo paulino. Pero nunca jamás la Iglesia ha visto en su ejecución en cuanto tal la fuente de todas las gracias, ni en su suplicio el valor supremo. De «desconversión» en «desconversión» se llega a la perversión del misterio.
VI.
UNA REACCIÓN «SALUDABLE»
Sin embargo, contra la fuerza de esta velocidad adquirida, contra la mentalidad que había llegado a identificar su propia lógica concep-
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rual con el dogma de la Iglesia, los teólogos y los exégetas han ido reaccionando lentamente, pero seguros. Los primeros signos de interrogación y de malestar aparecen entre los mismos que se ven sometidos al esquema dominante. El mejor ejemplo de ello es el teólogo de la primera mitad de siglo. Jean Riviére (1878-1946), que consagró su vida al estudio de la redención. Su primer mérito fue entregarse a investigaciones históricas concretas en los diversos períodos del desarrollo doctrinal. Aunque muchas de sus interpretaciones leen erróneamente según el movimiento ascendente ciertas afirmaciones que se inscriben normalmente en el movimiento descendente que va de Dios al hombre, sus dosiers siguen siendo sumamente preciosos y yo mismo me he sentido afortunado de poder recurrir a ellos. Riviére no lleva a cabo ninguna revolución en el universo teológico de la redención; la idea central sigue siendo para él la de la satisfacción vicaria, con la que identifica siempre la noción de redención. Conoce a Hugon y se refiere a él como una autoridad. Sin embargo, toma claramente «sus distancias respecto a la teoría de la expiación penal»74 y no tiene indulgencia alguna con los textos del siglo XIX de los que traza un inventario (anteriormente cité algunos de ellos). Intenta conciliar, sin conseguirlo, la afirmación del amor infinito de Dios, que está en el origen de toda redención, con la opción misteriosa divina que «decretó como condición previa la vida y la muerte de su Hijo»75. El giro se acentúa abiertamente con Louis Richard, casi contemporáneo de Riviére, cuyas publicaciones sobre la redención se extienden de 1923 a 1959. Desde el principio, su ponderación de la doctrina es diferente de la de Riviére: destaca la perspectiva descendente y en particular la doctrina griega de la divinización. Mantiene todavía, con Riviére el concepto de satisfacción vicaria. Pero en su último libro de 1959, refundición del de 1932, se muestra influido por toda la renovación bíblica contemporánea, especialmente por los trabajos de Stanislas Lyonnet; ha leído el libro de Aulen y, sin aceptar incondicionalmente sus ideas, capta toda la pertinencia de la doctrina patrística de la victoria de Cristo e intenta mantener en la presentación del misterio la prioridad de la iniciativa del amor divino. Procura articular lo que él llama «los dos aspectos complementarios del misterio de la redención» en un capítulo que nos ofrece el fondo de su pensamiento76. Rechaza la idea de un rescate pagado a Dios en justicia: «Si la atribuimos
70. lbid.,29-30. 71. L. SABOURIN, Rédemption sacríñcielle, une enquéte exégétique, D. D. B. 1961 141. 72. Referencias en J. GALOT, O. C, 260, n. 3; cf. L. SABOURIN, Le bouc énüssaire, fíguie du Chiist?: Sciences Ecclésiasüques 11 (1959) 45-79. 73. R. L. BRUCKBERGER, Powquoije suis partisan de la peine de mort: Le Fígaro Magazin(18mayo 1985) 163.
74. C. GUILLON, La Úiéolcgie catholique de la rédemption au X)f siécle. Etapcs d' une évolution, Inst. Cath., Paris 1985, 23 (Mémoire de Majtrise en théologie). 75. RIVIÉRE, Rédemption, en Dict. de Th. Cath., t. XIII, 2, 1937, col. 1982. Cf. sobre J. Riviére el juicio de C. GUILLON, O. C. 76. Texto citado supra, 69.
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a Dios, c o m o perfección, nuestra virtud de justicia, n o le conviene desde luego bajo l a forma de justicia conmutativa; con él no hay ning ú n intercambio estrictamente hablando» 7 7 . M á s aún, denuncia la n o ción de u n a reparación previa: « N o digamos que la justicia divina rec l a m a u n a reparación previa al ejercicio de su misericordia, puesto que todo procede del amor gratuito y misericordioso. Entre ese a m o r y la justicia exigente n o existe ningún "conflicto", del que la encarnación del Hijo sea la solución divina» 7 8 . U n teólogo demasiado pronto desaparecido, Yves de Montcheuil, en sus célebres Lecciones sobre Cristo, dadas durante la última guerra y publicadas después de su muerte 7 9 , rechazaba de forma más decidida la concepción corriente de la satisfacción penal. Rocojamos solamente aquí s u t o m a de posición crítica, antes de volver sobre su pensamiento en el capítulo dedicado a la satisfacción 8 0 :
consecuencia o u n efecto d e aquella. Durrwell h a tenido el mérito de recordar que la resurrección era la piedra de toque de la predicación apostólica y que la pasión pertenece a u n movimiento que tiene su término en la glorificación. L a salvación se realizó primeramente en la persona de Jesús; se identifica c o n esta persona, c o n la que h a y que entrar e n comunión para poder participar de ella. La existencia cristian a e s u n a participación en este misterio del paso d e Cristo a Dios. Desgraciadamente Durrwell n o se h a explicado formalmente e n referencia a la doctrina «clásica»; por consiguiente, n o muestra en qué puede modificar su perspectiva el sentido de los conceptos de redención y d e satisfacción 83 . E n la actualidad los afortunados efectos de la renovación bíblica y de la renovación patrística se hacen sentir ampliamente e n este t e m a tan delicado, c o n los trabajos de St. Lyonnet, P . Grelot, X. LeónDufour, J. Guillet, A . Vanhoye, por no citar m á s que algunos representantes franceses en el terreno bíblico, y c o n los d e L. Malevez, L. Bouyer, J. Moingt, el anglicano H. E. W . Turner, J. P . Jossua y otros muchos en el patrístico. Por su parte, las síntesis teológicas de u n K. Rahnér o d e u n H. U r s v o n Balthasar se inscriben, a pesar de todo lo que los separa, e n u n nuevo mundo de pensamiento. Las grandes líneas d e fuerza de la teología contemporánea están orientadas d e modo m u y diferente. Sin embargo, los viejos esquemas tienen la vida dura. U n largo artículo reciente de Marie-Joseph Nicolás reacciona de forma saludable contra muchas afirmaciones «clásicas»: N o , Dios rio h a querido directamente la crucifixión de su Hijo; «el asesinato de Jesús fue obra de los hombres y d e su libertad» 84 . Entre Cristo y nosotros se trata más de solidaridad que de sustitución. Los d o s caminos de acceso al misterio de la redención, descendente y ascendente, necesarios para una «teología integral» quedan suficientemente expuestos en dicho artículo 85 . Se considera que hay que superar el sistema llamado de la satisfacción vicaria 86 . Sin embargo, la explicación que se da de la satisfacción sigue siendo solidaria de la idea de compensación y no se desprende realmente de la noción de satisfacción previa87.
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«Se ha presentado con frecuencia la satisfacción de Cristo como una deuda pagada de algún modo a la justicia de Dios, que debía ser previamente satisfecha para que pudiéramos ser perdonados. A veces se ha presentado también esta satisfacción como una expiación propiamente dicha: Jesús habría sufrido en la cruz el castigo debido al pecado y, una vez aplacada de este modo la cólera divina, Dios habría podido dar libre curso a su voluntad de amar... Lo que es característico de esta forma de explicar las cosas es que Dios, queriendo perdonar, quiso poner a su perdón esta condición previa: que su justicia recibiera una satisfacción. Por tanto, los sufrimientos y la muerte de Cristo serian ante todo una satisfacción ofrecida a la justicia de Dios. Como se le ofrece en nombre nuestro, en lugar nuestro, se le llama satisfacción "vicaria"... Nos gustaría señalar el punto débil de una teoría... según la cual la muerte de Cristo es u n a satisfacción ofrecida a la justicia de Dios, como si Dios se hubiera visto alcanzado en su ser por el pecado» 81. Después de la segunda guerra mundial, F.-X. Durrwell ha ejercido una influencia muy saludable en la soteriología con su libro de múltiples reediciones y refundiciones, La resurrección de Jesús, misterio de salvación*2. La teoría que se había hecho clásica de la redención casi n o dejaba ningún lugar a la resurrección. Ésta no era más que una 77. M. RICHARD, O. C, 267.
78. Ibid., 267-268. 79. Y. DE MONTCHEUIL, tecons sur le Christ, Epi, París 1949. 80. Cf. fofra, capítulo sobre la satisfacción, 378-380. 81. Y. DE MONTCHEUIL.O. c, 127-128. La última frase causó problemas en su tiempo; volveré sobre ello. 82. F. X. DURRWELL, L¡ résurrecüon de Jésus, mystére de salut. Elude biblique, Mappus, Le Puy-Lyon 1950;2* ed. revisada y aumentada, 1955; 3s-68 eds. sin cambiar; a í 2 7* ed. revisada y aumentada, 1963; 8 -9 eds. sin cambiar; 10 ed., totalmente reformada,
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Cerf, París 1976 (la trad. española, La resurrección de Jesús, misterio de salvación, Herder, Barcelona 1967, está hecha sobre la l1 ed. francesa). 83. Cf. C.GUILLON, o. c, 68-69. 84. M.-J. NICOLÁS, art. cif., 39-40.
85. ¡bid.,42. 86. Ibid.,69. 87. Ibid., 62-63. Su homónimo de Friburgo, J. H. NICOLÁS, Synthése dogmatique, De la Trimté á la Trinité, Beauchesne, París 1985, está lejos de respetar el programa de los dos caminos de acceso al misterio de la redención. El capítulo dedicado a la «Salvación de los hombres por la sangre de Cristo», rechaza la explicación por la sustitución penal, pero sigue estando construido exclusivamente sobre la noción de «satisfacción vicaria», pp. 497-524.
3 Cristo mediador, referencia primera de la soteriología
Las reflexiones precedentes, especialmente el discernimiento de los dos movimientos solidarios, descendente y ascendente, de la soteriología, nos conducen a un centro de perspectivas que no es otro sino la mediación de Cristo. Por eso, ese término ya ha asomado varias veces en esta exposición. Jesús es nuestro Salvador; él es en persona nuestra salvación. Si se plantea entonces la cuestión: «¿En nombre de qué puede ser nuestro Salvador?», se impone la respuesta: «Porque es el mediador entre Dios y los hombres». Este término de mediador constituye el vínculo no solamente entre la cristología y la soteriología, sino también entre el misterio eterno de la soberana y benévola Trinidad y la comunidad universal de los hombres, reunidos en Iglesia a lo largo de los tiempos por el designio de Dios, a fin de conducirlos al reino sin fin del Padre, del Hijo y del Espíritu. Puesto que estamos en el corazón de la articulación de los diversos misterios de nuestra fe, es normal que nos volvamos a encontrar con la noción de mediación, que asegura la comunión entre el mundo de Dios y el de los hombres, así como la coherencia y la unidad entre los diversos momentos de una misma historia de salvación. Pero la mediación cristiana no es un concepto abstracto: tiene un rostro, se ha hecho una persona en Jesucristo. Por eso, Jesús es designado en el Nuevo Testamento como mediador, y también como sumo sacerdote. El es el lugar de un intercambio entre Dios y nosotros, un intercambio que la tradición calificará de «admirabile commercium». El término de sacramento utilizado más tarde a propósito de él alude a esta misma realidad. Así pues, tendremos que analizar los mayores testimonios de su mediación en la Escritura y en la tradición teológica, ver qué es lo que abarca, y mostrar cómo permite organizar en torno a ella las grandes categorías doctrinales de la salvación.
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JESUCRISTO, EL ÚNICO MEDIADOR
I. JESÜS MEDIADOR SEGÚN EL NUEVO TESTAMENTO
«El único mediador entre Dios y los hon±>res» La expresión más concentrada de la mediación de Cristo se encuentra en un versículo de la primera carta a Timoteo, en una fórmula acuñada como una confesión de fe: «Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos. Éste es el testimonio dado en el tiempo oportuno» (1 Tim 2, 5-6). Esta fórmula resume e interpreta a la vez el kerigma primitivo, haciendo intervenir la categoría de mediación. Está estructurada como una confesión con dos artículos, el uno dirigido al Dios único y el otro a Cristo (cf. 1 Cor 8, 6). Este artículo cristológico designa a Cristo a la vez según su identidad y según su acción. Se le confiesa como el «mediador entre Dios y los hombres». El término sustituye aquí a los títulos de Señor o de Hijo que aparecen en otras confesiones: no hay más que un solo mediador, lo mismo que no hay más que un solo Señor y un único Hijo. Indica por tanto a aquel que está en vínculo infrangibie con Dios y que puede por ese título ser objeto de la confesión cristiana. El mediador está del lado de Dios y viene de Dios. Pero este origen no basta para constituir al mediador; es preciso que esté también del lado de los hombres. Por eso la encarnación se expresa bajo la forma de «Cristo Jesús, hombre también». Por tanto, Cristo está a la vez del lado de Dios y del lado de los hombres; en su persona se encuentran el fundamento y la condición de posibilidad de toda mediación entre Dios y los hombres. Finalmente, lo mismo que el kerigma gravita en torno al anuncio de la muerte y resurrección de Jesús, también al final la fórmula acaba mencionando que Cristo «se entregó á sí mismo como rescate por todos». Esta evocación del sacrificio de Cristo recuerda el logioi del rescate (Mt 20, 28; Me 10, 45) y también sin duda la figura del Siervo doliente (Is 53, 11-12). El cumplimiento oneroso de nuestra salvación se expresa con el vocabulario propio de la redención. Así se indican en pocas palabras la contribución del mediador y la actividad de su mediación. La mención del «por todos», variante del «por nosotros» o de «por la multitud», pertenece también a la primerísima interpretación eclesial de la muerte y de la resurrección de Jesús. Este texto nos dice por consiguiente la correspondencia entre el «en sí» de Cristo y su «para nosotros»: el término de mediador muestra la unidad de arabos.
CRISTO MEDIADOR, REFERENCIA PRIMERA DE LA SOTERIOLOGÍA
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Un eco explícito del término de mediador son las innumerables menciones del «por Cristo» en el Nuevo Testamento: la creación, como la salvación, nos viene del Padre por Cristo. La confesión de fe de 1 Cor 8, 6, la más próxima en el plano de las fórmulas a la de 1 Tim 2, 5-6, expresa claramente ese por mediador: «Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual (proceden) todas las cosas y hacia el cual (vamos) y un solo Señor, Jesucristo, por quien (son) todas las cosas y por el cual somos». La falta de verbos en el texto griego obliga a suplirlos a partir del contexto. Algunos opinan que el paralelismo entre los dos artículos invita a traducir así el segundo: «Jesucristo, por el que todo viene a la existencia y por el cual vamos al Padre». En este caso, el texto indicaría los dos lados de la mediación de Cristo, el lado descendente referido a la creación y el lado ascendente relacionado con la salvación. El himno de la carta a los Colosenses es más explícito todavía: su primera estrofa celebra la mediación de Cristo en el orden de la creación: «Todo ha sido creado por él y para él» (1, 16); la segunda, su mediación en el orden de la salvación, ya que plugo a Dios «reconciliarlo todo por él y para él en la tierra y en los cielos» (1, 20). La mediación del Verbo en la creación se subraya igualmente en el prólogo de Juan (1, 3 y 10), mientras que su mediación en el orden de la salvación se evoca por su encarnación (1, 14). «El mediador de una Alianza nueva» y «el sumo sacerdote» Moisés había sido el mediador que había promulgado la Ley antigua (Gal 3, 19). Consciente de la novedad radical que había tenido lugar con Cristo, el autor de la carta a los Hebreos lo presenta como «el mediador de una alianza nueva» (Heb 9, 15; 12, 24) entre Dios y la humanidad, de una alianza «tanto mejor cuanto que está fundada en promesas mejores» (Heb 8, 6). En efecto, el papel propio del mediador es no solamente hacer posible una alianza, sino realizarla: ésta descansa en la iniciativa totalmente gratuita de Dios, pero exige una respuesta del hombre. Cristo cumple estos dos aspectos de la mediación: por una parte nos concede el don de la alianza, por otra parte es en él y por él como tenemos en adelante acceso ante Dios, ya que «está siempre vivo para interceder» en favor nuestro (Heb 7, 25). Para desarrollar la exposición de la mediación de Cristo, el autor de la epístola, —sólo él entre los escritores neotestamentarios— utiliza ampliamente el lenguaje sacerdotal y declara a Cristo único y defi-
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nitivo sumo sacerdote. Efectivamente en la antigua alianza «el sacerdocio se define como una empresa de mediación»1. La función del sacerdote consiste en dar al pueblo la posibilidad de comulgar con Dios. Éste es el elemento central en el funcionamiento del sacerdocio: permitir una «acogida favorable obtenida ante Dios». Entre los aspectos ascendentes de la función del sacerdote está el sacrificio que establece o repara el vínculo con Dios. El sacerdote procura también al pueblo, según el movimiento descendente, los beneficios nacidos de la relación obtenida, en particular el perdón de los pecados, las respuestas que vienen de Dios y las bendiciones2. Pero A. Vanhoye, cuyo pensamiento acabo de resumir, subraya la novedad radical del sacerdocio de Cristo respecto al sacerdocio de la antigua ley, tal como la presenta el autor de la epístola Primeramente, el cargo de sumo sacerdote era objeto de una ambición: Cristo obtiene esta gloria por el camino del rebajamiento y de la muerte. En segundo lugar, la función de sumo sacerdote se basaba en la separación del mundo profano: Cristo, por el contrario, asume una solidaridad que lo asemeja en todo a sus hermanos. Es interesante esta inversión de sentido. Para el sumo sacerdote antiguo era lógica su unión con la humanidad; había que subrayar por tanto toda la serie de separaciones purificatorias que situaban al sumo sacerdote en la esfera divina. Al contrario, el vínculo de Jesús con Dios es lógico y conviene subrayar la solidaridad en la que él fue establecido con nosotros y que hace de él «un sumo sacerdote misericordioso y digno de fe» (Heb 2, 17). Porque le corresponde al sumo sacerdote ser «tomado de entre los hombres» (Heb 5,1). Para el autor de la carta, el término de sumo sacerdote tiene el interés de indicar de forma sintética la relación de Jesús con Dios y su relación con los hombres; evoca también a la vez la pasión y la gloria3. Todo esto quiere decir que la mediación ascendente tenía la prioridad sobre la descendente en el sacerdocio antiguo. Es muy distinto lo que ocurre en Cristo: ha sido establecido sumo sacerdote por declaración divina, sobre el fundamento de su filiación (Heb 5, 5-6). Porque procede de Dios y ha venido a nosotros rebajándose, puede establecer «realmente una comunicación perfecta y definitiva entre el hombre y Dios (9, 24-28)»4. Además, el autor de la carta no separa nunca la palabra de Dios del sacerdocio; al contrario, concede una importancia primordial a la función de enseñanza, que pertenece igual-
mente a la mediación descendente. «Cristo es "apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión de fe" (3, 1). El aspecto de la autoridad de la palabra es el primero que se desarrolla (3, 1 - 4 , 14). A continuación es cuando viene el aspecto de compasión sacerdotal y de ofrenda sacrificial (4, 15 - 5, 10), quedando por otra parte subordinada su eficacia a la palabra»5. Este es el contexto en que el autor desarrolla la actividad sacrificial ascendente de Cristo sumo sacerdote, inscrita por completo en el horizonte de la obediencia y del envío a misión.
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1. A. VANHOYE, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo en el Nuevo Testamento, Sigúeme, Salamanca 1984, 48. 2. Ibid 3. Cf. Ibid, 95 s. 4. /tód.,218.
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El «admirable» intercambio La Escritura expresa también la mediación de Cristo apelando al tema del intercambio. En la persona de Jesús se produce un misterioso intercambio entre Dios y los hombres. No se trata formalmente del intercambio entre su divinidad y nuestra humanidad, tema que recogerá ampliamente la patrística griega y que la liturgia calificará de «admirable». Se trata ante todo del intercambio de su riqueza con nuestra pobreza: «Conocéis bien la generosidad de nuestro Señor Jesucristo —escribe san Pablo—, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2 Cor 8, 9). Es además el intercambio de su fuerza con nuestra debilidad: «Pues, ciertamente, fue crucificado en razón de su flaqueza, pero está vivo por la fuerza de Dios. Así también nosotros: somos débiles en él, pero viviremos con él por la fuerza de Dios sobre vosotros» (2 Cor 13,4). Llevado hasta el límite, este intercambio se convierte en el de su plenitud contra nuestra nada. Porque el amor de Cristo, que sobrepasa todo conocimiento, nos colmará «hasta la total plenitud de Dios» (Ef 3, 19); pero esta comunicación de la plenitud nos viene del que primero se rebajó y «se despojó de sí mismo, tomando nuestra condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres..., obedeciendo hasta la muerte y muerte en ciuz» (cf. Flp 2, 7-8). Los dos versículos que han alimentado tanto la lectura en «cortocircuito» de la relación entre el Hijo y el Padre están precisamente conslruidos sobre el tema del intercambio. «A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en <1» (2 Cor 5,21): el intercambio es aquí el de nuestro pecado por su justicia. Hemos hecho recaer sobre él todo el poder del pecado del mundo; hemos hecho de él todo lo que el pecado es capaz de hacer. «Ha sido hecho pecado» es una metonimia que dice la acción 5. Ibid., 119.
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por el efecto. El rostro macilento de Cristo en la cruz nos devuelve la imagen de nuestro pecado. Pero en ese mismo momento nos comunica su justicia: la santidad de su forma de morir provoca nuestra conversión y traspasa nuestro corazón (cf. Hech 2, 37). En Gal 3, 13 el intercambio es el de la maldición por la bendición: «Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros, pues dice la Escritura: "Maldito todo el que está colgado de un madero" (Dt 21, 23), a fin de que llegara a los gentiles, por Cristo Jesús, la bendición de Abraham, y por la fe recibiéramos el Espíritu de la promesa» (Gal 3, 13-14). El amor de Cristo por nosotros ha sido tan grande que ha aceptado ser maldito frente a la ley, puesto que era ésa la infamia sagrada que se aplicaba al que colgaban del cadalso. Pero, en intercambio, él nos ha comunicado la bendición misma de Dios, que no es más que su propio Espíritu. El autor de la epístola a Diogneto comprenderá perfectamente estos textos paulinos tan atrevidos y «dialécticos» en este movimiento de admiración: «¡Oh dulce trueque, oh obra insondable, oh beneficios inesperados! ¡Que la iniquidad de muchos quedara oculta en un solo Justo, y la justicia de uno solo justificara a muchos inicuos!» 6 .
n.
LA MEDIACIÓN DE CEISTO EN LA TRADICIÓN EN IRENEO
El texto de 1 T i m 2, 5 sobre el único mediador conoció un gran éxito en la tradición teológica, ya que ofrecía una categoría sintética que permitía ordenar los múltiples aspectos de nuestra salvación. Algunos sondeos, inevitablemente llenos de lagunas y por tanto arbitrarios, entre los padres de la Iglesia y los teólogos nos ayudarán a percibir todo su alcance. Mediación de Cristo y recapitulación en Ireneo Ireneo de Lión, al parecer, es el primero que pone la afirmación de la mediación de Cristo al servicio de una teología de la salvación que se convierte en é l en recapitulación de todas las cosas en Cristo. He aquí cómo comenta 1 Tim 2, 5 en dos pasajes importantes de su obra: «Así pues, mezcló j unió, como ya hemos dicho, al hombre con Dios. Porque si n o hubiera sido un hombre que hubiera vencido al enemigo del hombre, el enenigo no habría sido vencido con toda justicia. Por
856.
6. ADiognetolX, 5: trad. D.Ruiz BUENO, Padres apostólicos, BAC, Madrid 1985 ,
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otra parte, si no hubiera sido Dios el que nos había otorgado la salvación, no la habríamos recibido de forma estable. Y si el hombre no hubiera estado unido a Dios, no habría podido recibir en participación la incorruptibilidad. Porque era menester que el "mediador de Dios y de los hombres", por su parentesco con cada una de las partes, las redujese a ambas a la amistad y a la concordia, de forma que al mismo tiempo Dios acogiera al hombre y el hombre se ofreciera a Dios. En efecto, ¿cómo habríamos podido tener parte en la filiación adoptiva de Dios, si no hubiéramos recibido por el Hijo la comunión con Dios? ¿Y cómo habríamos recibido esta comunión con nosotros haciéndose carne? Este hermoso texto, en el que Ireneo organiza en torno al tema de la mediación la mayor parte de las categorías cristianas de la salvación, nos indica magníficamente en qué se fundamenta la mediación de Cristo y lo que realiza Cristo es mediador entre Dios y los hombres en virtud de su «parentesco» y de su solidaridad con las dos partes. Este «parentesco» hace que sea verdaderamente Dios y verdaderamente hombre, por una especie de necesidad descubierta a posteriori en la coherencia de la salvación que se nos ha revelado. Era preciso que un hombre llegara a ser vencedor de aquel que había vencido al hombre en el principio. «Era preciso», para que pudiéramos entrar en comunión con Dios, que el Verbo entrase en comunión con nosotros revistiéndose de la carne de nuestra humanidad. Porque «era preciso» que la comunión con Dios viniera de Dios mismo. Sólo Dios habla bien de Dios, dirá más tarde Pascal; del mismo modo, sólo Dios puede conceder la filiación adoptiva, es decir, la participación en la vida de Dios que Ireneo llama «incorruptibilidad». En definitiva, sólo Dios puede salvar al hombre. Lo que realiza la mediación de Cristo, es a la vez reconciliación entre Dios y los hombres y el intercambio divinizador. Todo se lleva a cabo según el doble movimiento que viene de Dios (el que «acoge al hombre»), para poder venir luego del hombre («que se ofrece a Dios»). El tema del sacrificio se evoca aquí con cierta discreción. Cristo realiza en su persona ese doble movimiento descendente y ascendente, haciendo de este modo posible el intercambio de la divinización: «Porque ésta es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios Hijo del hombre: para que el hombre, mezclándose con el Verbo y recibiendo así la filiación adoptiva, se hiciera hijo de Dios» 8 . O también: el Señor hizo «descender a Dios entre los hombres por el Espíritu... y subir al hombre hasta Dios por medio de su encarnación» 9 . 7. IRENEO DE LION, Adv. Ajer.III, 18, 7: Cerf, París 1984, 365-366.
8. Ibid., III, 19, 1: o. c , 358.
9. M V . l , i: o. c.,570.
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Ireneo recoge este m i s m o t e m a e n otro texto e n donde d o m i n a m á s bien l a «reconciliación»:
L a v i d a d e A g u s t í n estuvo desde siempre i m p r e g n a d a del deseo d e D i o s . P e r o este deseo se v e í a c o m o impedido p o r su debilidad d e criat u r a y d e p e c a d o r . A g u s t í n c o n o c e l a m e t a d e l a p e r e g r i n a c i ó n del h o m b r e , pero n o c o n o c e el c a m i n o . E n e s a situación espiritual, descubre las Ennéadas d e P l o t i n o , q u e le p r o p o n e n u n a p e d a g o g í a d e la c o n v e r s i ó n del h o m b r e a D i o s , ligada a u n a doctrina de la e m a n a c i ó n q u e n o s señala el origen d e n o s o t r o s m i s m o s , q u e es al q u e d e b e m o s volver. E s t o s «libros substanciales» provocaron e n él u n «incendio inc r e í b l e » 1 5 y le hicieron pasar p o r l a experiencia d e u n éxtasis místico. Sin e m b a r g o , esta experiencia sublime d e s e m b o c ó e n u n fracaso' 6 : n o solamente n o fue duradera, sino q u e dio origen a u n a represión: « N o p u d e fijar e n tus c o s a s invisibles m i vista, antes, h e r i d a d e n u e v o mi flaqueza, volví a las c o s a s ordinarias, n o llevando c o n m i g o sino u n r e c u e r d o a m o r o s o y c o m o apetito d e viandas sabrosas q u e aún n o p o d í a comer» 1 7 .
«Por eso, en los últimos tiempos, el Señor nos ha restablecido en la amistad por medio de su encarnación; hecho "mediador de Dios y de los hombres", inclinó en favor nuestro a su Padre contra el que habíamos pecado y lo consoló de nuestra desobediencia por su obediencia, concediéndonos la gracia de la conversión y de la sumisión a nuestro creador» 10 . L a mediación ascendente se e x p r e s a e n términos d e intercesión, lo c u a l t r a d u c e r e a l m e n t e el lenguaje b í b l i c o d e la e x p i a c i ó n . Cristo «inclinó» y « c o n s o l ó » a l P a d r e , a n t r o p o m o r f i s m o s m á s j u s t o s y convincentes q u e los q u e hablan d e c o m p e n s a c i ó n o de castigo vengador. Ireneo tiene u n a h e r m o s a imagen d e l c a r i ñ o d e D i o s q u e tiene necesid a d de ser « c o n s o l a d o » de nuestro p e c a d o . L a mediación descendente afecta a la gracia d e nuestra c o n v e r s i ó n , e s decir, a l a restauración de n u e s t r a libertad. M e d i a d o r d e la salvación p o r ser a n t e t o d o mediador d e la creación, el Verbo de D i o s , impreso e n f o r m a d e cruz en la creación entera, h a v e n i d o a su propio terreno: se h i z o carne y «fue colgado del m a dero, a fin d e recapitular en él todas las c o s a s » " . S i g u i e n d o a I r e n e o , T e r t u l i a n o a n a l i z a la m e d i a c i ó n d e C r i s t o sobre el fundamento d e sus d o s n a t u r a l e z a s . Y a h e m o s visto anteriorm e n t e 1 2 q u e p a r a él «la carne es el q u i c i o d e la salvación»' 3 , esto e s , que la h u m a n i d a d d e Cristo es la « p l a c a giratoria» d e la comunicación de los d o n e s d e D i o s a nuestra propia h u m a n i d a d . O r í g e n e s desarrolla i g u a l m e n t e , a partir del himno d e l o s Colosenses, la d o b l e mediación c r e a d o r a y salvadora d e Cristo 14 . P e r o r e c o j a m o s en san A g u s t í n esta m i s m a doctrina c o n otro acento.
La experiencia
de la mediación
de Cristo:
Agustín
E n A g u s t í n , la mediación d e C r i s t o a d q u i e r e un valor totalmente n u e v o , y a q u e n o es solamente u n a a f i r m a c i ó n doctrinal esencial, sino ante t o d o el fruto de la experiencia l i b e r a d o r a , largo t i e m p o esperada, y p o r e s o m i s m o m u c h o más d e s c o n c e r t a n t e e iluminadora.
10. 11. 12. 13. 14.
IbidV, 17, 1: o. c.,619, Ibid.V, 18, 3: o.c, 625 El texto hace referencia a Ef 1, 10. Cf. B. SESBOUE, Jésus-Quist dans la tradition, o. c , 76-77. TERTULIANO, Deresurrtctione carnisVIII. ORÍGENES, Deprinc. 11,6, 1: SC 252, 1978, 308-311.
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Así p u e s , A g u s t í n realizó la experiencia d e su incapacidad p a r a alc a n z a r a D i o s . Se e n c o n t r a b a e n el m a y o r d e s c o n s u e l o , y a q u e lo ú n i c o necesario e r a inaccesible p a r a él. F u e entonces c u a n d o su a m i g o Simpliciano le hizo descubrir el prólogo del evangelio d e J u a n y las cartas d e Pablo. Y Agustín, q u e por entonces n o apreciaba las Escrituras y las c o n s i d e r a b a c o m o u n escrito v u l g a r , hizo allí el d e s c u b r i m i e n t o desconcertante del m e d i a d o r . A p r e n d i ó a «alegrarse c o n t e m blor» y e s a s c o s a s le «entraban por las entrañas» 1 8 . C o m p r e n d i ó , c o n la a y u d a d e P a b l o , q u e acababa d e pasar p o r la experiencia descrita en R o m 7, 13-25: e s t a b a i m b u i d o d e u n a oposición interior entre l a ley d e D i o s y la ley del p e c a d o q u e estaba en sus miembros. P a r a salir d e ese círculo infernal, el esfuerzo racional tenía q u e dejar u n sitio a la fe, el orgullo tenia q u e c e d e r a la humildad. El mediador será para él el cam i n o y le dará lo q u e no puede obtener c o n sus propias fuerzas: «Y buscaba yo el medio de adquirir la fortaleza que me hiciese idóneo para gozarte: ni había de hallarla sino abrazándome con el «Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús» (1 Tim 2, 5), «que es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos» (Rom 9, 5), el cual clama y dice: «Yo soy el camino y la verdad y la vida» (Jn 14, 6), y el alimento mezclado con carne ( que yo no tenia fuerzas para tomar), por haberse hecho el Verbo carne, a fin de que fuese amamantada nuestra infancia por la Sabiduría, por la cual creaste todas las cosas. 15. AGUSTÍN , Contra AcadcmicosU, 5: B. A. 4, D. D. B., París 1939, 69. 16. Cf. P. COURCELLE, Kecherches sur les Confcssions de sainl Augustin, de Boceará, París 1968, 157-165. 17. AGUSTÍN , Confes. Vil, 17, 23 y en Obras II, BAC, Madrid 1946, 591. 18. Ibid. VII, 21,27: o. c, 595 y 597.
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Pero yo, que no era humilde, no tenia a Jesús humilde por mi Dios, ni sabía de qué cosa pudiera ser maestra su flaqueza»19. T e x t o c o n m o v e d o r en que A g u s t í n n o s h a c e ver la intimidad de su c o n v e r s i ó n en la fe: a c e p t a al m e d i a d o r , el c a m i n o q u e h a v e n i d o a nosotros y p u e d e conducirnos hasta D i o s . L a h u m i l d a d de Cristo, descubierta p o r A g u s t í n , designa la kénosis de su encarnación y de su pasión. P u e d e convertir el orgullo que m i n a b a d e s d e dentro lo mejor d e su actividad filosófica. E n los libros d e los platónicos había leído ciertamente q u e al principio era el V e r b o . « E n cuanto a que: "él vino a su casa p r o p i a y los s u y o s n o le recibieron, y que a cuantos le recibieron les dio potestad d e nacerse hijos d e D i o s creyendo en su n o m b r e " , n o lo leí allí» 2 0 . A g u s t í n establece la relación entre el prólogo de J u a n y el h i m n o de Filipenses 2 , 6 - 1 1 ; estos d o s textos le revelan la iniciativa inaudita del a m o r de D i o s a l o s h o m b r e s , en la p e r s o n a del que se había h e c h o su m e d i a d o r . Lo q u e le e r a imposible, a h o r a se le da. A partir del m o m e n t o en que acepta recibirlo todo de Cristo, su debilidad se transforma en fuerza. Se ve libre de sus p e c a d o s y su deleite en el bien p u e d e c a n t a r victoria. E s t a e x p e r i e n c i a se c o n v e r t i r á en él en la teología d e la relación entre g r a c i a y libertad. Por otra parte, l a mediación d e Cristo n o le arranca del t i e m p o , c o m o el éxtasis platónico. La salvación cristiana se lleva a c a b o en el acontecimiento histórico d e u n h o m b r e y n o s a l c a n z a a través d e n u e s t r a historia y en nuestra t e m p o ralidad. L a lenta mediación e n t r e n o s o t r o s y n o s o t r o s m i s m o s q u e se realiza e n el t i e m p o d e nuestra e x i s t e n c i a q u e d a c o n d i c i o n a d a p o r la acción de la constante mediación de Cristo.
Del Cristo mediador
al Cristo
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r a n aquellas palabras "El V e r b o se hizo c a r n e " , ni sospecharlo siquiera p o d í a » 2 1 . «Pero lo c o m p r e n d e r á releyendo la Escritura. Sacramentum es intraducibie... E s lo q u e está oculto e n u n a c o s a visible y q u e se h a c e eficaz e n y p o r su realidad visible y sensible. L a h u m a n i d a d d e Cristo es el s a c r a m e n t o de la presencia y de la actividad del V e r b o ; la m u e r t e e n la cruz es el sacramento de la misericordia de D i o s , del acto por el q u e nos c o m u n i c a la v i d a divina. Se v e y n o se v e . Se ve a Crist o morir, pero esta m u e r t e es c o m u n i c a c i ó n de la v i d a divina a l a hum a n i d a d , eficacia e n y por u n acontecimiento de la historia y u n acontecimiento sensible y corporal» 2 2 . A g u s t í n interpreta así la muerte del Salvador: «A esta nuestra doble muerte consagró nuestro Salvador su muerte única, y para obrar nuestra doble resurrección antepuso y propuso su única resurrección como sacramento y ejemplo... Vestido de carne mortal, muere sólo en la carne y resucita en la carne sola, y así la armoniza con nuestra doble muerte, siendo sacramento del hombre interior y ejemplo del exterior» 23 . P u e s bien, Cristo e s sacramento p o r l a m i s m a razón que le hace ser m e d i a d o r , ya que e n la unidad de su p e r s o n a y de su obrar se articulan lo visible y lo invisible, lo h u m a n o y lo divino: «Él es mediador de Dios y de los hombres, por ser Dios con el Padre y hombre con los hombres. El hombre no podía ser mediador, separadamente de su humanidad. He aquí el mediador: la divinidad sin la humanidad no es mediadora; la humanidad sin la divinidad no es mediadora; pero entre la divinidad sola' y la humanidad sola se presenta como mediadora la divinidad humana y la humanidad divina de Cristo»".
sacramento
S i g a m o s t o m a n d o a Agustín p o r guía. El d e s c u b r i m i e n t o q u e ha h e c h o de la h u m i l d a d de Cristo c o m o ejemplo c a r g a d o de u n a fuerza de c o n v e r s i ó n lo lleva a analizar la m e d i a c i ó n d e Cristo con la ayuda del t é r m i n o « s a c r a m e n t o » . E s t á claro q u e n o h a y que dar a l a palabra sacramentum en sus escritos el sentido exacto q u e tiene para nosotros, cuando h a b l a m o s d e los sacramentos de la Iglesia. Está más bien cerca del t é r m i n o d e «misterio». Pero A g u s t í n expresa a partir de esta palab r a u n a c o n c e p c i ó n d e las relaciones entre lo visible y lo invisible que pertenece sin d u d a a la noción d e sacramento y p o n e en j u e g o la realid a d m e d i a d o r a de Cristo. «Mas q u é misterio (sacramentum) encerra-
19. Ibid.VU, 18,24: o. c,591. 20. Ibid. VII, 9, 13: o. c, 571-579.
CRISTO MEDIADOR, REFERENCIA PRIMERA DE LA SOTERIOLOGÍA
A g u s t í n p o n e , c o n la idea de Cristo sacramento, u n j a l ó n que será fecundo e n la teología occidental y con el que volveremos a encontrarnos. E n él la confesión del Cristo mediador se resuelve en una plegaria d e a c c i ó n de g r a c i a s en la q u e se articulan los d o s aspectos, d e s c e n dente y ascendente, de la mediación: «Mas el verdadero Mediador, a quien por tu secreta misericordia revelaste a los humildes y lo enviaste para que con su ejemplo aprendiesen hasta la misma humildad; aquel Mediador entre Dios y los hombres, el Hombre Cristo Jesús, apareció entre los pecadores mortales Justo In21. Ibid.Vll, 19,25: o. c.,591. 22. P. AOAESSE, L'anthropolope chrétienne selon saint Augustin. Image, liberté, peché etgráct, Centre-Sévres, Paris 1980, 59. 23. AGUSTÍN , De Trin. IV, 3, 6, en Obras V, BAC, Madrid 1948, 329-331. 24. AGUSTÍN , Sfermo47, 21: PL 38, 310.
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mortal, mortal con los hombres, justo con Dios... Porque en tanto es Mediador en cuanto Hombre; pues en cuanto Verbo no puede ser intermediario, por ser igual a Dios, Dios en Dios y juntamente con él un solo Dios. ¡Oh, cómo nos amaste, Padre bueno, que no perdonaste a tu Hijo único, sino que le entregaste por nosotros, impíos! ¡Oh, cómo nos amaste, haciéndose por nosotros, quien no tenía por usurpación ser igual a Dios, obediente hasta la muerte de cruz, siendo el único libre entre los muertos!... Por nosotros se hizo ante ti vencedor y víctima, y por eso vencedor, por ser víctima; por nosotros sacerdote y sacrificio ante ti, y por eso sacerdote, por ser sacrificio, haciéndonos para ti de esclavos hijos, y naciendo de ti para servimos a nosotros»25. Estos acentos son muy distintos de los del «florilegio sombrío», nos trazan el camino de una verdadera teología cristiana de la salvación.
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hombre, ya que por el contrario sigue siendo lo que era, una vez hecho carne»27. En otra ocasión, Cirilo aplica de este modo el intercambio entre la riqueza y la pobreza a la constitución humano-divina de Cristo: «Por tanto, necesariamente, el que existe y subsiste tiene que haber sido engendrado según la carne, transportando a él lo que es nuestro, para que los retoños de la carne, es decir, los seres corruptibles y perecederos que somos, permanezcan en él; en una palabra, es preciso que él posea lo que es nuestro para que nosotros poseamos lo que es suyo. En efecto, "por nosotros se hizo pobre, el que es rico para enriquecernos con su pobreza" (2 Cor 8, 9)»28. Mediación y soteriología en la Edad Media
La unidad del mediador según Cirilo de Alejandría Cirilo de Alejandría, el contemporáneo oriental de Agustín, basa toda su cristología en la mediación de Cristo. Los debates de su época no lo llevarán tanto a subrayar la doble realidad divina y humana de Jesús como a insistir en su unidad concreta necesaria. Porque toda separación entre ellas deja abierto el foso entre el hombre y Dios. Si la unión según la hipóstasis no es indisolublemente real, se desvanece la realidad del mediador: «Así pues, él es tenido por mediador desde este punto de vista: muestra unidas y juntas en él unas cosas muy alejadas por su naturaleza, que tienen entre sí una distancia inconmensurable, y nos vincula por su mediación con Dios Padre26. De esta unión y de esta unidad es de donde le viene su poder para salvarnos. El Verbo encarnado no pudo salvar al hombre más que por el hecho de ser verdaderamente Dios en cuanto que es verdaderamente hombre, es decir, en cuanto que es uno y el mismo en cuanto Dios y en cuanto hombre: «Así pues, él es divinamente creador y vivificador, por ser vida, compuesto de propiedades humanas y de otras que son sobrehumanas, para dar una especie de término medio; en efecto, es "mediador entre Dios y los hombres" según las Escrituras, Dios por naturaleza misma con la carne, verdaderamente, pero no como nosotros, puramente 25. AGUSTÍN , Confess.X, 43, 68-69; o. c, 783-785. 26. CIRILO DEA LEJANDRIA, Dialog. de Trímt. I, 405 d: SC 231, 1976, 187.
LEL primera referencia a la mediación de Cristo no es lo propio de la patrística. También santo Tomás pone su soteriología en dependencia expresa de la cristología del mediador. Cristo es mediador entre Dios y los hombres en cuanto que «comunica con cada uno de los dos extremos»: «En efecto, en cuanto que comulga con los hombres, ocupa su lugar ante el Padre; pero en cuanto que está en comunión con el Padre, trasmite a los hombres los dones del Padre. Por eso, en su primera venida, como vino a satisfacer por nosotros ante el Padre, se apareció en la forma de nuestra debilidad; pero cuando su segunda venida, como llegará para cumplir la justicia del Padre sobre los hombres, tendrá que manifestar la gloria que le pertenece en virtud de su comunión con el Padre; por eso se aparecerá en forma gloriosa»29. En la Suma Teológica, santo Tomás vuelve sobre la definición de Cristo mediador: «La libor del mediador consiste propiamente en unirse a aquellos entre los cuales ejerce esta función, pues los extremos se juntan en el medio. Pero el unij de una manera perfecta a los hombres con Dios compite ciertamenle a Cristo, pues por Cristo son reconciliados los hombres con Dios, según se dice en la Carta a los Corintios: «Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo». Por tanto, sólo Cristo
27. ID., Dialog. de Imam. 709e: SC 97, 1964, 287. 28. ID., Chiistus est unus, 722 a-b; ibid, 327-329. 29. SANTO TOMAS. In sen. IV, 48, 1, ad 2 sol. Se observará que el movimiento de
mediación ascendente es citadael primero; para santo Tomás, es él el que justifica la kénosis. Hay aquí una evolución significativa.
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es el perfecto mediador entre Dios y los hombres, por cuanto reconcilió con su muerte al género humano con Dios»30. La mediación está ordenada a la reconciliación, tal como se da también en nuestra experiencia humana y tiene su fundamento en el Nuevo Testamento. Santo Tomás insiste igualmente en el hecho de que Cristo es mediador en cuanto hombre. Porque el mediador, para ejercer su oficio de vinculación, tiene que mantener cierta distancia con cada uno de los dos extremos. En cuanto Dios, Cristo no tiene ninguna distancia respecto al Padre. Por el contrario, en cuanto hombre, «dista de Dios por su naturaleza y de los hombres por su dignidad en gracia y en gloria. Además, es en cuanto hombre como le compete unir a los hombres con Dios, transmitiéndoles sus preceptos y sus dones y satisfaciendo y abogando por ellos ante Dios. Por tanto, con toda verdad se dice que Cristo es mediador en cuanto hombre» 31 . Santo Tomás se muestra igualmente heredero del vocabulario agustiniano por su uso del término de sacramento a propósito de Cristo. Muestra cómo la constitución estructural de los sacramentos presenta una profunda analogía con la de Cristo, ya que los sacramentos están de algún modo modelados como el Verbo encarnado: en un caso se añaden «las palabras a las cosas sensibles, pues en el misterio de la encarnación la Palabra de Dios se unió a una carne sensible» 32 . En ambos casos, la «cosa» y la «carne» quedan santificadas y reciben el poder de santificar gracias a la «palabra» y al «Verbo» que están unidos a ellas. Lo mismo que la humanidad de Cristo es el «instrumento conjunto» de su divinidad, también los sacramentos son «instrumentos separados». Así Cristo es a la vez signo y causa de nuestra salvación, causa principal por la autoridad de su divinidad 33 y causa instrumental por su humanidad. La «naturaleza visible» asumida en la unión hipostática desempeña un papel de mediación entre Dios, fuente de salvación, y el hombre, su beneficiario. Por eso, los «misterios de la carne de Cristo» son los sacramentos originales de nuestra salvación. (Santo Tomás es consciente de la proximidad de sentido entre las dos palabras misterio y sacramento). Por eso «la pasión de Cristo es llamada sacramento» 34 ; santo Tomás habla del «sacramento de nuestra redención» 35 ; la transfiguración es el «sacramento de la segunda genera30. SANTO TOMAS, 5. Th. III, q. 26, a. 1, corp., en Suma Teológica, t. XI, BAC, Madrid 1960, 959. 31. lbid. a. 2, corp.: o. c, 962. 32. Ibid.q. 60, a. 6, corp. en Suma Teológica, t. XIII, BAC, Madiid 1957, 34. 33. /foid.,q. 64, a. 64, a. 4, corp.: o. c, 120. 34. fo„ InSent.1V, d. l , q . l,a. l.sol. 1. 35. ID., Opuse ufo 53, a. 3.
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ción» 36 ; la muerte de Cristo es la causa «sacramentalmente ejemplar y meritoria» del perdón del pecado, mientras que la resurrección fue la causa «instrumentalmente efectiva y sacramentalmente ejemplar» de la nuestra37. La pareja ejemplar/sacramental es una fórmula interesante que se encontraba ya en Agustín. En el siglo XVI, Lutero resume toda esta corriente de la tradición con esta fórmula: «Las santas Escrituras no conocen más que un solo sacramento, que es el mismo Cristo Señor»38. La originalidad de san Buenaventura está en hacer remontar el fundamento último de la mediación de Cristo al misterio trinitario. Efectivamente, en la Trinidad el Hijo es «el medio de las tres personas» 39 . En efecto, es producido por el Padre y participa de la producción del Espíritu 40 . Buenaventura ve aquí una correspondencia con la situación de Cristo entre Dios y el mundo: «Si la rectitud suprema está en Dios, tomado en sí mismo como también principio y fin de todas las cosas, hay que poner en él una persona que, de suyo, sea un medio... También es preciso que, en el movimiento de difusión y de reintegración de las cosas, exista un intermediario; éste tiene que encontrarse por su origen más bien en la difusión, y por parte del que vuelve más bien en la reintegración. Los seres han venido de Dios por el Verbo divino; por eso, es preciso, con vistas a su completo retorno a él, que el mediador entre Dios y los hombres no sea solamente Dios, sino también hombre, para llevar a los hombres a Dios»41. La mediación en la teología moderna y contemporánea Los grandes teólogos sistemáticos han concedido siempre un lugar importante a la idea de mediación. Así ocurre, por ejemplo, en el siglo XIX con Matthias Scheeben 42 . En el siglo XX Barth nos ha dejado un ejemplo elocuente de ello. Toda su soteriología está construida en torno a «la doctrina de la reconciliación» 43 : pues bien, para él, las expresiones «mediador entre Dios y los hombres» y «reconciliador del mundo con Dios» son prácticamente sinónimas 44 . He aquí cómo arti36. ID., Opvscula 53, a. 3. 37. ID., Conp. Theol., 239. 38. LUTERO. Disputatio de fideinfusa etacquisita(1520), 18: ed. Weimar t. 6, 86. 39. S. BUENAVENTURA , BrtviloquiumW', 2, 6.
40. 41. 42. 43. 44.
Buenaventura explicitaaquí uno de los aspectos de la teología del Filioque. ID. , De reductione, 23. Cf. M. SCHEEBEN, LOS misterios de] cristianismo 62, Estella 1967. Ci.infrí, 317-323. Cf. K. ÍARTH, DogmañqueW, 2, 1, 64, Labor et Fides, Genéve 1968, t. 20, 99.
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CRISTO MEDIADOR, REFERENCIA PRIMERA DE LA SOTERIOLOGÍA
cula la reconciliación y la mediación, apelando en cada ocasión al «arriba» y al «abajo»:
El tema de Cristo-Sacramento ha sido igualmente recogido con fortuna en nuestro siglo. Para Y. de Montcheuil, el sacrificio de Cristo es el sacramento del sacrificio de toda la humanidad, es decir, que el paso a Dios de Jesús a través de su pascua es el sacramento del paso de todos a Dios:
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«Si no hemos podido hablar del Dios reconciliador y del hombre reconciliado más que mirando "arriba" y "abajo", a partir de Jesucristo y volviendo a él sin cesar, tampoco podemos hablar de él sin tener que enfrentamos con el acontecimiento único y total de la alianza realizada en él entre Dios y el hombre... En efecto, Jesucristo es el mediador entre Dios y el hombre, porque en él la reconciliación del hombre y su estar reconciliado con Dios se han hecho un mismo y único acontecimiento. La existencia de Jesucristo..., es una existencia entera, no es más que su ser y su obra de mediación. En otras palabras, sólo Jesucristo es el mediador entre Dios y los hombres» . Del lado católico, Karl Rahner aborda la mediación de Cristo desde el punto de vista de la teología trascendental que le es familiar. ¿Dónde se sitúa en el hombre la precomprensión de la mediación, para que ésta pueda ser aceptada y comprendida? La existencia humana se basa en la intercomunicación de todos los hombres entre sí. Esta intercuminicación, que pertenece al ser concreto del hombre y siempre permanece, lo inserta en una red innumerable de mediaciones, ya que cada uno de ellos no se realiza a sí mismo más que abriéndose a los otros y acogiendo el don que le llega de ellos. Este intercambio, que constituye el amor humano, presupone un amor absoluto que le da fundamento y posibilidad. Este amor absoluto no puede ser más que propiamente divino. Esta condición del hombre postula por tanto la existencia de un mediador absoluto. Cuando la historia de la intercomunicación humana y de las relaciones entre Dios y la humanidad llega a su cima escatológica, a través de la comunicación que Dios hace de sí mismo, o sea, cuando el ofrecimiento y la aceptación de esa comunicación son irreversibles, entonces nos encontramos frente a lo que la dogmática cristiana llama encarnación, muerte y resurrección del Verbo divino 46 . La mediación de Cristo realiza la voluntad de salvación de Dios con cada uno de los hombres en particular. Porque, de suyo, toda historia de salvación es mediadora de salvación para los demás. La salvación por la mediación absoluta de Cristo presupone al mismo tiempo que radicaliza la intercomunicación humana. Como el mundo es uno, la intercomunicación alcanza su cima y su meta en Jesucristo, el mediador absoluto dado por Dios.
45. Ibid.1V, 1, 1, 58: o. c.,1 17, 129. 46. Cf. K. RAHNER, Der Eine Mittler und die Viel< des Vermitüimgen, ei Schriften zur Theologie, Bd. 8, Benziger Veilag, Einsiedein 1967, 218-235; ID., Elements de theologie spirítuelle, D. D. B., París 1964. 35-49.
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«El sacrificio de Cristo es... el sacramento del sacrificio de la humanidad... El sacrificio histórico realizado una vez en un momento del tiempo y en un lugar determinado, es el sacramento del sacrificio realizado por el Cristo total. Volvemos a encontramos aquí con la idea... de que Cristo es el primer sacramento, el gran sacramento»47. En 1960, E. Schillebeeckx desarrolló y sistematizó la doctrina de Cristo «sacramento primordial» en un bello libro titulado Cristo, sacramento del encuentro con Dios"*. En efecto, el encuentro con el Cristo terreno es el sacramento —la mediación— del encuentro con Dios. Todos los actos de la vida de Jesús son a la vez la manifestación y la actuación del amor divino a los hombres y del amor humano a Dios. Dada la condición histórica de la huminidad, el sacramento del encuentro con Dios tiene que guardar su visibilidad concreta. Es lo que se produce a través de la economía eclesial de los sacramentos, que permite considerar el misterio de la Iglesia «cuerpo del Señor» como un sacramento del Cristo celestial. Si Cristo es el sacramento fundador, la Iglesia que lo recibe todo de él aparece como el sacramento fundado, a la vez signo y realidad, pero también ministerio de la única mediación de Cristo. Esta perspectiva tiene la ventaja de poner de relieve la coherencia y la continuidad de la soteriología cristiana a través de los diferentes tiempos de la historia de la salvación. Se trata de un punto capital, si se quiere dar cuenta de la universalidad de la salvación realizada por Cristo.
m.
MEDIACIÓN, ALIANZA Y COMUNIÓN INMEDIATA
Los diversos sondeos que acabamos de hacer en la tradición teológica permiten discernir más de cerca la naturaleza y la función de la mediación. Ya han aparecido varios acordes a partir del vocabulario empleado: medio, término medio, a diferencia de intermediario, pero también vínculo, reconciliación, comunicación. El medio es el lugar 47. Y. DE MONTCHEUIL, Mélanges théologiques, Aubier, París 1951, 53; cf. infra, 228-229. 48. E. SCHILLEBEECKX, dista, sacramento del encuentro con Dios, Dinor, San Sebastián 1971.
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central de encuentro y de paso de dos compañeros, un lugar que les es común y los reúne. En un silogismo, lo mismo que en matemáticas, se habla de término medio, es decir, de lo que permite establecer una relación de identidad o de igualdad entre dos afirmaciones o dos números. El término medio hace pasar de unos a otros. El término de intermediario expresa, por el contrario, una realidad más exterior; siente su propia consistencia, que sigue sin alterarse, sea cual fuere el vínculo que contribuye a crear. Sigue siendo extraño a las dos partes como agente de su vinculación. Una buena imagen del intermediario es la que nos da el catalizador, que hace posible o acelera una reacción química entre dos cuerpos, pero permaneciendo él sin cambio después de la reacción. La mediación es una realidad mucho más profunda; por eso la fe cristiana ha rechazado siempre que Cristo sea un intermediario entre Dios y el hombre, un tertium quid ontológico, que lo mantendría a distancia del hombre y de Dios. La primera analogía de la mediación se nos ofrece en el terreno familiar de la política. Entre dos países en conflicto, la O. N. U., por ejemplo, ejercerá una misión de mediación. Lo hará en nombre de la adhesión de esos dos países a su organismo. O bien, un país en situación de amistad y de confianza particular con los dos adversarios propondrá sus «buenos oficios». Igualmente, el «defensor del pueblo» puede intervenir como mediador en conflictos sociales o sindicales, o atenderá a los casos en que el ciudadano entra en conflicto con la administración de los poderes públicos. La mediación es un acto que desemboca en un acuerdo entre los protagonistas, en una reconciliación o en la paz. Una vez ejercida, se desvanece, ya que los antagonistas han llegado a una relación inmediata. Pero en este terreno resulta difícil a veces distinguir lo que corresponde al intermediario o al mediador. El lenguaje nos pone en un camino más próximo a la verdadera mediación y nos permite comprender que ésta es una categoría-clave de la filosofía. El lenguaje es el mediador por excelencia en la comunicación entre los hombres. Define de alguna manera al hombre como ser de intercomunicación: ser hombre es hablar. Pero tiene también su realidad propia: es un instrumento codificado según unas leyes precisas. Es original en cada uno de los interlocutores, ya que es fruto de una cultura y de una historia colectiva y personal. Sin embargo, es común a los dos, que se comprenden a través de él, bien porque hablan la misma lengua o bien porque siempre es posible una traducción. Pero el lenguaje no tiene realidad más que en el acto de la comunicación, tanto si es oral como escrita. Yo te digo mi pensamiento y tu pensamiento se hace tuyo como si fuera mío, no ya forzosamente por-
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que tú lo apruebes, sino porque podemos pensar de veras la misma cosa y construir a partir de eso una relación. Así pues, el lenguaje se desvanece en el mismo momento en que cumple su función. Cuando ya no tenemos nada que decirnos, esto se debe a un rechazo de la comunicación, o porque se ha llegado a una comunicación tan fuerte que nos pone en comunión inmediata incluso por encima del lenguaje. El lenguaje es a la vez nosotros mismos y el otro, y es entre nosotros como algo que nos permite comunicar y comulgar, esto es, pasar de alguna forma el uno al otro. Es curioso cómo designamos las técnicas modernas audiovisuales de comunicación con el término de media. Este término designa evidentemente la instrumentalidad específica, la densidad del órgano de trasmisión que tiene sus leyes, sus posibilidades y sus límites, y permite elevar el acto del lenguaje al nivel planetario y asegurar una comunicación de masa. Pero los media son algo más: son formas de lenguaje, son lenguaje, y ejercen la mediación propia del lenguaje. Como toda lengua, son portadores de valores y de no-valores, transmiten un mundo simbólico, están ligados a una cultura. Por consiguiente, ejercen una auténtica mediación. El lenguaje ha sido siempre el objeto privilegiado de la reflexión filosófica. El análisis de su naturaleza y de sus condiciones de validez, su relación con la verdad son de siempre. Aristóteles fue el primero que ideó la teoría del silogismo, que se basa por completo en el papel del término medio, capaz de hacer pasar válidamente de la afirmación A a la afirmación B. El término medio del silogismo es propiamente mediador. En los tiempos modernos, y no sin una referencia a la afirmación teológica de la mediación de Cristo, Hegel ha construido una filosofía en la que el movimiento dialéctico pasa siempre por una mediación. Rahner nos recordaba hace poco que el hombre es un ser de mediación debido a su condición social de intercomunicación. Se puede decir también que el tiempo permite cumplir la mediación que va de nosotros a nosotros mismos. Todas estas reflexiones sobre el lenguaje tienen un sentido especialmente denso para nuestro propósito, cuando pensamos que el prólogo del evangelio de Juan llama Verbo, es decir Palabra, a la persona de Jesús. En él la palabra divina se ha hecho palabra humana. Pero la palabra divina tiene tal consistencia que en Dios mismo es ya persona y, al haceise hombre, se convierte en persona humanizada. Jesús, Verbo hecho carne, se lace así para nosotros el «exégeta» de Dios (cf. Jn 1, 18: exégésato), es decir, traductor al lenguaje de la existencia humana de la palabra de Dios en estado puro. Su palabra es a la vez revelación y comunicación de Dios a los hombres y respuesta del hom-
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bre a Dios en la obediencia y el amor. En Jesús se cumple la comunicación inmediata en un movimiento constante de intercambio entre la revelación y la plegaria. Y se cumple en él por nosotros, para ponernos también a nosotros en comunión inmediata con el Padre. La Palabra que es Jesús es divina, es decir, no se desvanece como ocurre con las palabras humanas. De ella hay que decir a la vez que se desvanece y no se desvanece. Se desvanece, ya que de lo contrario no cumpliría la mediación que consiste en un movimiento de paso; y no se desvanece, ya que ese movimiento es ahora eterno. Es por tanto aquello de lo que depende nuestra comunión con Dios desde siempre y para siempre. Así pues, la única mediación de Cristo tiene la finalidad de llevar a cabo la alianza definitiva entre Dios y los hombres, es decir, asegurar al mismo tiempo su reconciliación y su comunión inmediata. Se pone al servicio de un doble movimiento y de un doble paso: el movimiento y el paso de Dios al hombre y el movimiento y el paso del hombre a Dios. Por consiguiente, la mediación de Cristo no tiene nada de estático. Su movimiento es constante y será eterno. Efectivamente, si el único sacrificio del único mediador ha ocurrido necesariamente en un momento único de nuestra historia y en un lugar único de nuestra tierra, su realidad de hecho es transhistórica; pertenece a un nunc eterno. La misma Escritura nos descubre que la mediación de Cristo no se limita al momento de su pasión, de su muerte y de su resurrección. Se origina en el momento mismo de la creación. El Verbo, que es a los ojos del Padre el que eternamente tiene que encarnarse ( Verbum incarnanduní), es el mediador de la creación antes de ser el mediador de la salvación, pero también porque tiene que mediar la salvación. «Porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles... Todo fue creado por él y para él» (Col 1, 16). Es el Hijo «por quien también hizo los mundos» (Heb 1, 2). «Todo se hizo por él —añade por su parte Juan— y sin él no se hizo nada de cuanto existe» (Jn 1, 3). Del mismo modo, la mediación de Cristo continúa después de la resurrección; sigue siendo obra de su humanidad gloriosa, que está sentada a la derecha del Padre. Jesús «está siempre vivo para interceder» en favor nuestro (Heb 7, 25). Eternamente presente junto al Padre, esta mediación debe también estar siempre presente y activa entre nosotros en su Iglesia por el don de su Espíritu. Así es como la Iglesia se convierte en el «sacramento» de esta mediación. Al lado del Padre, Jesús sigue siendo uno de nosotros; en su Iglesia, es Dios con nosotros. Su mediación reconciliadora y divinizadora es desde siempre y para siempre.
pascua, sino que es ya en sí misma ese acto de pasar. No debemos oponer nunca la encarnación al misterio pascual en el análisis de nuestra salvación. Como bien había visto Cirilo de Alejandría, la primera impone la realidad del segundo. Poner en discusión la encarnación es «anular el misterio de la piedad»49, ya que entonces se desvanece todo lo que se realizó en pascua entre Dios y el hombre. Así es como los concilios de Éfeso y de Calcedonia analizaron y comprendieron la identidad humano-divina de Cristo: el Verbo se hizo carne, es decir, asumió su humanidad al nivel de su ser personal; se convirtió en ese hombre Jesús que en la unicidad de su persona filial sigue siendo consubstancial con el Padre según la divinidad y se hace consubstancial con nosotros según la humanidad50. Su encarnación lo constituye mediador. Pero esta «ontología» no tiene que comprenderse de forma estática; expresa una relación viva y dinámica entre el Creador y la criatura. No es cosa, sino acto. Esto significa que no puede afectar tan sólo al momento alfa de la existencia terrena de Jesús. Se inscribe en el tiempo, es duración, realiza concretamente el intercambio que le va estructurando a medida que Jesús avanza en su misión. Si por un imposible se la separase de las condiciones concretas de la existencia de Jesús, sería puramente formal y vacía. El «sin confusión ni separación» de Calcedonia se dice de la relación entre las dos naturalezas; vale también analógicamente de la relación entre el ser y el obrar de Cristo, entre su constitución humano-divina y su misión.
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Definir así la mediación de Cristo presupone que la constitución ontologicd de Cristo está no solamente al servicio de este paso, de esta
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Se comprende entonces que Cristo no sea uno más entre Dios y el hombre: es totalmente lo uno y totalmente lo otro, sin ser nunca una pantalla entre ellos. Viviendo este intercambio incesante que le hace ir de Dios al hombre y del hombre a Dios y vivir como hombre su filiación eterna mientras que vive su ser creado humano como Hijo, realiza en sí mismo para nosotros la comunión inmediata de Dios y del hombre. Todos los caminos que van de Dios al hombre y del hombre a Dios se cruzan en él, ser de comunión. En él el misterio entero de la Trinidad, dentro del cual tiene función de medio, como subrayaba san Buenaventura, entra en comunión con la humanidad entera, esa larga familia que camina a través de los siglos de la historia entre la creación y la última venida de ese mismo mediador. No se puede concluir sino lo que concluía Ireieo: «Cuando se encarnó y se hÍ2o hombre, recapituló en sí mismo la larga historia de los hombres y nos procuró la salvación de forma resumida»51. 49. CIRILODEALEJANDRÍA Quistos estunus, 721 c: SC 97, 327. 50. Cf. B. SESBOUÉ, JéswChrist dans la tradition, o. c , 132-143. 51. IRENEO, Adv. haer. III, 18,1: o. c.,360.
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IV.
JESUCRISTO, EL ÚNICO MEDIADOR
UNA SOTERIOLOGlA DE LA MEDIACIÓN
La primacía de la mediación de Cristo impone la estructura de este libro. Porque la referencia a la persona del mediador permite organizar en su verdadera unidad el abundante vocabulario bíblico y tradicional que escribe el misterio de la salvación bajo múltiples aspectos. Una teología de la salvación tiene que dar cuenta de la totalidad orgánica y complementaria de estas expresiones, definiendo el espacio semántico en el que cada una adquiere su verdadero significado. La historia nos ha mostrado que las opciones unilaterales pueden desequilibrar peligrosamente todo el edificio. El intercambio mediador que se realiza en Cristo implica, como hemos visto, dos momentos: el descendente, que va de Dios al hombre, y el ascendente, que va del hombre a Dios. Las grandes categorías de la redención y de la salvación en la Escritura y en la tradición se sitúan espontáneamente en estos dos movimientos. Por ser el mismo Hijo de Dios, Jesús realiza el don sin retorno de Dios a los hombres. El es Dios con nosotros, Emmanuel, Dios-dado, que lleva a cabo su misión entregándonos su propio Espíritu. «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Pero este don de la vida, ofrecido a unos seres humanos a los que el pecado ha establecido en la muerte, toma inevitablemente la figura de una redención y de una liberación onerosa que tienen que vencer el rechazo del hombre. Según este movimiento de mediación descendente, puede decirse que Dios ama al hombre hasta la muerte. «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). Para darnos la vida, Jesús da su propia vida, tomando sobre sí la prueba de la muerte. Por tanto, todo tiene su fuente en el amor {ágape) de Dios que, al entregar a su Hijo, nos concede el don de convertirnos y de creer. Muchas de las categorías bíblicas y tradicionales se inscriben en este movimiento. El orden en que aquí las presentamos y tratamos a continuación no pretende ser sistemático ante todo: corresponde aproximadamente al orden por el que estos temas se desarrollaron en la historia, a través de un acto continuamente repetido de interpretación y de sistematización de los datos de la Escritura. El primero que hay que retener es el de Cristo iluminador y revelador del conocimiento de Dios, de un conocimiento que es vida y salvación. Esta perspectiva está atestiguada en los primerísimos padres de la Iglesia, como eco a un dato bíblico cierto. El segundo tema es el de la redención en el sentido preciso y etimológico de rescate, de compra y de libertad, realizada por Cristo a lo largo de un combate victorioso contra las fuerzas del
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mal. En el surco de esta expresión doctrinal muy ampliamente atestiguada en el Nuevo Testamento, ocupa su lugar la perspectiva de la liberación, que aporta a este tema nuevos acordes y recoge hoy toda la carga afectiva (el «pathos») que tenía tradicionalmente el de la redención. Los padres de la Iglesia también desarrollaron largamente el tema de la divinización del hombre por Cristo, subrayando así que nuestra salvación no es solamente liberación de una servidumbre, sino también, al mismo tiempo, entrada en la comunión de la vida divina como hijos adoptivos. Es la otra dimensión, evocada anteriormente, de la salvación. La doctrina de la justicia justificante de Dios y por tanto de la justificación del creyente por la gracia mediante la fe es central en san Pablo y se articula con la doctrina de la redención. Pero resulta que este tema, entre los padres orientales, se quedó en una especie de presupuesto implícito. Vuelve a la superficie en occidente con san Agustín y se convierte en la referencia central de la soteriología de la Reforma. Por eso, el concilio de Trento le dedicó todo un capítulo doctrinal. Nunca se repetirá bastante que esta doctrina de la justificación se inscribe en el movimiento descendente: se trata del acto de Dios que justifica al hombre, no del acto del hombre que hace justicia a Dios. Por ser verdaderamente hombre, Jesús realizó el don sin retorno del hombre a Dios. En efecto, el don de Dios al hombre supone que éste sea acogido o recibido. Pues bien, la acogida por parte del hombre del don de Dios no puede consistir más que en el don del hombre a Dios. Tanto en un caso como en el otro, el don no puede ser exterior al donante: si Dios se da, el hombre debe a su vez dar se en un amor que la Escritura llama nupcial. Esta era precisamente el proyecto original de la creación: Dios daba Adán a él mismo, para darse a él. Para que se cumpliera ese proyecto, era preciso que Adán respondiera a esta oferta de comunión, aceptara recibirse de Dios y se diera a él en retorno en un acto de preferencia y de paso (pascua) que no es sino el sacrificio. Lo que Adán, o sea, la humanidad desde su origen, se negó a realizar, lo realiza el nuevo Adán, Jesucristo, en su existencia de amor y de obediencia, sellada por el misterio pascual de su paso a Dios. Jesús realizó este sacrificio fundamental de comunión en un cuerpo de pecado, es decir, en una existencia sometida a las condiciones del pecado de la humanidad. Por eso su sacrificio pasa por la cruz, en la que arrostra de manera victoriosa la contradicción de la injusticia y del rechazo. Segin este movimiento de mediación descendente, puede decirse que el hombre ama a Dios hasta la muerte. Este acto de Jesús, en representación de la humanidad de la que se ha hecho solidario, permite en adelante a los hombres, cuya libertad sometida hasta entonces
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CRISTO MEDIADOR. REFERENCIA PRIMERA DE LA SOTERIOLOGÍA
ha quedado finalmente liberada, entregarse a Dios en sacrificio de agradable olor, en sacrificio espiritual, puro y santo. Otro registro de categorías corresponde al movimiento ascendente. La primera que hay que retener es evidentemente la de sacrificio, esencial al Nuevo Testamento y constantemente atestiguada en la tradición. Es necesaria para una justa comprensión de la cruz, de la eucaristía y de la existencia cristiana. En vinculación estrecha con el tema del sacrificio, el Nuevo Testamento utiliza el vocabulario de la propiciación o de la expiación, en un sentido convertido que con frecuencia se desconoce. A este registro bíblico, la tradición eclesial fue añadiendo progresivamente otros términos, que se han convertido a su vez en categorías técnicas de la salvación. A partir de san Anselmo, la categoría de satisfacción domina en la teología occidental. Se la entiende ordinariamente como una sustitución penal o una satisfacción vicaria. Hoy, aunque conservando el elemento original de verdad presente en la idea de sustitución, se vuelve cada vez más a la noción de solidaridad Terminaremos el recorrido con una reflexión sobre la reconciliación. En efecto, este término sirve para dar el paso entre el movimiento descendente y el movimiento ascendente y expresa su síntesis. La reconciliación es un acto de Dios que tiene al hombre por objeto; pero supone también la reciprocidad, ya que el hombre debe «dejarse reconciliar». La reconciliación es hoy el objeto de un nuevo descubrimiento, no sólo a propósito del sacramento que lleva actualmente su nombre, sino también como expresión que resume toda la obra de la salvación.
todas estas categorías son solidarias: no solamente comunican entre sí, sino que se sobreponen unas a otras. Será fácil apreciarlo. Su exposición sucesiva intenta dar razón de su totalidad y subraya las correspondencias y las interferencias que jalonan el espacio de la soteriología. Igualmente, la distinción entre mediación descendente y mediación ascendente, indispensable para mi propósito, no debe comprenderse como una separación. La una y la otra son realizadas por la misma persona y a lo largo de un mismo acontecimiento. Toda la vida de Jesús, como cada uno de sus gestos, nos comunica a Dios y nos conduce a Dios, indisociablemente. Por eso las categorías soteriológicas están impregnadas de la remisión de un movimiento al otro. Incluso hay algunas difíciles de clasificar, en la medida en que expresan la globalidad de la salvación más allá de estas explicaciones, como ocurre por ejemplo con las fórmulas kerigmáticas «por nosotros» y «por nuestros pecados». Por otra parte, la misma Escritura construye fórmulas que realizan la transición entre las categorías descendentes y las ascendentes: «(Todos) son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien Dios exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre...» (Rom 3, 24-25). O también: «Vivid en el amor, como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (Ef 5, 2). Igualmente en Juan: «No es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 10). En la tradición de la Iglesia el término de reparación tuvo también un sentido descendente, de Dios que «repara» el ser herido «leí hombre, y un sentido ascendente, del hombre que «repara» ante Dios. Pero ya vimos más arriba cómo ciertos pasos de un movimiento al otro fueron el producto de una confusión y de una «desconversión».
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La prioridad lógica de la mediación descendente es absoluta: todo viene en primer lugar de Dios y de su gracia. Toda acción de retorno del hombre a Dios se realiza en la gracia. Por este título hay que tratar en primer lugar de la mediación descendente. Esta prioridad lógica se encuentra justificada igualmente en el plano cronológico, en la medida en que se puede decir que la dominante de la soteriología del primer milenio fue descendente. Pero la misma eficacia de la mediación descendente consiste en hacer posible la mediación ascendente: si Dios lo hace todo, en Jesús le concede también al hombre hacerlo todo. Abre, por tanto, al tratamiento de las categorías ascendentes que, históricamente, constituyeron la dominante soteriológica del segundo milenio. De esta forma la sucesión del estudio de las categorías, estructurada por la mediación, tendrá el mérito de ser una breve historia doctrinal. Aquí como en otros lugares, distinguir no es separar. El carácter discursivo del lenguaje humano obliga a hablar sucesivamente de cada uno de los temas y, en cierta medida, a aislar los puntos de vista. Pero
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Finalmente, todas estas categorías no son más que interpretaciones de un acontecimiento cuya plenitud sigue siendo inaccesible para nosotros. Entre el acontecimiento y la categoría hay una distancia y un desnivel p e es el de la aplicación metafórica y analógica. Las categorías serán siempre más pobres que el acontecimiento y la persona de Jesús. Por tanto, deben referirse siempre a este acontecimiento y a esta persona No hablan realmente más que a la luz de este acontecimiento, que convierte su sentido. Jamás hay que imponerlas al mismo, como si se lubiera desarrollado desde el origen dentro de su registro. Esa fue la equivocación en que cayeron las exposiciones teológicas antes denuntiadas. A propósito de la soteriología vale evidentemente todo lo que rale el discurso sobre Dios: el lenguaje cristiano no tiene más remedie que conjugar siempre la afirmación, la negación y el ca-
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mino de la eminencia a propósito de la redención, de la liberación, de la justificación, así como a propósito del sacrificio, de la expiación y de la satisfacción52.
Segunda parte ESBOZO TEOLÓGICO DE UNA HISTORIA DOCTRINAL 52. La afirmación central del cristianismo sobre la única mediación de Cristo muestra cómo no se puede hablar de una mediación de María más que en un sentido sumamente analógico. No se trata evidentemente de lo mismo. El título de «María mediadora» que apareció en la Edad Media aludía ante todo a su intercesión. Chocó a los reformadores, debido al texto de 1 Tim 2, 5-6. Pío XII, muy impresionado por la argumentación bíblica, puso término a ciertas exigencias relativas a una definición dogmática de la mediación de María y se abstuvo de emplear este título, utilizando preferentemente la expresión «la que intercede». El Vaticano II, en el capítulo 8 de la Lumen Gentium reafirmó solemnemente la única mediación de Cristo (n. 60) y usó una vez la palabra «mediadora» a propósito de María, en una lista de títulos que expresan todos ellos la intercesión de la Virgen (n. 62). Juan Pablo II, en la encíclica Redemptoris materúe 1987 recoge la afirmación de 1 Tim 2, 5-6, antes de atribuir a María una «mediación maternal», precisando que se trata de una mediación subordinada a la del único mediador (n. 41), cuyo contenido es la intercesión que María inauguró en Cana (n. 22,40).
4 Preludio: «por nosotros», «por nuestros pecados», «por nuestra salvación»
Antes de inventariar los diferentes conceptos bíblicos y tradicionales que sirvieron de cuerpo lingüístico al desarrollo de la doctrina de la salvación, situándolos según el doble movimiento mencionado, descendente y ascendente, de la mediación, conviene remontarse a las fórmulas germinales que constituyen la matriz de los futuros desarrollos y contienen la proclamación, el kerigma, del acontecimiento de nuestra salvación realizado por Cristo. Este punto de partida, que lo dice ya todo de una manera sumamente sencilla, sigue siendo un punto de referencia y un criterio de discernimiento que permite mirar a la luz de un mismo sol el arco iris en que se difractan los múltiples términos que expresan el misterio de nuestra salvación. ¿Dónde encontrar estas fórmulas y cómo saber que son las más antiguas? Hay que interrogar a la soteriología primitiva del kerigma de la fe en sus expresiones más comunes y complementarias. El sentido salvífico de la muerte de Cristo se deduce de dos fórmulas repetitivas: «por nosotros» y «por nuestros pecados». Algunos piensan que no hay por qué establecer una distinción entre estas dos expresiones, de las que la primera no hace más que personalizar simplemente la segunda'. Sin embargo, la partícula por no puede tener el mismo sentido en ios dos casos. A través de la variante se vislumbra una polivalencia del por. El por se explícita en dos direcciones: por una parte, «en favor nuestro» o «para nuestra vida», y por otra, «debido a» nuestros pecados. Pero desde el punto de vista de su función en el kerigma, las dos fórmulas son homologas. Inspirándose en otras expresiones soteriológicas del Nuevo Testamento, el símbolo de Nicea-Constantinopla se 1. Cf. S. I£ON-IXJFOUR, La mort rédcmptrice du Chríst sclon le Nouveau Testament, en Mort pour IBS peches, Bruxelles 1976, 18.
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inscribe más bien en la perspectiva del «en favor de» cuando dice: «por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación». La exégesis insiste en el carácter primitivo de estas formulaciones. X. León-Dufour pone de relieve otras dos interpretaciones fundamentales, contemporáneas o anteriores, pero en todo caso independientes de la que está en el origen de nuestro lenguaje sobre la redención. La primera parte del contraste entre la muerte y la resurrección: el carácter escandaloso e «insensato» de esta muerte del justo queda abolido por la experiencia de su resurrección. Jesús está vivo y Dios le ha hecho justicia La segunda interpretación hace entrar a la muerte de Cristo en el designio de Dios, mostrando que todo se ha cumplido «según las Escrituras». En este designio la muerte de Jesús adquiere un «valor escatológico», es decir, que se trata de un acontecimiento definitivo con un valor universal2. En la medida en que haya que reconocer una anterioridad a estas dos interpretaciones sobre el «por nosotros», hay que observar sin embargo que se muestran mudas o implícitas en cuanto a la expresión de la relación de esta muerte de Cristo con los hombres. El «por nosotros» constituye por tanto la primera expresión formalmente soteriológica del acontecimiento de Jesús, sobre la base del símbolo indicado por el propio hecho: la muerte ha sido destruida por la vida; el incidente escandaloso se inscribe en un designio que le supera y lo trasforma. Entonces el hecho ya no es opaco, sino portador de un sentido inagotable. Este sentido se concreta en el por nosotros y responde a todo lo que fue la vida de Jesús. Lo mismo que vivió por nosotros, sus hermanos, murió también por nosotros. Quedan por discernir los acordes de la polisemia del famoso por, que en griego se expresa por diversas preposiciones: hyper, peri, anti, día. W. Kasper, analizando las fórmulas construidas con hyper, afirma: «El hyper tiene en estos contextos un triple significado: 1. por amor nuestro; 2. en nuestro favor; 3. en nuestro lugar. Las tres significaciones resuenan conjuntamente y en ellas se piensa cuando se trata de expresar la solidaridad de Jesús como centro más íntimo de su ser de hombre»3. Esta reflexión nos pone en la pista de la comprensión de las diversas fórmulas del Nuevo Testamento. «Por nosotros» Recojamos ante todo las fórmulas en «por nosotros», que son las más numerosas. Su aparición es común en numerosos textos del 2. Ibid., 14-17. 3. W. KASPER, Jesús el Cristo, Sigúeme, Salamanca 19793, 267. Cf. igualmente el análisis de K. Barth sobre el sentido del «por nosotros»: «Dogmatiquc. vol. IV. La doctrine de la réconcihation, ], 1, 59. Labor et fides, Genéve 1966, t. 17, 243.
PRELUDIO: «POR NOSOTROS», «POR NUESTROS PECADOS»,...
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Nuevo Testamento y se inscribe en las diversas categorías que traducen el misterio. La multiplicidad de contextos y de vocabularios permite situar la significación de este elemento constante: Gal 2, 20: «Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por (hyper) mí»; Gal 3, 13: «Cristo nos rescató... haciéndose él mismo maldición por (hyper) nosotros; Rom 5, 6: «En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por (hyper)los impíos»; Rom 5,8: «Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por (hyper) nosotros»; Rom 8, 32: «(Dios) no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó por (hyper) todos nosotros»; Rom 14, 15: «¡Que por tu comida no destruyas a aquel por (hyper) quien murió Cristo»; 1 Cor 1, 13: «¿Acaso fue Pablo crucificado por (hyper) vosotros?» 1 Cor 11, 24: «Este es mi cuerpo que se da por (hyper) vosotros»; 2 Cor 5, 15: «Y murió por (hyper)todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por (hyper) ellos»; 2 Cor 5, 21: «A quien no conoció pecado, le hizo pecado por (hyper) nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él»; 2 Cor 8, 9: «Conocéis bien la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico por (día)vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza»; Ef 5, 2: «Cristo nos amó y se entregó por (hyper) nosotros, como oblación y víctima de suave aroma»; 1 Tim 2, 6: «Se entregó por (hyper) nosotros a fin de rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo que fuese suyo»; Heb 5,1: «Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de (hyper) los hombres en lo que se refiere a Dios»; Heb 9,24: «Penetró Cristo... en el mismo templo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor (hyper) nuestro; Me 10,45 (= Mt 20, 28): «El Hijo del hombre ha venido... a servir y a dar su vida como rescate por (anti) muchos». Me 14,24: «Esta es mi sangre de la alianza que va a ser derramada por (hyper) muchos» (= Mt 26, 28: peri). Le 22,19: «Este es mi cuerpo que va a ser entregado por (hyper) vosotros»;
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PRELUDIO: «POR NOSOTROS», «POR NUESTROS PECADOS»,...
Le 22, 20: «Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre, que va a ser derramada por (hyper) vosotros»; 1 Jn 3, 16: «En esto hemos conocido lo que es el amor: en que él dio su vida por (hyper) nosotros»; 1 Pe 2, 21: «Cristo sufrió por (hyper) vosotros». A esta larga serie de textos se puede añadir el logion de Caifas, al que el cuarto evangelista reconoce —más allá de su inmediatez cruel— un valor profético: Jn 11, 50-52: «Si caéis en cuenta que es mejor que muera uno solo por (hyper) el pueblo... Como era Sumo Sacerdote, profetizó que Jesús iba a morir por (hyper) la nación, y no sólo por (hyper) la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos». Esta larga enumeración permite descubrir una dominante bastante clara: en la mayor parte de los casos, el «por nosotros» significa «en favor nuestro». En griego, la preposición hyper es como mucho la más usual. El «por nosotros» se suele poner en vinculación directa con la iniciativa amorosa de Dios y de Jesús por nosotros. En favor nuestro y por amor es como el Padre entregó a su Hijo y el Hijo se entregó a sí mismo, dando su vida en rescate, derramando su sangre, dándonos a comer y a beber su carne y su sangre. En este contexto, las fórmulas de Gal 3, 13 y de 2 Cor 5, 21, que han causado problemas en la historia, adquieren un valor muy distinto, bien en virtud de las expresiones que las acompañan (por ejemplo, Gal 2, 20 y 2 Cor 5, 15), bien en virtud de la idea de intercambio sobre la que están construidas, y que se encuentra en 2 Cor 8, 9. Ese «por nosotros» es universal: se trata de la multitud de seres humanos. «Por nosotros», «en favor nuestro» equivale a decir «por nuestra salvación», sobre todo si se tiene en cuenta que el obrar de Cristo está impuesto por nuestra situación desgraciada: éramos pecadores (Rom 5, 8), teníamos necesidad de vernos libres de toda iniquidad (Tit 2, 14) y de poder vivir ante Dios.
anti, mientras que 1 Tim 2, 6 mantiene el hyper). También se le puede encontrar en los dos textos evocados a menudo Gal 3, 13 y 2 Cor 5, 21, en donde se opone la bendición y la justicia que son de Cristo a la maldición y al pecado que él asume misteriosamente por causa de nosotros, y por tanto en cierto sentido «en lugar nuestro». No cabe duda de que está aquí en embrión la idea de la sustitución. Pero sería un grave error aislarla de todo el contexto, para quedarse sólo en ella, siendo así que interviene en segundo o en tercer plano detrás del «en favor nuestro» y del «por causa de nosotros». Sería olvidar el movimiento de intercambio que se afirma primero sobre la base de una solidaridad. El intercambio entre lo que Cristo recibe y sufre de nosotros y lo que él nos da se expresa más directamente que la sustitución. Por otra parte, el «en lugar nuestro» connota también el «en nombre nuestro» en el texto de Heb 9, 24. Delante de Dios Cristo nos representa a todos en nombre mismo de la solidaridad que han establecido con nosotros su encarnación y su condición humana.
Pero ese «en favor de» comprende también la idea de un «por causa de», según la estructura lógica de la causa final. En virtud de nuestra situación de pecadores es por lo que Cristo tuvo que vivir y sufrir por nosotros. En este sentido nuestras fórmulas comulgan con las que dicen «por nuestros pecados»; encontraremos una que asocia estas dos expresiones. Los dos sentidos se encuentran en vasos comunicantes. ¿Será preciso decir que el «por nosotros» encierra igualmente el sentido de «en lugar nuestro»? No en todas las fórmulas está esto claro. Aflora fácilmente en el logion del rescate (donde Mt y Me dicen
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Volveremos a encontrarnos con muchos de estos a propósito de las diversas categorías soteriológicas que utilizan. Es interesante observar cómo el «por nosotros» va acompañando a la idea de redención o de justificación así como a la de sacrificio. «Por nuestros pecados» La fórmula «por nuestros pecados» es menos frecuente, aunque quizás más primitiva. Es una variante del «por nosotros» que precisa su motivación. Ya hemos visto que Rom 5, 8 asocia y articula entre sí las dos expresiones: «Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros». Esta fórmula se encuentra en los resúmenes kerigmáticos más antiguos, pero también en otros textos: Gal 1, 34: «El Señor Jesucristo, que se entregó a sí mismo por (hyper) nuestros pecados». Rom 4, 25: «Creemos en Aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús Señor nuestro, quien fue entregado por (día) nuestra justificación»; 1 Cor 15,3: «Cristo murió por (hyper) nuestros pecados, según las Escrituras»; Heb 5, l:«Todo Sumo Sacerdote... está puesto en favor de (hyper) los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por (hyper) los pecados». (La primera parte de este versículo se citó ya en la listi anterior; también aquí el «por los hombres» se asocia al «por los pecados»).
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Heb 10, 12: «Él (Jesús), habiendo ofrecido por (hyper) los pecados un solo sacrificio, se sentó a la diestra de Dios para siempre». 1 Pe 3, 18: «Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por (peri) los pecados, el justo por (hyper) los injustos». Cristo murió por nuestros pecados: ésa es la buena noticia de la salvación en uno de sus testimonios más originales. El porsignifica a la vez «debido a» (lo cual es más claro en la preposición dia de Rom 4, 25) o «por causa de», y por otra parte «para librarnos de». El «en favor de» no puede referirse a los pecados, sino a los hombres pecadores. La fórmula de 1 Pe 3, 18 explícita bien este dato: Cristo murió debido a los pecados y en favor de los injustos. La de Rom 4, 25 pone de relieve este mismo vínculo en el lenguaje de la justificación, distribuyendo los dos sentidos entre la muerte y la resurrección, articulación que no debe nunca olvidar la fe: Jesús se entregó por causa de nuestros pecados y resucitó con vistas a nuestra justificación. Esta expresión connota la idea de intercambio entre Cristo y nosotros y los dos dia no tienen exactamente el mismo sentido. La carta a los Hebreos expresa este mismo dato en el lenguaje sacrificial, inspirado metafóricamente en el culto del antiguo templo. La muerte de Cristo fue un sacrificio por los pecados, es decir, por el perdón de los pecados. Finalmente, no hay que olvidar en el «por causa de» que son nuestros pecados, es decir los pecadores, los que son la causa de la muerte de Cristo. Son la causa directa de la misma, ya que el justo fue entregado al capricho de los malvados. «Por nuestra salvación» La fórmula «por la salvación» (eis sótérian) está bien atestiguada en el Nuevo Testamento, pero no tiene una función homologa a las dos anteriores en los resúmenes de la fe. No está asociada literariamente a la mención de la muerte y resurrección de Cristo, mientras que la idea de la salvación está evidentemente incluida en las dos fórmulas anteriores. La expresión más cercana se encuentra en la carta a los Hebreos, que al evocar los sufrimientos y la obediencia del Hijo, dice que «se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Heb 5, 9). Igualmente, «puede salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor «hyper autón» (Heb 7, 25). La equivalencia entre la salvación y la vida se expresa en esta fórmula joánica: «El pan que yo voy a dar es mi carne por (hyper) la vida del mundo» (Jn 6, 51).
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Así, pues, con toda razón puede el símbolo de NiceaConstantinopla glosar el «por nosotros» de la Escritura añadiéndole «y por nuestra salvación». Su formulación se sitúa en línea recta con los kerigmas y pone en el corazón del Credo lo que está en el corazón del Nuevo Testamento: el anuncio de nuestra salvación gracias al acontecimiento de Cristo. Este conjunto de fórmulas constituye la matriz de toda doctrina cristiana de la salvación por la muerte y la resurrección de Jesús. He ofrecido citas abundantes para subrayar la constante aparición de un dato esencial y mostrar la inserción del por en contextos que apelan a varias categorías, en las que se propone una doctrina más desarrollada de la salvación. Pero éstas deberán interpretarse siempre a la luz y en función del por. La salvación es para nosotros: es ante todo un don que Cristo nos ha hecho, siendo tanto en su vida como en su muerte el «pro-existente», el que vive por sus hermanos, de la misma manera que vive por el Padre. A pesar de la diferencia de contenido, esos dos por se implican mutuamente en un amor único. Ese por indica la prioridad de la mediación descendente. Pero compromete también a la mediación ascendente, ya que la salvación de los hombres consiste en llevarlos al Padre y hacerles pasar a la vida de Dios. Por eso, el por, que connota muchas veces la noción de intercambio entre lo que nosotros hacemos por Cristo y lo que él hace por nosotros, va asociado igualmente a la idea de sacrificio. Así pues, esta breve partícula tiene que seguir siendo la guía de nuestra encuesta.
Sección Primera LA MEDIACIÓN DESCENDENTE
5 Cristo iluminador: la salvación por revelación
«No cabe duda de que el concepto de Cristo Maestro de verdad, ofreciendo como parte integrante de su obra redentora para la humanidad el conocimiento y la iluminación, es un elemento fundamental de la doctrina cristiana de la redención. Una doctrina de la cruz que no explicase en qué se ha hecho mejor el mundo gracias a ella no podría pretender representar la totalidad de la tradición cristiana», escribe H. Turner1, que da la prioridad a este tema en su estudio patrístico de la salvación. Sorprendente quizás para nosotros, esta perspectiva doctrinal es en efecto fundamentalmente bíblica y se encuentra ya explicitada entre los primerísimos testigos de la tradición que son los padres apostólicos y los apologetas. Veremos que sigue teniendo hoy toda su significación.
I. E L TESTIMONIO DE LA ESCRITURA
Si la salvación del hombre consiste en entrar en comunión de vida con Dios, 10 puede haber salvación para él sin «conocer» a Dios. «Conocer» a Dios, con todos los acordes existenciales que posee este término e n la Biblia (en donde un marido «conoce» a su mujer) no puede ser solamente fruto del esfuerzo humano. Para ello se necesita que Dios serevele, que manifieste de verdad su misterio, que establezca con el hombre una relación viva, a fin de conducirlo finalmente a «verlo». Es«es precisamente el don de la «revelación» que se realiza a través de los dos Testamentos. Para Dios, darse a conocer al hombre y 1. H. E . V. TURNER, Jesús le Sauveur. Essai sur la doctrine patrístique de la Rédemption, C e d , París 1965, 51.
JESUCRISTO, EL ÚNICO MEDIADOR
CRISTO ILUMINADOR: LA SALVACIÓN POR REVELACIÓN
realizar su salvación son dos cosas inseparables y que caminan a la par. El misterio pascual, cumbre del cumplimiento de nuestra salvación, es al mismo tiempo la cumbre de la revelación trinitaria de Dios. No hay amor sin conocimiento: el que Dios revele su propio misterio y el que conceda comulgar vitalmente del mismo no constituyen más que una misma y única realidad. La salvación es la vida, pero la vida es conocer amorosamente a Dios. Dos fórmulas, la primera de san Juan y la segunda de la tradición paulina, expresan esta identidad: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo» (Jn 17, 3); y también: «Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2, 4). La luz es el símbolo del conocimiento. Todos hemos hecho la experiencia de la relación que hay entre nuestra vida y la luz. Nos gustan los climas luminosos, las casas bien soleadas. El sol suele ser sinónimo de vacaciones felices. Una vivienda sombría es triste, y hasta malsana, si es que no evoca la noche del calabozo. Por otra parte, biológicamente la vida de las plantas y de los animales sería imposible sin los beneficios de la fotosíntesis inducida por la luz y el calor del sol. También en el plano moral sabemos que el bien se hace a pleno día, mientras que el vicio se oculta; el uno realiza las obras de la luz, el otro las acciones de las tinieblas. Este simbolismo ha marcado profundamente la historia de las religiones y las representaciones mitológicas. El sol ha sido considerado muchas veces como un Dios. Los «infiernos» o el «sheol» bíblico son lugares sombríos y tenebrosos donde sólo se conserva una sombra de vida. Los cultos mistéricos y la gnosis están siempre orientados hacia el don de la luz y del conocimiento. Por tanto, no es extraño que la revelación judeo-cristiana haya asumido este tema tan denso para expresar la manifestación de Dios. En el Benedictos se designa a Cristo como «luz que viene de lo alto» (Le 1, 78).
Padre que lo ha enviado. No dice más que lo que el Padre le ha enseñado (Jn 8, 28). Pero Jesús no es solamente Maestro de sabiduría y de verdad. Es en sí mismo la verdad (Jn 14, 6). Muy pronto será identificado por sus discípulos con la misteriosa Sabiduría preexistente al lado de Dios, de la que hablaba la literatura sapiencial del Antiguo Testamento (cf. Prov 8; Job 28; Sab 7; Eclo 4-6; Bar 3). E. Schillebeeckx discierne también un modelo cristológico sapiencial, que ve en Jesús a la Sabiduría preexistente que se ha encarnado, se ha abajado, pero ha sido glorificada2. Pues bien, la Sabiduría estaba oculta en Dios y no podía ser accesible a los hombres más que si Dios la revela. En Jesús la Sabiduría viene a la tierra para hacerse mediadora de la revelación divina. Jesús es un «mistagogo» que conduce al misterio de Dios, ya que él mismo viene de Dios3. En términos joánicos, es la Palabra, el Verbo de Dios. Es nuestra salvación en cuanto que nos da a conocer al Padre.
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Jesús, maestro de verdad y revelador del Padre Desde su entrada en la escena de la vida pública Jesús enseña, pero como hombre que tiene autoridad y no como los escribas (Me 1, 22). Se le llama con frecuencia «Rabbí», porque es un maestro de Sabiduría gracias a su anuncio del Reino. Pero la sabiduría que él revela viene de Dios, que es el único que conoce y que puede revelar: «Nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 27). Todo el evangelio de Juan presenta a Jesús como el revelador del
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«Mirarán al que traspasaron» Sólo en la palabra de Jesús tiene valor la revelación salvífica. Todos los actos de su vida, su muerte y finalmente su misma persona son revelación de Dios. Por eso mismo mirarlo, contemplarlo en los misterios de su existencia tiene para nosotros valor de salvación. Porque la revelación procede en Jesús a través de lo que podríamos llamar, en un vocabulario más tardío, la «causa ejemplar». No cabe duda de que este tema ha sido explotado abusivamente en la tradición por la herejía pelagiana y por las teorías de Abelardo y de los Socinianos que reducían el acto de la salvación al valor de un «buen ejemplo» que seguir. Pero estos excesos no deben hacernos olvidar que es preciso reconocer la ejemplaridad única de la vida de Jesús. Es ejemplo en el sentido más fuerte de esta palabra, un ejemplo que ejerce una causalidad de conversión que le es propia. La reflexión del centurión al pie de la cruz es ya la expresión de este valor trasformador y liberador del ejemplo: «Verdaderamente este hombre era hijo de Dios» (Me 15, 39) o «ciertamente este hombre era justo» (Le 23, 47). A través de la variante de las dos fórmulas, el centurión muestra que se ha visto tocado por el ejemplo que Jesús ha dado en su muerte y que ha cambiado su corazón. Esta manera de morir le ha revelado el misterio de Dios y de la verdadera justicia, 2. E. SCHILLEBEECKX , Jesús. La historia de un viviente, o. c , 397-400; cf. también B. SESBOUE, Jésus-Christ dáosla tradition, o. c, 294-295. 3. E. SCHILLEBEECKX, O. C.,399.
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muy diferente de aquella de la que era ejecutor. La libertad de Cristo ha trasformado su propia libertad; su ejemplo ha sido para él gracia de salvación. El cuarto evangelio, que insiste mucho en el «ver» y que presenta la pasión según un modo contemplativo, nos propone la escena de la sangre y del agua como el testimonio de lo que él mismo ha visto, leyendo en ella el cumplimiento de la profecía de Zacarías: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19, 37, citando a Zac 12, 10). Para él, ese «ver» está ordenado al «creeo>. En las epístolas el ejemplo de Cristo es objeto de una invitación a imitarlo. San Pablo introduce así el gran himno cristológico de la carta a los Filipenses: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo» (Flp 2, 5). El gesto de anonadamiento y de elevación de Cristo, vivido en el desprendimiento absoluto, es el que los cristianos tienen que imitar. En un contexto análogo, la primera carta de Pedro se muestra aún más explícita en su exhortación: «Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas» (1 Pe 2, 21). Epifanía y teoíanía No es extraño que las redacciones evangélicas hayan referido muchas veces las escenas de la vida de Jesús en términos de manifestación o de epifanía. Tal es el caso de la visita de los magos al niño Jesús, en Mateo, que lee allí la manifestación de la salvación a los paganos. También es lo que ocurre con muchos milagros, manifestaciones que provocan la fe. En su lenguaje característico, el evangelio de Juan subraya este hecho a propósito del milagro de Cana: «Así, en Cana de Galilea, dio Jesús comienzo a sus señales. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos» (Jn 2, 11). Con un seguro instinto, la liturgia pone en relación estas dos «epifanías» de Jesús, en su infancia y en el umbral de su ministerio público. También las enlaza con la teofanía del bautismo de Jesús. Efectivamente, en dos escenas importantes de los evangelios, la epifanía se hace teofanía. En primer lugar, en el bautismo de Jesús, manifestación trinitaria que adquiere un valor de investidura del Hijo por el Padre. El cielo «se abre», es decir, Dios se revela y manifiesta su benevolencia con los hombres. Igualmente Pedro, Santiago y Juan son los testigos de la transfiguración de Jesús; ésta se nos describe en términos d e sol y de luz: «Se transfiguró delante de ellos; su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos blancos como la luz» (Mt 17, 2). Los discípulos «vieron la gloria de Jesús» (Le 9, 32). Esta revelación de la gloria del Hijo de Dios es una anticipación de la resurrección y anuncia la luz de las teofanías del sepulcro encontrado abierto y
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vacío. Porque el ángel del Señor tenía., «un aspecto como el relámpago y su vestido blanco como la nieve» (Mt 28, 3). la luz y las tinieblas La salvación traída por Cristo se comprende como la victoria de la luz que viene de Dios sobre las tinieblas en que gime la humanidad. Este lenguaje es una herencia del Antiguo Testamento para el que Dios es el creador de la luz (Gen 1, 1-5), se envuelve de luz como de un manto (Sal 104, 2) y finalmente se revela como la luz eterna de la que es reflejo la Sabiduría (Sab 7, 26). Por eso el nacimiento del príncipe mesiánico se anuncia proféticamente en términos de luz: «El pueblo que andaba a oscuras vio una luz intensa Sobre los que vivían en tierras de sombras brilló una luz» (Is 9, 1). Del mismo modo, la nueva Jerusalén es evocada líricamente como una ciudad de luz que atrae a sí a todos los pueblos: «Caminarán las naciones a tu luz, y los reyes al resplandor de tu alborada» (Is 60, 3f. Los relatos lucanos de la infancia de Jesús celebran en el gozo a Cristo luz: Zacarías exaita en su cántico eí nacimiento def precursor que dará a su pueblo «conocimiento de salvación por el perdón de sus pecados» (Le 1, 77) y preparará los caminos para que «nos visite una Luz de la altura, a fin de iluminar a los que se hallan sentados en tinieblas y sombras de muerte» (1, 78-79). El nacimiento de Jesús da lugar a una teofanía angélica: la gloria del Señor envuelve de luz a los pastores (Le 2, 9). Del mismo modo, el anciano Simeón, tomando a Jesús en sus brazos, dice en su acción de gracias: «Han visto mis ojos tu salvación...: luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Le 2, 30-32). Estos textos, por otra parte, están llenos de reminiscencias de las profecías del Antiguo Testamento (Mal 3, 20: el «sol de justicia»; Is 42, 6: el Siervo que será la luz de las naciones). El tema de la oposición entre la luz y las tinieblas se sitúa en el evangelio de Juan al comienzo del libro y constituye un «indicativo» de todo el relato: «En ella (la Palabra) estaba la vida y la vida era la luí de los hombres (observemos la aproximación entre vida y luz), y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron... La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,4-5 y 9), Entre los hombres hay unos que no acogen la luz y serán juzgados por ella: «La condenación está en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas» (Jn 3, 19). Por el contrario, los que acogen el 4. L a liturgia ha escogido este pasaje como primera lectura de Epifanía.
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Verbo-luz reciben el «poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1, 12). En varias ocasiones el evangelista pondrá en labios de Jesús afirmaciones solemnes sobre su relación con la luz: «Yo soy la luz del mundo: el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12). La curación del ciego de nacimiento es una obra de salvación realizada por aquel que es la «luz del mundo» (Jn 9, 5) y devuelve al ciego no sólo la luz de los ojos, sino también la de la fe (9, 38). Porque la luz está ordenada a la fe: «Yo, la luz, he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga en tinieblas» (Jn 12, 46). La hora de la pasión será el momento culminante de este combate entre la luz y las tinieblas; el traidor Judas sale en medio de la oscuridad de la noche (Jn 13, 30) para ir a entregar a su maestro; la hora del príncipe de este mundo es también la del «poder de las tinieblas» (Le 22, 53). Herederos del mismo simbolismo, los escritos paulinos describen nuestra salvación como el paso del reino de las tinieblas al de la luz. ¿No es por otra parte la luz esplendorosa de Cristo, que se apareció a Pablo en el camino de Damasco (Hech 9, 3; 22, 6; 26, 13)? Por eso escribe a los Corintios: «El mismo Dios que dijo: "Del seno de las tinieblas brille la luz", ha hecho brillar la luz en vuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo» (2 Cor 4, 6). Y a los Colosenses: «Gracias al Padre que os ha hecho participar en la herencia de los santos en la luz. El nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor» (Col 1, 12-13). Le hace eco una fórmula semejante de la primera carta de Pedro: «Para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz» (1 Pe 2, 9). Este paso de las tinieblas a la luz tiene que traducirse en el cambio de las obras: «En otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor. Vivís como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad» (Ef 5, 8-9). Esta misma exhortación se encuentra en la primera carta de Juan: «Si caminamos en la luz, como Él mismo está en la luz, estamos en comunión unos con otros» (1 Jn 1, 7).
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timo indica el acabamiento y la perfección de este organismo. Pues bien, éste es unas veces la caridad (cf. 2 Cor 8, 7; 1 Cor 13, 13), y otras el conocimiento (gnósis: cf. Rom 15, 13-14: fe, esperanza, perfecto conocimiento/. La lista que sigue el ritmo fe-esperanza-caridad será sin duda la preferida, bajo la influencia del himno a la caridad de 1 Cor 13; pero Pablo dice también allí: «Ahora conozco de un modo imperfecto, pero entonces conoceré como soy conocido» (1 Cor 13, 12). El interés de esta variante está en la correspondencia entre el conocimiento y el amor como expresión del cumplimiento de la vida salvada y santificada. Existe una solidaridad y una complementariedad entre los dos términos: conocer es amar; amar es también conocer de una forma concreta. Pablo habla igualmente de «la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor» (Flp 3, 8). Lo mismo que el amor consiste en que Dios fue el primero en amamos, también el conocimiento viene de Dios que nos conoció primero. El conocimiento de Dios que es salvación no puede ser más que el fruto de una iniciativa reveladora que viene de Dios en Jesucristo. Conocer a Dios es realizar espiritualmente este conocimiento que Dios tiene de nosotros: «Ahora, que habéis conocido a Dios, o mejor, que él os ha conocido...» (Gal 4, 9). «Mas si uno ama a Dios, ése es conocido por él» (1 Cor 8, 3). Por eso el anuncio del «evangelio de la gloria de Cristo» es una «iluminación» (2 Cor 4, 4), lo mismo que «se ha manifestado ahora con la manifestación de nuestro Salvador Cristo Jesús» (2 Tim 1,10; cf. Tit 2, 13). El día del bautismo es aquel en que se recibe la luz y se saborea el don celestial (Heb 6, 4). Esta salvación que se inaugura en el conocimiento de Dios a través de la Palabra y del sacramento se realizará eternamente en el conocimiento inagotable de la visión: «Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2).
j j . EL TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN
En los padres La salvación
como
conocimiento
Si esto es así, el conocimiento es salvación, lo mismo que la salvación es conocimiento. Este tema del verdadero conocimiento (gnósis) es profundamente paulino. Hay en Pablo diversas listas de virtudes, inspiradas en listas de los moralistas de la época, variables en su composición, pero cuyo primero y último término no son libres. El primero es generalmente la fe, que indica el comienzo de las virtudes. El úl-
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apostólicos
El tema de la salvación como conocimiento es familiar a los padres de la Iglesia, en particular a los de las primeras generaciones cristianas. Clemente romano propone así, a ejemplo de Pablo, una lista de virtudes que comienza por la fe, menciona la piedad, la generosidad y 5. Cf. DUPONT, Gnósis. La cormaissance religieuse dans les épitres de Saint Paul, Nauwelaerts-Gabalda, Louvain-Paris 1949, 393-409.
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l a hospitalidad p a r a terminar c o n el conocimiento perfecto y seguro 6 . P a r a é l la mediación d e Cristo se ejerce p o r excelencia bajo l a forma d e l camino del c o n o c i m i e n t o : «Por él fijamos nuestra mirada en las alturas del cielo; por él contemplamos como en espejo la faz inmaculada y soberana de Dios; por él se nos abrieron los ojos del corazón; por él, nuestra inteligencia, insensata y entenebrecida antes, reflorece a su luz admirable; por él quiso el Dueño soberano que gustásemos del conocimiento inmortal» 7 . E n efecto, el c o n o c i m i e n t o q u e n o s v i e n e d e C r i s t o es m u c h o m a y o r q u e el q u e n o s p r o p o r c i o n a b a l a a n t i g u a alianza; supone p o r tanto u n riesgo m á s g r a v e : «Ya lo veis, hermanos: Cuanto mayor conocimiento se dignó el Señor concedernos, tanto es mayor el peligro a que estamos expuestos» 8 . E n él h a y o t r a s fórmulas m á s parecidas a las del N u e v o T e s t a m e n to; h e aquí u n a c o n u n a tonalidad paulina y otra c o n u n a tonalidad j o á nica: «Pediremos con ferviente oración y súplica al Artífice de todas las cosas que guarde íntegro en todo el mundo el número contado de sus escogidos, por medio de su siervo amado Jesucristo, por el que nos llamó de las tinieblas a la luz, de la ignorancia al conocimiento de la gloria de su nombre» 9 (cf. 1 Cor 12, 13). «Abriste los ojos de nuestro corazón, para conocerte a Ti, el solo Altísimo en las alturas...; conozcan todas las naciones que Tú eres el solo Dios , y Jesucristo tu siervo, y nosotros tu pueblo y ovejas de tu rebaño (Sal 78, 13)»10 (cf. Jn 17, 3). L a p l e g a r i a eucarística d a siempre gloria a D i o s en virtud del acontecimiento d e J e s ú s . El m o d e l o que se n o s p r o p o n e en la Didaché, o Doctrina de los doce Apóstoles, se fija, sobre todo d e n t r o d e este a c o n t e c i m i e n t o , e n el conocimiento q u e n o s procuró: «Te damos gracias, Padre nuestro, por la santa viña de David, tu siervo, la q u e nos diste a conocer por medio de Jesús, tu siervo. A ti sea la gloria por los siglos... 6. CLEMENTE ROMANO, Ep. ad Cor. 1, 2: trad. de D. Ruiz Bueno, en Padres apostólicos, BAC, Madrid 19855, 178. 7. Ibid. 36, 2: o. c , 211 (los subrayados son míos). 8. Ibid. 4 1 , 4: o. c.,215. 9. Ibid. 59, 2: o. c , 231-232. 10. Ibid. 59, 3-4: o. c, 232-233.
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Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento
que nos manifestaste por medio de Jesús, tu siervo. A ti sea la gloria por los siglosTe damos gracias, Padre santo, por tu santo Nombre, que hiciste morar en nuestros corazones, y por el conocimiento y la fe y la inmortalidad que nos diste a conocer por medio de Jesús, tu siervo. A ti sea la gloria por los siglos»". Esta insistencia repetitiva es característica: se invoca esta misma razón en el momento de la acción de gracias sobre el cáliz, puesto en relación con la Iglesia llamada «viña de David», luego en el momento de la que se hace sobre el pan partido, y finalmente en la acción de gracias que sigue a la comunión. El conocimiento va asociado por una parte a la vida y por otra a la inmortalidad, es decir, a la participación en los atributos propiamente divinos. Ignacio de Antioquía recoge este tema de la luz para evocar los «tres misterios sonoros que se cumplieron en el silencio de Dios» 12 : la virginidad de María, su parto y la muerte del Señor: «Ahora bien, ¿cómo fueron manifestados a los siglos? Brilló en el cielo un astro más resplandeciente que los otros astros. Su iuzera inexplicable y su novedad produjo extrañeza. Y todos los demás astros, juntamente con el sol y la luna, hicieron coro a esta nueva estrella; pero ella, con su luz, los sobrepujaba a todos... Desde aquel punto, quedó destruida toda hechicería y desapareció toda iniquidad. Derribada quedó la ignorancia, deshecho el antiguo imperio, desde el momento en que se mostró Dios hecho hombre para llevamos a la novedad de la vida perdurable»13. Este astro misterioso hace pensar a la vez en la estrella que guiaba a los magos (Mt 2, 9) —aunque su desarrollo no se hace con el mismo espíritu que el de Mateo— y en el sueño de José (Gen 37, 9)14. Pero en definitiva ese astro más luminoso que todos los demás no es otro sino el mismo Cristo, «Dios aparecido en forma de hombre», cuya luz es una vida nueva. 11. Didaché9, 2-3 y 10, 2: o. c, 86-87 (los subrayados son míos). 12. IGNACIO DE A NTIOQUIA, Ad Ephes. 19, 1: o. c, 458.
13. Ibid. 19, 2-3: o. c.,458. 14. El Protoevangelio de Santiagoll, 2 ofrece un relato parecido, pero más próximo a Mateo que Ignacio de Antioquía; trad. A. DE SANTOS OTERO, Lee evangelios apócrifos, BAC 1956, 182.
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En los padres apologetas del siglo II Justino, filósofo y mártir, describe su larga búsqueda de la verdad a través de las diferentes escuelas filosóficas, búsqueda largo tiempo inútil hasta que el descubrimiento del cristianismo fue para él una iluminación. Un día se encontró a orillas del mar con un misterioso anciano que le habló de los profetas, «testigos fidedignos de la verdad», que anunciaron a Cristo y cuyas palabras se cumplieron. Éste le invita a rezar para que «se te abran las puertas de la luz, pues estas cosas no son fáciles de ver y comprender por todos, sino a quien Dios y su Cristo concede comprenderlas» 15 . Inmediatamente, dice Justino, «sentí que se encendía un fuego en mi alma y se apoderaba de mí el amor a los profetas y a aquellos hombres que son amigos de Cristo, y reflexionando conmigo mismo sobre los razonamientos del anciano, hablé que esta sola es la filosofía segura y provechosa»' 6 . El término de filosofía designa aquí la fe cristiana, como única sabiduría verdadera que supera todas las demás. En el contexto de la búsqueda intensa de la sabiduría que preocupaba a las escuelas de su tiempo, búsqueda de conocimiento y hasta de gnosis, Justino sitúa así el cristianismo como el camino que hace llegar al conocimiento de la verdad. Más adelante en su obra, describe de nuevo la conversión a Cristo como una iluminación: «(Dios) sabe que todavía, a diario, hay quienes se hacen discípulos del nombre de Cristo y abandonan el camino del error. Y éstos, iluminados por el nombre de este Cristo, reciben dones según lo que cada uno merece» 17 . Esta iluminación está ligada al bautismo, que Justino es el primero en llamar phótísmós, iluminación: «Este baño se llama iluminación, para dar a entender que son iluminados los que aprenden estas cosas. Y el iluminado se lava también en el nombre de Jesucristo, que fue crucificado bajo Poncio Pilato, y en el nombre del Espíritu Santo, que por los profetas nos anunció de antemano todo lo referente a Jesús»18. El tema del bautismo como iluminación, inspirado sin duda en algunas expresiones de la carta a los Hebreos citadas anteriormente, seguirá siendo clásico en toda la época patrística. Cirilo de Jerusalén dirigirá sus catequesis bautismales a los que tienen que ser iluminados (phótizomenoi) y sus catequesis mistagógicas, que siguen los ritos de la iniciación cristiana, a los recién iluminados (nephótistoi).
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Otro apologeta, Teófilo de Antioquía, describe la conversión a la fe con la imagen del ciego que recobra la vista: «Los que ven con los ojos corporales observan lo que ocurre en la vida sobre la tierra; distinguen entre la luz y la oscuridad, entre lo blanco y lo negro, entre lo sucio y lo hermoso... De la misma manera podría decirse de los oídos, del corazón y de los ojos del alma que les resulta posible captar a Dios. En efecto, Dios es percibido por quienes pueden verlo después que se han abierto los ojos de su alma. Todos tienen ciertamente ojos, pero algunos los tienen velados y no perciben la luz del sol; si los ciegos no ven, no es porque haya dejado de brillar la luz del sol; son los ciegos los que tienen que achacarlo a ellos mismos y a sus ojos»19. La iluminación de la conversión supone que se cumplan al mismo tiempo las debidas condiciones morales. Pero se trata sobre todo de un cambio existencia], tal como nos lo presentan los textos de la Escritura (cf. 2 Cor 4, 3-6; Ef 1, 18). En heneo de Lión Ireneo emprendió una lucha vigorosa contra la falsa gnosis que hacía estragos, al parecer, entre las comunidades cristianas de su tiempo. Cuando titula su gran obra Contra las Herejías, «Denuncia y refutación de la gnosis de nombre mentiroso» 20 , da a entender que para él el cristianismo constituye la «verdadera gnosis», es decir, el auténtico conocimiento de Dios. Pues bien, es la pasión de Cristo la que nos proporciona este conocimiento saludable: «El Señor sufrió para llevar al conocimiento y a la cercanía del Padre a los que se habían extraviado lejos de él... La pasión del Señor, al traernos el conocimiento del Padre, fue fuente de salvación... Por su pasión, el Señor destruyó la muerte, eliminó el error, aniquiló la corrupción, disipó h ignorancia; manifestó la vida, mostró la verdad, dio la incorruptibilidad»21. Encontramos en est< texto las mismas asociaciones entre muerte, error e ignorancia por una parte, y vida, conocimiento, verdad, por
19. TEÓFILO DE ANTIOQUI*, Tres libros a Autólico;o. c , 768 ss. Cf. W. RORDORF,
15. JUSTINO, Diálogo con Tritón!, 3, trad. de D. Ruiz BUENO, en Padres apologistas griegos (siglo II), BAC, Madrid 1954, 314. 16. Ibid. 8, 1: o. c, 314-315. 17. Ibid. 39, 2: o. c.,366. 18. JUSTINO, / ApoJo^ia 61, 12-13: o. c.,251.
La foi • une illumination: Theil. Zeitschrift 23 (1967) 161-179, que sitúa el tema de la iluminación cristiana en relaciéi con el platonismo (no se trata de acercarse al mundo de las luces, sino del descubrimieto personal de Cristo, p. 166) y con los cultos mistéricos (en donde la iniciación adquieitel valor de una iluminación). 20. Tal es el subtítulo del klversus haereses, Cerf, París 1984, 5. 21. IRENEO , Adv. haer. 11,10, 3, o. c, 210-211 (los subrayados son míos).
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otra, que son fuente de salvación. Siguiendo esta misma intuición, Ireneo ve en la historia de la salvación un largo proceso que conduce progresivamente al hombre a ver a Dios. Es sabido que la famosa fórmula «la gloria de Dios es el hombre vivo», termina con una identidad palpable entre la vida y la visión: «la vida del hombre es ver a Dios» 22 . Esta frase está incrustada en un largo desarrollo que describe el proceso de revelación y de acostumbramiento del hombre a la visión de Dios, según el movimiento de ascensión trinitaria que va del Espíritu (= las profecías del Antiguo Testamento) por el Hijo (= la revelación de Cristo en el Nuevo Testamento) hasta el Padre (= la bienaventuranza escatológica): «En efecto, desde el principio el Verbo anunció que Dios sería visto por los hombres, que viviría y trataría con ellos en la tierra... Los profetas anunciaban, pues, de antemano que Dios sería visto por los hombres, según lo que dice también el Señor: "Dichosos los corazones puros, porque verán a Dios" (Mt 5, 8)... Por sí mismo... el hombre no podrá jamás ver a Dios; pero Dios, si quiere, será visto por los hombres, por los que él quiera, cuando quiera y como quiera. Porque Dios lo puede todo: visto en otros tiempos por medio del Espíritu según el modo profético, visto luego por medio del Hijo según la adopción, será visto de nuevo en el reino de los cielos según la paternidad, preparando previamente el Espíritu al hombre para ver al Hijo de Dios, y conduciéndolo el Hijo hacia el Padre, y dándole el Padre la incorruptibilidad y la vida eterna que se deriva de la visión de Dios para quienes lo ven. Porque lo mismo que los que ven la luz están en la luz y participan de un esplendor, así los que ven a Dios están en Dios y participan de su esplendor. Pues bien, el esplendor de Dios es vivificante. Por tanto, los que ven a Dios tendrán parte de la vida. Ése es el motivo de que aquel que es inaferrable, incomprensible e invisible se ofrezca a ser visto, comprendido y aferrado por los hombres: para vivificar a quienes lo captan y ven.... Porque es imposible vivir sin la vida y no hay vida más que por la participación en Dios, y esta participación consiste en ver a Dios y en gozar de su bondad. Así, pues, los hombres verán a Dios para vivir, haciéndose inmortales por esta visión y alcanzando a Dios»23. H e r m o s o texto que ofrece una bella visión de nuestra salvación. Toda l a economía salvífica es una economía de la visión. Pues bien, la visión es el modo propio con que una criatura, que conoce y que ama, participa de la vida de Dios. Esta participación nos hace recibir en comunicación la incorruptibilidad y la inmortalidad, es decir, los atributos p r o p i o s de la vida divina. Este lenguaje describe ya la divinización 22. 23.
7iaJ.IV, 20, 7: o. c.,474. 7iaJ.IV, 20, 4-6: o. c, 471-472 (los subrayados son míos).
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del hombre, sobre la que tendremos que volver. Pero el conocimiento y la visión son liberación de las tinieblas de la ignorancia y del error. Los dos aspectos esenciales de nuestra salvación quedan connotados en este tema de la visión, que podemos decir que es de inspiración joánica. Ireneo ilustra ampliamente su pensamiento con la cita de textos bíblicos que describen las visiones de los profetas y de Juan en el Apocalipsis. La correspondencia entre ver y vivir es el leitmotiv. En los padres
alejandrinos
En Clemente de Alejandría y en Orígenes el tema de la salvación cristiana como verdadero conocimiento o «verdadera gnosis» adquiere todavía más relieve por medio de una elaboración filosófica y teológica que no es posible tratar aquí 24 . En ellos es donde son mayores las reminiscencias platónicas y la influencia de los cultos mistéricos que consideraban la iniciación como una iluminación. Pero no hay que olvidar nunca la transformación profunda que les hacen sufrir para cristianizarlas 25 . Para Clemente el bautismo en la fe es una iluminación, es decir, una entrada en el conocimiento de Dios: «Hemos sido iluminados, lo cual significa que hemos conocido a Dios... No me reprochéis que diga que he conocido a Dios... Al ser bautizados, hemos sido iluminados; al ser iluminados, hemos sido adoptados como hijos; al ser adoptados, nos hemos hecho perfectos; al hacernos perfectos, recibimos la inmortalidad»26. Esta primera iluminación de la fe tiene que desarrollarse en la existencia cristiana, en un largo proceso de progresión en el conocimiento de Dios. J. Moingt resume así el pensamiento de Clemente sobre las relaciones entre fe y conocimiento: «Si la fe es un germen divino puesto en el alma, su perfección consiste en crecer para completar toda la conducta de la vida. Si consiste inicialmente en adherirse firmemente al verdadero Dios gracias a Cristo, su finalidad tiene que ser conocer mejor a Dios dedicándose a comprender la enseñanza que Cristo dio de sí mismo y a recibir la ciencia que Dios comunica de sí a todos los que le buscan a través de su Hijo»27. Dirigiéndose a los paga24. Cf. J. MOINOT, La gnose de Clément d'Alexandrie dans ses rapports avec la foi et Is philosopliie: Rech. Se. Reí. 37 (1950) 195-251.398-421.537-564; 38 (1951) 82118. 25. Cf. W. RORDORF, art. cit., 171.
26. CLEMENTE DE ALEJANDRÍA , Paedag. I, VI, 25, 1 y 26, 1: SC 70, 1960, 157-159.
27. J. MOINGT, art. cit. 37(1950) 199, resumiendo Stroma. VII, 10, 55, 1-3.
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nos p a r a llamarlos a la conversión, Clemente, e n el Protréptico, les invita c o n e n t u s i a s m o a pasar d e las tinieblas a l a luz y a c o n t e m p l a r a Cristo, luz comparable c o n el sol:
P o d e m o s d e t e n e r n o s a q u í e n nuestra llamada a q u e c o m p a r e z c a n m á s testigos d e la s a l v a c i ó n p o r revelación, n o porque esta perspectiva d e s a p a r e z c a en los p a d r e s d e la é p o c a siguiente, sino porque los autores de los tres p r i m e r o s siglos s o n los m á s significativos en este sentido. A n t e r i o r m e n t e v i m o s c ó m o A g u s t í n establecía u n a relación entre el Cristo ejemplo y el Cristo sacramento 3 1 . Podríamos invocar e n este m i s m o s e n t i d o a s a n L e ó n M a g n o 3 2 y a otros m u c h o s p a d r e s , tanto orientales c o m o o c c i d e n t a l e s , p a r t i c u l a r m e n t e e n la t r a d i c i ó n d e la c o n t e m p l a c i ó n m í s t i c a ( G r e g o r i o d e N i s a ) . L a salvación p o r revelación s e g u i r á siendo e n adelante, a u n q u e de u n a manera m á s discreta, u n elemento esencial en l a teología cristiana.
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«Acabemos, pues, acabemos con el olvido de la verdad; despojémonos de la ignorancia y de la oscuridad que tapan nuestra vista como una niebla, y contemplemos luego quién es realmente Dios, haciendo primero subir hasta él esta exclamación: "¡Salve, oh luz!" Ha brillado la luz del cielo para nosotros, que estábamos sepultados en las tinieblas y aprisionados en sombras de muerte; luz más pura que el sol, más dulce que la vida de este mundo. Esta luz es la vida eterna, y todo el que participa de ella tiene vida, mientras que la noche evita la luz, desaparece llena de miedo y cede su lugar al día del Señor; todo se ha hecho luz indefectible y el occidente se ha convertido en oriente. Esto es lo que significa 'la criatura nueva" (Gal 6, 15); porque "el sol de justicia" (Mal 3, 20), que cabalga sobre todo el universo, visita igualmente a toda la humanidad, imitando a su Padre, que "hace brillar sobre todos los hombres su sol" (Mt 5, 45) y destila el rocío de la verdad. Es él el que ha cambiado el occidente en oriente, el que ha crucificado a la muerte con la vida, el que ha arrancado al hombre de su perdición y lo ha rescatado del firmamento» 28 . E n c o n t r a m o s en los textos de Clemente las equivalencias q u e veíam o s y a e n Ireneo: tinieblas, ignorancia, muerte p o r u n a parte, luz, v i d a a d o p c i ó n , inmortalidad, por otra. P e r o el lirismo de Clemente le h a c e c o m p a r a r el itinerario d e Cristo c o n el cabalgar del sol: acostándose e n l a m u e r t e , vuelve a levantarse e n u n eterno amanecer. L a o b r a d e O r í g e n e s p o d r í a i g u a l m e n t e atestiguar estos m i s m o s a c e n t o s . Orígenes c o m e n t a c o n a m o r las fórmulas del prólogo del evang e l i o d e J u a n q u e hablan del V e r b o luz. P a r a él e s esencial la función r e v e l a d o r a del V e r b o encarnado 2 9 . Implica toda u n a pedagogía q u e se insc r i b e e n la historia de la salvación y q u e reposa en el doble carácter d e s u h u m a n i d a d , velo q u e manifiesta a la divinidad, y pasa por l a e n s e ñ a n z a progresiva d e Cristo. P o r tanto, l a fe inicial tiene que c o n d u c i r al c o n o c i m i e n t o , c o n tal q u e el creyente practique las obras de la fe. S e h a a c u s a d o a v e c e s a Orígenes d e ser «elitista», c o m o si hubiese p a r a él d o s clases d e cristianos, los « s i m p l e s » y los que son admitidos a l c o n o c i m i e n t o . D e h e c h o , no se trata d e d o s clases d e cristianos, s i n o d e d i v e r s a s etapas en el c a m i n o de l a fe, q u e los capacitan p a r a ir r e c i b i e n d o p r o g r e s i v a m e n t e u n alimento m á s rico y p o r tanto u n conocimiento m á s p r o f u n d o tanto en el terreno místico c o m o en el terreno moral 3 0 .
28. CLEMENTE DEA LEJANDR1A, Protrep.Xl, 114: SC 2, 1941, 175. 29. Cf. M. HARL, Origéne et la fonction révélatrice du Verbe incarné, Seuil, París 1958. 30. /bid, 264-266.
ni.
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REVELACIÓN Y SALVACIÓN, H O Y
¿Tiene h o y todavía algún sentido el t e m a de la salvación p o r revelación y el de la iluminación del h o m b r e ? ¿ N o lo descalifica su c o n n o tación intelectual e n provecho d e u n a s perspectivas m á s realistas? E n un p a s a d o n o m u y lejano ciertos prejuicios anti-intelectuales, entre los clérigos y los laicos, han dado la prioridad a la acción e n d e t r i m e n t o de u n a profundización del contenido d e la fe y de u n a reflexión contemplativa. Parece ser que h o y la t e n d e n c i a se h a i n v e r t i d o , d e b i d o a u n a reacción vital. Igualmente, e n u n pasado m á s reciente, s e h a sostenido de b u e n a gana, e n una perspectiva m á s b i e n m i n i m i z a n t e , q u e la v e r d a d e r a diferencia entre los cristianos y los n o - c r i s t i a n o s n o e r a el q u e u n o s estuvieran s á b a d o s y los otros n o , sino el q u e u n o s lo supier a n y los otros n o lo supieran. Esta diferencia e n el o r d e n d e l c o n o c i m i e n t o e r a j u z g a d a finalmente c o m o inesencial r e s p e c t o a l a realidad m i s m a d e la salvación. Esta teología q u e q u e r í a s e r g e n e r o s a ¿ d a b a cuentas del valor propiamente salvífico del c o n o c i m i e n t o d e la revelac i ó n ? Si es así, ¿es capital la evangelización? ¿ N o se e n c u e n t r a m u y lejos d e aquel « i a y d e nü si no predicara el e v a n g e l i o ! » d e s a n P a b l o (1 C o r 9, 16)? Las objeciones pueden venir t a m b i é n de otro h o r i z o n t e . ¿ N o h a e s tado siempre u n p o c o presente en n u e s t r a c u l t u r a el r i e s g o p e l a g i a n o de reducir la redención realizada por Cristo a u n s i m p l e e j e m p l o exterior? Se s a b e q u e Abtlardo cayó e n u n a i n t e r p r e t a c i ó n p u r a m e n t e «subjetiva» de la salvación, que se reduciría « a la s i m p l e r e v e l a c i ó n
31. Cf. supra, 108-110. 32. LEÓN MAGNO, 2S sera de resurrecúone, (59), 1: SC 74, 1961, 129.
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de la caridad de Dios al hombre, manifestada sobre todo por la pasión, que suscita nuestro amor y nos libra así del pecado»33. Este exceso en el ejemplarismo aparece de nuevo en el protestantismo liberal: la obra de Cristo ejerce una influencia moral, debido a la grandeza del amor manifestado y a la intensidad de su llamada al arrepentimiento. A estas dos series de objeciones hay que responder a la vez con una reflexión sobre el hombre y con una reflexión sobre la propia revelación. El tema de la salvación por el conocimiento mantiene toda su pertinencia, con tal que no se quede aislado, sino que se le mantenga en comunicación con las otras categorías bíblicas y tradicionales, como ocurre con los testimonios recogidos anteriormente. La complementariedad de los temas no es en este caso una simple suma, sino una interpretación de todos ellos. El hombre y el conocimiento El hombre es persona y sujeto. Es por eso libertad. En cuanto tal, está invitado a poseerse a sí mismo. La presencia a sí mismo y el compromiso en una vida responsable exigen que se conozca según su identidad profunda y su vocación. No puede vivir como hombre sin tener conciencia de sí: el ejercicio de esta conciencia de sí pone en juego una necesidad irreprimible de conocimiento. En él el conocimiento y la voluntad, así como el conocimiento y el amor, están indisolublemente ligados. Pero el hombre es también un ser de trascendencia; está abierto al infinito de la realidad, porque es espíritu; vive su propia fínitud en un horizonte infinito. Es el que plantea todas las cuestiones. Se descubre a sí mismo como misterio nunca aclarado, como deseo nunca satisfecho; por eso está imbuido de una angustia congénita34. Si el hombre está constituido de este modo, la salvación no puede venirle más que por la revelación del conocimiento de lo que él es y de lo que es el Absoluto al que tiende por todos los poros de su ser. El hombre es «presencia a sí mismo», «luminosidad interior y autoposesión personal». La comunicación de sí que Dios le hace no puede llegar a él más que en «la unidad fundamental del conocer y del amar». «Una autocomunicación de Dios... significa de antemano una comunicación a él como ser espiritual y personal»35. Para Dios, comunicarse es darse a conocer y amar de manera inmediata. Para el hombre, entrar
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en comunicación con Dios es conocerlo y amarlo. No se puede amar sin conocer. El conocimiento abre al amor y el amor mueve al conocimiento. Tanto en la gracia como en la gloria, la salvación del hombre está por tanto en el conocimiento y en el amor. Por eso el Vaticano II nos presenta a Cristo como aquel que en un mismo movimiento revela plenamente a Dios al hombre y manifiesta al hombre a sí mismo: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación»36. En Cristo se revela y se realiza a la vez la vocación del hombre: esta realización es al mismo tiempo el don hecho a toda la humanidad de poder realizar su vocación en Cristo. Este breve recuerdo antropológico muestra suficientemente que la dimensión de revelación de Dios se comunica por la mediación de palabras humanas y se encuentra consignada en el lenguaje de las Escrituras inspiradas por Dios. Por eso el Verbo mismo de Dios se hizo en Jesús palabra humana para revelarnos al Padre (Jn 1, 18), ya que sólo él es el que lo conoce de verdad (Mt 11, 27). Por eso, el anuncio de la Palabra es esencial al ministerio de la nueva alianza, ministerio del evangelio, a la vez buena nueva y fuerza de vida, en una palabra, evangelio de salvación (Ef 1, 13). Por eso, la liturgia de la eucaristía, viva recapitulación del misterio cristiano, tiene siempre una liturgia de la palabra con la que forma una sola cosa. Por eso la admisión en el bautismo de adultos no puede hacerse sin una catequesis previa y el bautismo de los niños compromete a recibir una catequesis desde que despierta su razón. Poi eso la oración, como acto de inteligencia y de amor, es esencial a la vida cristiana, que no puede prescindir de la contemplación. Por eso la vida monástica le concede tanta importancia a la «lectio divina», sabrosa asimilación de los textos de la Escritura y de los grandes testigos de la fe. Por eso el deseo de una unión mística con Dios, es decir, de una experiencia de fe que conceda cada vez mayor lugar a un conocimiento llamado «infuso», comunicado inmediatamente por Dios, marca la vida de todos los grandes santos. Por eso la «fe del carbonero» no puede presentarse jamás como un ideal y todo cristiano está obligado a hacerse de alguna forma teólogo, profundizando en el contenido de su fe. Porque la fe hace comprender y
33. L. RICHARD, O. C, 138.
34. Cf. K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe, o.c, 44-62. 35. Ibid, 147-148.
36. Gaudium et Spes 21, 1; cf. 10, 2. He desarrollado este punto en Jésus-Christ dans la tradition,o. c , 189-193.
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pensar. Por eso la teología es una función necesaria para la vida de la Iglesia. Sin duda resulta fácil criticar los desarrollos abstractos, las cuestiones absolutas, y hasta los errores; porque no hay nada tan difícil como hablar de Dios. Pero la acusación de intelectualismo o de redundancia resulta primaria y fundamentalmente injusta frente a la gran tradicón teológica. La teología es la expresión de una fe que no se cansa nunca de intentar comprender (fídes quaerens intellectum) en nombre de un deseo de conocer que es en el fondo un deseo amoroso. Esta es la razón por la que la teología ha investigado, por ejemplo, en el misterio de la llamada Trinidad inmanente, es decir, la Trinidad eterna, presupuesto y fundamento de su manifestación en la economía de la salvación. Al obrar así, ha actuado como una esposa enamorada que no se contenta con conocer el rostro que su marido vuelve espontáneamente hacia ella, sino que se muestra insaciable, a partir de allí, para averiguar todo lo que le concierne en su pasado y en sus antecedentes, en todo lo que precedió a su encuentro. Sea cual fuere la pobreza objetiva de los resultados de esta búsqueda respecto a la inmensidad del misterio de Dios, éstos son eminentemente preciosos a los ojos del que ama e intenta comprender. Este conocimiento tiene también un valor de salvación; está impregnado del don del Espíritu que conduce a su Iglesia hacia la verdad entera (cf. Jn 16, 13). Examinando las cosas desde otro ángulo, Cristo sigue siendo en nuestra cultura, llamada post-cristiana, un ejemplo en el sentido fuerte de la palabra. Muchos hombres de buena voluntad, que no son capaces todavía de leer en él la revelación de la verdad de Dios, perciben sin embargo en su vida y en su muerte la verdad del hombre. Esta ejemplaridad de Cristo no desempeña simplemente la función de un valor que imitar. Tiene en sí misma una eficacia y los antiguos teman razón cuando hablaban de causa ejemplar a propósito de ella Aunque recibida muy parcialmente, la luz de Cristo es revelación y gracia de salvación.
que no puede encontrar su felicidad más que en el conocimiento y el amor. La historia de la salvación nos muestra por otra parte que la revelación y la realización de la salvación progresan a la par. Esto vale para el Antiguo Testamento como para el itinerario de la existencia de Jesús. Por su palabra y sus actos, Jesús revela el misterio del reino, es decir, el misterio de Dios que se comunica a los hombres. Esta revelación es ya participación, como subrayan las curaciones y las conversiones. Pero la revelación y el don progresan y llegan a su cima en el misterio pascual. Esta es la manifestación última y definitiva del misterio trinitario que se comunica a los hombres y que acaba con el don del Espíritu, don de luz al mismo tiempo que fuerza de amor y de conversión. Paul Tillich ha subrayado enérgicamente este punto. Para él «la historia de la revelación y la historia de la salvación son la misma historia»37. Más aún, la revelación es idéntica a la salvación38. Por su parte, Hans Urs von Balthasar ha construido su «estética teológica» en tomo a la manifestación de la gloria de Dios, cuya cima se sitúa en el misterio de la cruz, en donde la kénosis del Hijo desfigurado en virtud de un amor más fuerte se convierte en transfiguración del Hijo y en revelación definitiva de la gloria del Dios trinitario. Porque la fe hace ver, según la perspectiva joánica. Y la verdad comunica con la belleza. La verdad suprema de la revelación es también la belleza suprema que arrastra la adhesión de todo el ser39. Pero la verdad y la belleza son también inseparables del bien. Nuestra salvación se sitúa en este punto de convergencia. Lo que se manifestará plenamente en la eternidad está ya presente y ya desde ahora podemos decir con Juan: «La Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14).
La revelación como salvación En definitiva, revelación y salvación son dos términos intercambiables, si se les comprende en toda su riqueza bíblica. Porque el «conocer» del que allí se trata no es un acto de la razón pura, sino un acto existencial que compromete a toda la persona como voluntad, amor y libertad. Conduce al gozo perfecto. Por eso la visión eterna prometida al hombre se llama «visión beatífica». Por su parte, la salvación cristiana se dirige a un espíritu vivo, creado a imagen misma de Dios e inundado del deseo de comulgar con él, es decir, un espíritu
37. P. TILLICH, Teología sistemática I, Ariel, Esplugas de Llobregat 1972, 190. 38. Ibid., I B . 39. Tema central en la estética teológica de H. Urs von Balthasar.
6 Cristo vencedor: la redención
El tema de la salvación por revelación nos orientaba ya hacia la cruz. La forma con que Jesús sufre su pasión es la cima de la revelación del Dios trinitario en su amor absoluto a los hombres. Esta revelación es fuerza de vida y de conversión: es salvación. ¿Pero bajo qué forma se ha revelado esta salvación? Bajo la forma de un combate oneroso y victorioso emprendido por Cristo contra todas las potencias del mal, del pecado y de la muerte. Esta victoria que le costó la vida a Cristo y lo condujo a la resurrección es llamada corrientemente redención. La victoria y la redención están asociadas en la Escritura y en la tradición, y no hay que destruir nunca este binomio. Estas dos palabras constituyen una expresión privilegiada, literariamente quizás la más abundante, de la mediación realizada por Cristo. Dominan toda la enseñanza de los padres de la Iglesia dentro de una perspectiva francamente descendente. Impregnan nuestra liturgia. Siguen presentes en la teología medieval y en la de los tiempos modernos, aun cuando su interpretación se haya visto a menudo reducida a la idea de satisfacción. El tema de la victoria redentora de Cristo es el objeto de un redescubrimiento en la teología contemporánea. El término de redención ha sido tan preponderante que ha llegado a expresar la totalidad de la salvación, según la figura estilística que hace tomar la parte por el todo. En este sentido todo este libro está dedicado a la redención. Prefiero sin embargo evitar el empleo de esta palabn según este uso más extendido, para conservarle su sentido propio y original, olvidado muchas veces debido a la confusión o a la contaminación que se ha producido entre las diversas categorías soteriológkas.
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I. E L T ESTIMONIO DE LA ESCRITURA
La vida de Jesús: un combate victorioso Todos los evangelistas a porfía nos muestran que la vida entera de Jesús fue un combate. Este combate, ya victorioso por las conversiones y curaciones que produjo, acaba con la victoria paradójica de la cruz. En Marcos, la predicación de Jesús choca desde el comienzo con la hostilidad. En efecto, Jesús echa los demonios y es acusado de hacerlo en nombre del propio Beelzebul (Me 3, 22). Pero en realidad él es el hombre fuerte (3, 27), capaz de derribar al adversario. Este combate contra el diablo es ilustrado por Mateo y por Lucas en la escena de la tentación en el desierto: un triple asalto y una triple derrota del maligno. Lucas señala al final de la escena: «Acabado todo género de tentación, el diablo se alejó de él hasta un tiempo oportuno» (Le 4, 13), es decir, hasta la pasión. En el incidente de Beelzebul Lucas opone al hombre fuerte el «hombre más fuerte», capaz de triunfar de él y de «repartir sus despojos» (Le 11, 22). Pues bien, el Bautista designa al mismo Jesús como aquel que es más fuerte que él (Le 3, 16). En los umbrales del combate de su pasión, Juan hace decir a Jesús: «¡Ánimo! Yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33). Este mundo es aquel en que habita el espíritu del mal. Este combate interviene al final de un relato en que la tensión va subiendo continuamente entre Jesús y el proyecto de muerte que sus adversarios forman contra él. Por eso la interpretación teológica del acontecimiento de Jesús se hace espontáneamente en términos de victoria. La resurrección la ha hecho manifiesta y ha convertido a la cruz misma en una insignia de victoria. Pablo celebra así la obra de Cristo: «Canceló la nota de cargo que había contra nosotros, la de las prescripciones con sus cláusulas desfavorables, y la suprimió clavándola en la cruz. Y, una vez despojados los Principados y las Potestades, los exhibió públicamente, incorporándolos a su cortejo triunfal» (Col 2, 14-15). Porque «Dios... nos lleva siempre en su triunfo, en Cristo» (2 Cor 2, 14). Esta victoria tendrá su manifestación plena «cuando (Cristo) entregue a Dios Padre el reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad. Porque debe él reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido será la Muerte» (1 Cor 15, 24-26; cf. 1 Pe 3, 22). El Apocalipsis presenta igualmente en Jesús al que «ha triunfado, el León de la tribu de Judá, el Retoño de David» (Ap 5, 5), al que «se le dio una corona, y salió como vencedor para seguir venciendo» (Ap 6, 2). La victoria escatológica del Mesías se describe allí ampliamente, bajo los rasgos del jinete fiel y verdadero, rey de reyes y señor de los señores» (Ap 19, 11-21).
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Esta victoria es por nosotros: Juan lo repite siguiendo a Pablo. Permite a los que creen ser ya vencedores del maligno (1 Jn 2, 13-14) y del mundo, puesto que «la victoria sobre el mundo es nuestra fe» (1 Jn 5, 4). En las cartas a las siete Iglesias del Apocalipsis se designa al fiel como el «vencedor» (Ap 2, 7.11.17.26; 3,5.12.21). El pueblo que Dios se ha adquirido en Cristo La victoria de Cristo fue onerosa: le «costó» la vida. Esto significa que «pagó con su persona». Estas expresiones en forma de imagen provienen del vocabulario comercial y nos permiten comprender muchas fórmulas del Nuevo Testamento en donde este carácter oneroso se señala mediante el vocabulario de la compra o del rescate, es decir, de la adquisición o redención-liberación. El vocabulario griego distingue bien entre la compra y el rescate, aunque nuestras traducciones modernas generalizan a menudo el empleo de la palabra rescate debido al contexto de liberación de la esclavitud. Las dos ideas coinciden en muchos aspectos, pero es conveniente recoger sucesivamente los acordes de cada una. Recojamos las expresiones más significativas: «¡Habéis sido bien comprados!» (1 Cor 6, 20; la misma fórmula en 7, 22). El verbo griego (agorazein) evoca la compra en el mercado, en la plaza pública (agora). También, «Cristo nos compró (rescató) de la maldición de la ley» (Gal 3, 13) o «envió Dios a su Hijo..., para comprar (rescatar) a los que se hallaban bajo la ley» (Gal 4, 5). La traducción por rescatar es aquí tentadora (de hecho es la que emplea la BJ). O también en el Apocalipsis: «Con tu sangre compraste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes» (Ap 5, 9-10; cf. 14,3). Otro término de compra (peripoiésis) connota la idea de salvar de un peligro y conservar: «Pastoread la Iglesia de Dios —dice Pablo a los presbíteros de Éfeso—, que él se adquirió con su propia sangre» (Hech 20, 28). O también el célebre texto sobre el sacerdocio real de la primera carta de Pedro que cita a Ex 19, 5-6: «Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido» (1 Pe 2, 9). ¿Cómo comprender estas expresiones? Espontáneamente se impone al espíritu una referencia cultural: tal es el caso de la liberación del esclavo, vendido a menudo en el mercado. Un bienhechor compra al propietario un esclavo, para devolverle la libertad. Lo hacía a veces con una intención religiosa, ya que esa liberación se presentaba como ofrenda para congraciarse con un dios. Se hablaba entonces de un «liberto de Dios», lo mismo que Pablo llamará al cristiano un «liberto
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del Señor» (1 Cor 7, 22). La analogía es real y este tema se recoge según una metáfora consciente de sí misma. Pero parece ser que la herencia del Antiguo Testamento está más presente todavía en este lenguaje. La gran referencia es la liberación del pueblo de Israel de su esclavitud en Egipto, que fue a la vez un acto de rescate o de liberación —coincidiendo entonces el registro político y el comercial— y una compra, es decir, la adquisición de un pueblo del que Dios quiere hacer su pueblo por la alianza del Sinaí. El texto principal es el del Éxodo, al que remitían hace poco la primera carta de Pedro y el Apocalipsis: «Si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19, 5-6). Así se inaugura la posesión mutua de Yahvéh y de su pueblo: «Escuchad mi voz y yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo» (Jer 7, 23). En referencia a este mismo acontecimiento hay numerosos textos bíblicos que hablan del pueblo «que yo me he formado (adquirido)» (Is 43, 21): «Acuérdate de la comunidad que de antiguo adquiriste, la que tú rescataste, tribu de tu heredad» (Sal 74 [73], 2). El versículo de este salmo pone en paralelismo bíblico la compra o adquisición y el rescate o redención. Puede decirse con St. Lyonnet que en un mismo misterio el tema de la redención evoca el lado negativo, la liberación de la servidumbre y el de la adquisición el lado positivo, según el cual el pueblo pasa a ser objeto de la posesión amorosa de Dios1.
pueblo, Dios lo libera y se convierte en el redentor de Israel. «Yo soy Yahvéh, yo os libertaré de los duros trabajos de los egipcios; os libraré de la esclavitud y os salvaré con brazo tenso y castigos grandes. Yo os haré mi pueblo, y seré vuestro Dios» (Ex 6, 6-7). El Deuterononño repite las mismas afirmaciones en pasado: «Por eso os ha sacado Yahvéh con mano fuerte y os ha librado de la casa de la servidumbre, del poder del Faraón, rey de Egipto» (Dt 7, 8). Fórmulas análogas aparecen en los libros históricos (2 Sam 4, 9; 7, 23; 1 Mac 4, 11) y sobre todo en los salmos, donde la redención, entendida en sentido espiritual y universal, se convierte en objeto de la plegaria del creyente: «Redime, oh Dios, a Israel de todas sus angustias» (Sal 25 [24], 22; «Rescátame, Yahvéh, tenme piedad» (Sal 26 [25], 11); «con Yahvéh está el amor, junto a él abundancia de rescate; él rescatará a Israel de todas sus culpas» (Sal 130 [129], 7-Sf.
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La redención: liberación y rescate Rescatar dice más que comprar. El segundo término pone de relieve el carácter oneroso de una liberación. A Dios no le bastó «comprar» a su pueblo, tuvo que «rescatarlo», tomarlo de nuevo consigo, ya que el pecado se lo había robado de alguna manera. Este rescate es también una liberación: éstos son los dos acordes del término de redención. Este término, bajo su doble forma (lytrósis, apolytrósis) es frecuente en el Nuevo Testamento (Le 1, 28; 1, 68; 2, 38; Rom 3, 24; 8, 23; 1 Cor 1, 30; Ef 1, 7; Heb 9, 12...). Tiene una vinculación semántica con la idea de rescate, sobre la que habrá que volver. Este vocabulario de la redención tenía ya un sentido técnico en el Antiguo Testamento. Se refiere siempre a la liberación de la esclavitud de Egipto que terminó con la alianza del Sinaí. Para adquirir a su 1. Cf. Si. LYONNET, Depeccato et redemptione. II. De vocabulario redemptionis Pont. Inst Bibl., Roma 1980, 57.
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En los profetas y en los salmos, Dios es por excelencia el go'elde Israel, es decir, su redentor, su «rescatador». Lo mismo que los miembros de una familia están obligados a protegerse entre sí, tal como lo conoció Israel en la institución del go'el, es decir el defensor y protector de los intereses de un individuo o de un grupo, capaz por completo de rescatar al que tuve que venderse por esclavo para pagar una deuda3, también Yahvéh «reivindica como suyo» y rescata a su pueblo, no ya con un espíritu de venganza, sino acercándose a él con amor. Este tema aparece particularmente en el libro de la consolación de Israel (2- Isaías): «No temas... Yo soy tu ayuda... Tu redentor es el Santo de Israel» (Is 41,14; cf. 43, 1; 43, 14; 44, 6; 46, 4; 48, 17). El término de redentor está ligado al de salvador (43, 11.12) y al do creador (43, 15), ya que se trata del pueblo que Dios se ha formado (43, 21). «Ahora, así dice Yahvéh, tu creador, Jacob, tu plasmador, Israel: No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre; tú eres mío» (Is 43, 1). Este entrelazado de vocabulario nos dice no solamente que la redención es salvación, sino que es re-creación, creación nueva, lo mismo que la creación original era ya ofrecimiento de salvación y salvación. La primera «compra» que Dios hizo del hombre fue la de su creación. Es en la creación donde comienza la historia de la salvación y la redención es la recuperación salvadora, la reparación del primer mundo en una crexión nueva. Remontándose a los orígenes, el tema de la redención alude también al porvenir. La gran esperanza
2. Cf. ibid, 37. -El térmiio hebreo es aquí padáh, traducido por los LXX con lytrósis, litrousthai. 3. Cf. R. DEVAUX, Instiliciones del Antiguo Testamento, Herder, Barcelona 1964 52-53.
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mesiánica se expresa en términos de redención. El Mesías rescatará y salvará definitivamente a su pueblo. Así pues, el vocabulario de la redención es en el Nuevo Testamento una herencia espontánea del Antiguo: lo que entonces estaba prefigurado y anunciado se ha realizado en Jesucristo4, convertido en redentor, en go'el de su pueblo. Como se ha dicho, la redención no tiene más que una connotación negativa: es liberación de la esclavitud y toma de posesión por parte de Dios en una alianza. «(Jesucristo) se entregó por nosotros a fin de rescatamos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo que fuese suyo, fervoroso en buenas obras» (Tit 2, 14). ¿De qué fue libedrado el honbre? La redención supone una esclavitud. ¿De qué fue rescatado entonces el hombre? Fundamentalmente del pecado. «Destacándose sobre un trasfondo figurativo que recuerda al éxodo y recogiendo un tema esencial de las promesas proféticas, (la redención) muestra a Dios liberando a los hombres de la esclavitud o de la cautividad del Pecado»5. Pero se personifica de buen grado al pecado: es una Fuerza que actúa en el mundo, ejerciendo una tiranía injusta contra el hombre. En la hora de la muerte de Cristo el pecado fue condenado en la carne (Rom 8, 3). Este pensamiento paulino tiene un paralelismo en Juan: «Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado abajo (o: fuera)» (Jn 12, 31; cf. 16, ll) 6 . La redención se realiza por el combate victorioso de Cristo contra el pecado. Detrás del pecado y de la fuerza del pecado está el adversario, el Príncipe de este mundo. Está también la muerte, signo y salario del pecado, vencida por la resurrección de Cristo: «Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y la muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida es un vivir para Dios» (Rom 6, 9-10). También: «Su gracia... se ha manifestado ahora en la manifestación de nuestro Salvador Cristo Jesús, quien ha destruido la muerte y ha hecho irradiar luz de vida y de inmortalidad por medio del evangelio» (2 Tim 1, 10). Este mismo es el lenguaje de la carta a los Hebreos: Cristo participó de nuestra carne y de nuestra sangre «para aniquilar, mediante la muerte, al señor de la muerte, es decir, al diablo, y libertar a cuantos,
4. Cf. LYONNET , o. c.,42.
5. P. GRELOT, Peché oríginel ct rédemption examines á partir de l'épltre aux Romains, Desclée, París 1973, 236. 6. Ibid., 255: se relaciona este texto con las afirmaciones de Rom 8, 1-3.
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por temor a la muerte, al señor de la muerte, es decir, al diablo, estaban de por vida sometidos a esclavitud» (Heb 2, 14-15)7. Esta muerte es la muerte eterna del hombre, consecuencia del pecado, simbolizada concretamente por la muerte corporal, que Jesús aceptó sufrir a fin de destruirla por su resurrección. Por tanto, la redención no puede comprenderse sin una referencia explícita a la resurrección: Cristo, al final de su combate victorioso, pasó de la muerte a la vida. Este paso lo dio por nosotros, a fin de que también nosotros pudiésemos pasar de la muerte a la vida. Por tanto, la realidad de la resurrección de Cristo es un símbolo, en el sentido fuerte de esta palabra, de nuestra salvación, como liberación del pecado y de la muerte y como don de la vida plena y definitiva La personificación del pecado y de la muerte tiene sin duda un aspecto mítico. Pero este lenguaje sigue siendo significativo para nosotros en la medida en que expresa la nefasta trascendencia de la fuerza del mal y del pecado respecto a la experiencia empírica que tenemos de ellos. Más allá de nuestras faltas personales existe un «pecado del mundo», sobre el que hoy reflexiona la teología8, con unas secuelas y una trama inexplicable de injusticia y de violencia. De esta situación es de la que viene a redimirnos Cristo en un proceso inaugurado por el acontecimiento pascual y que acabará al final de los tiempos, cuando el Señor haya sometido a todos sus enemigos bajo sus pies (cf. 1 Cor 15, 26-27). El precio y el rescate: ¿cómo no llevar demasiado lejos la metáfora ? La palabra «redención» sugiere inevitablemente otras preguntas: ¿qué precio se pagó por ese rescate? ¿a quién se pagó ese precio? Cuando se intenta responder a estas cuestiones a la luz del Nuevo Testamento, no hay que olvidar nunca que el tema de la redención es una metáfora que refleja una verdad trascendente respecto a todas nuestras transacciones comerciales o nuestras negociaciones para la liberación de unos rehenes. Una metáfora no debe llevarse nunca hasta el fin, por la sencilla razón de que es una metáfora. Ya hemos visto anteriormente el error de E. Hugon, por haber querido tratarla con todo el rigor que merece un concepto.
7. Cf. Ibid., 355. 8. Cf. P. SCHOONENBERG, H poder del pecado, Lohlé, Buenos Aires-México 1968; ID , Elhombre en pecado, en Nysteríum salutis.vol. II, Cristiandad, Madrid 1970, 9461039.
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JESUCRISTO, EL ÚNICO MEDIADOR
CR1STO VENCEDOR: LA REDENCIÓN
A la primera de estas dos preguntas el Nuevo Testamento responde sin vacilar que el precio pagado fue la sangre de Cristo: «En él tenemos por medio de su sangre la redención» (Ef 1, 7). Otros textos son más explícitos todavía: «Y penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención (¡ytrósis) eterna» (Heb 9, 12). «Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres [= la esclavitud del pecado], no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo» (1 Pe 1, 18-20). Esta sangre traduce la realidad onerosa de la muerte de Cristo. Se la entiende en un sentido sacrificial, por metáfora con los sacrificios de la antigua ley. Sin embargo, esa sangre no se derramó en un sacrificio cultual, sino en el acto de un sacrificio existencial. El «por nosotros» que impregna toda la existencia de Cristo lo condujo al don de su vida9. La sangre de Cristo significa que nuestra redención le «costó» la vida. Esto mismo se dice tres veces en el Nuevo Testamento con el término de rescate. Un logion de Jesús, repetido dos veces, dice en efecto: «Tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate (lytron) por muchos» (Me 10, 45; cf. Mt 20, 28). El tercer empleo se encuentra en la fórmula sobre el único mediador de 1 Tim 2, 5-6, que sirve de lema a este libro: «Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate (antilytron) por todos». Evidentemente, esto quiere decir ante todo lo siguiente: vino a «pagar con su persona», no vaciló en «ponerse a precio», esto «le costó caro»: su actitud de servicio lo llevó hasta la muerte, que fue el «rescate» de su generosidad. Empleamos estas fórmulas fuera de todo contexto de transacción comercial o política, para expresar el esfuerzo oneroso que se realiza para lograr o conseguir alguna cosa que tiene un precio muy elevado para nosotros. Por ejemplo, una ascesis alimenticia rigurosa es el precio que hay que pagar, el rescate, por los éxitos de un deportista. En el caso de Jesús este lenguaje nos indica la generosidad de un amor que no se detiene jamás, ni siquiera ante el umbral de la muerte, y al mismo tiempo el precio enorme que tienen para Cristo aquellos por los que da su vida10. Como
lleva a los hombres en lo más hondo de su corazón, ofrece por ellos el precio más alto. La metáfora es cualitativa y no cuantitativa. Otras expresiones del Nuevo Testamento nos dicen lo mismo, relacionando la actitud de Jesús, no ya con el servicio, sino con el amor: «Me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2, 20); «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13); del mismo modo, «el buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10, 11). Estos paralelos nos llevan a lo esencial: el don de sí mismo de Jesús «hasta el extremo» (Jn 13, 1) en favor de los hombres. El término de multitud ("muchos"), presente en el logion de Jesús, nos remite a las perícopas de la institución de la eucaristía: «Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos» (Me 14, 24; cf. Mt 26, 28). Es allí donde Jesús nos indica el sentido que quiso darle a su muerte: el don supremo realizado por nosotros. Éste es sin duda el origen de la afirmación de la fe primitiva, interpretando la muerte de Jesús como redentora, como una muerte por nuestros pecados.
9. Desarrollaremos esta perspectiva en el capítulo dedicado al sacrificio, infira, 277313. 10. Cf. el interesante estudio de A. SCHENKER, Substitvtion du chátiment ou prixde la paix? Le don de la vie du Fils de lliomme en Me 10, 45 et paraüéles á la lumiére de ¡a'Ancien Testament, en Varios, La Pique du Christ, Mystére du salut. (Mélanges Durrwell), Cerf, Paris 1982, 75-90, que apela a la práctica del koíer, arreglo que evita la san-
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Si esto es así, se ve inmediatamente que el Nuevo Testamento no puede dar ninguna respuesta a nuestra segunda pregunta: ¿a quién se le pagó ese precio? De hecho, no hay ningún texto que ofrezca la menor indicación a este propósito. La cuestión se sale de los límites de pertinencia de la metáfora. Las teorías excogitadas a partir de allí han analizado este término como un concepto, olvidándose de que es una imagen". No hay un rescate pagado a nadie en el sentido objetivo de la palabra. Evidentemente, no se le pagó al demonio; menos aún es posible pagárselo al Padre en compensación de nada. Orientar la reflexión en este sentido iría en contra del movimiento descendente en el que se inscribe el logion; se trata de una iniciativa que viene del Padre, entregando a su Hijo a los hombres; se trata del gesto del Hijo entregándose igualmente hasta dar su vida. El contexto no es aquí el del sacrificio o la expiación. Ha habido una contaminación peligrosa, rión extrema para la parte culpable mediante el pago de cierta cantidad Pero se trata allí de una metáfora: si el precio jagado es la muerte del Hijo del hombre, es porque se trata del precio más alto que puede pagar una generosidad loca. 11. Cf. E LAMARCHE, íe Christ est-il inort pour nous?, en Aimonccr la mort du Scigneur, o. c, 28-34.- La imagen üenea la vez menos y más sentido que el concepto: meros sentido, porque se basa en una analogía y algunos de sus aspectos son los únicos pertinentes, mientras que en un concepto adecuado todos sus aspectos pueden entrar en el universo lógico de las categorías con que se relaciona; más sentido, porque la imagen es una unidadsensible y concreta que funciona por sí misma dentro de un cuerpo de circunstancias particulares. IndiKe unos efectos espontáneos de sentido, que pueden ser justos o erróneos Los desarrollo sobre el destinatario del rescate son efectos de sentido inducidos espontáneamente poj la imagen. El error consistió en no criticar ese efecto de sentido en su origen y en analizarlo como si se tratase de una coherencia conceptual.
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en los exégetas y e n los teólogos, q u e h a r e d u c i d o indebidamente los textos q u e h a b l a n del rescate a l a i d e a d e u n sacrificio compensatorio.
catar al hombre digno de muerte se hiciera lo mismo que éste era, es decir, un hombre reducido a la esclavitud por el pecado y retenido bajo el poder de la muerte, a fin de que el pecado fuera matado por un hombre y de este modo el hombre saliera de la muerte» 13. Esta e x p o s i c i ó n d e la r e d e n c i ó n e n m a r c a al texto antes citado 1 4 sobre la m e d i a c i ó n . L a afirmación central e s clara: Cristo entabló u n c o m b a t e doloroso e n favor d e l h o m b r e . V e n c i ó al «fuerte», e s decir, al adversario satánico; destruyó y m a t ó al p e c a d o . Ireneo dirá m á s a d e lante q u e destruyó l a muerte 1 5 . V o l v e m o s a encontrarnos c o n la trilog í a bíblica del p e c a d o , el d e m o n i o y la muerte. A l hacerlo a s í , Cristo dio la salvación al hombre, es decir, rescató la desobediencia del mismo con su obediencia. Ireneo dirá incluso que Cristo «recapituló, con su obediencia e n el madero, la desobediencia que había sido cometida por medio del madero» 16 , poniendo así en paralelismo antinómico el pecado de Adán y la pasión de Jesús. La redención es para él un aspecto de la recapitulación, por la que Cristo recoge a toda la creación y la conduce a su fin. Porque el hombre a quien Cristo dio la salvación es la obra modelada por él, la que le pertenece por origen. En una correspondencia simbólica de la que tiene el secreto, Ireneo nos dice que Cristo murió el sexto día de la semana, el día de la creación y de la desobediencia de Adán: «Recapitulando en sí aquel día, el Señor llegó a su pasión la víspera del sábado, que es el día sexto de la creación, en el que fue modelado el hombre, otorgándole así por medio de su pasión el segundo modelado, el que se hace a partir de la muerte» 17 . Esta salvación conduce a la liberación y a la vida18 del hombre. Todo se inscribe en el amor compasivo y misericordioso de Dios al ser que ha creado. La redenciones una segunda creación.
n.
E L T E S T I M O N I O D E LA TRADICIÓN
T r a s el t e m a d e l a iluminación, l o s p a d r e s d e la Iglesia leyeron d e m a n e r a preferencial en la Escritura l a afirmación d e la redención. Orq u e s t a r o n la c o n c e p c i ó n d r a m á t i c a d e l c o m b a t e victorioso d e Cristo con el p e c a d o , la m u e r t e y el d e m o n i o . Inscribieron hasta tal p u n t o su reflexión e n el m o v i m i e n t o d e la m e d i a c i ó n d e s c e n d e n t e q u e llegaron a preguntarse si el rescate q u e e r a la v i d a m i s m a d e Jesús n o guardaría a l g u n a relación c o n ciertos derechos del d e m o n i o . Se trataba sin d u d a de u n error, p e r o m u c h o m á s limitado d e l o q u e a v e c e s se h a dicho, y q u e encierra dentro d e sí u n elemento d e sentido q u e h e m o s d e captar. T a m b i é n h a b r á q u e recoger el testimonio d e la liturgia. V e r e m o s adem á s c ó m o el t e m a d e la r e d e n c i ó n fue e v o l u c i o n a n d o en u n sentido m u y distinto a partir d e la E d a d M e d i a El testigo privilegiado:
Ireneo y la justicia
hecha al
hombre
C o m o e s imposible, en el m a r c o de este v o l u m e n , llamar a atestig u a r a t o d o s l o s testigos, d e t e n g á m o n o s e n el testimonio d e Ireneo, q u e m e r e c e ser destacado p o r la claridad y la belleza d e s u s textos. D e s p u é s d e recordar la p a r á b o l a del buen samaritano, figura de Jesús q u e tuvo c o m p a s i ó n del h o m b r e maltratado p o r los b a n d i d o s y curó incluso sus heridas 1 2 , Ireneo presenta así el combate redentor de Cristo: «Nuestro Señor es ciertamente el único verdadero maestro; es verdaderamente bueno, él que es Hijo de Dios; soportó el sufrimiento, él que es el Verbo de Dios Padre convertido en Hijo del hombre. Porque luchó y venció; por una parte, era hombre, combatiendo por sus padres y redimiendo su desobediencia por su obediencia; por otra parte, encadenó al «fuerte» (cf. Mt 12, 29; Me 3, 27), liberó & los débiles y otorgó la salvación a la obra modelada por él, destruyendo el pecado. Porque 'el Señor es compasivo y misericordioso' (Cf. Tit 3, 4) y ama al género humano. Así pues, como ya hemos dicho, mezcló y unió al hombre con Dios. Pues si no hubiera sido un hombre el que venció al adversario del hombre, el enemigo no habría sido vencido con toda justicia... Era preciso, por consiguiente, que el que tenía que matar el pecado y res12. IRENEO , Adv. Haer. III, 17, 3: o.c., 358.
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El t e x t o se amplía entonces y hace intervenir un dato original: por medio d e la redención Dios tenía que hacer justicia al hombre mismo. Por eso, «era preciso» que el redentor fuera un hombre. Si hubiera sido de o t r o modo, el enemigo no habría sido vencido con toda justicia. P o r q u e el combate de Jesús con el adversario e s una revancha sobre el combate original del Edén en que el demonio había vencido al h o m b r e . Por tanto, es menester que las reglas de la revancha sean las m i s m a s que l a s del primer combate. Si n o , no h a b r í a «recapitulación» de la desobediencia, es decir, trasformación liberado-
13. 14. 15. 16. 17. 18.
Ibid. 111, 18, 6-7: o.c. 365-367. Los subrayados son míos. ¡bid.,tl.supra, 104-106. Ibid.,\\i, 23, 1, citado infra, 168169. Ibid.J, 19, 1: o.c,626. Ibid.\, 23,2: o.c,6)7.638. Rasgosubrayado en II, 23, 1, cilado inba, 168-169.
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r a de la situación del h o m b r e p o r l a obediencia de Jesús. El hombre n o h a b r í a sido liberado d e verdad. E n esta c o n c e p c i ó n tan original d e la justicia (diferente de la justicia bíblica, así c o m o de la justicia que h a y q u e h a c e r a Dios) no v e m o s n i n g u n a especial relación con Satanás ni e s b o z o a l g u n o de la f a m o s a teoría d e los derechos del d e m o n i o " . E n efecto, p a r a Ireneo, el d o m i n i o d e Satanás sobre el h o m b r e es radicalm e n t e injusto, ya que tiene su o r i g e n en la violencia y la mentira. D e trás d e su lenguaje mítico, la tesis d e Ireneo expresa u n a verdad p r o -
y el hombre que había sido hecho cautivo fue liberado de las ataduras de la condenación» 21 . E s t e texto recoge los m i s m o s t e m a s que el anterior, de la triple victoria de Cristo sobre el adversario a fin d e devolver al h o m b r e la vida.
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funda; es preciso que la revancha venga del propio vencido. Haciéndose hombre, viviendo la misma situación de combate con el adversario, el Verbo le concede al hombre vencer al que lo había vencido. Un hombre se convierte en redentor del hombre. La redención restablece por takto al hombre en una situación de justicia y cede en honor del hombre. No se queda fuera de él, como algo externo; es la libertad de un hombre la que libera a todos los hombres. Tendremos que volver sobre ello. Si es verdad que la redención es en esta doctrina un acto «ininterrumpido» de Dios, según la expresión de Aulen, no es menos verdad que esta acción de Dios hace intervenir el acto del hombre, un punto de vista que había ignorado Aulen20. Pero este combate es tamben el combate de Dios mismo con el adversario; lo que está en juego en nuestra redención.es que no fracase el designio de Dios sobre el hombre. Esta es la grandeza del drama que encuentra su desenlace en la economía de la recapitulación: «Por tanto, era indispensable que, viniendo a la oveja perdida, recapitulando una "economía" tan grande y buscando a su propia obra modelada por él, el Señor salvase a aquel mismo hombre que había hecho a su imagen y semejanza, es decir, a Adán..., para que Dios no fuese vencidoy no fracasase su obra de arte. En efecto, si el hombre creado por Dios para vivir, tras la herida de la serpiente corruptora, hubiera perdido la vida sin esperanza de recobrarla y se hubiera visto definitivamente arrojado a la muerte, Dios habría sido vencido y la malicia de la serpiente se habría impuesto a la voluntad de Dios. Pero como Dios es invencible y longánime, empezó usando la longanimidad...; luego, por el "segundo Adán" (1 Cor 15, 47), aherrojó al "fuerte", se apoderó de sus armas y destruyó la muerte, devolviendo al hombre la vida que le había arrebatado la muerte... Por eso, con toda justicia fue hecho a su vez cautivo por Dios aquel que había cautivado al hombre, 19. Como hace injustamente G. AULEN, Christvs Víctor, o.c, 52: «Ireneo piensa que siempre este rescate es pagado, por así decirlo, a las potencias maléficas, la muerte y el diablo»; opinan lo contrario H. TURNER, Jesús le Sauveur, o.c,61 y L. RICHARD , Le mystére de la redemption, o.c, 104. 20. ¿Será la perspectiva luterana de G. AULEN, O.C, 56-57, la que le hace minimizar en Ireneo el lugar que éste da al hombre Jesús en nuestra salvación?
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Pero la óptica es distinta: el sujeto activo de la redención es Dios mismo, invencible, que no puede por tanto tolerar la victoria de la serpiente sobre el hombre, pero también longánime, que no abandona al hombre más que por algún tiempo en manos del adversario y viene a tomarlo de nuevo consigo, «recapitulando» su obra original. He aquí ahora cómo habla Ireneo del rescate y de la sangre de Cristo, siguiendo el mismo movimiento de pensamiento que viene de Dios y va hacia el hombre: «(El verbo) es perfecto en todo, ya que es a la vez Verbo poderoso y hombre verdadero, habiéndonos rescatado por su sangre de la manera que convenía al Verbo, "entregándose a sí mismo en rescate" (1 Tim 2, 6) por los que habían sido hechos cautivos; pues la Apostasía había dominado injustamente sobre nosotros, siendo así que pertenecíamos a Dios por nuestra naturaleza, y nos había alienado contra nuestra naturaleza haciéndonos discípulos suyos; siendo poderoso en todo e indefectible en su justicia y respetando esta justicia fue como el Verbo de Dios se volvió contra la misma Apostasía, rescatando de ella su propio bien no por la violencia, al estilo de la que había dominado sobre nosotros al principio..., sino por ¡a persuasión, como convenía que Dios lo hiciera, recibiendo por persuasión y no por violencia al que él quería, para que al mismo tiempo quedara a salvo la justicia y no pereciera la antigua obra modelada por Dios» . Ireneo conoce bien los textos bíblicos que hablan de la redención por la sangre; los cita incluso abundantemente: «El Señor reconcilió al hombre c o n el Padre, reconciliándonos consigo mismo por su cuerpo de carne y redimiéndonos con su sangre, según lo que dice el apóstol a los Efesios: "En él tenemos la redención adquirida por su sangre, la remisión d e nuestros pecados" (Ef 1, 17). Y también: "Los que antes estabais lejos, ahora estáis cerca gracias a la sangre de Cristo" (Ef 2, 13). Y e n otra ocasión: "En su carne destruyó la enemistad, la ley con sus mandamientos y decretos" (Ef 2, 14-15). Por lo demás, en toda esta epístola el apóstol atestigua claramente que hemos sido salvados por la c a r n e de nuestro Señor y por su sangre»23. Esta expresión de la redención por la sangre le recuerda el don que Cristo hizo de sí mismo como rescate. Pero se guarda mucho de llevar la metáfora demasiado 21. IRENEO, Adv. Haer.\\\, 23, 1; o.c, 386-387. Los subrayados son míos. 22. Ibid. \ , 1, 1: o.c. 570. Los subrayados son míos. 23. Ibid. \ , 14, 3; o.c, 610-611.
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lejos planteándose la cuestión de a quién hubo que pagar el rescate. Es verdad que afirma que el Verbo rescató de la Apostasía, que simboliza aquí al enemigo diabólico, su propio bien; en efecto, el hombre que estaba bajo el poder de la Apostasía fue liberado de ella, para volver a su pertenencia original. Pero el modo de este rescate no pasa por la violencia, sino por la persuasión, como conviene a una obra de la justicia de Dios en favor del hombre. Esta persuasión no puede evidentemente referirse al maligno; se refiere al hombre y evoca la conversión de su libertad ante el misterio pascual cumplido por el Verbo encarnado. La persuasión es la fuerza ejemplar del amor de Cristo y la fuerza de la verdad, que responden a la violencia y a la mentira del tentador. Nos encontraremos de nuevo con Ireneo a propósito de este tema de la liberación de nuestra libertad.
grandes obispos del siglo IV. La perspectiva dominante es constante en todos ellos, aunque mencionan igualmente el acto sacrificial por el que Jesús se entregó a su Padre. Pero aquí se plantea una nueva cuestión: los sucesores de Ireneo no fueron tan reservados como él ante el deseo de saber a quién se entregó el precio del rescate. Algunos de ellos llevaron la metáfora hasta desembocar en una teoría con algunas variantes que se ha llamado la de «los derechos del demonio». ¿Qué ha ocurrido exactamente? Esta teoría impresionó lo bastante a los siglos siguientes para contribuir a la inversión de la respuesta y conducir a hablar de un rescate pagado a Dios. Hoy se vuelve a encontrar el elemento de verdad que se oculta en un lenguaje eminentemente mítico y se aprecia que las posiciones de los padres eran mucho más matizadas de lo que a veces se ha dicho. Abramos, pues, este dossier. Orígenes es el primer testigo de esta teoría:
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Esta victoria de Cristo se dirige a todos los hombres, en particular a los que le precedieron en el tiempo. Por eso Cristo desciende a los infiernos para anunciar la buena nueva a los antiguos. Recogiendo el texto de la primera carta de Pedro (1 Pe 3, 18-19), Ireneo escribe: «El Señor bajó a los lugares inferiores de la tierra, para llevarles también a ellos la buena nueva de su venida, que es la remisión de los pecados para cuantos creen en él. Pues bien, creyeron en él todos los que anteriormente habían esperado en él, es decir, los que habían anunciado de antemano su venida y cooperado en sus "economías": los justos, los profetas y los patriarcas»24. Bajo esta imagen mítica Ireneo intenta subrayar la universalidad de la victoria de Cristo en la historia La gran objeción, para un cristiano de su época, era efectivamente ésta: ¿cómo es que Cristo, que llegó al final de los tiempos, pudo salvar a la larga serie de generaciones que le precedieron? Si su victoria es escatológica y vale hasta el final de los tiempos, tiene que ser también «protológica» y afectar a la obra modelada por Dios desde su origen. La bajada a los infiernos es el punto extremo de la bajada de Dios al hombre, del movimiento descendente de la mediación de Cristo, al mismo tiempo que una misteriosa anticipación de la resurrección, el punto de retorno a la manifestación gloriosa de la mediación ascendente.
¿Se pagó el rescate al demonio? Una ilustración más completa de la doctrina patrística de la redención exigiría apelar a otros testigos, como Justino, Orígenes y los 24. Ibid. IV, 27, 2: o.c, 498.
«Reconoced la verdad de lo que escribe san Pedro: no hemos sido rescatados a precio de plata o de oro corruptible, sino con la sangre preciosa del Hijo unigénito. Si hemos sido comprados por un precio, como afirma igualmente san Pablo, sin duda hemos sido comprados a alguien que nos tenía como esclavos, a alguien que reclamó el precio que quiso para devolver la libertad a los que estaban sujetos a él. Pues bien, es el demonio el que nos sujetaba; habíamos sido vendidos a él por nuestros pecados; por tanto, él reclamó como rescate la sangre de He aquí otro texto no menos característico: «¿Pero a quién dio Cristo su sangre como rescate? Desde luego, no a Dios. ¿No será entonces al demonio? En efecto, éste nos tenía bajo su poder hasta que, por rescate de nuestra liberación, se le dio el alma de Jesucristo. El Maligno había sido engañado y llevado a creer que era capaz de vencer a aquel alma, sin ver que, para conseguirla, tenía que someterse a una prueba de fuerza superior a la que podía esperar utilizar. Por eso la muerte, con la que creía haberlo vencido, no pudo con él (cf. Rom 6, 9). Entonces Cristo, hecho libre entre los muertos y más fuerte que el poder de la muerte, es tan poderoso sobre la muerte que todos los que quieran, entre los que están a merced de la muerte, pueden seguirle, sin que la muerte tenga dominio sobre ellos. Pues el que está con Jesús es más fuerte que la muerte»26. Estos dos textos ilustran muy bien el tema del combate victorioso entablado por Cristo contra el diablo y la muerte. El primero insiste en
25. ORÍGENES , Comm. in episL Rom. 2, 13: PG 14, 91 ls. 26. ORÍGENES, Comm. in Mat. lí, 8: PG 13, 1398B.
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el rescate «reclamado» por el diablo, es decir, la sangre de Cristo. Prosigue la comparación en un contexto comercial: si hubo compra o rescate, hubo que pagar a alguien un precio. Pero el segundo texto, que excluye como una evidencia que el precio haya sido pagado a Dios (hay que desechar esta idea), no hace más que plantear la cuestión del rescate pagado al diablo. De hecho, las cosas no pasaron según el modo de transacción, sino según el modo de combate. En ese combate el demonio perdió la partida, pues no tema la fuerza suficiente para superar aquella prueba; fue vencido por uno más fuerte que él. No se le dio el alma de Cristo; la resurrección demuestra que se le escapó como a la muerte misma. Al mismo tiempo, todos los hombres que deseen seguir a Cristo pueden también escapar de la muerte. Por tanto, el Maligno se ha visto engañado y no ha recibido ningún rescate. Estamos así en el orden de la metáfora, que indica el carácter oneroso de la redención y la misteriosa necesidad, para el que quiera librarse de un mal, de revivir la confrontación con ese mal en un proceso liberador. Ese es el dato antropológico que aquí se oculta, lo mismo que llenará más tarde el esquema de la satisfaccción.
su pretendida victoria. Pero la imagen mítica conocerá su conversión en Agustín, que habla esta vez de los hombres: «Los que habían derramado su sangre al perseguirlo, la han bebido al creer»29. No son ya los pobres diablos los que beben una sangre que envenena sus entrañas; son los hombres los que beben la sangre que les da la vida. Gregorio de Nisa recoge en el siglo IV esta misma idea, para mostrar cómo superó Dios con su astucia la acción de Satanás. El diablo se ha visto totalmente burlado. Es impresionante en este sentido su Discurso catequético. En el rescate del hombre, Dios no podía actuar más que según la justicia, evitando el camino de la violencia. Por tanto, fingió que proponía una transacción comercial, pero con la intención de engañar al demonio. También en las transacciones para obtener la liberación de un rehén, se encandila al enemigo con la posibilidad de pagarle un rescate, pero buscando sus fallos y sin que la promesa constituya ningún compromiso serio. Sin embargo, la concepción de Gregorio supone que el demonio tiene un derecho real sobre el hombre, que se ha vendido libremente a él:
Otro texto de Orígenes describe esta misma victoria con la metáfora de la sangre, diciendo de manera muy mítica cómo se perdieron los demonios:
«Puesto que nos habíamos vendido voluntariamente, el que por bondad nos buscaba para devolvernos la libertad tenía que concebir no ya un procedimiento tiránico de salvación, sino un procedimiento conforme con la justicia. Pues bien, un procedimiento de este género es dejar que el posesor escoja el rescate que desea recibir en pago del que tiene
«Según la voluntad de Dios, habiendo tomado la forma de esclavo, se ofreció como víctima por el mundo entero, entregando su sangre al príncipe de este mundo según la sabiduría de Dios "que ninguno de los príncipes de este mundo conoció, pues si la hubieran conocido, no habrían crucificado al Señor de la gloria" (1 Cor 2, 8) y esa sangre que habían bebido no habría apagado tanto su sed como sus fuerzas, y no habría destruido su reino, y no les habría ocurrido lo que dice Cristo:"He aquí que el príncipe de este mundo ya está juzgado" (Jn 16, 11) y "Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo" (Le 10, 18)»27. «Los demonios vistos bajo la forma de espíritus ctónicos, ávidos de sangre, pero bebiendo una sangre demasiado pura y fuerte para ellos, la sangre de Cristo, han sido destruidos por aquel de quien creían sacar una vida nueva»28. El realismo de esta imagen sigue aludiendo a la derrota de los espíritus malignos en el mismo momento de 27. ORÍGENES, Comm. inepist. Rom. 4, 11: PG 14, (1000c). Cf. CIRILO DE JERUSA-
LEN, Catech. bapt. 12, 15. 28. G. MARTELET, La rédemption, (a roneo), Lyon-Fourviére, 44.- La curación del endemoniado de Gerasa nos da una idea de ello: Jesús le dice al espíritu inmundo: «Sal de este hombre» (Me 5, 8), y al hombre: «¿Cómo te llamas? (v. 9). Pero es el espíritu el que responde: «Mi nombre es Legión»; una vez desenmascarada su identidad, al no poder tolerar este elemento de verdad sobre él, el espíritu abandona su presa y se precipita en las aguas de la muerte.
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cautivo» . Así pues, se ha corrido la perspectiva respecto a Ireneo, para quien el dominio del demonio era una injusticia. «¿Qué rescate tenía que preferir entonces naturalmente el posesor?» ¿No sería el poder sobre aquel «que le superaba en elevación y en grandeza», es decir, Cristo, cuya vida entera está marcada por su dominio sobre los elementos de este mundo para el bien de los hombres? Por eso precisamente el demonio escogió al Salvador como rescate por los prisioneros encerrados en los calabozos déla muerte. Pero aquí interviene la astucia: en Jesús la divinidad se oculta bajo la envoltura de la humanidad, para coger al adversario en la trampa: «El poder adverso no podía entrar en contacto con Dios si éste se presentaba sin disimulo, ni soportar su aparición si tuviera lugar sin velo. Por eso Dios, para ofrecer un señuelo más fácil al que intentaba sacar mayor ventaja en el trato, se ocultó bajo el ropaje de nuestra naturaleza, de manera que el demonio, como un pez voraz, precipitándose sobre el cebo de h humanidad, quedara preso en el anzuelo de la di29. AGUSTN , Comm. in lepist.Joh. VIII, 10: SC 75, Cerf, París 1961, 363. 30. GREGOSIODEN ISA, Cttech.ñdei 22; trad. A. Maignan, DDB, París 1978, 65-66.
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vinidad. Así, habiendo hecho la vida su morada en la muerte, habiendo venido la luz a brillar en las tinieblas, se vería desaparecer lo que se opone a la luz y a la vida» 31 . Esta teoría n o e s c o m p l e t a m e n t e coherente consigo misma, y a q u e c o m i e n z a c o n la idea d e la justicia d e u n trato comercial q u e respeta y a c a b a c o n u n e n g a ñ o . B a j o estos d o s a s p e c t o s p l a n t e a u n p r o b l e m a « m o r a l » : D i o s caería e n la torpeza d e u n pacto c o n el m a l i g n o , y se convertiría, a ejemplo d e l adversario, e n mentiroso y t r a m p o s o c o m o él. Esta interpretación m a n e j a entonces la comparación de u n a m a n e r a m á s p e l i g r o s a q u e e n O r í g e n e s , y a q u e parece olvidar q u e se trata d e u n a metáfora. P o r otra parte d a u n m a l ejemplo a l a teología posterior, q u e se creerá obligada a reaccionar contra u n a teoría tenida por grosera, pero c o n s e r v a n d o s u s presupuestos. A c o n t i n u a c i ó n l a teoría « s e afinará» d a n d o lugar a lo q u e se h a l l a m a d o « e l e s q u e m a j u r í d i c o del rescate». S e hablará entonces d e u n a «cierta forma d e justicia» o d e u n a concesión p o r parte d e Dios. P a r a J u a n C r i s ó s t o m o , el d e m o n i o h a i d o m á s allá d e s u s propios derechos llevando a J e s ú s a la muerte, y a q u e J e s ú s n o e r a culpable de p e c a d o a l g u n o ni tenía p o r q u é someterse a la muerte 3 2 . Agustín legará igualmente a la Edad M e d i a l a doctrina del « a b u s o d e p o d e r del d e m o n i o » : «La justicia divina entregó el humano linaje a la tiranía de Lucifer a causa del pecado del primer hombre... En cuanto al modo como el hombre ha sido entregado al poder de Satanás, no se ha de entender cual si fuera por un acto positivo o una orden de Dios, sino solamente por su justa permisión... Fue el demonio debelado, no por el poder, sino por la justicia de Dios... Y así plugo a Dios, para arrancar al hombre del poder de Satanás, vencer a Luzbel, no con la potencia de su brazo, sino con su justicia... ¿Cuál es la justicia que venció a Satanás? La justicia de Cristo. ¿Cómo fue derrotado? Porque, no encontrando en él nada digno de muerte, sin embargo l e mató. Es, pues, justo que los deudores, por él encadenados, sean libres cuando ponen su fe en aquel a quien sin tener culpa dio muerte afrentosa. Esto se llama ser justificados por la sangre de Cristo (Rom 5, 9)»33. Para A g u s t í n l a esclavitud d e la h u m a n i d a d bajo el p o d e r d e l dem o n i o e s u n a especie de c o n c e s i ó n d e D i o s al m i s m o t i e m p o q u e u n justo castigo d e l pecado. Pero l o esencial e s la victoria liberadora de la justicia de Cristo, m á s fuerte q u e la injusticia que se atreve a matar al
31. Ibid. 24: o. c.,69.
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justo. L a victoria se describe aquí e n términos d e justicia y d e justificación d e los h o m b r e s e n u n sentido paulino. Pero y a desde l a é p o c a patrística se criticó vigorosamente el aspecto comercial y jurídico d e l a teoría de los derechos del d e m o n i o : «El que fue vendido, ¿dices que es Cristo? —escribe un autor anónimo en un texto atribuido por mucho tiempo a Orígenes—. ¿Quién era el vendedor? ¿Has pensado en la fábula que dice que el que vende y el que compra son hermanos? Si el diablo que es malo vendió algo al que es bueno, el que ha renunciado así a la envidia y a toda clase de mal será justo. Por tanto, Dios mismo será el vendedor. Pero sería más verdadero decir que los hombres que se entregaron a sí mismos por sus pecados han sido liberados por la misericordia de Dios... ¿Acaso el diablo considera la sangre de Cristo como el precio de compra del hombre? ¡Qué inmensa y blasfema locura!» 34 . I g u a l m e n t e , G r e g o r i o de N a c i a n z o , c o n t e m p o r á n e o d e su h o m ó n i m o d e N i s a , reacciona enérgicamente c o n t r a l a idea de u n rescate p a g a d o al d e m o n i o : «¿A quién y por qué se pagó esa sangre derramada por nosotros, esa noble y preciosa sangre de un Dios hecho nuestro sacerdote y nuestra víctima?... Si es al demonio, ¡qué injuria! ¿Cómo suponer que va a recibir n o solamente un rescate de Dios, sino a Dios mismo como rescate, con el pretexto de ofrecerle un salario de su tiranía tan sobreabundante que debería en adelante en justicia ahorrarnos a nosotros mismos? Y si es al Padre, pregunto cómo es posible esto. No es él el que nos tenía cautivos... Es verdad que se dice que el Padre recibe; pero fue sin que él lo pidiese o estuviera en la necesidad, sino por la economía de nuestra redención y porque era preciso que el hombre fuera santificado por la humanidad de Dios, y que él mismo nos llevase hacia sí por su Hijo mediador, triunfando del tirano con su poder» 35 . G r e g o r i o rechaza formalmente q u e el rescate se p a g a s e al diablo. N o p u e d e haber u n contrato de justicia entre D i o s y el d e m o n i o . P e r o t a m b i é n excluye q u e s e pagara a D i o s , lo cual pondría a Dios e n l a p o sición de u n posesor injusto, hipótesis grotesca. P o r otra parte G r e g o r i o r e c u e r d a que D i o s rechazó el sacrificio d e Isaac. Esta reacción del sentido c o m ú n c r i s t i a n o fue d e s g r a c i a d a m e n t e o l v i d a d a a c o n t i n u a ción. El t e x t o de G r e g o r i o hace intervenir a l P a d r e de Jesús, n o c o m o destinatario d e u n p r e c i o exigido, sino c o m o el q u e t o m a la iniciativa d e l i b e r a r n o s por m e d i o de s u Hijo. El e s q u e m a director sigue siendo
32. JUAN CRISÓSTOMO , Hom in evang. Joh. 67, 2: PG 59, 372.
34. Ps. ADAMANTIUS, Dial, ¡erecta ñde, 1, 27: PG 11, 1756-1757.
33. AGUSTÍN , DeTrínitateXIII, 12, 16; 13, 17; 14, 18: Obras V, o. c, 735-743.
35. GREGORIODE NACIANZO,Oral 45: PG 36, 653ab.
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el de la mediación descendente y el del triunfo de Cristo sobre la tiranía del demonio. También es verdad que el Padre aparece como «receptor», pero somos nosotros a los que él ha recibido una vez que hemos sido liberados y llevados a él por su Hijo. Por consiguiente, también se evoca el aspecto ascendente de la mediación. Apunta igualmente la idea de sacrificio con la mención de Cristo convertido en «nuestro sacerdote y nuestra víctima», pero en un movimiento de gratuidad, sin ninguna idea de justicia que haya que cumplir con Dios. En estas teorías a veces poco afortunadas y frecuentemente equívocas, el demonio no recibe nada en definitiva. No se lleva consigo ningún rescate en cambio por la liberación de los hombres. La enseñanza negativa de estas teorías radica en que nos recuerdan que la redención no se inscribe ni mucho menos en un esquema jurídico, ni respecto al demonio, ni respecto a Dios. Su enseñanza positiva, o el elemento de verdad que traducen en un lenguaje mítico, es la del carácter oneroso de nuestra redención, en el curso de la cual Cristo tuvo que arrancarnos del poder del pecado, que desencadenaba contra él toda su violencia y su injusticia hasta quitarle la vida. Esta fuerza del pecado viene misteriosamente de más alia de nuestro mundo, como nos dice el Génesis al hablar de la serpiente y san Pablo (Rom 5, 12); constituye una especie de pecado del mundo y se manifiesta a través del compromiso de las libertades humanas: su cima está en el acto por el que Jesús fue llevado a la muerte. Este combate, en el que está en juego la suerte de la humanidad, tiene un valor escatológico. Finalmente, la ventaja de estas teorías consiste en que no separan nunca la cruz de la resurrección y ven en la cruz misma, más allá de las apariencias, el momento de la victoria de la santa libertad de Cristo sobre las libertades pecadoras. El espíritu de la liturgia «Lex orandi, lex credendi», la regla de la oración es una regla de fe. Por tanto, no será inútil confortar estas ideas tradicionales de la redención con la manera no menos tradicional que habla de ella la liturgia latina. A través de las evoluciones y de las reformas periódicas, su espíritu sigue siendo el mismo y sigue trasmitiendo hasta nosotros textos muy antiguos. Sus celebraciones del misterio pascual se inscriben en el doble movimiento de la mediación. El tema descendente del combate victorioso de Cristo está lleno de densidad en sus textos; conoce también el tema ascendente del sacrificio, particularmente en las
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plegarias eucarísticas36. Pero ignora por completo el tema de la satisfacción penal, al menos en su forma oficial. Muy distinto es lo que ocurre en los textos de diversas devociones, particularmente de los via-crucis, que merecerían un análisis particular. Muchos de ellos han sufrido la influencia de la teología y de la predicación de los tiempos modernos. Baste evocar brevemente la liturgia de la semana santa, la del misterio pascual. Está evidentemente dominada por la lectura de los grandes textos bíblicos: los cuatro relatos de la pasión, los anuncios proféticos del Antiguo Testamento (en particular la profecía del siervo doliente de Is 53) y los textos apostólicos que constituyen el esqueleto de la interpretación bíblica del misterio de Cristo. El domingo de Ramos relaciona el triunfo de Jesús bajo las palmas en el momento de su entrada en Jerusalén con el relato de su pasión, en la que se enfrenta amorosamente con los judíos y los paganos coaligados para darle muerte. El texto característico del día y de la semana, que constituye su hilo conductor y su «leyenda» (en el sentido de la fórmula que dice al pie de una imagen lo que ésta representa) es el himno de Filipenses 2, 6-11, donde se describe el doble movimiento de Cristo en su misterio pascual: movimiento de descenso y de «kénosis», en la obediencia hasta la muerte en la cruz, al que responde el movimiento de subida gloriosa que desemboca en su consagración como Señor. Durante toda la semana los responsos del Oficio y de la liturgia eucarística glosarán estos versículos, para hacer meditar a los fieles el sentido del acontecimiento cuya memoria están celebrando. La celebración solemne de la Cena, el jueves santo, evoca la primera comida pascual de la ley antigua y recuerda la institución de la eucaristía (1 Cor 11, 23-26), después de leer el relato del lavatorio de los pies, ejemplo simbólico del amor de Jesús que «llega hasta el extremo» por sus hermanos. Se insiste en la iniciativa de Jesús, que da así el sentido de la muerte que arrostra libremente y hace de su persona y de su existencia un don por nosotros. Como da su vida por nosotros, puede darnos su cuerpo y su sangre como alimento y bebida. Nos encontramos aquí en el movimiento descendente. La liturgia recuerda adenás que se trata de un sacrificio, del único sacrificio, que hace pasar a Jesús de este mundo a su Padre, actualizado y hecho presente a través de los tiempos gracias a la institución de la eucaristía. El viernes santo concentra nuestra atención en la celebración de la pasión. En ella no hay nada que evoque la idea de justicia hecha por el
36. Cf. ínfi-j, 351-352.
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Hijo al Padre ni u n a p e n a impuesta p o r el Padre al Hijo. Se lee la pasión según san J u a n , q u e t o m a ante el acontecimiento u n a óptica contemplativa y permite v e r m á s allá del horror d e la crucifixión la manifestación d e la g l o r i a d e D i o s en Jesucristo. L a oración universal hace brotar en todas las situaciones d e los h o m b r e s y de la Iglesia la fecundidad d e la redención. V i e n e a continuación la veneración s o l e m n e d e la cruz, presentada c o m o el árbol d e la salvación, árbol d e vida, fuente de gozo p a r a el m u n d o : «Mirad el árbol de la cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo» Hasta hace p o c o l a procesión d e la cruz iba a c o m p a ñ a d a del h i m n o de san Fortunato (siglo V I ) , q u e asocia la cruz a la resurrección hasta tal p u n t o q u e la s e g u n d a hace y a de la p r i m e r a u n triunfo. H e aquí alg u n o s extractos q u e desarrollan el t e m a del c o m b a t e redentor y victorioso. P o r q u e «el verdadero culto d e la cruz e s inseparable del d e la r e -
«Tu cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección alabamos y glorificamos. Por el madero ha venido la alegría al mundo entero» (Antífona) ¡Oh cruz fiel, árbol único en nobleza! Jamás el bosque dio mejor tributo en hoja, en flor y en fruto. ¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol donde la Vida empieza con un peso tal dulce en su corteza! (Antífona del Himno) ¡Cantemos la nobleza de esta guerra, el triunfo de la sangre y del madero; y un Redentor, que en trance de Cordero, sacrificado en cruz, salvó la tierra! Dolido mi Señor por el fracaso de Adán, que mordió muerte en la manzana, otro árbol señaló, de ñor humana, que reparase el daño paso a paso. Y así dijo el Señor: ¡Vuelva la Vida y que Amor redima la condena! La gracia está en el fondo de la pena y la salud naciendo de la herida. 37. L. BOUYER, Le mystére pascai, Cerf, París 1950, 342.
En plenitud de vida y de sendero dio el paso hacia la muerte porque él quiso. Mirad de par en par el paraíso abierto por la fuerza de un Cordero» 38 . D u r a n t e e s t a adoración se cantan igualmente los «improperios», o r e p r o c h e s d i v i n o s , q u e e n u m e r a n t o d o lo q u e D i o s h a h e c h o p o r su p u e b l o d e s d e los o r í g e n e s h a s t a el c a m i n o h a c i a el Calvario d e J e s ú s , o p o n i e n d o e s t a larga serie d e beneficios al r e c h a z o del p u e b l o , a su falta d e fe y a su p e c a d o , llegando finalmente a la crucifixión d e Jesús. U n estribillo c o n m o v e d o r pone r i t m o a este cántico: «Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿en qué te he ofendido? ¡Respóndeme!» El q u e habla es ante todo el P a d r e , q u e e n v i ó a los profetas y a su Hijo, y luego el m i s m o J e s ú s , sometido a las crueldades d e la pasión. El cántico sugiere cuáles p u d i e r o n ser los sentimientos del P a d r e ante el sufrimiento d e su Hijo: dolor, pero también misericordia. Distribuye m u y c e r t e r a m e n t e las responsabilidades del d r a m a entre los tres actores. El oficio del sábado santo, ahora el de la Vigilia pascual, es a la vez la celebración de Cristo luz y de Cristo glorioso. Se abre con el oficio de la luz, en el que el cirio pascual, entrando en la iglesia e iluminándola progresivamente, simboliza la luz del resucitado. El cántico del Exultet, gran eucaristía de la luz que se remonta a los antiguos sacraméntanos, establece un paralelismo entre las dos victorias de la luz sobre las tinieblas: el paso del mar Rojo y la noche de la resurrección. «Ésta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo. ¿De qué nos serviría haber nacido si no hubiéramos sido rescatados? ¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad! Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo! Necesario fue el pecado de Adán, que hasido borrado por la muerte de Cristo.
38. Misal Romano, Ed. típica aprobada por la Conferencia episcopal española, Coed. litúrgicos, 1978, 267-271.
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¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!... Ésta es la noche en que estaba escrito: "Será la noche clara como el día, la noche iluminada por mi gozo!" (Sal 138 [139] 12-11» 39 L a redención es la victoria d e Cristo luz sobre las tinieblas del p e c a d o , lo m i s m o q u e la c o l u m n a de fuego había permitido en otro tiemp o al p u e b l o h e b r e o e s c a p a r d e la esclavitud d e E g i p t o . El lirismo del autor, con una a u d a c i a increíble, llega a p r o c l a m a r necesario y bienav e n t u r a d o u n p e c a d o que ha p e r m i t i d o tal Redentor. T o d o el misterio se refiere a la iniciativa y a l a « c o n d e s c e n d e n c i a » de D i o s , que h a c e entrar a nuestra salvación en sus designios. El cielo y la tierra, D i o s y los h o m b r e s , e s t á n a h o r a r e c o n c i l i a d o s y e s t a b l e c e n d e n u e v o u n a alianza. L a larga liturgia de la palabra que sigue a la celebración de la luz v a desarrollando ante los creyentes las grandes etapas de la historia d e la salvación, desde la creación, a través de las diversas redenciones realizadas por D i o s , hasta la resurrección, redención definitiva. La liturgia bautismal, que asocia el simbolismo del a g u a al de la luz, da a los c a t e c ú m e n o s y recuerda a los bautizados su entrada en el misterio de la muerte y la resurrección. L a liturgia de la misa del d í a d e pascua, finalmente, v u e l v e sobre el tema del c o m b a t e victorioso del cordero pascual, en la h e r m o s a secuencia Victimae paschali laudes: «A la víctima pascual, cristianos, ofreced el sacrificio de alabanza. El cordero ha rescatado a las ovejas, el Cristo inocente ha reconciliado al hombre pecador con el Padre. Muerte y vida se enfrentaron en un duelo prodigioso. Murió el Dueño de la vida; viviendo, reina ahora» 40 . F i n a l m e n t e , d e s d e el siglo IV, la Iglesia v e n e r a en septiembre la cruz gloriosa de Cristo c o n su orgullo p l e n a m e n t e p a u l i n o : «Regnavit a ligno Deus: ¡Dios reinó desde la cruz!»
Evolución
ulterior
de la categoría
de
redención
El t é r m i n o de r e d e n c i ó n siguió siendo u n a categoría principal de la soteriología. Pero se fue distanciando c a d a v e z m á s de su sentido bí39. Ibid.,280-282. 40. Trad. litúrgica.
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blico y pafrístico p a r a c o n v e r t i r s e , p o r u n lado, en s i n ó n i m o de salvac i ó n en g e n e r a l , y por t a n t o , e n sinónimo d e satisfacción en u n a perspectiva a s c e n d e n t e . El p u n t o d e vista descendente de la redención perd u r a t o d a v í a en A n s e l m o de C a n t o r b e r y c o m o u n a herencia patrística q u e resulta n a t u r a l , p e r o n o está y a en el c o r a z ó n d e su p r o p i a reflex i ó n , y a q u e las interpretaciones antiguas le p a r e c e n insuficientes. Lo m i s m o o c u r r e en santo T o m á s , c u a n d o reflexiona sobre el término de redención y sobre la metáfora subyacente. Preguntándose sobre las diversas m a n e r a s con que l a p a s i ó n de Cristo realiza n u e s t r a salvación, e n u m e r a el m é r i t o , la satisfacción, el sacrificio y finalmente la redenc i ó n " . El p u n t o de vista ascendente es y a preponderante. Pero todavía resulta m á s significativo v e r c ó m o santo T o m á s introduce en la m i s m a categoría d e r e d e n c i ó n , al lado de l a perspectiva antigua de la liberación d e la esclavitud del p e c a d o , la idea n u e v a de otra cautividad respecto a la justicia de D i o s q u e hay que satisfacer: «De dos maneras estaba el hombre obligado por el pecado: primero, por la servidumbre del pecado, pues según se lee en san Juan (18, 34), "quien comete el pecado es siervo del pecado". Y en san Pedro (2 Pe 2, 19), "cada uno es siervo de aquel que le venció". Pues, como el diablo venció al hombre, induciéndole a pecar, quedó el hombre sometido a la servidumbre del diablo.- Segundo, por el reato de la pena con que el hombre queda obligado según la divina justicia... Pues como la pasión de Cristo fue satisfacción suficiente y sobreabundante por el pecado y por el reato de la pena del pecado del género humano, fue su pasión algo a modo de precio, por el cual quedamos libres de una y otra obligación... Cristo satisfizo, no entregando dinero o cosa semejante, sino dando lo que es más, entregándose a sí mismo por nosotros. De este modo se dice que la pasión de Cristo es nuestra redención» 42 . Este texto n o s h a c e palpar concretamente el gran giro que dio la t e ología de l a redención: las cosas empiezan a bascular en un sentido a s c e n d e n t e frente a l a p e r s p e c t i v a d e s c e n d e n t e . Santo T o m á s e x p l i c a l u e g o c o n claridad q u e debido al p e c a d o el h o m b r e estaba en d e u d a tanto c o n e l diablo c o m o con D i o s . P e r o se requería la redención del h o m b r e e n justicia respecto a D i o s , n o respecto al diablo: «pues n o al diablo, s i n o a D i o s , había d e ser p a g a d o el rescate» 4 3 . La metáfora del precio q u e pagar, q u e busca siempre su aplicación, se traspasa del diab l o a D i o s . En o t r a s palabras, la categoría dominante será desde a h o r a
41. TOMASDE AQUINO, S. 71. III, q. 48, art. 1-4: en Suma Teológica XII, BAC, Ma-
drid 1955, 475-485. 42. Ibida.i, corp: o. c.,483. 43. 7tód,a.4,ad3:o. c.,485.
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cada vez más la satisfacción. Esta inversión fue proclamada como un progreso durante largo tiempo. Se vio en ella una espiritualización, una purificación de la teología, una superación del arcaísmo «que todavía subsistía en los padres, cuya soteriología se movía en categorías superficiales» 44 . ¿Es esto verdad?
ni.
RECUPERACIÓN CONTEMPORÁNEA DE LA REDENCIÓN
Una reevaluación
doctrinal
Este juicio no es compartido hoy por muchos autores. Hemos visto anteriormente que la renovación de la soteriología contemporánea consiste en la valoración de la perspectiva descendente. Aulen es un testigo característico de este nuevo giro, a pesar de su unilateralismo. Pero no es el único. Ya en 1965 indicaba el padre de Lubac: «He aquí que de diversas partes se nos invita, no sin razón, aunque a su vez no exenta en ocasiones de parcialidad, a revisar este proceso. Hace falta, se dice, volver a los valiosos y tan profundos testimonios de la antigüedad cristiana, que un "desarrollo" unilateral, extremando el pensamiento de san Anselmo, había eliminado sin razón. Hace falta hallar de nuevo la idea de la victoria de Cristo y devolver a la resurrección de Cristo, en nuestros tratados de la redención, el lugar principal que jamás hubiese tenido que perder... Severa, pero justa lección dada a nuestra moderna suficiencia» 45 . Veinte años más tarde, este juicio se ve plenamente confirmado. El giro cada vez más unilateral de la soteriología, primero en la edad media y luego en los tiempos modernos, hacia el punto de vista de la satisfacción se soldó con la pérdida de una doctrina rica de sentido y con el olvido de la solidaridad entre la muerte y la resurrección de Cristo. En vez de ser glorificada como una victoria y una liberación, a pesar del testimonio evidente de la liturgia, la muerte de Cristo fue comprendida como una satisfacción penal. Ante ese hecho la resurrección no se presenta ya como el centro del kerigma, sino como una consecuencia, como un corolario o como una simple confirmación. Pero la teología contemporánea tiene que guardarse de imitar a los que la precedieron, sustituyendo un olvido por otro y silenciando el verdadero alcance de la mediación ascendente.
44. J. RiviERE, Le dogme de la rédemption au debut du Moyen-Age, Vrin, París 1934,4. 45. H. DE LUBAC , El misterio de lo sobrenatural, Estela, Barcelona 1970, 38.
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Ser y no-ser del demonio He mencionado varias veces en este capítulo el carácter mítico de ciertas representaciones patrísticas. Pero ¿dónde está la línea de demarcación en este terreno? Inevitablemente surge una cuestión en nuestra mente: ¿a qué realidad se refiere este lenguaje? ¿Existe el demonio? ¿Es un ser personal? Son otras tantas cuestiones que no encuentran respuestas claras, ya que el misterio negativo del mal es de los más oscuros. Comprender el pecado, el mal y el «Maligno» es en cierto modo darles un estatuto en el orden de las cosas y justificarlos ante la razón, siendo así que son ante todo y sobre todo un sin-sentido, algo que no se explica. De ahí el carácter opaco y en gran parte ininteligible de todo lo que tiene que ver con el adversario del hombre, «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8, 44) que desencadena toda su violencia contra Cristo. Sin embargo, ¿cómo negar la experiencia que todos tenemos de la presencia entre nosotros del mal y del pecado? Más aún, si se tiene en cuenta que además de atravesar nuestras vidas y de comprometer nuestra responsabilidad, vienen de más lejos que nuestra humanidad, de un más allá incomprensible: nos superan y desbordan, nos arrastran en su locura, nos llegan a manipular. ¿No sugiere san Pablo que por la falta de un hombre la fuerza del pecado rompió una especie de dique, para entrar en el mundo con todo su cortejo de sufrimientos y de perdiciones (Rom 5, 12)? En el Credo confesamos que Dios es el «creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible e invisible? Esto significa que «las energías de la creación no están encerradas dentro de los límites que las concepciones propias de las ciencias, y hasta la filosofía, asignan a la experiencia humana en el espacio y en el tiempo, tal como las definen esas mismas ciencias» 46 . La creación es abundante y sobreabundante; se nos escapa en gran parte. La Biblia nos muestra así a un Dios rodeado de criaturas espirituales, llamadas ángeles, es decir «mensajeros», ya que le sirven en su comunicación con nosotros. Nos habla también de la serpiente tentadora (Gen 3), presencia original del Maligno ante el hombre todavía inocente, del diablo que se enfrenta a Jesús (Mt 4, 5; Le 4, 2), del adversario (1 Pe 5, 8) y de los demonios expulsados por Jesús (Me 1, 34...) Pero rechaza siempre el dualismo que opondría un principio absoluto del mal a Dios en un combate eterno. En el campo del mundo donde Dios había sembrado buen grano, el enemigo
46. E. POUSSET, Les créatures invisibles: anges et démoiis, en G. GILSON ct B. S ES BOUE, Parole defoi, paroles de'Eglise, Droguet-Ardant, Limoges 1980, 85.
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CRISTO VENCEDOR: LA REDENCIÓN
ha venido a sembrar cizaña (Mt 13, 24-30). Como los ángeles, los demonios son criaturas de Dios; si se han hecho malos, es en virtud del uso de su libertad. Pero la oposición a Dios de los ángeles caídos los pone en una situación paradójica:
riores el uno al otro; el crucificado es ya el Señor, el resucitado sigue siendo «Jesús, el Crucificado» (Mt 28, 5). Es posible releer hoy esta teología con una simple trasposición, ya que sus metáforas nos siguen hablando, desprendiéndola de sus excrescencias mitológicas. Esta teología no suaviza el combate que condujo a Jesús a la muerte, como si se tratase sólo de un breve paso finalmente olvidado por la resurrección. La salvación cristiana pasa eternamente por el escándalo de la cruz: escándalo del justo, cuya existencia es considerada como insoportable por los malvados; escándalo del amor que sucumbe bajo los golpes del odio; escándalo del proyecto de vida que cae ante el proyecto de muerte; escándalo de la traición del discípulo y del abandono de los amigos: escándalo finalmente del silencio de Dios que «abandona» así a su Hijo en manos de unas libertades pecadoras. Sí, la muerte del hombre crucificado, propuesta como misterio de salvación, es un escándalo que resiste y se renueva en todas las generaciones. Porque no tenemos derecho a subestimar los sufrimientos de Jesús, espirituales, morales, físicos, aunque constituyan un secreto que siempre se nos escapará. No tenemos ni que aislarlos del contexto de la misión de Jesús, para concentrar en ellos una mirada morbosa o buscar comparaciones cuantitativas, ni tomarlos como beneficios o pérdidas de poca importancia. Debemos conservar su valor simbólico y real: nos dicen el «valor» con que nos apreciaba el amor de Dios y de su Cristo, y cuál fue el «precio» de nuestra salvación. Representan también todos los sufrimientos de la humanidad de la que Jesús quiso hacerse solidario hasta tomarlos sobre sí. Es también éste el lenguaje del amor.
«Si unos seres han sido creados así ante la faz de Dios —escribe E. Pousset—, sin tener que crecer en la duración, por decisiones parciales y sucesivas, son lo que son por un acto único de su libertad. Este acto debe pensarse a la vez como un instante y como una permanencia... De este modo la libertad de los ángeles puede concebirse como el sí o el noque se dicen una vez por todas. Sí o no a Dios: ángeles o demonios. Aquí comienzan las ilusiones más comunes... Pensamos el sí o el no como dos actos idénticos, que hacemos simplemente preceder por el signo «+» o «—». Pues bien, habría que comprender ante todo que el sí a Dios construye al que lo dice (también nosotros experimentamos esto); lo personaliza, puesto que le hace participar de la vida y de la inteligencia de Aquel que es el principio de todo ser, de toda verdad, de toda sabiduría. El no a Dios destruye, hace perder la unidad interna y la coherencia sin las que una persona no puede ser realmente ella misma. Por tanto, es un engaño preguntar si Satanás es una persona; y también es un engaño replicar que no es ciertamente un ser personal. Es un ser que no se sostiene, porque es el acto que lo destruye todo y se destruye a sí mismo. Como un loco que se afirmase matando a todo el mundo y acabara matándose a sí mismo» . Esta definición de Satanás, que es una no-definición, nos hace captar la verdad de las representaciones que llamamos «míticas» en las Escrituras y en los padres. Nos dice por qué la obra del adversario es la muerte del hombre y su esclavitud en los vínculos del pecado. Nos hace comprender la dimensión escatológica del combate entablado por Jesús contra esa fuerza de muerte, que venció aparentemente por unos instantes en la muerte de Jesús, pero que fue definitivamente vencida por la fuerza del amor y de la vida resucitada.
Una teología de la cruz y de la resurrección El tema de la redención, combate oneroso pero victorioso de Cristo, constituye una verdadera teología de la cruz. Es su forma más tradicional. Pero es siempre una teología de la cruz luminosa y gloriosa, que no opone el viernes santo al día de pascua, ni la theologia crucisa la theologia gloriae. Para ella los dos momentos del misterio son inte-
47. Ibid., 85-86.
El tema del combate doloroso nos dice también con claridad dónde están las responsabilidades y de dónde viene la misteriosa «necesidad» de esta muerte. A la cuestión que no podemos contener: «¿Por qué nuestra salvación pasa por esta muerte sangrienta?», se nos respondió con la cruz de Cristo: «Porque el poder del pecado que atenaza a los hombres e s fuerza de muerte, de violencia y de injusticia». En este sentido la cruz nos devuelve la imagen de nuestro propio pecado en su resultado último. Esto es lo que el pecado ha hecho de Cristo y esto es loque intenta hacer de los hombres a lo largo de toda la historia, cuando se abandonan a él. Esta revelación es cruel y se comprende que los destinatarios de la predicación primitiva tuvieran el corazón «compungido» (Hech 2, 37) cuando se les hablaba de ese Jesús que habían crucificado, Pero debemos considerar igualmente el libre compromiso de Jesús, cuya misión le hace enfrentarse con el mal en su propio terreno, hastael punto de recibir sobre sí mismo la violencia concentrada El perdónno es un toque de varita mágica, sino una em-
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presa de conversión. Se jugó en esa lucha en que Jesús, para condenar el pecado sin condenar al pecador, para abrir una separación liberadora entre el uno y el otro, aceptó de antemano ser la víctima del pecado. En ese combate, el Padre está siempre al lado del Hijo, amando y juzgando como él, sufriendo con el sufrimiento de su Hijo; él «no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros» (Rom 8, 32). Finalmente y sobre todo, este combate fue un combate victorioso y la misma muerte fue victoria No sólo la resurrección es su solución gloriosa sino que ya en la tarde del viernes santo se manifestó que el amor es más fuerte que la muerte. Porque no es evidentemente la ejecución del condenado lo que tiene un valor salvífico; esta ejecución sigue siendo lo que es, un pecado y un crimen. Ni lo es tampoco la intensidad de los sufrimientos de Jesús. Es la cualidad del amor, de la justicia y de la obediencia al Padre que mostró Jesús ante sus adversarios. Su derrota no es más que apariencia. Es verdad que perdió la vida; es verdad que el Padre no lo hizo bajar de la cruz. Pero el amor con que dio su vida es más grande que la violencia de quienes se la arrebataron: «El Padre me ama, porque yo me desprendo de mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita, yo la doy voluntariamente» (Jn 10, 17-18). «Porque el amor es fuerte como la muerte» (Cant 8, 6) y al pie de la muerte es lícito decir con Pablo: «Muerte, ¿dónde está tu victoria? Muerte, ¿dónde está tu aguijón?» (1 Cor 15, 55, citando a Is 25, 8 y Os 13, 14). El acto por el que Jesús dio su vida como «rescate» a la muerte es aquel por el que nos libera del pecado y de la muerte. Porque en el acto de la cruz se produjo una alquimia misteriosa: Jesús cambió una obra de muerte en obra de vida. La manifestación más odiosa del pecado de los hombres se convierte en la revelación más pura de Dios. El que dio su vida libremente, da la vida. El amor absoluto, encontrándose con la contradicción absoluta, manifiesta su omnipotencia. El centurión que presidía la ejecución confiesa su fe (Me 15, 39), o por lo menos proclama la justicia de Jesús (Le 23, 47). "Y el discípulo amado ve en el signo del agua y de la sangre que brotaron del costado de Jesús un testimonio para la fe. Porque la victoria de Jesús en su muerte es la victoria de una libertad amorosa sobre unas libertades pecadoras; tendremos que volver sobre ello.
berador, para profundizar en la misteriosa alquimia que hemos evocado rápidamente. Pero esta liberación no tiene sólo un aspecto negativo; positivamente es una adquisición nuestra por parte de Dios. Dios, nuestro Creador y Salvador, nuestro protector (go'el), nos toma con él y nos considera como suyos; no somos ya servidores, sino amigos (cf. Jn 15, 15). Esta adquisición establece entre él y nosotros una situación de posesión amorosa y mutua que nos permite decir de verdad «nuestro Señor»48. La redención no dice solamente liberación del pecado, sino también comunión en la vida de Dios: connota los dos aspectos que hemos reconocido como esenciales a la idea cristiana de la salvación. La cruz cambia entonces de sentido: el cadalso se convierte en trofeo, el madero ensangrentado en un trono donde brilla la gloria del resucitado. Jesús reina sobre el madero, en donde se revela como el viviente eterno.
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Así, pues, este combate victorioso es una liberación y una adquisición. Es verdad que el término «rescate» encuentra hoy mayores dificultades para movilizar la afectividad de la fe. Es mejor hablar de liberación, término más en consonancia con nuestro vocabulario habitual, que recapitula actualmente en lo esencial la carga doctrinal de la palabra «redención». Por eso dedicaremos el próximo capítulo a Cristo li-
El trabajo de la redención en la historia Si esto es así, queda en pie una cuestión seria: ¿qué signos concretos percibimos en nuestro mundo de esta victoria conseguida por Cristo sobre todas las fuerzas del mal, de la violencia, de la injusticia, del sufrimiento y de la muerte? ¿Acaso el mundo no sigue su camino después de la cruz como si no hubiera pasado nada? A los ojos de los hombres, el mal parece siempre triunfar y tener la última palabra. El carácter absurdo y el sin-sentido rodean siempre como un mar inmenso a los islotes de sentido y de amor donde plantamos una tienda frágil, siempre dispuesta a verse aplastada Continuamente estamos realizando la experiencia de que el pecado camina hacia la muerte. ¿No es una apuesta atrevida apostar la vida por la salvación venida de Cristo, es decir, por la victoria del sentido sobre el sin-sentido, de la verdad sobre el error, del bien sobre el mal, de la felicidad sobre el sufrimiento, del amor sobre la fuerza ciega, en una palabra, de la fe y de la esperanza? Es todo el problema de la «violencia continuada» después del cumplimiento pascual y del don del Espíritu. Se trata de algo paradójico, puesto que «abre la era mesiánica sin exorcizar la violencia históri49
ca» . Este problema tan difícil y angustioso nos recuerda en primer lugar que pertenece al misteriede Cristo el no estar acabado: la muerte y la resurrección de Jesús situaron paradójicamente, en un tiempo de una 48. JUSTINO, / Apolog. 31,1.
49. CH. DUQUOC, Mcssianísmc de Jesús eí discrétion de Dieu. Essai sur la limite de h chrístologie.labor et Fides.Gencve 1984, 244.
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historia que continúa, el acontecimiento escatológico que cumple el sentido de toda la historia. Pero este acontecimiento no habrá desplegado toda su efectividad hasta el día que se realice la recapitulación de todas las cosas en Cristo y haya resucitado el Cristo total. Hasta entonces continúa la figura de este mundo y la Iglesia, cuerpo de Cristo, tiene que vivir el mismo combate que su Cabeza. Conoce a la vez su costado dolorido y ya glorioso, ya que tiene que realizar la experiencia de la muerte así como de la resurrección, descrita por el Apóstol Pablo. Reconoce, por tanto, los signos de la salvación puestos en la historia a través de las manifestaciones de santidad, de justicia, de amor, de inteligencia y de belleza, de felicidad y de vida, que son otros tantos jalones que marcan el camino del reino en génesis. Pero sabe también que el tiempo de la historia sigue siendo el tiempo del combate contra las fuerzas del mal siempre en obra, y que la seguridad que tiene de prevalecer sobre las puertas del infierno no le impide seguir siendo pecadora50, obscurecienco entonces o retrasando la marcha de la salvación. Pero vive en la certeza y en la esperanza de que la victoria de Cristo es una victoria para ella y que es ya su propia victoria.
50.
Cf. M. SALES, Sainteté etpéché daosl'Église, en G. GILSON et B. SESBOUE, O. C,
267-270.
7 Cristo liberador
Entre redención y liberación hay una simple diferencia de matiz, pero también una gran desemejanza. Una diferencia de matiz, ya que los dos términos remiten a una situación análoga y expresan en el fondo la misma realidad; una gran desemejanza, sin embargo, porque el registro semántico es muy distinto. El término de redención recuerda más el estado de esclavitud anterior y el carácter oneroso de emancipación, mientras que el de liberación, más positivo, evoca un porvenir lleno de esperanza para el que se ha creado una situación totalmente nueva. El segundo vocabulario es más abierto, más «mesiánico». Actualmente es objeto de una intensa carga afectiva; prácticamente todas las investigaciones en busca de una mayor justicia, de una vida mejor para el hombre se expresan en términos de liberación. Francia conoció la liberación de su territorio después de la ocupación alemana en 1944. La postguerra ha traído la liberación de las tutelas coloniales. Hoy la «teología de la liberación» está en todos los labios. Culturalmente, se habla de la liberación de la mujer, y de otras muchas. Pero este término no alude solamente a situaciones políticas y sociales. Nos conduce a la antropología fundamental, si es que el hombre es fundamentalmente libertad, o por lo menos vocación a la libertad, y vive rodeado de muchas trabas y determinismos procedentes de su psicología, pero también de la manera con que él compromete personalmente su vida. El lenguaje cristiano nos dice que el hombre está fundamentalmente sometido al pecado y que necesita una liberación radical. Así, pues, este contexto nos invita a considerar por sí mismo el tema de la salvación como liberación y libertad, siguiendo el mismo método que en los capítulos precedentes, pero sin olvidar su solidaridad particular con el tema de la redención. «Por la humanización de
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CRISTO LIBERADOR
Dios en Jesucristo —escribe W. Kasper— se ha cambiado la situación de perdición en la que todos los hombres están presos y por la que están íntimamente determinados. Esa situación se rompió en un lugar y este nuevo comienzo determina ahora de forma nueva la situación de todos ¡os hombres. Por eso la redención se puede entender como liberación^.
y el pecado (Jn 8, 46), con una libertad esencial y ejemplar. Finalmente, ante Dios su Padre es libre con una libertad amorosa y filial, que se traduce en obediencia Por eso camina libremente hacia su pasión, ya que asume su misión y lo que podríamos llamar su «destino» con una libertad soberana (Jn 9, 18). Es propio del hijo ser libre en la casa paterna (Mt 17, 26). Es propio de Jesús no estar nunca solo (Jn 8, 29), sino hacerlo todo en comunión con el Padre. La escena de la agonía nos muestra que esta libertad amorosa y obediente pasa por la prueba suprema, pero sin verse trabado por ella El ejemplo de la libertad de Jesús nos muestra realizada en él la vocación del hombre: ser hombre es ser libre como él. El rostro de su libertad es un «Ecce homo: ¡he aquí el hombre!» (cf. Jn 19, 5). El ejemplo de la vida y de la muerte de Jesús tiene un valor liberador para nuestras propias libertades. Jesús libera por el anuncio del evangelio, que es un evangelio de libertad; viene a dirigirse a los pobres y a los cautivos, a los ciegos y a los oprimidos (Le 4, 18-19), para devolverles una libertad que es ante todo un perdón de sus pecados, pero que también se manifiesta en los signos de curación. La curación devuelve «la libertad de sus movimientos»7 al paralítico. El «mundo simbólico» que crea mediante la predicación del reino, sus llamadas a la conversión, la salvación traída a los cuerpos y el reparto del pan8 es un mundo de libertad. Las trasformaciones del corazón o conversiones que obran la palabra y la actuación de Jesús son otras tantas liberaciones del pecado, de la muerte y de la ley. Ya hemos visto la conversión de la libertad del centurión al pie de la cruz ante el ejemplo de libertad que dio Jesús en su forma de morir. Está también la del buen ladrón (Le 23, 42). B evangelio de Juan tematiza los hechos, según el espíritu característico de su estilo, haciendo decir a Jesús: «Si os mantenéis fieles a mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 31-32). Y a pesar de las protestas de los judíos que pretenden ser libres desde Abrahán, Jesús prosigue: «Si, pues, el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres» (Jn8,36).
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I. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA
Si el tema de la liberación tiene una gran densidad en el Antiguo Testamento, dado que Israel nació de su liberación de la esclavitud de Egipto, liberación que lo condujo a la alianza y a la ley, el vocabulario de la liberación resulta raro y se aplica siempre a la realidad civil del hombre libre o liberto respecto a la del esclavo2. Este vocabulario se hace más abundante en el Nuevo Testamento, pero sigue estando en minoría respecto al de la redención. Constituye una variante original de la misma que conviene respetar como tal. Por eso es una pena que ciertas traducciones modernas de la Biblia hayan traducido demasiado sistemáticamente el conjunto semántico ligado a la idea de redención en términos de liberación3. Esta preocupación por la actualización de la palabra de Dios encierra a veces el peligro de desfigurarla. Jesús liberador Los evangelistas se muestran muy avaros en el uso del término liberación4. Pero este hecho no puede ocultar un dato primordial: Jesús se presenta como «hombre libre»3. Su libertad es tan grande que no necesita reivindicarla. Es libre frente a las autoridades políticas y religiosas, libre frente a los hombres e incapaz de dejarse influir por nadie (Me 12, 14). Es igualmente libre frente a los sucesos, que acoge sin forzarlos y a través de los cuales lleva a cabo su misión con una decisión inquebrantable6. También es libre frente al demonio (Mt 4, 1-11) 1. W. KASPER, Jesús el Cristo, Sigúeme, Salamanca 1979 , 253. 2. Cf. St. LYONNET, De peccato ct reémptione, II. De vocabulario redemptionis, Pont. Inst. Bibl., Roma 1980, 40. 3. La T.O.B., por ejemplo. 4. Nunca se emplea en ellos la palabra libertad; sólo en tres ocasiones aparece la palabra libre, dos veces liberar. 5. CH. DUQUOC ha titulado una de sus obras Jesús, hombre libre. Esbozo de una cristoloáa, Sigúeme, Salamanca 1982 , asociando libertad y autoridad en Jesús. 6. Este triple rasgo de la libertad de Jesús ha sido subrayado por J. GUILLET, Líberté-Ubération, en Dict. de Spiritualité, t. 9, Eeauchesne, París 1976, col. 799-802.
La nueva alianza de la libertad El gran doctor de la libertad cristiana en el Nuevo Testamento es san Pablo. Le gusta emplear este registro para expresar la realidad de la salvación. Se trata quizás de un rasgo típico del ciudadano romano, 7. Ibid.coi. 802. 8. Cf. B. SESBOUE, Jesús dansla tradition, o. c , 233-247.
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consciente del valor simbólico de la libertad cívica. Se trata sobre todo de un hombre que ha pasado por la experiencia personal de la liberación en el camino de Damasco; él, el fanático de la observancia de la ley, ha sido liberado por la gracia de Jesucristo. Y lejos de querer realizar en adelante su propia justicia, ha aceptado ser encontrado en Cristo, con la justicia que viene de Dios (Flp 3, 9), y hacerse «siervo de Jesucristo» (Rom 1,1). Defiende esta libertad contra los falsos hermanos que «se infiltraron para espiar la libertad que tenemos en Cristo Jesús, con el fin de reducirnos a esclavitud» (Gal 2, 4). La reivindica como su carga apostólica: «¿No soy yo libre? ¿No soy yo apóstol? ¿Acaso no he visto yo a Jesús, Señor nuestro?» (1 Cor 9, 1). Pretende seguir siendo «libre de todos» (1 Cor 9, 19). Entonces, ¿por qué su libertad va a ser juzgada por otro (cf. 1 Cor 10, 29)? Por eso, cuando ve que los gálatas sienten la tentación de volver a la ley de la circuncisión, les recuerda su fe en el único liberador: «Para ser libres nos libertó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud... Porque, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; sólo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne» (Gal 5, 1 y 13). Lo que valió para él vale también para el «nosotros» de todos los cristianos. Así pues, Pablo anuncia la salvación hablando del don eminente de la libertad cristiana. Para él hay una cosa clara: la primera alianza engendraba para la esclavitud, la segunda es una alianza de libertad (cf. Gal 4, 21-31). Esta liberación es paradójica; porque, si por un lado nos libera la ley del pecado y de la muerte, por otro nos entrega a la esclavitud de la justicia. Al menos, es éste el lenguaje imaginado con que se dirige a los Romanos: «Liberados del pecado, os habéis hecho esclavos de la justicia. Hablo en términos humanos, en atención a vuestra flaqueza natural... Al presente, libres del pecado y esclavos de Dios, fructificáis para la santidad; y el fin, la vida eterna» (Rom 6, 1819.22). A veces juega con los dos sentidos, espiritual y cívico, de la palabra diciendo: «El que recibió la llamada del Señor, siendo esclavo, es un liberto (apeleutheros) del Señor; igualmente, el que era libre cuando recibió la llamada, es un esclavo de Cristo» (1 Cor 7, 22). Esta confusión aparente de las categorías expresa la trascendencia absoluta de la libertad cristiana respecto a la libertad cívica. Frente a aquélla, ésta carece ya de importancia, se ha hecho inesencial e inoperante por la liberación de todos en Jesucristo (cf. Gal 3, 28; 1 Cor 12, 13; Col 3, 11). Lentamente sin duda, las consecuencias de estas declaraciones darán un golpe fatal a la institución de la esclavitud antigua. Pablo describe esta liberación en el doble registro de la interioridad del hombre y de sus perspectivas cósmicas. La voluntad del hom-
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bre que vive bajo el imperio del pecado se ve afectada por una especie de lepra que le impide realizar el bien que quiere, impulsándole a hacer el mal que no quiere (cf. Rom 7, 15-23). Afortunadamente, «la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte» (Rom 8, 2). Así pues, la salvación actúa como la liberación de nuestro libre albedrío, que no está ya encadenado en la contradicción entre un deseo espiritual ineficaz y la tentación egoísta de la «ley de la carne», que se impone muchas veces. Este libre albedrío es ahora capaz de obrar por Dios. Liberado del pecado, el hombre se libera igualmente de la ley en cuanto que ésta, a pesar de ser la expresión de la voluntad de Dios, «le da al pecado la ocasión de suscitar la rebeldía y la ambición (Rom 7, 7-12)»9 y es incapaz de hacer al hombre justo ante Dios. A este aspecto interno de la liberación corresponde un aspecto exterior y cósmico: la creación misma «será liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rom 8, 21). ¿No se ha visto alcanzado el mundo entero de los hombres, en sus estructuras sociales, por esta fuerza de liberación? Las otras epístolas apostólicas conocen igualmente el lenguaje de la salvación como liberación: «Obrad como hombres libres, y no como quienes hacen de la libertad un pretexto para la maldad, sino como siervos de Dios» (1 Pe 2, 16); «El que considera atentamente la ley perfecta de la libertad y se mantine firme..., será feliz» (Sant 1, 25; cf. 2, 12). Como se ve, este tema comunica ampliamente con los demás, sin perder nada de su originalidad.
ü . ELTESTIM ONIO DE LA TRADICIÓN
Los testigos de la tradición antigua sobre la libertad y la liberación del hombre son, una vez más, numerosos. En la necesidad de escoger, seguiré destacando a Ireneo y a Agustín, debido al mismo tiempo a la calidad excepcional de sus textos y al deseo de mostrar cómo la diversidad de lenguajes soteriológicos coexiste en el mismo autor, que juega con su complementariedad. Ireneo y el evangelio de la libertad A la pregunta: «¿Cómo puede alcanzarnos la victoria redentora de Cristo y tener un efecto liberador sobre nosotros?», la respuesta de Ire9. J. GUILLET , art
cit., col. 807.
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neo es clara: «Porque Cristo libera nuestra propia libertad que se había h e c h o e s c l a v a del p e c a d o y realiza en él y para nosotros la conversión del h o m b r e a Dios, p a r a que p u d i é s e m o s t a m b i é n nosotros d a r gloria a D i o s con t o d a libertad». P e r o la libertad personal del h o m b r e n o es u n a cosa; n o se le p u e d e liberar c o m o se libera u n cuerpo encarcelado. L a o p e r a c i ó n es infinitamente m á s delicada, y a que tiene lugar en lo m á s íntimo d e nosotros m i s m o s . Lo m i s m o q u e D i o s n o p o d í a crear u n a libertad y a h e c h a , sino solamente a u n h o m b r e llamado a la libertad y capaz d e orientarse a sí m i s m o hacia D i o s , tampoco puede devolv e r n o s nuestra libertad, u n a vez que está encadenada, sin devolverle la capacidad de convertirse ella m i s m a . E s t a correspondencia entre creación y salvación de la libertad atraviesa t o d a la reflexión antropológic a de Ireneo. E n el primer p u n t o es m u y explícito. Contra los gnósticos que opin a n que el h o m b r e está predeterminado a ser espiritual, «psíquico», o material, es decir, en definitiva b u e n o o m a l o , y que una pretendida libertad del h o m b r e sería p a r a D i o s u n a acusación de i m p o t e n c i a o de malicia, Ireneo p r o p o n e u n a de las reflexiones m á s profundas de la historia del pensamiento cristiano sobre l a libertad: «En semejante hipótesis, responderemos, el bien no tendría ningún encanto para ellos, la comunión con Dios carecería de valor y no habría nada apetecible en un bien que les sería adqurido sin movimiento ni preocupación ni aplicación por su parte, sino que habría surgido automáticamente y sin esfuerzo» 10 . Insiste entonces el a d v e r s a r i o : ¿Por q u é ha c r e a d o Dios u n a libertad en devenir? E s q u e n o p o d í a ser de o t r a manera: «Aquíse objetará quizás: "¡Cómo! ¿No pudo hacer Dios al hombre perfecto desde el principio?" Conviene saber que para Dios, que es desde siempre idéntico a sí mismo y que es increado, todo es posible si se piensa sólo en él. Pero los seres producidos, por el hecho de recibir posteriormente su comienzo en la existencia, son necesariamente inferiores a su Autor... En efecto, lo mismo que una madre puede dar un alimento perfecto a su recién nacido, poro éste es todavía incapaz de recibir u n alimento por encima de su edad, así también Dios podía, por su parte, dar desde el principio la perfección al hombre, pero el hombe e r a incapaz de recibirla, porque no era más que un niño. Por eso mismo nuestro Señor, en los últimos tiempos, cuando recapituló en sí todas las cosas, vino a nosotros, no tal como podía hacerlo, sino como nosotros éramos capaces de verlo... Así también, como a niños
10.feENEOIE L ION, Adv. haer. IV, 37,6: SC, Cerf, París 1984, 549.
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pequeños, se nos dio el Pan perfecto del Padre bajo la forma de leche —fue su venida como hombre—, para que alimentados por así decirlo en los pechos de su carne y habituados por esta lactancia a comer y a beber el Verbo de Dios, pudiéramos guardar en nosotros mismos el Pan de la inmortalidad que es el Espíritu del Padre» 11 . Bajo u n a forma paradójica e imaginaria, Ireneo descubre u n a verd a d profunda s u b r a y a n d o q u e la imposibilidad p a r a un ser c r e a d o de e n c o n t r a r s e de a n t e m a n o en u n a situación d e perfección a c a b a d a n o viene de Dios, sino d e nosotros. P o r q u e entonces n o seríamos nosotros los q u e h a r í a m o s la o p c i ó n p o r D i o s que es esencial en esta situación. A D i o s n o le g u s t a v e r n o s a r r o d i l l a d o s c o m o e s c l a v o s ni m o v i d o s c o m o m a r i o n e t a s . D e ahí la n e c e s i d a d d e ese devenir, de e s e crecimiento d e la libertad q u e permite pasar de u n alimento a otro, s e g ú n una i m a g e n que v i e n e de Pablo (1 Cor 3 , 2). I r e n e o v a m á s lejos todavía: la l o n g a n i m i d a d d e D i o s permite que la e x p e r i e n c i a o r i g i n a l del m a l se convierta en bien p a r a el h o m b r e y lo abra a la obediencia: «Habiendo usado Dios longaminidad, el hombre conoció tanto el bien de la obediencia como el mal de la desobediencia, a fin de que el ojo de su espíritu, tras adquirir la experiencia de lo uno y de lo otro, optara por el bien con decisión y no fuera perezoso ni negligente ante el mandato de Dios... Por eso recibió una doble facultad, poseyendo el conocimiento de lo uno y de lo otro, a fin de hacer una opción por el bien c o n conocimiento de causa. ¿Cómo habría podido tener este conocimiento del bien, si hubiera ignorado lo contrario?... Si desechas este conocimiento de lo Tino y de lo otro y esta doble facultad de percepción, sin saberlo, suprimirás al hombre mismo que tú eres» 12 . E s t e texto, q u e anticipa ciertas ideas de los filósofos de los t i e m p o s m o d e r n o s , muestra l a n e c e s i d a d a n t r o p o l ó g i c a d e e s t a c a p a c i d a d d e optar libremente p o r e l bien o por el mal. P o r otra parte, la experiencia del m a l contribuye t a m b i é n a hacer al h o m b r e « m á s escrupulosamente atento a conservar el b i e n o b e d e c i e n d o a D i o s » . Sin e m b a r g o , l a e x p e r i e n c i a d e l p e c a d o a u m e n t a el p r o b l e m a d e l a génesis d e l a libertad. ¿Cómo podría el h o m b r e con su libertad y a cau-
tiva h a c e r la experiencia del bien, capaz de imponerse sobre la del mal? ¿ C ó m o podría encontrar de nuevo la rectitud de su orientación hacia D i o s ? La disposición divina de la salvación por la encarnación del V e r b o se revela apropiada a esta situación. La desobediencia del hombre tiene que «recapitularse» en y por la obediencia de Cristo. 11. Ibid.lV.lS, 1: o. c.,551-552. 12. Ibid.,\V 39, 1: o. c, 5J5-556.
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¿Qué es lo que significa en este caso «recapitular»? Que Cristo viene a revivir en concreto la prueba del hombre en su combate con el enemigo tentador, a fin de darle una salida contraria 13 . La desobediencia del hombre queda así negada dialécticamente y suprimida por su contrario, la obediencia de Cristo; así es como se supera y desemboca en una situación nueva. El hombre recobra en Cristo su libertad y su capacidad de obedecer a Dios. Si se nos permite aquí un anacronismo filosófico, diríamos que se trata de algo parecido a la Aufhebung hegeliana: una «superasunción» de la situación, que pasa por una negación de la situación anterior, asumida libremente por Cristo. Al pensar así, Ireneo explota a su manera el paralelismo paulino entre el segundo y el primer Adán:
«enemistad original contra la serpiente» 16 . Pero mientras que la libertad de Adán había sido derrotada por el adversario, la de Jesús derrota al enemigo a partir de los enunciados de la Escritura que expresan el mandamiento del Padre. La primera tentación se refiere al alimento, como ocurrió con el fruto del árbol del bien y del mal. Pero Jesús vence en ella con la palabra: «Está escrito: "No sólo de pan vive el hombre"» (Mt 4, 4). «Así la saciedad que el hombre había conocido en el paraíso por la doble nutrición fue destruida por la penuria que sufre en este mundo», comenta Ireneo 17 . La segunda tentación se basa en una mentira que intenta suscitar en el hombre el orgullo y la vanagloria contra Dios. Pero Jesús responde: «También está escrito: "No tentaras al Señor, tu Dios"» (Mt 4, 7). «Así el orgullo que había en la serpiente fue destruido por la humildad que hay en el hombre» 18 . Lo mismo ocurre con la tercera tentación, en la que Jesús se niega a adorar al diablo proclamando: «Está escrito: "Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás culto"» (Mt 4, 10). «Por esta tercera victoria —continúa Ireneo— el Señor alejaba definitivamente de sí a su adversario... y la trasgresión del mandamiento de Dios perpetrada en Adán quedaba destruida por la observancia del mandamiento de la ley, que observó el Hijo del hombre negándose a trasgredir el mandamiento de Dios» 19 . El acto de libertad de Jesús, nueva y verdadera cabeza de la humanidad, tiene el poder de anular en cierto modo el primer acto de libertad del hombre. El sí anula los efectos del no. La libertad de Jesús lleva a cabo la liberación de la nuestra. A su vez, el diablo fue «vencido por medio del hombre y encadenado por los mismos grilletes con que él había encadenado al hombre, para que el hombre así liberado pudiera volver a su Señor... Porque su encadenamiento fue la liberación del hombre» 20 .
«Lo mismo que "por la desobediencia de un solo hombre", que fue el primer modelo a partir de la tierra virgen, "muchos han sido constituidos pecadores" y así perdieron la vida, así era menester que "por la obediencia de un solo hombre", que es el primero nacido de la Virgen, "muchos fueran justificados" y recibieran la salvación»1''. La obediencia del segundo destruyó el efecto de la desobediencia del primero. Ya Pablo subrayaba la superioridad de la obediencia y de la gracia sobre la desobediencia y el pecado (Rom 5, 15-21). Ireneo, por su parte, amplía este paralelismo a la formación de Adán y de Jesús —modelado el uno por Dios a partir de una tierra virgen y modelado el otro por Dios y por la Virgen—, a fin de mostrar la solidaridad que los une entre sí y que permite al segundo liberar al primero. Por eso los que rechazan el misterio del nacimiento virginal de Jesús no tienen «parte en la libertad que nos viene por el Hijo, como dice él mismo: "Si os libera el Hijo, seréis verdaderamente libres" (Jn 8, 36)» 15 . Los dos tiempos evangélicos más fuertes de este combate de liberación son la tentación de Jesús en el desierto y la pasión. Ireneo lee en la primera escena el acto por el cual Jesús revive el combate de la tentación original del paraíso. Es allí donde el Señor «recapitula» la
El otro gran momento del combate liberador de Jesús es evidentemente la cruz: «Así pues, si el Señor vino de una manera manifiesta a su propia posesión, si fue llevado por su propia creación —que él mismo lleva—, si recapituló por su obediencia en el madero la desobediencia que se había cometido por el madero.., [y el texto continúa evocando el paralelismo entre Eva desobediente y María obediente a las palabras del ángel]..., si una vez más el pecado del primer hombre quedó sanado por la rectitud de conducta del Primogénito, si la prudencia de la ser-
13. Cf. E. SCHARL, Recapitulado mundi. Der RekapitulationsbegriCí des heiligen Irenáus und seine Anwendung aufdie Kórperwelt, Pont. Univ. Greg., Roma 1940, que habla aquí de «Aufhebung durch das Gegenteil». 14. IRENEO , Ibid, III, 18, 7: o. c, 367.
15. Ibid., III, 19, 1: o. c, 267. Ireneo asocia a su demostración el paralelismo antitético entre la desobediencia de Eva y la obediencia de María, siendo la primera «causa de muerte» y la segunda «causa de salvación para ella misma y para todo el género humano» (III, 22, 4: o. c, 385). Eva ató un primer nudo que engendró otros muchos en la historia; María desató el primer nudo, lo cual permite paulatinamente ir «liberando» los restantes según un movimiento regresivo. Este es el «giro» que se produjo de María a Eva por la liberación de los hombres. Este texto tan fuerte atribuye la participación de María en nuestra salvación a la obediencia que la convierte en madre del Salvador.
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16. 17. 18. 19. 20.
¡bid.V,2\,2: Ibid.,631. Ibid.,632. Ibid. lbid.V,2\,3:
o. c, 630.
o.c.,633.
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piente fue vencida por la simplicidad de la paloma, y si quedaron rotos entonces todos los lazos que nos sometían a la muerte, entonces son estúpidos todos esos herejes...» '. El paralelismo es ahora entre el madero de la cruz, lugar de la obediencia de Cristo, y el madero del árbol del paraíso, lugar de la desobediencia de Adán. Allí se realizó definitivamente la misma «recapitulación». La victoria redentora de Cristo es la liberación del hombre, es decir, la conversión de su libertad. Agustín: cuando la gracia libera al libre albedrío La consideración que hace Ireneo de la libertad del hombre seguía siendo de algún modo objetiva. No entraba en las sutiles circunvoluciones de la subjetividad humana. Recogiendo la misma reflexión doctrinal, Agustín le confiere un nuevo giro, particularmente sensible a los modernos, ya que presta un lenguaje a nuestra experiencia íntima. Desde el origen el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios y está inbuido de un deseo de Dios, que lo constituye: «Nos has hecho para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti», proclama Agustín al abrir sus Confesiones12. Pero no puede realizar ese deseo más que llevado por el don de Dios que cambia el corazón del hombre para que se dirija a él y suscita así su propia libertad. Desde el acto original de nuestra creación, «el estar-vuelto-hacia que es don de Dios se convierte en volverse-hacia que es libertad»23. Dios suscita al crearnos una libertad germinal, incoativa, o una vocación a la libertad, mediante el don de gracia que acaba nuestra creación. No puede llegar más lejos, puesto que —como hemos visto— es propio del ser libre constituirse a sí mismo en su libertad o, en términos clásicos, el ser «causa de sí». Esta libertad incipiente del hombre es fundamentalmente orientación hacia el Bien, la Justicia y la Caridad, es decir, un amor a Dios y a los demás que supone a la vez preferencia dada, don de si y desprendimiento de sí mismo. Pasa por la ratificación efectiva del deseo de Dios que se nos ha dado por creación y vocación. Cuanto más crece, más espontánea es, más se convierte en deleite y dicha, más excluye la hipótesis del pecado y más se acerca a la necesidad, que es lo propio
21. IbidV, 19, 1-2: o. c.,626. 22. AGUSTÍN , Con&sionesl, 1, 1: Obras II, BAC, Madrid 1946, 325. 23. P. AGAESSE, L'anihropologie chrétienne selon saint Augusún. Image, libertó et gráce. Centre Sévres, Paris 1980, 28.
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de la libertad divina y que pasa a ser el don de la libertad de los elegidos. En definitiva, la libertad es la caridad. En este sentido hemos de comprender el célebre adagio de Agustín: Ama, et fac quod vis! ¡Ama y haz lo que quieras! Por tanto, no hemos de identificar la libertad así definida con el poder de elegir o libre albedrío, que es el corolario necesario de una libertad en devenir. Muchas veces confundimos la esencia de nuestra libertad con la experiencia empírica que tenemos de ella y que es siempre indirecta. Porque en el ser temporal y corporal que somos, la libertad se inscribe progresivamente en la multitud de opciones cotidianas que lleva a cabo nuestro libre albedrío. La distinción entre libertad (libertas) y libre albedrío (liberum arbitrium) es por tanto esencial en la reflexión de Agustín. Pues bien, el hombre utilizó desde el principio su libre albedrío en un acto pecador de rechazo a Dios. Se «apartó» de aquel que es la fuente de su vida y cuya amistad (es decir, la gracia) es necesaria para caminar hacia él. En lenguaje agustiniano, el hombre perdió de hecho la libertad, pero no el libre albedrío (sin el cual ya no sería hombre). Ahora está «desorientado», herido, sin poder querer ya el bien de forma estable. No puede con sus propias fuerzas reparar este daño. Está en cierto modo alienado respecto a sí mismo. Pero sigue disponiendo de su poder de elegir. Puede incluso a veces elegir el bien, pero una ley de pecado inscrita en él le mueve a hacer voluntariamente el mal. Es la división interna del hombre pecador que describe san Pablo en Romanos 7. Es la contradicción existencial en que se encuentra aquel que no puede evitar escoger voluntariamente el mal. Es el signo por excelencia de una libertad encadenada y sometida. La situación que aquí se considera prescinde por hipótesis de la gracia de Cristo: así es el hombre, si se le considera separadamente de la salvación. Pero Agustín ha pasado por la experiencia del Cristo mediador de la curación y de la restauración de nuestra libertad. Por su humildad y su kénosis, es decir, por un amor desprendido, la auténtica libertad de Cristo viene a curar nuestra libertad, haciéndose a la vez ejemplo y sacramento. Su humildad nos libera de nuestro orgullo, signo de l a desviación de nuestro libre albedrío y de la pérdida de nuestra libertad: «Reconoce la enseñinza de una humildad tan grande... Tú estás hasta tal punto bajo el yugo del orgullo humano, que sólo la humildad divina puede librarte de él... El camino de la humildad viene de otra parte: viene de Cristo... Esen esta humildad como nos acercamos a Dios»24.
24. AGUSTÍN , Enarr. ¡n PsM. 31,18: Obras XIX, BAC, Madrid 1964, 410.
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Siendo ejemplo, Cristo es también sacramento, es decir, signo eficaz de nuestra liberación:
tiempo y acompaña al devenir de nuestra santificación. La gracia no es nunca una cosa; es el amor de Dios que se hace en nosotros amor de Dios. Nuestra libertad es la libertad de Cristo para nosotros que se convierte en nosotros en libertad para él. El hecho de que Cristo haya podido liberarnos del pecado por su propia libertad se debe a que él era el único entre los hombres que no era pecador 27 . Esta excepción capital procede de que él era el Emmanuel, el Dios con nosotros. Su libertad personal, humanamente vivida, fue mediadora entre la libertad divina y nuestras libertades humanas:
«Es para nosotros de utilidad suma creer y retener, con inalterable firmeza en el corazón, cómo la humildad obliga a Dios a nacer de una mujer, y entre vejaciones innúmeras fue conducido por los mortales a la muerte, siendo medicina eficaz contra la hinchazón de nuestra soberbia y sacramento recóndito que desata el nudo del pecado»25. La libertad «kenótica» y amorosa de Cristo, que llegó hasta la obediencia de la cruz, constituye la causa a la vez ejemplar y eficiente de la curación de nuestra libertad. Agustín utiliza el lenguaje del remedio y de la curación, hablando del que viene a restaurar lo que está herido y enfermo. La forma con que concibe esta curación liberadora no tiene nada de mágico: sólo una libertad puede hacer nacer una libertad con su poder contagioso. Es la experiencia que obliga a realizar continuamente la educación: la libertad amorosa de los padres y de los maestros es lo que permite al niño abrirse también él a la libertad y al amor. Pues bien, la gracia de Dios con nosotros no es sino su libertad benévola y amorosa que nos llama a él y se da a nosotros. Lo que vale en el orden fundamental de la creación primera vale de manera más manifiesta todavía en el de la salvación. La libertad totalmente recta de Jesús, Verbo encarnado, revela y cumple al mismo tiempo, en su existencia de hombre marcada por la muerte, la vocación del hombre a la libertad, en su plena rectitud de caridad por Dios y por los hombres. Volveremos a encontrarnos con este aspecto cuando analicemos la noción agustiniana de sacrificio. Porque todo se sostiene y se comunica mutuamente. Pero de momento hemos de fijarnos en la curación de lo semejante por lo semejante y en la correspondencia entre el acto de Cristo en su misterio pascual, acto de libertad ejemplar que se ofrece a la contemplación, y la actividad interior de la gracia que viene a liberar nuestra libertad cautiva, o a curar nuestra libertad herida, y a devolver a nuestro libre albedrío la capacidad de hacer el bien. A través de su experiencia, Agustín expresa la verdad cristiana según la cual la gracia de Dios en Cristo es la fuente de nuestra libertad. La gracia y la libertad no son nunca dos factores del mismo orden que trabajen en el mismo plano 26 . La primera tiene siempre la primacía absoluta en nuestra conversión a Dios y da lo que ordena, es decir, el uso de una libertad devuelta a ella misma. Está claro que la curación de nuestra libertad, si supone un punto de paso absoluto, se ejerce también en el 25. AGUSTÍN , De Trinit. VIH, 5, 7: Obras V, BAC, Madrid 1948, 513. 26. Cf. Y. DE MONTCHEUIL, art. cit. supra, cap. 9, n. 13, p. 235.
«Al que le agrada el bien sin haber experimentado el mal, es decir, antes de sentir la pérdida del bien, elija retenerlo para no perderlo, y será digno de ser ensalzado sobre todos los hombres. Si esto no fuere de una gloria singular, no se atribuiría a aquel Niño que nació de la raza de Israel, que se llamó Emmanuel, es decir, Dios con nosotros, y nos reconcilió con Dios siendo hombre mediador entre Dios y los hombres. Verbo en Dios siendo hombre mediador entre Dios y los hombres. Verbo en Dios y carne entre nosotros, y Verbo Carne entre Dios y nosotros. De él dice el profeta: Antes de conocer el niño el bien y el mal, desprecíala malicia para elegir el bien (Is 7, 16, LXX)»28. Constantinopolitano III: la salvación realizada por ¡a libertad humanizada de Cristo En otro lugar 29 he expuesto la problemática del concilio III de Constantinopla (681), consagrado a la verdad de la voluntad humana libre de Jesús. Me bastará en esta ocasión con relacionar esta cuestión con la perspectiva de nuestra salvación comprendida como liberación. Mucho antes del Constantinopolitano III, Apolinar negaba que Jesús dispusiera de un alma inteligente y libre. En efecto, según él, el poder de decisión de ese alma humana habría combatido necesariamente contra la voluntad del Verbo. Por consiguiente, se imaginó una especie de centauro teológico, en el que el Verbo de Dios asumiría directamente un cuerpo humano sin alma. L a reacción de la fe no se hizo esperar; si así fuera, Cristo no habría podido curar y liberar nuestra voluntad libre, ese hégémonikon, es decir la capacidad de gobernarnos a nosotros mismos. En efecto, no h a podido sanar más que lo
27. Jesús es el único hombre que no debió nunca al pecado y no tenia necesidad de ser rescatado. María, su madie, pertenecía a la raza de los pecadores salvados, pero su liberación del pecado original tomó para ella, no la forma de una curación, sino la de una preservación: es el dogma d«la Inmaculada Concepción. 28. AGUSTÍN , De Genesiid litt. VIII, 14, 32: Obras XV, BAC, Madrid 1957, 983. 29. En Jésus-Chríst dan la tradition, 167-173.
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que ha asumido. Vale aquí plenamente el principio soteriológico de lo semejante por lo semejante. La voluntad propiamente humana de Cristo, es decir, su libertad verdaderamente humanizada, realiza nuestra salvación y libera nuestra voluntad. La escena de la tentación de Jesús, luminosa para Ireneo, se había convertido injustamente en una piedra de tropiezo para Apolinar. En el siglo VII coleaba todavía algo de esta dificultad, con la tentación de atribuir a Cristo una sola voluntad, en detrimento de la integridad de su naturaleza humana proclamada en Calcedonia. Pues bien, si la libertad tiene que ver con la persona, hay que decir de ella todo lo que se dice de la persona: lo mismo que la persona del Verbo está plenamente humanizada en Jesús y se convierte en persona humana, también la libertad del Verbo se hace libertad plenamente humanizada, se ejerce a través del principio humano de operación que es la voluntad, y se convierte por tanto en libertad humana. Así es como actuó concretamente en la historia de Jesús a través de una serie de opciones de su libre albedrío, algo que no pertenece al Verbo en cuanto Verbo. Así pues, Jesús vivió su propia libertad de Hijo bajo el modo de tener que realizarla, pero sin conocer el pecado. Asumió por tanto en su propia persona nuestro modo humano de ejercicio de libertad. Por este título es como pudo convertirse en palanca de liberación de todas las libertades humanas. En este sentido nuestra salvación viene también del hombre: en Jesús, el Cristo, el hombre coopera con la gracia. Esta cooperación viene por entero de la gracia «capital» de Cristo, perfectamente eficaz en su humanidad. Por tanto, todo viene de Dios y todo viene del hombre: todo viene de la gracia que ofrece la libertad sin pecado de Cristo y todo viene del hombre Jesús que se compromete por Dios con total libertad. En Jesús «el don de la salvación es una obra de liberalidad..., hasta el punto de elevar al beneficiario a la dignidad de co-donador. Así es como Cristo, lejos de sacrificar nuestra libertad, la fundamenta y la "salva" en su verdad; no libera al hombre a pesar de salvarlo, sino que lo salva dándole el poder de liberarse, y de liberarse cooperando en la obra salvífica de Cristo, de la misma manera que la persona divina del Hijo "salva" su libertad deificándola»30.
tíana. Si la libertad del hombre ha sido radicalmente curada y liberada mediante la entrada creyente y bautismal en el misterio de Cristo, el comportamiento de los cristianos en la ciudad tiene que manifestar algo de ello. No es que sea posible en este mundo una sociedad perfecta, dado que prosigue el combate de la salvación y que la manifestación plena de la reconciliación de todas las cosas en Cristo no puede ser más que escatológica. Pertenece, sin embargo, a la salvación cristiana que se pongan en concreto, aquí y ahora, algunos signos visibles. Los padres de la Iglesia eran perfectamente conscientes de esta exigencia. Pero ellos la traducían en un mundo cultural, político y social profundamente distinto del nuestro. Entre ellos y nosotros se da toda la distancia de la historia, de la evolución de la conciencia, y en particular, de la que procede de la influencia secular del cristianismo en las costumbres y estructuras de la sociedad. Este dossier tan complejo, con sus sombras y sus luces, sólo puede suscitar aquí nuestra atención muy brevemente.
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Salvación y liberación del hont>re en la sociedad La cuestión que siempre nos hemos visto llevados a plantear es la de la inscripción en el orden social de los efectos de la salvación cris30. J. MOINGT, e n G. MARTELET, La Rédemptionc (a roneo), Lyon-Fourviére, 11.
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La primera cuestión es sin duda la de la esclavitud. La llamada a la fe crea una situación nueva de fraternidad entre los hombres y delante de Dios no hay ya hombre libre ni esclavo, decía san Pablo. De hecho, en las comunidades cristianas todos reciben el mismo bautismo, son admitidos a la misma mesa eucarística, todos tienen derecho al mismo matrimonio y acceden a los mismos ministerios. Los esclavos tienen derecho en adelante al descanso dominical. Hay en todo esto un fermento liberador que hará moverse lentamente a la sociedad y dará un golpe fatal a los principios en que se basaba la legitimidad de la esclavitud en el mundo antiguo. Sin embargo, a ejemplo de Pablo, los autores cristianos no invitan a los esclavos ni a la emancipación ni a la revuelta. Esta actitud nos sorprende, sobre todo cuando insisten en el deber de obediencia de los esclavos a sus amos. La fe y la caridad transforman las conciencias y las relaciones, sin tocar para nada el derecho. Luego, desde Constantino hasta Justiniano, se irá inscribiendo en la legislación un movimiento de humanización del derecho de los esclavos. Correlativamente, los obispos como Crisóstomo y Agustín condenan la esclavitud en nombre de la dignidad de la creación, común a todos los hombres. En la Edad Media la esclavitud s e convierte en servidumbre; el estatuto del siervo, que no es el del hombre libre, es totalmente distinto del de los esclavos antiguos desde el punto de vista de los derechos personales y familiares. A partir del siglo X, la Iglesia se opone a lapráctica corriente de la servidumbre de l o s prisioneros de guerra, «acción la más fuerte —escribe Marc Bloch que jamás haya ejercido el cristianismo, de una forma realmente un poco indirecta, sobre el progreso de la libertad humana, y quizás sobre la
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estructura social en general»31. Esta evolución es bastante típica de la forma con que el cristianismo ha ejercido su influencia, demasiado lentamente sin duda. Por eso mismo se hace más trágica la recaída que se produjo a partir del siglo XVI con la triste trata de negros. El occidente creará así, en los países cristianos, un nuevo régimen de esclavitud que no quedará abolido hasta el siglo XIX, y cuyas secuelas racistas todavía tenemos que lamentar.
de libertad en la organización de la sociedad. En el contexto de su época, trabajaba por una cierta forma de «seguridad social». Es característico que, al morir, los paganos y los judíos lo lloraran lo mismo que los cristianos, pues se habían beneficiado también ellos de sus iniciativas. Al igual que numerosos obispos de su época y de los siglos siguientes, Basilio actuó como «defensor civitatis» en casos de calamidad, interviniendo sin cesar ante los poderes públicos a fin de obtener justicia en favor de las víctimas de la arbitrariedad o de los avatares de la fortuna. Lo mismo hizo Agustín, como demuestra su correspondencia. No tengo ni mucho menos la pretensión de sostener que la actitud de la Iglesia en estos terrenos haya sido siempre perfecta. Eso sería olvidar la evidencia de que la Iglesia es al mismo tiempo santa y pecadora. Lo que importa a mi propósito es mostrar que, para los grandes testigos de la fe, pertenece a la salvación traída por Cristo el curar no solamente la libertad interior, sino también trasformar por medio de la intervención de las libertades humanas recuperadas de su inercia el orden mismo de la sociedad. Aunque esta trasformación se inscribe en un combate nunca acabado, sigue siendo un signo esencial de la realidad del evangelio. Podría continuar esta cita de testigos. Santo Tomás conoce el término de «liberación del género humano»33 y lo utiliza cuando se sitúa en la perspectiva de la mediación descendente, a diferencia de la categoría de redención que utiliza en un sentido ascendente. El tema de la libertad cristiana será también capital para Lutero: la fe libera al hombre de la servidumbre de la ley34. Nos libera en particular del «siervoalbedrío»35.
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Los padres de la Iglesia actuaron igualmente por la justicia social y la defensa de los enfermos y de los oprimidos, en un mundo en el que se daban cita unas inmensas fortunas al lado de una gran miseria popular, y en donde esta desigualdad era un factor de estancamiento económico. Con Juan Crisóstomo, un gran testigo de esta actitud fue también Basilio de Cesárea. Basilio organizó primero la lucha contra el hambre; en períodos de hambre, cuando subían los precios, su predicación «musculosa» hizo abrir los «graneros de los ricos»; organizó repartos de comida y cantinas para los hambrientos; pensando en un plano más elevado, almacenó granos para que no se repitieran semejantes situaciones; fundó la «Basilíada», a la vez ciudad hospitalaria, sanitaria y residencial, donde eran acogidos los enfermos y los ancianos, los incurables y los extranjeros. Esta institución fue lo suficientemente importante para que se desarrollara toda una vida económica y se diera trabajo a numerosos gremios artesanos. Pero Basilio no se contentó con organizar «obras sociales». Predicó una doctrina sobre la riqueza que en ciertos aspectos nos parece revolucionaria. Recortó el destino común de los bienes materiales y la responsabilidad aneja a toda propiedad privada. Los mejores conocedores contemporános de su pensamiento discuten incluso por saber si aceptaba el principio de la propiedad privada32. Basilio condena igualmente el préstamo con intereses, que daba lugar en su época a tasas usureras. Porque para él el dinero es de suyo estéril: multiplicarlo a partir de él mismo es una injusticia. Este juicio afecta sobre todo al préstamo para el consumo, cuando un hombre necesitado tiene que pedir prestado para su subsistencia y la de su familia, y no al préstamo para la producción. Basilio recuerda igualmente la obligación de trabajar para todos. En todo ello, y a pesar de las lagunas y ambigüedades de sus ideas, aparece como el precursor de un orden de justicia y 31. M.BLOCH, Les Ármales 1947, 165.
32. Véanse las opiniones opuestas sobre este punto en S. GIET, Les idees et l'action sociale de saint Basiie, Gabalda, Paris 1941; Y. COURTONNE, Intr. a las Homelies sur la richesse, Paris, Firmin-Didot, 1935; H. GRIBOMONT , Saint Basiie. Evangile et Églisc, Mélanges, Abbaye de Bellefontaine 1984, 65-77.
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La libertad pertenece al ser del hombre en cuanto que es persona. Resume la grandeza del hombre. Dice incluso cuál es su semejanza con Dios. Porque, si el hombre es una libertad creada, una libertad en devenir, lo cierto es que está llamado a hacerse a sí mismo y a comprometer su existencia de manera irrevocable. Rahner define la libertad del hombre como k «facultad de lo definitivo», o también como «la facultad de lo eterno»36. Por tanto, la libertad es una participación 33. 5. 77i.III, q. 46, art. 1,2 y 3. 34. Cf. LUTERO, Tractatts de libert. christ., en Oeuvres II, Labor et Fides, Genévc 1966, 279. 35. ID., De servo arbitrio Ibid. V, 1958, 11-236. 36. K. RAHNER, Curso fmkmental sóbrela fe, o. c., 123s.
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en la mayor prerrogativa divina. La salvación es ante todo la de nuestra libertad, ligada a su vez a nuestra inteligencia iluminada y convertida por Cristo. Por tanto, no es inútil volver sobre los dos elementos personal y colectivo —que hay que distinguir sin separar— de la salvación como liberación, tal como se les percibe en nuestra actualidad. Cristo libera y cura nuestra libertad Un ejemplo reciente puede ayudarnos a comprender lo que aquí está en discusión, es decir, la fuerza de conversión inherente a una libertad imbuida por un amor que llega hasta el extremo. Porque no hay conversión, si no es libre; sólo una libertad puede convertirse. Cuando el padre Maximiliano Kolbe, hoy canonizado, se presentó a sustituir a un padre de familia en el bunker del hambre, desconcertó la lógica del mal con la fuerza del amor. Porque era «normal» que el oficia] de las SS, que había decidido aquella hecatombe por venganza sádica, rechazase la sustitución. La lógica perversa de la acción que estaba cometiendo no podía ser indiferente a aquella peripecia que era una forma de contestación. Mejor dicho, esta propuesta corría el riesgo de excitar el gozo maligno que podía provocar en él la idea de hacer morir arbitrariamente a un padre de familia indispensable a los suyos. Pero el SS aceptó: fue la primera victoria del padre Kolbe. Por unos momentos, el SS fue sensible a la belleza del gesto de amor y lo respetó. Se abrió una brecha en su proyecto de muerte. Su libertad vivió un breve relámpago de conversión. Se le impuso lo que era hermoso, justo, bueno y verdadero. ¿No nos dicen los evangelios algo parecido a propósito de la muerte de Jesús en la cruz? Ya hemos recogido la confesión del centurión. Lucas nos dice que muchos, «al ver lo que pasaba, se volvieron golpeándose el pecho» (Le 23, 48). Esto nos permite comprender mejor la misteriosa alquimia en que consiste la victoria de la cruz. No tiene nada de mágico. Es la victoria de una libertad santa sobre las libertades pecadoras. No se trata de aplastar al adversario, ni de ejercer una coacción sobre él; se trata de una llamada al mismo tiempo que de una fuerza nueva para la conversión. Como agotada, por haber agotado toda su carga de violencia, la libertad pecadora coincide con la libertad santa. La derrota del mal se transforma en victoria de la libertad en el mismo vencido. La economía de la encarnación llega hasta allí; la victoria de Dios sobre el mal toma la figura de la victoria de la libertad del hombre Jesús sobre los hombres pecadores. Según su propia concepción teológica, Paul Tillich ha aceptado esta perspectiva. Para él «la cristología es una función de la soteriolo-
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gía»37. En su persona Cristo es «el portador del Ser Nuevo»38, es decir, de la unidad esencial de lo divino y lo humano, de lo infinito y lo finito. Es portador del Ser Nuevo por la totalidad de su ser, indisociablemente por sus palabras, sus hechos y su pasión, en beneficio de toda la humanidad encerrada en una alienación existencial con signos multiformes y en un destino pecador que no puede vencer. «El destino tiene a la libertad sometida a servidumbre, pero sin suprimirla Esto es lo que expresa la doctrina de la esclavitud de la voluntad»39, que desarrolló Lutero. Pues bien, la aparición del Ser Nuevo en la persona de Cristo es la gran paradoja del cristianismo: «La afirmación cristiana de que el Ser Nuevo se ha manifestado en Jesús como Cristo es paradójica. Constituye la única paradoja del cristianismo que lo engloba todo»40. ¿En qué consiste? «La paradoja del mensaje cristiano está en que en una vida personal la imagen de la humanidad esencial se ha manifestado en las condiciones de la existencia sin ser vencida por ellas»"". Esta es la manera con que Tillich subraya la libertad sin pecado de Cristo, en la que ve el signo de su divino-humanidad. Jesús ha venido a un mundo concretamente marcado por la alienación y el pecado: tales son las «condiciones de la existencia» encontradas y asumidas por él. Su contagio le afectaba por todas partes. Pero Jesús no fue vencido. No se encuentra en él ninguna huella de alienación, ninguna incredulidad, ninguna marca de hybris o de orgullo. La escena de la tentación en el desierto, a la que Tillich, como en otros tiempos Ireneo, atribuye una gran importancia, ilustra la victoria de Jesús sobre toda forma de concupiscencia Tampoco Jesús entró nunca en convivencia pecadora con los hombres por la mediación del lenguaje marcado por la alienación. Denuncia simplemente las cuestiones tramposas que le planteaban. La cruz es el símbolo de la sumisión suprema de Jesús a las condiciones de la existencia hasta el sacrificio de su particularidad: «Él que es el Cristo se somete a las negatividades más extremas de la existencia y... éstas no pueden romper su unidad con Dios»42. Igualmente, «la resurrección es la restitución de Jesús como Cristo, restitución que se arraiga en la unidad personal nunca perdida de Jesús y de Dios en el impacto de esta unidad sobre los espíritus de los apóstoles»43. La victoria de la libertad santa de Jesús sobre la alie37. P. TILLICH, VeristeneeetChrisl Théologie systémaüque, ül.L'Age de l'homme, Lausanne 1980, 179 (trad. esp. Teología sistemática \l. La existencia y Cristo, Sigúeme, Salamanca 1981 ). 38. Ibid, 147. 39. Ibid., 99-100. 40. Ibid., 113. 41. Ibid., 117. 42. Ibid., 188. 43. Ibid. 187.
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nación pecadora que afecta a la humanidad es la revelación misma de su unidad con Dios. La cuestión de la salvación recibe entonces su respuesta en la aceptación por la fe de que la alienación de la existencia —y por tanto de la libertad— está ya vencida por el acontecimiento de Jesús como Cristo. Este acto de fe es una liberación. Abre a la acogida del Ser Nuevo y a la participación del hombre en su realidad. Más recientemente, Rene Girard ha hecho unas reflexiones semejantes en el vocabulario de la violencia. Recoge como Ireneo el paralelismo antinómico de los dos Adanes y ve en la victoria de la libertad de Jesús sobre la violencia el signo de la divinidad misma de Cristo. Puesto que en él coinciden la palabra y la existencia, Cristo es verdaderamente en su muerte la Palabra, el Verbo hecho carne: «Decir que Cristo es Dios, nacido de Dios... es repetir una vez más que es absolutamente extraño a este mundo de la violencia, en cuyo seno están aprisionados los hombres desde que el mundo es mundo, esto es, desde Adán. El primer Adán es también un hombre sin pecado, ya que fue él el primero que al pecar hizo entrar a la humanidad en este círculo del que no ha salido desde entonces. Por tanto, Cristo está en la misma situación de Adán, expuesto a las mismas tentaciones que todos los demás hombres, pero él conquista esta vez, contra la violencia y en favor de toda la humanidad, la batalla paradójica que todos los hombres, desde Adán, no han dejado nunca de perder»44. La solidaridad de ¡as libertades En el marco moderno de una «ontología personal e intersubjetiva» 4i , W. Kasper interpreta, siguiendo el ejemplo de Ireneo, la redención «como la libertad traída por Jesucristo y como la libertad que Jesucristo mismo es»46. Subraya la anterioridad de la salvación respecto al acto subjetivo por el que la hacemos nuestra: «La salvación es tan real que nos califica ya antes de nuestra decisión haciendo posible a ésta... La nueva situación creada por Cristo nos sitúa otra vez en concreto en la libertad de decidir. Suelta el encatenamiento de la desorientación bajo la vieja situación, contraponiéndole una nueva y real posibilidad. Ahora el hombre no se encuentra sin alternativa»47. Pero la anterioridad de esta salvación no debe comprenderse a la manera de un objeto, puesto que se trata de la persona del mismo Jesús y de su propia libertad. Ocurre con la salvación como con el pecado: su ante44. 45. 46. 47.
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R. GIRARD, El misterio de nuestro mundo, o. c, 255. W. KASPER, Jesús, e¡ Cristo, o. c, 255. Ibid., 254. Ibid
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rioridad es «de naturaleza intersubjetiva»48. Esto supone que la comunicación de la salvación como liberación pasa a través de las libertades humanas: es la trasmisión de la fe por el anuncio del evangelio y la celebración de los sacramentos realizados en la Iglesia, comunidad de vida de los que han sido captados por Jesucristo. El encuentro y el diálogo tienen aquí una función que desempeñar. La gracia, considerada como la libertad amorosa de Dios con nosotros y como fuerza de liberación no es por tanto una realidad puramente interior: tiene un aspecto externo, primeramente en el acto histórico de la libertad de Cristo cuyo valor ejemplar ya hemos visto, y luego en la vida de la Iglesia y de los cristianos mediante el testimonio existencial dado de Jesucristo y la fuerza contagiosa de unas relaciones convertidas y libres. Esta dimensión de la salvación se basa en un dato antropológico fundamental: «La realización de la libertad —sigue diciendo Kasper— presupone, pues, un orden solidario con ésta... La libertad concreta está vinculada a presupuestos económicos, jurídicos y políticos; sólo es posible donde los demás respetan nuestro espacio de libertad. La libertad del individuo es la de todos, la libertad de todos presupone naturalmente que cada uno sea respetado. De modo que cada individuo es portador de la libertad de los demás, cada uno es llevado por todos los demás»49. Esta perspectiva es esencial para comprender la función concreta de la mediación realizada por el Verbo en su encarnación y el lado propiamente humano de la solidaridad que ha asumido con nosotros. Esta solidaridad nos conduce a la universalidad de la salvación, sobre la que tendremos que volver. La humanidad libre de Jesús es mediadora de nuestras libertades salvadas. Teología y teologías de la liberación Esta solidaridad de las libertades nos conduce naturalmente al examen de la dimensión colectiva y social de la liberación. La expresión «teología de la liberación» está hoy en labios de todos: nos viene de la América Latina. Partió de la toma de conciencia de ¡a contradicción escandalosa que existe entre el anuncio evangélico de la salvación de todo el hombre y de todos los hombres en Jesucristo y las situaciones de alienación y de miseria que son consecuencia de un «desorden establecido» de injusticia, ligado a las estructuras políticas, económicas y sociales, tanto en el plano nacional como en el internacional. Pablo VI 48. Ibid.,255. 49. Ibid., 175.
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decía que «la cuestión social ha pasado a ser mundial»so. Pueblos enteros comprueban que están en situación de dominados. En muchos de ellos, el desnivel entre ricos y pobres recuerda, después de varios siglos de cristianismo, la situación que conocía Basilio de Cesárea. Mientras que la libertad de cada uno supone un orden de libertad para todos, la violencia y la opresión niegan la condición humana de libertad. Ante semejante situación, la teología clásica parece irreal: ¿cómo dar una consistencia concreta al anuncio evangélico de la liberación? No es mi propósito dar un juicio sobre tal o cual teología. Dentro del proyecto de este libro, intentaré mostrar el vínculo que existe entre la liberación de los hombres y la salvación en Jesucristo51. Hay que observar en primer lugar que la expresión «teología de la liberación» no intenta señalar un nuevo sector de la teología que haya nacido en nuestros días, como ha podido hablarse de la teología del trabajo, de la teología de las realidades terrenas o hasta de la teología de la creación. De lo que se trata es de la totalidad de la teología cristiana en cuanto que es en su corazón mismo una teología de la salvación, recogida en un nuevo contexto. Lo que está sobre el tapete es una nueva manera de hacer teología. En otras palabras, la teología de la liberación está llevada por la intuición fuerte de que la Iglesia se ve hoy enfrentada con un desafío radical, un desafío que pertenece al orden del «status confessionis», es decir, de la aparición de un dato tan crucial para la confesión de fe que la decisión que se tome ante él es en definitiva una decisión en favor o en contra de la fe. La promoción de la justicia o la opción preferencial por los pobres, en un mundo y en unos países donde la alienación de los hombres es aplastante, es un problema de fe y de salvación, que no interesa solamente a su credibilidad sino incluso a su esencia. Porque el rechazo de la justicia es un rechazo de Dios, un rechazo de la liberación del hombre en Jesucristo. En efecto, «la liberación por la fe»52 es un don de Dios que se traduce en exigencia de cara a los hermanos: «Cristo salvador libera al hombre del pecado, raíz última de toda ruptura de amistad, de toda injusticia y opresión, y lo hace auténticamente libre, es decir, vivir en comunión con él, fundamento de toda fraternidad humana»53. La con50. PABLO VI, Ene. «Populorum Progressio» (26 marzo 1967), n. 3. 51. Cf. Les Ubérations deshonunes et le salut en Jcsus-Christ. Réflexions proposées par le Conseil permanent de l'Episcopat, Centurión, Paris 1975. 52. Es el título que llevaen francés la obra de G. GUTIÉRREZ, Beber en su propio pozo, Sigúeme, Salamanca 1986. 53. G. GUTIÉRREZ, Teología de la liberación. Perspectivas, Sigúeme, Salamanca 19745, 69.
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secuencia surge por sí misma: «la comunión de todos los hombres con Dios pasa por la liberación del pecado, raíz última de toda injusticia, de todo despojo, de toda disidencia entre los hombres»54. Esta concepción teológica de la liberación supone una «conversión al prójimo»55, aspecto indispensable del «paso del hombre viejo al hombre nuevo, del pecado a la gracia, de la esclavitud a la libertad»56. Semejante conversión debe tener un reflejo exterior y contribuir a la conversión de las estructuras sociales que pueden considerarse legítimamente como cristalizaciones, en la vida de los hombres, de las opciones de libertad que toma cada uno y ciertos grupos de los mismos. En este sentido el hombre se convierte en «co-partícipe de su propia salvación»57. Porque «la liberación traída por Jesucristo no se reduce a un plano religioso que toque superficialmente el mundo concreto de los hombres»58. Es liberación integral y afecta a todas las esferas de la existencia humana, familiar, económica, social y política. Así pues, la teología de la liberación tiene que enfrentarse con el nuevo estado de la realidad, no ya para deducir de allí una política, sino para «dejamos juzgar por la palabra del Señor»59. Por tanto, esta orientación teológica se mostrará especialmente atenta a todas las mediaciones capaces de hacer pasar el mensaje de la salvación liberadora a la realidad concreta. Intentará dar cuenta de la correlación necesaria entre «ortodoxia» y «ortopraxia». Analizará las diversas estructuras de la sociedad en la perspectiva de su «conversión» y por tanto de su trasformacion radical. Se interrogará por todo lo que se pone en juego con la palabra y la actuación de la Iglesia. Mirará por la renovación del rostro de ésta. Se pondrá a la escucha del testimonio cristiano que se expresa a través de la vida y de la fe de los más pobres. En esta tarea tendrá que chocar inevitablemente con los innumerables conflictos que perturban nuestro mundo e intentará comprometerse en ellos con el espíritu de Cristo liberador, enfrentándose con las fuerzas del mal y luchando por vencerlas en su propio terreno. Semejante esfuerzo rio puede soslayar una reflexión sobre la sociedad como tal. Para ello la teología tendrá que recurrir a los diversos análisis propuestos por las ciencias humanéis, la psicología, la etnolo54. IbJd., 119. 55. IbJd.,2>0. 56. IbJd.,6í. 57. Ibid., 299-210. 58. I D ., Praxis de la liberación, teología y anuncio del evangelio: Concilium 96 (1974) 69-70. 59. ID., Teología de la liberación, o. c, 15.
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gía, la sociología. En este terreno la teología de la liberación se ha encontrado con el análisis marxista, creyendo que puede obtener del mismo categorías válidas para una «praxis de liberación», y ha pensado que estas categorías podían ser utilizadas independientemente de la ideología materialista que constituye su horizonte. Había en esta posición una ambigüedad real, eventualmente peligrosa. Era tentador, por ejemplo, considerar la lucha de clases como un hecho, siendo así que se trata de una categoría marxista que funciona en el interior de toda una ideología e interpreta el hecho de las luchas sociales como un tiempo necesario para el establecimiento de la dictadura del proletariado. La fascinación de las pautas de lectura marxista ha representado un papel en algunos desarrollos de esta teología, pero la evolución camina en el sentido de una lucidez cada vez mayor60. Por eso la Congregación para la doctrina de la fe publicó en 1984 un documento, poniendo severamente en guardia contra la penetración del análisis marxista en la teología. Aun reconociendo la plena legitimidad de la expresión «teología de la liberación»61 y las realizaciones válidas de algunas de estas teologías, el documento recoge en una síntesis impresionante los diversos aspectos del análisis marxista, en cuanto que niegan directamente el contenido de la fe. Esta lente de aumento tiene el interés de señalar bien el círculo infernal en que corre el riesgo de encerrar una utilización ingenua de ciertos conceptos, así como el posible contagio de los temas de la violencia. Se corre allí el riesgo de someter el evangelio a una reducción política que es su misma negación. Sin embargo, este cuadro tan lúcido es el fruto de una reconstrucción intelectual y de una organización coherente de temas que están dispersos por los autores y que no funcionan ni mucho menos según la misma formalidad que en el documento. Ninguno de ellos se reconocería en la totalidad de la doctrina reconstruida de ese modo. Pero los debates que entonces se provocaron sirvieron para clarificar la situación.
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terio de la salvación según la vocación del hombre a la libertad. Se denuncia el pecado como la raíz de las alienaciones humanas. Se propone el evangelio como la buena nueva de la liberación cristiana. La Instrucción trata de la misión liberadora de la Iglesia por la salvación integral del mundo, justifica el amor preferencial por los pobres y propone la doctrina social de la Iglesia como una «praxis cristiana de la liberación»62. Toma en cuenta la dimensión ética de la liberación, que se añade a su dimensión soteriológica63. La teología de la liberación sigue estando todavía por hacer en gran medida. Tiene sin duda necesidad de afirmar sin cesar su discernimiento. Pero desde ahora hemos de mostrarnos agradecidos con ella, ya que ha hecho comprobar a numerosos cristianos que la salvación, que es a la vez redención, emancipación y liberación, hace del combate victorioso de Cristo sobre las fuerzas del mal el combate de la Iglesia a través de los tiempos de nuestra historia hasta el triunfo escatológico del Cristo total64.
Este discernimiento particularmente negativo de la Congregación no fue sin embargo la última palabra sobre el tema. Dos años más tarde, en 1986, este dicasterio publicaba una nueva Instrucción de un tono sensiblemente diferente y que constituye una verdadera «teología de la liberación», en la medida en que se lee todo el conjunto del mis60. Cf. G. PETITDEMANGE, Ihéologie(s) de la Ubération et marxisme(s): C.A.R.S. Suppl. au n. 307 (1985)38-53. 61. Congregación para la doctrina de la fe, Instrucción sobre algunos aspectos de la «teología de la liberación», Documentos Vida Nueva, 1984.- Cf. Théologies de la libération. Docvments et débats, Cerf/Centurion, París 1985.
62. Congregación para la doctrina de la fe, Instrucción sobre la libertad cristiana y la liberación, Documentos Vida Nueva, 1986, sobre todo caps. II a V. 63. lbid.,n.2Í. 64. Cf. B. SESBOUE, Jésus-Christ dans la tradition, o. c, 202-205.
8 Cristo divinizador
La salvación cristiana tiene dos elementos inseparables, la liberación del pecado y la entrada en la vida de Dios, que son como las dos caras de una misma moneda. Estos dos elementos estaban ya presentes en las categorías que hemos tratado. La iluminación es a la vez una erradicación de las tinieblas del mal y una entrada en la visión de Dios. La redención es liberación del mal, pero también libertad y entrada en una vida libre como la de Jesucristo. Así pues, el tema de la divinización ha sido ya tocado en los capítulos precedentes. Sin embargo, hay que tratarlo por él mismo, dada su importancia tradicional y antropológica. Con él se desplaza un poco la dominante de la reflexión: si se sigue dando una connotación del lado «negativo» de la salvación, es el lado «positivo» el que pasa a primer plano. El deseo de la divinización, esto es, el deseo de acceder a la condición y a la felicidad divinas, ha llenado toda la historia de la humanidad y sigue en pie actualmente, aun cuando utilice un lenguaje más velado. Lo demuestra abundantemente la historia de las religiones. Por no tomar más que algunas referencias contemporáneas del nacimiento del cristianismo, pensamos en el ideal religioso de los griegos y en las religiones de los misterios, totalmente polarizadas en torno a la asimilación del alma con Dios y al acceso a la inmortalidad bienaventurada. La diferencia con el mensaje del Antiguo Testamento en esta materia no recae en el deseo de la divinización, sino en el cómo de su realización; para los griegos esto es fruto del esfuerzo humano —que se encuentra tematizado en la investigación filosófica—, mientras que entre los judíos es un don de Dios1. Antropológicamente, es legítimo decir que la relación del hombre con el absoluto pertenece a la definición 1. Cf. J. GROSS, La divinisation du chréüen d'aprés les Peres grecs. Contribution historique a la doctrine de la gráce, Gabalda, Paris 1938, 81.
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misma del hombre y marca su existencia con una dimensión insoslayable. Así pues, tendremos que recoger este tema central primeramente en la Escritura y luego en la tradición, donde ocupa un espacio muy amplio, antes de ver cómo se renueva en la actualidad, a pesar de ciertas contestaciones, bajo el vocabulario de «autocomunicación de Dios», es decir, del don que Dios nos hace de sí mismo y de su propia vida, que es lo que constituye para Rahner el dato central del cristianismo y el punto de partida del mensaje cristiano.
les enseña a orar diciendo «Padre nuestro» (Mt 6, 9) o «Padre» (Le 11, 2). Pero es sobre todo en la pluma de Pablo y de Juan donde encontramos las afirmaciones más claras de nuestra adopción filial: el misterio de muerte y de resurrección de Jesús, «primogénito entre muchos hermanos», (Rom 8, 29), «primogénito de entre los muertos» (Col 1, 18) nos concede renacer por la fe a una vida nueva, una vida filial «en Cristo». «Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús» (Gal 3, 26). El paso de la esclavitud a la libertad es también paso del estatuto de esclavo al estatuto de «hijos adoptivos»: «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá, Padre! De modo, que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios» (Gal 4, 6-7). Lo que nos hace hijos, trasformándonos interiormente, es el don del Espíritu mismo de Dios, que en adelante habita en nosotros y nos conduce: «En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rom 8, 14-17; cf. 8, 23). Esta habitación del Espíritu hace de nosotros el templo de Dios (1 Cor 3, 16-17; 2 Cor 6, 16) y de su Espíritu (1 Cor 6, 19). La epístola a los Efesios sitúa esta adopción en el corazón del designio benévolo de Dios, del que somos objeto antes de la creación del mundo: «Eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1, 5-6). La carta a los Hebreos, por su parte, nos recuerda que Dios intenta corregirnos como hijos (Hb 12, 5-12).
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I. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA
Al comienzo Dios creó al hombre a su imagen y semejanza (Gen 1, 26), imprimiendo en él de antemano una vocación a hacerse su propio y libre compañero. Por eso, la creación del hombre es ya un acto de salvación, a la vez que invitación a vivir en el trato con Dios y don primero para llegar a ello. Esto es tan cierto que la tentación original se presenta como la cara contraria de esta vocación. En efecto, la serpiente le dice a la mujer: «El día en que comiereis del fruto del árbol se os abrirán los ojos y seréis como dioses» (Gen 3, 5). El pecado del hombre consiste en convertir su vocación en tentación, en querer obtener por sí mismo lo que Dios quería darle por pura generosidad. Pero no por ello quedó abolido el designio de Dios sobre el hombre. Dios inaugura su obra de salvación constituyéndose al pueblo de Israel que considera como hijo suyo (Ex 4, 22; Os 11, 1; Jer 3, 19; 31, 9.20; Sab 18, 23). Esta filiación adoptiva englobaba a todos los miembros del pueblo de Dios, que se dirigían a él como a su Padre (Dt 14, 1; Sal 73, 15;...). La piedad judía se sentía orgullosa de su filiación adoptiva. Pablo reconocerá más tarde que la adopción pertenece a los israelitas (Rom 9, 4). Con el libro de la Sabiduría la idea de la filiación divina adquiere un sentido individual y trascendente2. Todos estos temas conocen en el Nuevo Testamento su cumplimiento.
El vocabulario de Juan es muy parecido. El prólogo de su evangelio refiere la venida del Verbo entre los suyos con la intención de dar a los que le recibieron «poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1, 12). En su primera carta el apóstol se admira de esta vocación y de este don: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!... Queridos, ahora somos hijos de Dios» (1 Jn 3, 1-2; cf. 3, 10).
Adopción filial y don del Espíritu En los evangelios sinópticos Jesús designa a Dios ante sus oyentes como «vuesto Padre celestial» (Mt 6, 1; 7, 11; Me 11, 25; Le 11, 13) y 2. Ibid, 77-80.
El nuevo nacimiento del bautismo La imagen de la adopción evoca la inserción de un niño extraño en un nuevo ambiente familiar que le comunica todo cuanto constituye su vida. En un sentido analógico el niño adoptado realiza por tanto la ex-
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periencia de un nuevo nacimiento. El Nuevo Testamento recoge esta metáfora de forma muy realista: sólo se recibe la vida por nacimiento; por tanto, no se puede recibir la vida de Dios, la de los hijos de Dios, sin nacer de nuevo. Este nuevo nacimiento (cf. 1 Pe 1, 3) es para nosotros el fruto de la resurrección de Jesucristo. Se realiza ante todo por la predicación de la Palabra que nos hace nacer a la fe. Porque somos engendrados por la Palabra de Dios, que actúa en nosotros como una semilla incorruptible (1 Pe 1, 23). Esta hace de nosotros «niños recién nacidos» que tienen que desear «la leche espiritual pura» (1 Pe 2, 2; cf. Sant 1, 18.21). Pero nuestro nuevo nacimiento pasa también por el bautismo, del que nos habla el Nuevo Testamento a la vez como de un baño de regeneración y como de una participación en el misterio de muerte y resurrección de Cristo. Porque para renacer, hay que morir: se juntan los grandes símbolos del nacimiento y de la muerte. Efectivamente, por una parte, hemos sido salvados «por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo» (Tit 3, 5). Es una temática que recogerá el evangelio de Juan. Ya en el prólogo el evangelista, al hablar de los que han recibido el poder de hacerse hijos de Dios, indica que «no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que han nacido de Dios» (Jn 1, 13). La semilla propia de este nacimiento bautismal viene de Dios. Por eso, en su conversación con Nicodemo, Jesús anuncia la necesidad para todo hombre de «nacer de lo alto» (Jn 3, 3). Su interlocutor toma esta frase tan al pie de la letra que le pregunta cómo puede un hombre ya viejo entrar de nuevo en el seno de su madre para nacer por segunda vez. Jesús explica así su pensamiento: «El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios». Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es Espíritu» (Jn 3, 5-6). El bautismo de agua simboliza un nacimiento, no ya carnal sino espiritual, el que lleva consigo el don del Espíritu Santo (cf. Hech 2, 38), que hace de nosotros hijos del Padre en Jesucristo. Este nacimiento que viene de Dios nos arranca del pecado, ya que «todo el que ha nacido de Dios no comete pecado porque su germen permanece en él» (1 Jn 3, 9). Pero, por otra parte, este nacimiento es una muerte y una resurrección. En su célebre texto de Romanos 6, Pablo utiliza la polivalencia del simbolismo del agua que no solamente purifica, sino que realiza una obra de muerte y una obra de vida. Nuestra inmersión en las aguas bautismales es una inmersión en la muerte de Jesús, con el que somos sepultados para morir al pecado, y con el cual renacemos a una vida nueva con él (Rom 6, 4-8). Nuestra muerte es una muerte al pecado y nuestra vida es una vida para Dios en Jesucristo (Rom 6, 11). En Cris-
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to somos una «nueva creación» (Gal 6, 16). Nos hemos despojado del hombre viejo para revestirnos del hombre nuevo (Col 3, 9-10). La vida nueva, participación en la vida trinitaria Esta vida nueva hace de nosotros los hijos del Padre, los hermanos de Cristo y los templos habitados por el Espíritu Santo. Es por tanto en nosotros la participación en la misma vida trinitaria. San Pablo llama a esta vida una «vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom 6, 23). El nombre de Cristo resume toda su vida: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21); o también habla de «Cristo, vida vuestra» (Col 3, 4). Esta vida está todavía oculta en Dios (Col 3, 3), pero se manifestará en toda su plenitud por nuestra resurrección definitiva en un cuerpo espiritual e incorruptible (1 Cor 15, 42-55). Como hemos visto, esta asimilación a Cristo es obra del don del Espíritu y nos constituye hijos en el Hijo. También para Juan, Jesús es en persona «la resurrección y la vida» (Jn 11, 25); es «la vida» sin más (Jn 14, 6), es decir, la vida eterna; es el pan de vida (Jn 6, 35.48). Los que creen en él tienen la vida eterna (Jn 3, 36). Jesús da la vida al mundo (Jn 6, 33). El que bebe su sangre tiene la vida eterna (Jn 6, 55). Esta vida eterna consiste en conocerlo a él y a su Padre (Jn 17, 3). Este lenguaje de la vida, que sustituye en este evangelio al del reino, remite a la vida de Dios, cuya cualidad trinitaria también se expresa en Juan. La segunda carta de Pedro recapitula todo este tema de la adopción filial y de nuestra generación en la vida de Dios con una fórmula única en su género: nos hacemos «partícipes (o: en comunión, koinónoi) de la naturaleza divina» (2 Pe 1, 4). Es la expresión más próxima al substantivo divinización o deificación (theopoiésis), que no se encuentra en el Nuevo Testamento, pero que se convertirá en un leitmotiv de la teología patrística. La salvación cristiana consiste en nuestra entrada en comunión vital con el misterio mismo de la naturaleza de Dios.
U . E L TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN
El dossier de la divinización en la antigua Iglesia es infinitamente rico, ya qu« para ella la salvación traída por Jesucristo se concibe ante
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todo y sobre todo como nuestra divinización gracias al don del Espíritu Santo. Hemos de tener en cuenta el tema del hombre imagen de Dios, los grandes argumentos soteriológicos que dirigieron el desarrollo del dogma cristológico 3 , la naturaleza de la solidaridad asumida por el Verbo encarnado con toda la naturaleza humana, la relación entre encarnación y misterio pascual y finalmente el tema de la gracia.
La vocación del hombre creado a imagen y semejanza de Dios Si el término de divinización tiene tanta resonancia afectiva y espiritual entre los padres, es porque para ellos el hombre creado a imagen y semejanza de Dios tiene la vocación de realizar lo mejor posible esta semejanza. «Se nos ha propuesto parecemos a Dios tanto como es posible a la naturaleza humana», dice san Basilio de Cesárea4. Ya hemos visto esta perspectiva al preguntarnos sobre la necesidad de salvación que todos sentimos: sólo Dios puede «contentar» al hombre. Y volvimos a verla en el tema de la revelación y del conocimiento, para ver y vivir a Dios. Pero en primer lugar, ¿qué hay que entender por divinización? En el pensamiento cristiano no se trata de un esfuerzo del hombre en un intento de llegar por una serie de purificaciones a su origen divino. Se trata de un don, de una comunicación de la vida divina que Dios mismo hace al hombre. El hombre es criatura; no podrá nunca ser Dios por origen. Dios no tiene más que un Hijo eterno, Cristo. Pero el hombre puede hacerse Dios por participación, es decir, puede recibir en parte y como don las prerrogativas de la vida de Dios: libertad, santidad, justicia, amor, inmortalidad e incorruptibilidad, por recoger en esta última palabra el vocabulario tan apreciado por los padres griegos. Puede vivir en sociedad con la Trinidad. Esta divinización es para Atanasio sinónimo de adopción final. «Uno solo es el Hijo por naturaleza; nosotros nos hacemos igualmente hijos, no ya como el en naturaleza y en verdad, sino según la gracia del que nos llama. Aun siendo hombres terrenales, somos llamados dioses, no ya como el Dios verdadero o su Logos, sino como quiso Dios, que nos ha conferido es la gracia» . ¿Cómo se realiza esta divinización? A través de un itinerario que conduce al hombre desde su origen hasta su fin. Los padres releen la 3. Cf.B. SESBOUE, Jésus-Cfuist dans la tradition, o. c , 98-100 y 119-120. 4. BASILIO DE CESÁREA , De Spiritu Sancto I, 2: SC 17bis, Cerf, París 1968, 253. 5. ATANASIO , Adv. arianos III, 19: o. c, 215.
afirmación primera del Génesis (1, 26) en la perspectiva escatológica de san Juan: «Sabemos que, cuando (Dios) se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2). Todo comienza por la elección del hombre, es decir, por su vocación a la divinización. Lo «deiforme» en el hombre es querido de alguna manera antes del mismo hombre, puesto que el hombre ha sido creado para hacerse «deiforme». Según este designio, el hombre es creado a imagen de Dios y esta imagen constituye su propia naturaleza. Por tanto, la creación es ya una divinización incoativa. Ya que el ser integral del hombre supone su relación viva con Dios, Adán es creado en la gracia y la gracia entra en su constitución de criatura a imagen de Dios. Desde este origen hasta el fin del hombre se va desarrollando una dinámica que, a lo largo de toda la historia de la salvación y a pesar del pecado, permitirá al hombre hacerse el compañero divinizado de Dios. El esquema de la imagen y de la semejanza sirve para jalonar este itinerario según las modalidades principales. Algunos padres opinan que la imagen y la semejanza son dadas, perdidas, recuperadas y crecen a la par. Otros han advertido cierto matiz entre los dos textos de Gen 1, 26 y Gen 1, 27: el primero señala la intención de crear al hombre a su imagen y como su semejanza; el segundo dice simplemente que el hombre ha sido creado de hecho a imagen de Dios. Opinan por tanto que la realización primera no cumplió la totalidad del proyecto: el hombre tiene que pasar de la imagen a la semejanza. Entre estas dos modalidades, el lenguaje de Ireneo es un tanto fluido. Nos dice por una parte que el hombre «ha sido hecho a imagen y semejanza» 6 , que «se hace a imagen y semejanza» 7 , y que el Hijo de Dios nos devuelve lo que habíamos perdido en Adán, «es decir, ser a imagen y semejanza de Dios» 8 . Pero también, y en el mismo contexto, establece una diferencia entre la imagen y la semejanza, en particular cuando pone este esquema en relación con la composición del hombre como cuerpo, alma y espíritu, según el esbozo antropológico dado por san Pablo (1 Tes 5, 3). Así, el hombre separado de Dios queda reducido a no ser más que un cuerpo y un alma; es ciertamente imagen de Dios, pero no semejanza suya. Al contrario, el hombre habitado por el Espíritu es cuerpo, alma y espíritu; se hace a semejanza de Dios. Esta semejanza le confiere la incorruptibilidad, es una participación en la vida divina 9 . Por tanto, es la presencia del Espíritu, y en términos mo6. IRENEODE LION, Adv. haereses V, 6, 1: o. c.,583.
7. Ibid.H, 38, 3: o. c, 553. 8. Ibid., III, 18, 1: o. c , 360. 9. Cf. Ibid. V, 6, 1: cf. Y. DE ANDIA. Homo vivens, IncorruptiWité et divinisation de lliomme sc'on Irénée de Lyon, Etudes augustiniennes, París 1986, 68-72.
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demos de la gracia, lo que constituye la diferencia entre la imagen y la semejanza. Esta última, por otro lado, es objeto de un crecimiento a través de una vida consagrada a la imitación de Cristo. Esta progresión es solidaria de la revelación del contenido de la imagen por la encarnación del Verbo: «En efecto, en los tiempos anteriores se decía ciertamente que el hombre había sido hecho a imagen de Dios, pero esto no se veía, ya que el Verbo era todavía invisible, ese Verbo a cuya imagen había sido hecho el hombre; por otro lado, éste es el motivo de que la semejanza se hubiera perdido fácilmente. Pero cuando el Verbo se hizo carne, confirmó la una en la otra: hizo aparecer la imagen en toda su verdad, haciéndose lo mismo que era su imagen, y restableció la semejanza con el Padre invisible por medio del Verbo hecho ahora visible»10. Se da así una misteriosa reciprocidad de la imagen entre el hombre y Cristo. En efecto, el Hijo es «la imagen del Dios invisible» según san Pablo (Col 1, 15). Si el hombre fue hecho a imagen de Dios, esto significa que es imagen de Cristo. Pero antes de la encarnación seguía estando en la sombra la realidad de la imagen. Por eso el Verbo se encarna a imagen de aquel que es su propia imagen, a fin de revelarle la verdad de esta imagen que lo constituye y devolverle así la semejanza perdida. La encarnación revela entonces la profundidad de la «connaturalidad» que existe entre el hombre y Dios. Ya las arras del Espíritu acostumbran al hombre a captar y a llevar a Dios, pero «la gracia entera del Espíritu... nos hará semejantes a él y cumplirá la voluntad del Padre, ya que hará al hombre a imagen y a semejanza de Dios»11. También Clemente de Alejandría coloca el término de la salvación en la semejanza plena del hombre con Dios12. Para Orígenes, la imagen de Dios que hay en nosotros es también la imagen de Cristo13, pero la semejanza es el don del cumplimiento final. Comentando Gen 1, 26-27, escribe: «El hombre ha recibido la dignidad de la imagen ya en su primera creación, pero la perfección de la semejanza está reservada para la consumación»14. Gregorio de Nisa, por el contrario, no establece ninguna diferencia entre la imagen y la semejanza. Insiste mucho en el parentesco y en la 10. IRENEO, Adv. haeresesV, 16,2: o. c.,617-618. 11. ;i»dV,8, 1: o. c.,588. 12. Cf. J. GROSS, O. C, 172-174. 13. ORÍGENES, Hom. in Genesiml, 13: SC 7 bis, 1976, 61. 14. ORÍGENES, Deprincipüs III, 6, 1: SC 268, 1980, 237.
afinidad que existen entre el hombre y Dios, ya que son necesarios para que el deseo de Dios pueda impregnar al hombre15. Agustín sigue este mismo camino: la imagen y la semejanza van siempre a la par. Están presentes en la creación de forma incoativa; disminuyen y son heridas juntamente por el pecado, como un espejo manchado; son restauradas juntas por la gracia de Dios, y serán consumadas en el hombre glorificado. El pecado nunca las hace perder por completo, ya que el hombre no vuelve a caer nunca de nuevo en el estado de simple naturaleza. Por muy alejado que esté de Dios, siempre seguirá animándolo su vocación a ver a Dios16. Esta visión teológica del hombre a imagen y a semejanza de Dios va acompañada de una visión espiritual y mística, ya presente en Gregorio de Nisa y en Agustín. Se formalizará luego en el PseudoDionisio y en Máximo el Confesor, y atravesará la Edad Media, particularmente en los grandes autores monásticos: san Anselmo, Ruperto de Deutz y san Bernardo17.
Los grandes argumentos soteriológicos La certeza de la divinización traída por Cristo y dada con el Espíritu en la vida de la Iglesia constituyó la motivación primordial de la elaboración de los dogmas trinitario y cristológico. En efecto, la Escritura nos revela tres nombres divinos que estructuran los tres artículos del símbolo de la fe. En la invocación de estos tres nombres se celebra la liturgia del bautismo que realiza nuestro nuevo nacimiento en Dios y nuestra entrada en el misterio de muerte y de resurrección de Cristo. Por el Hijo y en el Espíritu el Padre nos acoge como hijos suyos y nos comunica su propia vida Pero para que este don sea auténtico, es preciso que el Hijo y el Espíritu sean Dios en el sentido fuerte y eterno de esta palabra Si no, serían simples criaturas y no serían capaces de comunicarnos la vida de Dios. Es preciso que la Trinidad que se nos manifestó en la historia de la salvación y la Trinidad tal como es eternamente en sí misma no sean más que una sola y misma Trinidad. Es preciso que Dios se nos revele tal como es y que sea en sí mismo tal como aparece, para que sea verdad la contestación de Jesús a Felipe: «Felipe, el que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 9). Para 15. GREGOÜIODE NISA, Decreat. hominisXVh SC 6, 1943, 151-161. 16. Cf. P. AGAESSE , L'anthropologie chrétienne selon saint Augustin. Image, liberté, peché etgráce, Centre Sévres, París 1980, 27. 17. Cf. «Divinisaticm», en Dicúoimaire de Spirítualitélíl, Beauchesne, París 1957, col. 1399-1413.
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decir las cosas más técnicamente, es preciso que las relaciones «económicas» de las personas divinas actuando en común por nuestra salvación revelen las relaciones eternas que las unen entre sí independientemente de nosotros. Las misiones del Hijo y del Espíritu tienen que revelar sus procesiones en el interior de la Trinidad. Más aún, la realidad del intercambio salvífico entre Dios y el hombre, realizado por Cristo en el Espíritu, supone la realidad del intercambio trinitario entre el Padre, el Hijo y el Espíritu, de los que el Hijo es como el término medio. La comunicación que Dios hace de sí mismo a los hombres tiene por fundamento la comunicación trinitaria que lo constituye en sí mismo. La realidad de las relaciones trinitarias condiciona la realidad de las relaciones establecidas por las personas divinas con los hombres. Lo que es interesante, y desconcertante para nosotros, es el movimiento que subyace a esta argumentación, tal como la acabamos de sintetizar para el misterio trinitario. No se trata de deducir la realidad de la salvación de la realidad trinitaria. Al contrario, se parte de la certeza de la salvación para inventariar la naturaleza y la estructura de la Trinidad: ¿qué deberá ser ésta para que creamos que nuestra salvación no ha sido en vano? Este mismo resorte funciona para el desarrollo de la cristología: ¿qué deberá ser Cristo para que la mediación que asume en provecho de nuestra salvación sea real? Es preciso que sea Hijo de Dios en el sentido fuerte y eterno de este término, a fin de poder comunicarnos la vida de Dios; es preciso que sea verdaderamente hombre como nosotros, a fin de poder llegar a nosotros; es preciso que sea uno y el mismo, como Dios y como hombre. De lo contrario, la distancia radical que hay entre Dios y el hombre volvería a introducirse dentro de sí misma y quedaría aniquilada su mediación. Este tipo de argumentación tiene un origen bíblico en la célebre respuesta de Pablo a los Corintios que iban diciendo que no hay resurrección de los muertos. Este largo texto (1 Cor 15, 1-34) puede analizarse según tres movimientos. El primero (1-11) es el recuerdo del evangelio recibido y trasmitido, esto es, de la regla de fe apostólica (aun cuando esta palabra aquí anacrónica), que va desarrollando los diversos testimonios de la resurrección de Jesús, dando una lista de las apariciones. La objeción del adversario no se ha expresado todavía, pero ya se percibe como motivando esta insistencia en la resurrección. El segundo movimiento (12-19) consiste en tomar en serio la objeción («no hay resurrección de los muertos») y en sacar las consecuencias normales. Pablo la recibe a título de hipótesis y se entrega a una revisión desgarradora del contenido de la fe. En efecto, si no hay resurrección de los muertos, Cristo no ha resucitado, la predicación apostólica
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es una mentira y la fe de los cristianos se queda vacía. Ya no hay salvación; todos permanecen en sus pecados. Ya no hay esperanza de vida en Dios. Poner la esperanza en Cristo solamente para esta vida es condenarse a ser los más desventurados de entre los hombres. Es entonces cuando interviene el tercer movimiento de la argumentación (20-34) a partir de un ¡No! enérgico. Pablo no opone ninguna contraargumentación a la lógica de la revisión desgarradora. El despliegue de la misma basta para manifestar su imposibilidad. El ¡No! de Pablo expresa un reflejo vital de su fe. La hipótesis se refuta en sí misma mediante el enunciado de sus consecuencias. La verdad es que Cristo ha resucitado de entre los muertos y que por él viene la resurrección de todos los muertos. Su resurrección es para nosotros, para nuestra salvación, para nuestra vida eterna en Dios. En nombre de este mismo reflejo de fe reaccionarán los padres de la Iglesia ante los diversos cuestionamientos de los misterios trinitario y cristológico, que proceden de una lectura errónea de la Biblia o bien de las dificultades que plantea la razón. Hemos de darles ahora la palabra. Presentación sintética: el punto de partida, ¡a regla de fe Como no es posible seguir aquí cronológicamente los innumerables enunciados de la apelación al argumento soteriológico, nos bastará proponer una expresión sintética y un tanto sistematizada de los mismos. Consideraremos la época patrística como un todo; esto es perfectamente legítimo, ya que nos encontramos en un terreno de profundo consenso. Resulta incluso interesante observar cómo reaparecen fórmulas análogas en la pluma de los padres a través de los siglos. El punto de partida de la argumentación es siempre —explícita o implícitamente— la regla de fe bautismal. En efecto, el símbolo y el bautismo constituyen el fundamento mismo de la fe y de la salvación. Nos remiten directamente al acontecimiento fundador narrado en el kerigma de pentecostés y estructurado según los tres nombres divinos: Jesús de Nazaret ha sido acreditado por Dios; fue crucificado por los impíos, pero Dios lo resucitó y constituyó Señor y Cristo; derramó el Espíritu (cf. Hech 2, 22-36). Los que escuchan esta palabra y se abren a la fe arrepintiéndose de sus pecados, reciben el bautismo y con él el don del Espíritu. Basilio de Cesárea en el siglo TV es un excelente testigo de esta conciencia de la fe bautismal como referencia fundamental de toda reflexión sobre la salvación: «¿Como somos cristianos? Por la fe, dirá todo el mundo. Pero ¿de qué manirá nos salvamos? Porque hemos renacido de lo alto, evidente-
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mente, por la gracia del bautismo. Porque ¿cómo seríamos de otro modo? Después de haber adquirido la ciencia de esa salvación realizada por el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, ¿vamos a abandonar "la forma de la enseñanza" (cf. Rom 6, 17) recibida? ... Es un daño similar partir sin el bautismo o haber recibido uno que carezca de uno solo de los puntos venidos de la tradición.... Porque si el bautismo es para mí principio de vida y si el primero de los días es el de la regeneración, está claro que la palabra más preciosa será también la que se pronunció cuando recibí la gracia de la adopción filial»18. El bautismo es solidario de la invocación trinitaria; la gracia de la adopción filial nos viene de la cadena de comunicación que va del Padre al Hijo y al Espíritu. Romperla en uno de sus eslabones es por tanto ponerse fuera de la salvación y de la adopción. Basilio piensa aquí en los que no creen que el Espíritu pertenezca a la esfera de la divinidad; pero el argumento sería el mismo para los que no creen que el Hijo es Dios en sentido fuerte. Sobre este fundamento y en el espíritu de la Escritura se formaliza el principio del intercambio salvífico que explicita el «por nosotros» y «por nuestra salvación». Por nosotros Dios se hace hombre, para que en él nos hagamos Dios. Existe una correlación dinámica entre la humanización de Dios y la divinización del hombre. La una está ordenada a la otra. La verdad de la primera compromete a la realidad de la segunda. Es el principio más repetido de los padres; por eso conviene constatar su aparición en fórmulas muy semejantes: heneo (siglo II) «Ésta es la razón por la que el Verbo se hace hombre y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, mezclándose al Verbo y recibiendo así la filiación adoptiva, se haga hijo de Dios»19. «El Verbo de Dios, Jesucristo nuestro Señor..., debido a su amor sobreabundarte, se hace lo mismo que somos nosotros para hacer de nosotros loque él es» 20 . Orígenes (siglo III): «Con Jesús empezaron a entrelazarse la naturaleza divina y la naturaleza humara, para que la naturaleza humana, por la participación en la divinidad, se divinizara, no sólo en Jesús sino también en todos los que, con la fe, adoptan el género de vida que Jesús enseñó y a los que
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elevó a la amistad con Dios y a la comunión con todo el que vive según los preceptos de Jesús»21, i Atanasio (siglo IV): «(El Verbo) se hizo hombre, para que nosotros nos hagamos Dios; y él mismo se hizo visible por su cuerpo, para que tengamos una idea del Padre invisible; soportó los ultrajes de los hombres, para que tengamos parte en la incorruptibilidad»22. Gregorio de Nisa: «Somos semejantes a él si confesamos que él se hizo semejante a nosotros, para que haciéndose lo que somos nos hiciera tal como él es23. «Habiéndose mezclado el Verbo con el hombre tomó en sí toda nuestra naturaleza, para que por esta mezcla con la divinidad, toda la humanidad se divinizara en él y toda la masa de nuestra naturaleza fuera santificada con las primicias» 24. Juan Crisóstonv: «(El Verbo) se hizo hijo del hombre, siendo verdadero Hijo de Dios, para hacer de los hijos del hombre hijos de Dios»25. Agustín (comienzos del siglo V): «Hecho partícipe de nuestra flaqueza mortal, nos hizo particioneros de su divinidad»26. «Dios quiere hacerte dios, no por naturaleza como lo es aquel a quien engendró, sino por gracia mediante adopción. Del mismo modo que él, al hacerse hombre, participó de tu mortalidad, así te hace a ti, exaltándote, partícipe de su inmortalidad»27. La base de esta argumentación sobre el intercambio salvífico se ha desplazado respecto a la de la Escritura: donde Pablo hablaba de intercambio entre maldición y bendición (Gal 3, 13-14), entre justicia y pecado (2 Cor 5, 21) o entre riqueza y pobreza (2 Cor 8, 9), los padres, en una perspectiva más ontológica, hablan de un intercambio entre la naturaleza divina y la naturaleza humana —intercambio disimétrico por otra parte—, entre las prerrogativas de la una y los límites de la otra. Pero el principio es el mismo y encuentra su fundamento en la iniciativa del rebajamiento y de la kénosis divina en Jesús (Flp 2, 611) y de la encarnación del Verbo (Jn 1, 14) dos afirmaciones bíblicas 21. ORIGEN, Contra CelsumlTl, 28: SC 136, 1968, 69. 22. ATANASIO DE ALEJANDRÍA, Deinearn. Verbi 54, 3: SC 199, 1973, 459.
18. BASILIO DE CESÁREA, O. C.X, 26: o. c, 337
19. IRENEO, A/v.laeresesIII, 19, 1: o. c, 368.
20. MdV, praeio. o, 568.
23. GREGORIO DE N ISA, Contra Apoll. XI: PG 45, 1145a. 24. Ibid.yC/; PG 45, 1152c; trad. J. P. JDSSUA, Le salut, incarnation ou mystére pascal, Cerf, Paris 1968; este autor cita otros textos análogos de Gregorio en la nota 46. 25. JUANCUSOSTOMO , Hom. inJoh.XI., 1: PG 59, 79.
26. Aousrm, De TrinitatelV, 2, 4: Obras V, BAC, Madrid 1948, 325. 27. AGUSTÍN , Sermón 166, 4, en OirásXXIII, BAC Madrid 1983, 629.
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que están en la base de la cristología patrística. En todo caso, resulta difícil expresar con mayor claridad que la salvación del hombre consiste en su divinización. Presentación sintética: doble solidaridad y mediación El intercambio salvífico supone a la vez una doble solidaridad de Cristo con Dios y con el hombre en su unidad mediadora A medida que las diversas herejías vayan atacando bien a la verdadera divinidad de Cristo, bien a su verdadera humanidad, o bien a su unidad de Verbo encarnado, se irá explicitando y precisando cada vez más el principio del intercambio salvífico. Ya la lucha contra los diferentes gnosticismos había llevado a la formalización del principio de la solidaridad humana, cuando se ponía en discusión la verdad concreta de la carne de Cristo. Así ocurrió cuando Apolinar negó el alma humana, inteligente y libre, del Hijo encarnado. Este principio es el siguiente: el Hijo vino a salvar al hombre entero y por eso mismo asumió una humanidad completa. Salvó lo que él mismo había asumido; no salvó lo que no había asumido. Si no es integralmente hombre, no salva al hombre entero. Por eso tenía que tener un cuerpo verdaderamente humano y un alma verdaderamente humana. Orígenes formula este primer principio en el primer contexto:
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Pero estos dos principios no son suficientes: si en Jesús las dos solidaridades fueran exteriores la una a la otra, no pasaría nada de la primera a la segunda. En su combate contra Nestorio Cirilo de Alejandría desarrolla lo que podríamos llamar el principio de mediación ya evocado anteriormente31. La comunicación de propiedades que se realizó en Cristo, es decir, las apropiaciones que van de la humanidad a la divinidad y las comunicaciones que van de la divinidad a la humanidad, son el fundamento mediador del intercambio que tiene lugar entre Dios y nosotros. Rehusar esta mediación es, para Cirilo de Alejandría, «conculcar la raíz de nuestra salvación y destrozar la piedra fundamental de nuestra esperanza»32.
Presentación sintética: Espíritu del Padre y del Hijo El principio de solidaridad y de comunicación divinas vale también para el Espíritu Santo que es el don recibido del Padre y del Hijo. Porque si el Espíritu trasmitido en el bautismo no es personalmente Dios, sino simplemente un don creado, por muy sublime que sea, no somos divinizados y seguimos siendo extraños a Dios. Cuando Atanasio se enfrenta con los adversarios del Espíritu, aplica espontáneamente el mismo principio que había anunciado anteriormente a propósito del Hijo:
«El hombre no habría podido salvarse por entero, si (el Salvador) no se hubiera revestido del hombre entero»28.
«Por el Espíritu es por el que somos llamados partícipes de Dios... Pues l)ien, si el Espíritu fuera una criatura, no tendríamos por él ninguna participación de Dios, sino que estaríamos unidos a una criatura y seríanos extraños a la naturaleza divina, sin participar en nada de ella»3!.
Gregorio de Nacianzo hace lo mismo frente a Apolinar: «Lo que no ha sido asumido no ha sido curado; lo que se salva es lo que ha sido unido a Dios»29. Por otra parte, el debate de Nicea lleva a la formulación del principio de solidaridad y de comunicación divina: si el Hijo no es Dios por naturaleza y por origen, por el mismo título que el Padre, no pudo comunicarnos la adopción filial. Es éste el estribillo continuo de Atanasio contra Arrio: «Si el Verbo fuera una simple criatura, la reparación de la humanidad no habría sido posible... Si el Hijo fuera pura criatura, el hombre seguiría siendo puramente mortal, sin estar unido a Dios... El hombre no podría ser divinizado, unido a una criatura, si el Hijo no fuera verdadero Dios»30. 28. ORÍGENES, Cdl. cum HeraclideV. SC 67, 1960, 71. 29. GREGORIO NACIANCENO, Epist. 191: SC 208, 1974, 51.
30. ATANASIO , Orat. contra aríanosll, 67.69.70: PG 26, 289-296.
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Este mismo principio es el que subyace al Tratado sobre el Espíritu Santo de Basilio de Cesárea, como acabamos de ver3''. Pero Basilio habla aquí con prudencia, evitando fórmulas demasiado directas capaces de chocar a los débiles; afirma vigorosamente que el Espíritu está con el Padre y el Hijo compartiendo sus prerrogativas divinas, sin decir formalmente que el Espíritu sea Dios. Su amigo Gregorio de Nacianzo no tiene estas preocupaciones: «Si el Espíritu no üene que ser adorado, ¿cómo me divinizo por el bautismo? Si tiene que ser adorado, ¿cómo no va a ser digno de culto? 31. 32. 33. 34.
Ct.sujra, 110-111. QRILODE ALEJANDRÍA, Christus unus, 722c:SC 97, 1964, 329. ATANASIO, Epist. ad Serap. I, 24: SC 15, 1947, 126. Cf. supa, 225.
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Y si es digno de culto, ¿cómo no va a ser Dios? Lo uno está ligado a lo otro; se trata realmente de una cadena de oro y de salvación» 3 . C i r i l o de Alejandría recoge m á s tarde este argumento en sus
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gos sobre la Trinidad: «Somos templos del Espíritu que existe y subsiste; igualmente hemos sido llamados por causa suya dioses, por haber recibido en virtud de nuestra asociación con él la comunicación de la divina e inefable naturaleza. Por el contrario, si es en realidad extraño a la naturaleza divina, separado de ella por la subsistencia, ese Espíritu que por sí mismo nos diviniza, entonces fracasa por completo nuestra esperanza, dotados como estamos de ventajas que —no sé por qué— no nos conducen a nada. En efecto, ¿cómo ser dioses y templos de Dios, según las Escrituras, sino es por el Espíritu que hay en nosotros? Porque, ¿cómo podría introducir a los otros en la cualidad de Dios el que está privado de ella? Pero la verdad es que somos templos y dioses. No hay que prestar ninguna atención a los que están en el error. Por tanto, el Espíritu de Dios no es una substancia distinta de él»36. En esta limpia argumentación de Cirilo se habrá reconocido el modo de proceder de Pablo en 1 Cor 15, aplicado esta vez a la cuestión de la divinidad del Espíritu Santo. Cirilo analiza las consecuencias de la posición del adversario —el Espíritu es una criatura— para nuestra divinización. Suponen la pérdida de nuestra esperanza. Pero la certeza que tenemos de ser templos de Dios, considerada como un hecho, niega la hipótesis contraria como un error. Todos estos argumentos soteriológicos derivan su fuerza del compromiso mismo del cristiano en una fe viva. El sentido y hasta el instinto de fe que los impregna se parece mucho al instinto vital que hace desplegar a un hombre todas sus energías, simplemente «por salvar el pellejo», por utilizar una expresión realista. Cuando la fe cristiana se ve amenazada por el lado de nuestra divinización, confiesa con un mismo movimiento de nuevo la trinidad divina, la encarnación del Hijo y el don del Espíritu, y salva el pellejo de los hijos de Dios. Fuera de la conciencia de esta conexión vital, la formalización de los argumentos correría el riesgo de caer en un juego estéril. Encarnación y/o misterio pascual En su manera de hablar de la divinización del hombre, los padres de la iglesia, particularmente los griegos pero también san Hilario de Poitiers, insistieron mucho en el misterio de la encamación. En efecto,
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es en él donde reside la condición de posibilidad de la mediación divinizante de Cristo. Los grandes debates de la época giraron, no en torno a la cruz y la resurrección, sino en tomo a la identidad ontológica de Cristo, tal como se realizó en su encarnación. Mejor dicho, los padres tienen a veces fórmulas que parecen atribuir nuestra salvación pura y simplemente a la unión hipostática de Cristo, en cuanto que alcanza a la totalidad de la humanidad y reviste un valor universal. «Toda la naturaleza humana estaba en Cristo en cuanto que era hombre», escribe por ejemplo Cirilo de Alejandría37. Ante esta situación, los historiadores del dogma y los teólogos del siglo XLX, en su deseo de clasificación de las diferentes categorías ^oteriológicas, mantuvieron la tesis de que la patrística antigua había desplazado el centro de gravedad de la fe cristiana desde el misterio pascual a la encarnación, atribuyendo a ésta la causa verdadera de nuestra salvación. Así Harnack, en su Manual de historia de los dogmai*, habla a propósito de Atanasio de «teoría física» de la salvación. «Física» debe entenderse aquí en el sentido de «naturaleza»: la naturaleza divina realiza la divinización de la naturaleza humana según un proceso «por así decirlo mecánico, esto es, de "contacto físico de lo divino y lo humano en Jesucristo"» 39 . También se ha llamado a esta pretendida doctrina «teoría griega». Este dossier se ha vuelto a abrir con nuevo interés gracias a L. Malevez y luego a J. P. Jossua'10, cuyos análisis vuelven a situar el centro de la perspectiva de las afirmaciones patrísticas. Malevez ha mostrado que el esfuerzo indiscutible de los padres «por elaborar filosóficamente mediante el realismo de las esencias universales una afirmación que les parecía revelada (a saber, que el Verbo al encarnarse se había unido a todo el género humano) había sido mal comprendido» 41 . Gregorio de Nisa, por ejemplo, que afirma que toda la humanidad no forma en cierto modo más que un solo hombre, a pesar de la multiplicidad de seres humanos, no defiende ni mucho menos que Cristo asumiera toda la especie. La unión de todos los hombres no es un efecto de la encarnación, sino su condición de posibilidad; existe ya antes de la encarnación «por el simple hecho de la inmanencia del e/t/os indivi-
37. CIRILO DE ALEJANDRÍA , Comm. in Joh, 5: PG 73, 753b.
38. A. HARNACK, Dogmcngeschichte, Mohr, Freiburg i. Br. 1898, 172-176. 39. J. GROS, O. C.,212. 35. GREGORIO NACIANCENO, Orat. 31, 28: SC 250, 1978,
333.
36. CIRILO DE ALEJANDRÍA , Dialog. efe Trínitate Vil: SC 246,1978, 167.
40. En su tesis Le salut incarnation OB mystére pasca!, o. c, 18-44, donde el autor recoge y sigue los análisis de L. Malevez. 41. J. P. JOSSUA, ibid, 20.
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so en todo hombre»42. Los textos patrísticos no implican ni mucho menos una encarnación colectiva. Su pensamiento estaba sin duda impregnado de una concepción platónica de la naturaleza universal de la humanidad, inmanente por su propia forma a la humanidad singular de Cristo. Pero esta naturaleza universal no fue asumida y la fuente de santificación que se deriva de esta comunidad de naturaleza no tiene nada de automático. Esta doble dificultad nos conduce por el camino del discernimiento de una doble verdad. La primera reside en la unidad irrompible de la encarnación y del misterio pascual. Cuando los padres hablan de la encarnación, no se preocupan únicamente de su primer momento, la concepción virginal del Verbo de Dios o el nacimiento de Jesús. Piensan en lo que constituye a Cristo por toda la duración de su existencia de hombre y en el cumplimiento de todos sus misterios. Jamás oponen el ser personal de Jesús a su obrar, como si pudiera existir lo uno sin lo otro. Al contrario, están convencidos de que el obrar salvífico de Cristo no puede tener valor absoluto más que con la condición de ser el obrar del Verbo encarnado en persona. En este sentido tan concreto la encarnación condiciona el valor salvífico de la cruz. No olvidemos nunca la motivación soteriológica que les hace remontarse del acontecimiento pascual a la encarnación. Si escrutan este acontecimiento, es para «salvar» esa motivación. Por otra parte, saben muy bien que una encarnación que no comprometiera en nada la vida santa que Cristo llevó por nosotros y por nuestra salvación no tendría ningún sentido. La unión hipostática ejerce su fecundidad en y por el misterio pascual. Pero además, considerada de este modo, tiene en sí misma un valor salvífico; es un acto de salvación. «En efecto, a través de la cruz y de la resurrección, reproducidas y participadas en nosotros, es la eficacia misma de la unión hipostática la que representa el papel decisivo en nuestra divinización, y no solamente la virtud de la pascua, aun cuando esté sostenida por el teandrismo»43. La solidaridad de estos dos puntos de vista estaba ya manifestada en Atanasio44 y fue vigorosamente defendida por Cirilo de Alejandría contra los adversarios nestorianos. Efectivamente, si el Verbo y el hombre Jesús estuvieran separados en dos Hijos, «ya no habríamos sido rescatados por Dios..., sino por una sangre extraña. Y el que murió por nosotros, seria un hombre cualquiera, un 42. Ibid., 21. El término eidos significa la forma de la humanidad presente en todo hombre. 43. Ibid.,38. 44. ATANASIO , Deincam. Verla, o. c, passim.
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pretendido hijo, un falsario. Y el grande y augusto misterio del Unigénito hecho hombre no seria más que un cuento y una impostura: no se habría hecho hombre. Calificaríamos de Salvador y de Redentor al otro, al que dio por nosotros su sangre, pero no a él» . Pues bien, toda la Escritura nos dice que hemos sido redimidos por una sangre preciosa, por la sangre de Cristo, que Ignacio de Antioquía calificará como la «sangre de Dios»46. Si fuera cierta la hipótesis del adversario, la misma eucaristía quedaría vacía de contenido, ya que el Verbo no nos daría en ella su sangre, sino la de otro47. Los sacramentos dependen también de la realidad de la unión hipostática. A esta unidad del ser y del obrar en Cristo corresponde una unidad análoga en el creyente. Toda la humanidad queda de suyo englobada en el acontecimiento salvador realizado por el Verbo encarnado. Pero éste no dispensa a nadie de la fe, de la recepción de los sacramentos y del combate espiritual emprendido en la gracia para apropiarse de la salvación divinizadora. La otra verdad concierne a la universalidad de la salvación realizada en virtud de la comunidad de naturaleza que se establece entre la humanidad particular de Cristo y la totalidad de la humanidad. El lenguaje de los padres resulta aquí desconcertante para nosotros, pero subraya un tanto importante sobre el que hoy se dirige de nuevo la atención. ¿Cómo concebir el alcance universal de un acto de salvación realizado una vez por todas dentro de los límites de la condición humana asumida por Cristo? Se puede responder sin duda que por el hecho de la unión hipostática la naturaleza humana de Cristo está unida a la persona divina del Verbo, igualmente creadora, y que en ella estamos ya virtualmente presentes en virtud del designio benévolo de Dios con nosotros (cf. Ef 1). Esta respuesta es perfectamente justa48 en su orden e indica ya que la naturaleza humana de Cristo no puede ser considerada como una naturaleza cualquiera en el seno de la humanidad. Pero nos remite a la cuestión de cuál fue el vínculo asumido entre esta naturaleza humana y nosotros, por el hecho de la encarnación. Acudiendo ante todo a una constatación elemental, podemos decir que este vínculo se debe a la solidaridad de naturaleza que une a todos los hombres entre sí y hace de la humanidad una comunidad histórica enfrentada con un mismo y único destino, a través de la red 45. CIRILO DE ALEJANDRÍA , Christus unus est, 76c-763a: o. c , 463. 46. IGNACIO DE ANTIOQUÍA , Adephes. 1, 1: SC 10, 1951, 69.
47. CIRILO DE ALEJANDRÍA , loe. cit. 776c-777b, comentando Jn 6: o. c, 509.
48. Cf. PH. JOBERT, Fondements de la théologie du Sacré-Cocur: RevThom (1976) 593-594.
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compleja de las relaciones tanto sincrónicas como diacrónicas que se establecen entre las libertades. El Verbo encarnado entró en su lugar debido en el juego de estas múltiples solidaridades49, a fin de actuar sobre la historia desde dentro de la historia. Pero hay más; la fe nos enseña que esta solidaridad de destino con la comunidad pertenece al designio de Dios, pof el que constituye una totalidad única. La humanidad entera es la imagen única de Dios, rota hoy como un espejo por el pecado, pero llamada a recuperar su integridad gracias a su agrupación en Dios. En el designio de Dios esta humanidad tiene una Cabeza, el nuevo Adán. Su generación virginal a partir de María confiere a su nacimiento el carácter de una generación nueva. En efecto, por una parte Jesús entra en la serie de generaciones humanas y pertenece por tanto a la misma humanidad que todos nosotros. Pero por otra parte, la intervención de Dios, que evoca simbólicamente la creación de Adán, da a su nacimiento el valor de una creación nueva. Jesús se convierte en el principio de la humanidad nueva. Por este hecho, él la recapitula delante de Dios. En sí mismo restituye la imagen de Dios a su verdad. Constituye así el punto de reunión de la humanidad que hay que reconciliar y restaurar. Verbo encarnado, Cristo vive su existencia y su propio destino en los límites de la condición humana y realiza allí visiblemente el acontecimiento de la salvación como un acontecimiento de nuestra historia. Pero, como su humanidad está unida a la persona del Verbo, los actos que pone son a la vez históricos y transhistóricos. Por un lado se remontan a los orígenes y por otro cumplen el final de los tiempos. Principio de recapitulación desde el Alfa de los tiempos, Cristo la acaba también en el Omega de la historia. Entre estos dos extremos la realiza en el curso de las generaciones haciéndose contemporáneo de cada una de ellas, comunicando lo que él mismo es, no ya bajo el modo de una generación camal, sino bajo el de una generación espiritual que pasa por la fe y el bautismo. Recibiéndolo nosotros, renacemos en una humanidad nueva, espiritual, que es la de Cristo. Somos «injertados» en la humanidad de Jesucristo y nos hacemos miembros de su propio Cuerpo. Todos estos dones nos vienen de la fuerza de la divinidad, pero se llevan a cabo por la mediación de su humanidad, realizada una vez para siempre y ejerciéndose continuamente en el cuerpo a la vez histórico y místico que es su Iglesia50.
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La problemática occidental de la gracia La teología latina habla menos formalmente de divinización y prefiere el vocabulario de la gracia, que por otra parte está ampliamente presente en el Nuevo Testamento, sobre todo en los escritos paulinos. Agustín, el primer teólogo de la gracia, ve la fuente de la misma en la unión hipostática de Cristo, que constituye la gracia divinizante de la humanidad de Jesús. Toda gracia que alcanza a los hombres es una extensión de aquella gracia original y una participación en su realidad: «Manifiéstese ya, pues, a nosotros, en el que es nuestra Cabeza, la misma fuente de la gracia, la cual se derrama por sus miembros según la medida de cada uno. Tal es la gracia por la cual se hace cristiano el hombre, desde el momento en que comenzó a creer; la misma por la cual el hombre unido al Verbo desde el prinier momento de su existencia fue hecho Jesucristo; del mismo Espíritu Santo de quien Cristo fue nacido es ahora el hombre renacido; por el mismo Espíritu por quien se verificó en nosotros el perdón de los pecados y que hizo a Jesús limpio de todo pecado»51. De la plenitud de gracia del Verbo encarnado hemos recibido todos nosotros, según la frase de san Juan (Jn 1, 16). La unión hipostática del Hijo nos hace participar de su filiación bajo el modo de la adopción. Si el vocabulario ha cambiado, la visión sigue siendo muy parecida a la de los padres griegos. En un célebre artículo de la Suma Teológica52 santo Tomás tratará también «de la gracia de Cristo en cuanto que es cabeza de la Iglesia». Este cambio de vocabulario obligará igualmente, a través del desarrollo de la teología escolástica, a hacer un desplazamiento de acento. El término de gracia es más objetivo y remite menos directamente al orden de las relaciones personales entre el creyente y el misterio de Dios. Por otra parte, la teología occidental esti más precocupada de la antropología de la gracia, es decir, de las condiciones de posibilidad y de las modalidades de nuestra unión con Dios en nosotros mismos. Por eso mismo insiste más en la gracia creada que en la gracia increada. Bajo su abstracción, esta última expresión designa simplemente la habitación trinitaria en nosotros, que se realiza por el don del Espíritu. La gracia creada, por el contrario, afecta a la parte de nosotros mismos que ha sido transformada y adaptada con vistas a la recepción de este don. Se trata de un efecto sobrenatural producido en el alma por
51. AGUSTÍN, De praedest. sanctorumXV, 31, en Cbras VI, BAC, Madrid 1949, 49. Cf. VATICANO II, Gaudium et Spes 32, 2, citado infra, 397. 50. M e inspiro aquí libremente en una nota inédita de J. Moingt.
535. 52. S. Th. III, q. 8, a. 5.
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Dios, que actúa en nosotros como causa eficiente de nuestra santificación, mientras que la gracia increada se comunica a nosotros según lo que ella misma es53. La gracia santificante tiene por tanto para nosotros una doble cara, increada y creada, que hay que evitar extraponer como si fueran dos cosas. Con un mismo movimiento Dios nos ama y se nos da, haciéndonos amables y agradables a él. La teología escolástica, al distinguir con mucha sutileza diversas clases de gracias, generalmente según parejas complementarias, a fin de poder designar una realidad misteriosa según cortes distintos y planes diferentes, corre el peligro de atomizar los diversos puntos de vista y de cosificar una multiplicidad de dones, en donde se trata realmente de la dinámica de una relación. Por esta misma razón, es decir, por la insistencia que se le concedió a la gracia creada, la teología escolástica llegó a reducir la inhabitación trinitaria en nosotros a una relación que tendríamos con la naturaleza divina y no con las personas como tales. Sin embargo, el lenguaje de la Escritura es muy claro en este punto: venimos a ser hijos del Padre, hermanos del Hijo y templos del Espíritu Santo. San Pablo distingue en nosotros la presencia de Cristo (Gal 2, 20; 4, 19; 2 Cor 13, 5; Ef 3, 17...) y la habitación del Espíritu (Gal 4, 6; 1 Cor 3, 16-17; 6, 19; Rm 5, 5; 8, 9-11; Tit 3, 16...). Juan afirma claramente la inmanencia mutua entre el Padre y el Hijo por una parte y los cristianos por otra. Su término preferido es el de morar (Jn 14, 16; 15, 4; 17, 22; 1 Jn 3, 24). Los padres de la iglesia heredarán naturalmente este lenguaje. Pero la teología escolástica ve en él una grave dificultad, en nombre del principio de que las acciones ad extra de Dios son necesariamente comunes a toda la Trinidad, en cuanto que es un Dios único, y no unas relaciones diferenciadas con cada una de las personas. Por tanto, habría que pensar que, cuando Cristo dijo: «Subo a mi Padre y vuestro Padre» (Jn 20, 17), se expresaría de forma bastante incorrecta (!), si tuviéramos que comprender que «mi Padre» designa a la primera persona de la Trinidad y «vuestro Padre» a la Trinidad entera. De este modo muchos textos del Nuevo Testamento tendrán que dar lugar a exégesis retorcidas. ¿No vendrá el error de pretender pensar la adopción filial y la divinización pura y simplemente según el modelo de las operaciones ad extra, al modo de la creación? Es algo muy distinto lo que está en cuestión, puesto que se trata de la apertura de la Trinidad a nosotros y de la invitación que las personas divinas nos dirigen para participar gracias a una misteriosa asimilación en las relaciones que
las constituyen a unas respecto a las otras. La referencia tiene que ser aquí la encarnación misma, obra ad extra si se considera simplemente la creación de la naturaleza humana de Jesús, pero también entrada de esta naturaleza en una relación original y nueva con el Padre y el Espíritu, por el hecho de que pertenece a la persona misma del Hijo. En el siglo XVII el teólogo Denys Petau (Petavio) reaccionó contra la posición escolástica en nombre de un conocimiento mejor del pensamiento de los padres. Aunque corrigiendo algunas posiciones de Petau, Théodore de Régnon recogió esta intuición esencial en el siglo XIX54. La posición escolástica, que sobrevivió hasta la segunda mitad del siglo XX, se va viendo hoy cada vez más abandonada. ¿Para qué nos habría revelado Dios el misterio de sus tres personas, si al mismo tiempo hubiera decidido no comunicarse a nosotros en una relación verdadera con cada una de ellas? El lenguaje de la Escritura y de los Padres tiene que ser tomado en serio en un punto tan capital.
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53. En lenguaje técnico se haMa aqui de causalidad formal o cuasi-formal.
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III. HOY: DIVINIZACIÓN Y AUTOCOMUNICACIÓN DE DlOS
Debates contemporáneos en torno a la divinización En un mundo tradicionalmente religioso el tema de la divinización resultaba eminentemente fecundo para la fe. Su simple anuncio era una buena nueva. No ocurre lo mismo en un mundo secularizado, en donde la idea de Dios se va viendo cada vez más desterrada de las relaciones públicas y hasta privadas. ¿Qué sentido tiene hablar de divinización al hombre de una sociedad profundamernte marcada por el agnosticismo, cuando no por el ateísmo? Á\ mismo tiempo, ese hombre privado de Dios siente la tentación de buscar su salvación en sólo sus recursos y de absolutizar su propia condición, incluida su finitud y su contingencia. Este era el sentido de las críticas del tema cristiano de la divinización del hombre que evocábamos al comienzo de esta obra, más o menos radicales según los autores (H. Kung, J. Pohier y G. Morel)". En esta perspectiva la divinización puede parecer una especie de alienación de nuestro ser-hombre y una injuria a su propia dignidad.
54. T. DEREGNON, Etudss de thélogie positivtsur lasainte Trinité, l e serie: Exposé da dogme, V. Reteaux, París 1892, en particular 341-365. 55. Cf.supra, 42-51.
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Es verdad que los mayores autores han tenido en este punto fórmulas ambiguas o poco afortunadas. En su fervor por celebrar nuestra divinización, algunos de ellos parecen anunciarnos la desaparición completa de nuestra situación de hombres. Así ocurre, por ejemplo, con san Agustín al comentar el prólogo de Juan:
tencia, sino la promoción de su autonomía. «Por eso Cristo es el más radicalmente hombre y su humanidad es la más autónoma y la más libre»60.
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«Dios nos llama para que dejemos de ser hombres. Esta dichosa trasformación no se verifica si antes no reconocemos nuestra condición de hombres»56. Hay aquí indiscutiblemente una inflación del lenguaje. Tomada al pie de la letra, semejante fórmula caería en el error. Nuestra divinización no puede arrancarnos de nuestro «ser-hombre», so pena de condenar a la incoherencia el designio creador de Dios. Sería suprimir la paradoja de la antropología cristiana57 por la eliminación de uno de sus términos. Para que la divinización nos diga algo, es preciso que se dirija a nuestro «ser-hombre», respetándolo en su consistencia. No pedimos que nos cambien en seres diferentes. Es el peso mismo de nuestra existencia el que deseamos ver asumido en Dios. Por otra parte, no podemos escapar de nuestra finitud creada; siempre seguiremos siendo criaturas ante Dios. Sin duda, Dios nos libera de la incapacidad natural en que nos pone nuestra finitud creada para hacernos hijos por adopción, pero lo hace por un don soberanamente respetuoso de lo que somos. Realmente, en la perspectiva cristiana, no hay ninguna alternativa entre divinización y humanización: crecen a la par y llegan juntas al mismo punto. Este es el verdadero sentido de toda la reflexión patrística. Lo ha repetido un documento reciente: «Entendida correctamente, la "deificación" hace al hombre perfectamente humano; la deificación es la verdadera y suprema "humanización" del hombre»58. Parece ser que este debate está inserto en un esquema de antagonismo entre Dios y el hombre. La divinización no podría hacerse más que en detrimento de la humanidad. Cuanto más se acercase el hombre a Dios, más volatilizado quedaría en cuanto hombre. ¿No decía ya el viejo Eutíques que la humanidad de Cristo se pierde en su divinidad como una gota de agua en el mar? Hay aquí un contrasentido sobre la misma encarnación59, contra el que ya habían reaccionado los antiguos concilios. En nuestro día K. Rahner ha mostrado bien que la proximidad a Dios no es para el hombre la disolución de su consis56. AGUSTÍN. Hom. in evang. Joh. I, 4, en Obras XIII, BAC, Madrid 1955, 77. 57. Cf. svpra, 33-35. 58. Comisión internacional, Teología, cristología, antropología I, E. 4 (Doc. Cath. 1844 [1983] 123). Véase el conjunto de este capitulo. 59. Cf. B. SESBOUE, Jésus-Christ daos la tradition, o. c, 132-134 y 147-150.
La dialéctica del deseo de Dios Pero no creamos que nuestra época haya dejado de estar imbuida de la búsqueda de lo absoluto, aunque sea muchas veces de manera inconsciente o ambigua, a veces desviada en ciertas expresiones idolátricas o en el culto exclusivo al hombre. La dialéctica del deseo de Dios sigue estando presente en la modernidad, a pesar de su ruptura con el lenguaje tradicional61. Desde Pascal hasta Blondel, los apologistas y los filósofos han ahondado en el tema ya tematizado por un Gregorio de Nisa o un Agustín. Analizando la lógica de la acción humana, M. Blondel ponía de relieve el vínculo entre la idea y el deseo de Dios: «No podemos conocer a Dios sin querer hacernos dios de alguna manera»62. Pero esta situación pone al hombre en un aprieto: quiere ser Dios y no puede serlo por sus propias fuerzas; puede llegar a ser Dios, pero con tal de abandonar su voluntad a otra voluntad distinta. «Querer y no poder, poder y no querer, es la opción misma que se ofrece a la libertad: amarse hasta el desprecio de Dios, amar a Dios hasta el desprecio de sí»63. Esta es por tanto la alternativa que se propone a su libertad: «El hombre aspira a hacer de Dios: ser dios sin Dios y contra Dios, ser dios por Dios y con Dios: he aquí el dilema»64. La gran visión teilhardiana de la subida del cosmos hacia el CristoOmega ¿no constituye una forma moderna y típicamente cristiana de divinización? Más recientemente Karl Rahner, cuya teología está esencialmente preocupada por las condiciones antropológicas de la acogida de la fe cristiana, se ha entregado al análisis de la «experiencia trascendental» que anida en todo hombre. Porque el hombre es un sujeto finito, que está atravesado por un deseo infinito en el orden del conocimiento y del querer. Realiza su experiencia gracias a la insatisfación en que lo deja toda realidad conocida y poseída. Quiéralo o no, está llevado por 60. K. RAHNER, Réñexiom théologiques sur Ihcarnation, en Écrits théologiqucs III, DDB, Paris 1963, 97. 61. Recueido a aquel prisionero de Fresnes qu
digna de la persona humana. Esta exigencia de justicia se extiende a los límites del planeta, en donde las relaciones internacionales, tanto políticas como económicas, están bajo el peso de injusticias considerables. El compromiso de la justicia en favor de los más desfavorecidos se presenta como una prioridad, para enfrentarse con muchas de las alienaciones que evocábamos al principio de este libro. Pero en este mundo parece utópico hablar de un orden de justicia perfecto; se trata de algo que supera las posibilidades de las fuerzas humanas. Por otra parte, la justicia es para los moralistas una virtud. ¿No desea cada uno de los hombres ser reconocido por «justo», es decir, por persona recta, leal, honrada, respetuosa de los demás? La justicia es en este sentido un ideal de vida, no muy lejos de la santidad. Uno puede verse llevado a morir simplemente por seguir siendo justo. La justicia y la santidad son una forma de salvación para el hombre que intenta realizar su vocación. Pero el ideal y el deseo de la justicia personal chocan constantemente con la debilidad humana, incapaz de acceder a ella. Todos nosotros tenemos la experiencia de nuestros errores con los demás, de nuestras cobardías, de nuestros compromisos y de nuestras hipocresías que, según las palabras certeras y un tanto cínicas de Talleyrand, son un homenaje del vicio a la virtud. También aquí el hombre choca con una alienación radical: tiene necesidad de ser liberado y hecho justo. Pero ¿quién es en este mundo el que puede «justificar» de verdad? Había que evocar estos dos registros de la experiencia humana para situar oportunamente la salvación como justificación. Este vocabulario se funda tan sólo en una analogía entre los que expresan ambos registros y la justicia de Dios con el hombre. Sin embargo, ésta se revela como radicalmente distinta: trasciende toda justicia humana en que es capaz de hacer justo al que no lo es. No es una justicia que intente castigar y restablecer más o menos atinadamente un orden de derecho violado, sino una justicia contagiosa, una justicia que se comunica a sí raisma. En esta justicia, Dios es sujeto y no objeto: es Dios el que hace justo al homfcre y no el hombre el que hace justicia a Dios. Por esc había que tratar de ella dentro del movimiento de mediación descendente. I. EL TEST1M ONIO DE IA ESCRITURA
La justicia de Dios según la Biblia 1. Cf. La reflexión del teólogo luterano H. Asmussen citada por H. KUNG, La justiScación según Karl Barth, Estela, Barcelona 1967, 205.
lúa Biblia conoce lien el símbolo del equilibrio de los dos platillos de la balanza (cf. Lev 19, 36; Job 31, 6). Pero no se detiene en él
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para hablar de la justicia según Dios. Porque la justicia, o el respeto al derecho, «es ante todo un asunto personal: la necesidad fundamental de existir y de vivir»2. Por consiguiente, la justicia se verifica por excelencia en el acto de hacer derecho al pobre, al que no tiene nada. Así es como la justicia de Dios (que no es cólera, decepción por la falta de correspondencia amorosa de su creación) quiere el bien y asegura al hombre la salvación. «Nunca en la Biblia la justicia de Dios va asociada a un mal»3. Según la frase de St. Lyonnet, recogida por la TOB4, la justicia de Dios «no es la justicia distributiva que recompensa las obras, sino la justicia salvífica que realiza las promesas por gracia». Más profundamente todavía, «la justicia de Dios —escribe J. Guillet, es la atención al derecho mas profundo, a la sed de existir y de ser reconocido que anida en el corazón humano»5. Sólo Dios puede decirnos en Jesucristo: «tú eres justo»; y «el hombre no puede escuchar esta palabra más que en la fe»6. Por tanto, la justicia de Dios no tiene nada de conmutativa o de vindicativa. En ese caso, Dios no tendría más que culpables que condenar, sin ningún inocente que reconocer. Su justicia es totalmente justificante y salvífica con ese pobre por excelencia que es el hombre pecador que aspira a vivir.
^Cwmdo Jesús cumplió toda justicia Jesús inaugura su ministerio pascual haciéndose bautizar por Juan. Ante la extrañeza de éste, responde: «Déjame ahora, pues conviene que así cumplamos toda justicia» (Mt 3, 15). Da fórmula se refiere ante todo a un acto de obediencia y de fidelidad a la voluntad de Dios, pero manifiesta también una declaración de intención para toda la vida de Jesús. Esta actitud inicial tiene un valor programático. Delante de Dios y delante de los hombres Jesús se comportará como «hombre justo», en un sentido mucho más radical que cuando esta expresión se aplica a José (Mt 1, 19), a otros santos personajes de los relatos de la infancia (Le 1, 6; 2, 25) o al Bautista (Me 6, 20; Mt 21, 32). La justicia de Jesús es una actitud a la vez espiritual y moral que se expresa en su relación de obediencia amorosa al Padre y de apertu2. J. GUILLET, Chercher la justice:Cultures etFoi, Suppl. 1976, 14. 3. Ibid.,15. 4. T. O. B., Nouveau Testament, Ccrí, París 1972, 452, nota w a Rom 1, 17. 5. J. GUILLET, art. cit., 16. El mismo autor ha expuesto su pensamiento de forma más desarrollada en Justice-Foi-Loi, en Departcmcnt de Etudes Bibliques de l'I. C. P. La vie de la Parole. De i'Ancien au Nouvcau Testament. Mclangcs P. Grelot, Desclée, Paris 1987, 345-353. 6. Ibid., 17.
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ra total a las necesidades de los hombres, particularmente de los más pequeños. Su justicia se dirige ante todo a los pecadores, ya que no ha venido «a llamar ajustas, sino a pecadores» (Mt 9, 13; Le 5, 32). Esta justicia es la revelación de la justicia del reino de Dios para los hombres. Es ella la que lo conducirá hasta la muerte. Pero el traidor Judas reconoce que ha entregado la «sangre inocente» o «la sangre de un justo» (Mt 27, 4); la mujer de Pilato aconseja a su marido que no se mezcle en los asuntos de «ese justo» (Mt 27, 19). Ya hemos visto las palabras del centurión en la versión de Lucas: «¡Ciertamente este hombre era justo!» (Le 23, 47). El «hacer y el enseñar» son siempre solidarios en la vida de Jesús. Por eso es esta misma justicia la que proclama y enseña en el sermón de la montaña. Se dirigen dos bienaventuranzas a «los que tienen hambre y sed de justicia» (Mt 5, 6) y a los que son «perseguidos por causa de la justicia» (5, 10). Esta justicia tiene que ser superior a la de los escribas y fariseos (Mt 5, 20); se inspira en la justicia de Dios que hace brillar el sol y caer la lluvia «sobre justos e injustos» (Mt 5, 45); es finalmente una llamada a la perfección misma del Padre celestial (Mt 5, 48). La invitación a hacer justicia, muy presente en el evangelio de Mateo, no corresponde al lenguaje de las epístolas paulinas. Pero la justicia es ante todo un don de Dios manifestado en la persona de Jesús, que la proclama al mismo tiempo que el reino de Dios. Por eso mismo, en su respuesta al don del reino, puede llegar a superar toda justicia humana. Por otra parte, el vocabulario de la justicia se completa en los evangelios con el de gracia. Lucas nos dice que el niño iba creciendo y rebusteciéndose, lleno de sabiduría, porque «la gracia de Dios estaba sobre él» (Le 2,40), o que iba creciendo «en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Le 2,52). Juan nos presenta al Verbo encarnado como el que está «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14), con la plenitud de aquel de quien todos hemos recibido «gracia por gracia» (Jn 1,16). Porque si la ley fue dada por Moisés, «la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo» (Jn 1,17). La gracia y la justicia van a la par. Jesús es en su persona la fuente de una y de la otra. Por consiguiente, tiene pleno derecho a enseñarla, porque asegura su don.
El evangelio de Pablo E n el Nuevo Testamento, Pallo es el testigo privilegiado d e la justificación por la fe. Para comprender bien su doctrina en esta ma-
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teria, hay que remontarse hasta su experiencia personal. Según su propia confesión, el joven judío Saulo de Tarso intentó con todo el fervor de su ánimo realizar su propia justicia por medio de las obras de la ley. Tenía motivos para sentirse orgulloso de ello: «Hebreo e hijo de hebreos; en cuanto a la ley, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia de la ley, intachable» (Flp 3,5-6; cf. Gal 1,14). Pero en el camino de Damasco hizo un descubrimiento totalmente contrario y recibió el evangelio por una revelación de Jesucristo. Había llegado hasta el límite de su deseo de conseguir su propia justicia con sus fuerzas, pero no había encontrado a Dios. No podemos hacernos con Dios con nuestras fuerzas. Por eso tenemos que aceptar vernos descabalgados, lo mismo que Pablo, caer por tierra, recurrir a otro y dejarnos coger. Porque nadie puede decir de sí mismo: «yo soy justo»; sólo Dios puede decirnos: «tú eres justo» 7 Así pues, Pablo perdió toda la confianza que tenía en sí mismo, para ponerla en Dios. No puso ya su orgullo o su «jactancia» en la ley, sino en la esperanza y en la gloria de Dios por Cristo Jesús (cf. Rom 2,7-13; 5,2-11). Todo lo que era ganancia para él, resultó ser pérdida. Su único bien fue el conocimiento de Jesucristo; su único deseo fue «ganar a Cristo y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe» (Flp 3,8-9). Es allí donde se arraiga en él la dialéctica de la debilidad y de la fuerza que tanto le complace. Pablo puede sentirse orgulloso de sus flaquezas, porque él le ha dicho: «Mi gracia te basta; que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza» (2 Cor 12, 9). Todos justificados por gracia La vocación de Pablo es única, pero la experiencia que hizo tiene un alcance universal. Revela la manera con que la salvación de Dios alcanza al hombre. Vale para los paganos lo mismo que para los judíos. Con este espíritu es como el apóstol escribe a los Romanos la gran carta de la justificación por la fe: «Pues no me avergénzo del Evangelio, que es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree: del judio primeramente y también del griego. Porque en él se revela la justicia de Dios, de fe en fe, como dice la Escritura: "El justo vivirá por la fe"» (Rom 1, 16-17).
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Esta proclamación inicial es el índice de toda la epístola. Pero el anuncio de la salvación se dirige a un mundo encerrado en el pecado y normalmente digno de la cólera de Dios. Bajo esta luz puede manifestarse la radicalidad del pecado de la humanidad: «Pues ya demostramos que tanto judíos como griegos están todos bajo el pecado, como dice la Escritura: "No hay quien sea justo, ni siquiera uno solo"... Que toda boca enmudezca y el mundo entero se reconozca reo ante Dios, ya que nadie será justificado ante él por las obras de la ley» (Rom 3, 9-10.19-20). En una sínteis vigorosa Pablo repite entonces la proclamación de la salvación, que forma «inclusión» con la precedente: «Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien Dios exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia» (Rom 3, 23-25). Este texto tiene el interés de articular en torno a la categoría de justificación otros dos vocabularios de la salvación: el de la redención, acontecimiento realizado por Cristo y en cuyo nombre se produce la justificación de cada-uno, y el de la expiación o propiciación, que volveremos a encontrar cuando tratemos de la mediación ascendente; este último se invoca con vistas a la revelación de lo que la justicia de Dios es para el hombre. Los dos movimientos de la mediación reciben aquí una connotación según la verdad de cada uno. En otro lugar Pablo llama a Cristo «sabiduría, justicia, santificación y redención» (1 Cor 1,30): todas estas categorías encuentran su unidad original y su sentido en la persona de Cristo. La justificación del hombre es obra de la pura gracia de Dios. Pero se añade «mediante la fe». En efecto, al hombre tan sólo s e le pide la fe para que sea beneficiario de la justicia y de la gracia. «TTorque pensamos qtie el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley» (Rom 3,28). El gran ejemplo de la fe que propone Pablo es el de Abrahái, del que dice la Escritura: «"Creyó Abrahán en Dios y le fue reputado como justicia"... Esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones.. No vaciló en su fe al considerar su cuerpo ya sin vigor —tenia unes cien años— y el seno de Sara, igualmente estéril; en presencia de la promesa divina, la incredulidad no le hizo vacilar, antes bien, su fe le llenó de fonaleza y dio gloria a Dios» (Rom 4,3.18-20).
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Lo que vale para Abrahán, que creyó en la promesa, vale también para nosotros, que creemos en el misterio de Cristo:
Pero describe también una dinámica de trasformación del pecador por el don del Espíritu que actúa en él una vida nueva. La dimensión exterior de la justificación se ordena a su dimensión interior y tiene como fruto la santificación.
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«Nosotros, a quienes ha de ser imputada la fe, nosotros que creemos en Aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús Señor nuestro, quién fue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado para nuestra justificación» (Rom 4,24). El retorno a la vida del justo entregado por nuestros pecados nos comunica la vida en la justicia. La fe hace vivir, ya que nos hace recibir la justicia viva y vivificante de Dios. En la lógica de este texto la fe no es una obra nueva del hombre, que viniera de alguna forma a sumarse con el don de la gracia. En la gracia y por la gracia es como creemos en la gracia y somos agraciados. Esta fe viviente está imbuida de la caridad, ya que «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5). El amor que Dios tiene por nosotros se ha derramado ahora en nuestros corazones, como agua purificadora y se convierte en la fuente misma del amor que tenemos a Dios. Puesto que Dios es el que actúa en nosotros el querer y el obrar (Flp 2.13), esta fe que comprende esperanza y amor es un puro don de Dios. La fórmula completa de la justificación por la fe es la justificación por Ja gracia, mediante la fe, que es a su vez gracia La salvación dada por Dios realiza entonces un acto perfectamente original de justicia, que separa no ya al justo del culpable, sino al pecado del pecador. Por un lado, por la cruz de Cristo, «condenó el pecado en la carne» (Rom 8,3) y el pecador se encuentra justificado por el Espíritu, ya que la justicia que exigía la ley se cumple ahora en nosotros (Rom 8,4). Se abre para nosotros el camino de una vida en el Espíritu que nos convierte en hijos adoptivos de Dios (Rom 8,15). Esta vida nueva hace posibles las obras de la fe. Porque Pablo tiene plena conciencia de que la justificación por la fe no tiene que traducirse por la libertad de pecar. Las obras no contribuyen a la justificación, sino que la justificación hace posibles las obras del amor. Lo que importa para el que está en Cristo es «la fe que actúa por la caridad» (Gal 5,6). Más tarde, la carta de Santiago insistirá mucho en este punto, reaccionando sin duda contra las interpretaciones simplistas y extremas de la enseñanza de Pablo (San 2,14-26). Esta es, brevemente esbozada, la doctrina paulina de la justificación por la fe. Pablo lo expresa con un entusiasmo cristiano, en un espíritu de alabanza y de admiración ante el designio de Dios, del que nada puede separarnos. Este tema encierra siempre en él una referencia a la imagen jurídica de la justicia devuelta al cristiano, objeto de decisión divina e «imputada» al hombre como en el caso de Abrahán.
n.
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E L TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN
He dicho que los padres griegos no desarrollaron una doctrina formal de la justificación. Pero esta afirmación general exigiría sin duda alguna ciertas matizaciones. Por ejemplo, el sentido que tienen del admirable intercambio entre Dios y el hombre, anteriormente señalado, no se olvida del tema paulino del intercambio entre la justicia de Dios y del pecado del hombre. Basta para atestiguarlo el hermoso texto, con que ya nos hemos encontrado, de la Epístola a Diogneto: «Porque ¿qué otra cosa podría cubrir nuestros pecados, sino la justicia? ¿En quién otro podíamos ser justificados nosotros, inicuos e impíos, sino en el solo Hijo de Dios? ¡Oh dulce trueque! ¡Oh obra insondable! ¡Oh beneficios inesperados! ¡Que la iniquidad de muchos quedara oculta en un solo Justo y la justicia de uno solo justificara a muchos inicuos!»8 Más arriba hemos visto9 el sentido original que adquiere en Ireneo la idea de la justicia en la salvación. Se trata de una justicia devuelta al hombre que en Cristo y por Cristo se ha hecho vencedor del que lo había vencido. La analogía puede parecer estar muy lejos de la justificación de que habla Pablo. Pero no hay ninguna equivocidad, ya que esta justicia es desde luego un don que Dios hace al hombre, una liberación que hace así al hombre justo delante de Dios. Pero hay que esperar a Agustín para que llegue a tematizarse en occidente una verdadera doctrina de la justificación y de la gracia.
La experiencia de Agustín Ya n o s hemos encontrado dos veces con Agustín en nuestro r e c o rrido, primero a propósito de su experiencia de la mediación de Cristo10 y luege a propósito de la relación entre la gracia y el libre albe-
8. Epist. id Diognetum 9, 3, en Padres Apostólicos , BAC, Madrid 1985, 857. 9. Cf. supra, 166-170. 10. Cf. sipra, 106-107.
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drío después del pecado". En ambos casos, Agustín experimentaba la soberanía de la gracia liberadora que le vem'a de Jesucristo. Estos encuentros nos hacen constatar una primera analogía entre Agustín y Pablo: tanto en uno como en otro la experiencia determina la doctrina. El judío Saulo contento de sí mismo y de sus obras había tenido que renunciar a sus privilegios y a la búsqueda desenfrenada de la justicia por las obras de la fe. El pagano africano, mal convertido, que era Agustín, seducido largo tiempo por el maniqueísmo, luchó en vano por poner de acuerdo las miserias de su existencia carnal con su deseo de Dios. Tanto el uno como el otro, pero el segundo a la luz de la doctrina del primero, tematizaron su experiencia y dedujeron de ella su lógica profunda, válida para todo cristiano.
Pelagioyla
ilusión de la libertad
Pero intervino un nuevo elemento, que precipitó las cosas. Pelagio, un laico asceta, natural de Gran Bretaña, se dio a conocer en Roma a partir del año 380 en la dirección espiritual de personas de la alta sociedad. Ejerció así una gran influencia y se enfrentó con los que hacían una apología demasiado fácil de la fe sin las obras, que él interpretaba como una autorización a pecar «con toda seguridad y libertad». Se hizo con discípulos entusiastas que radicalizaron su doctrina, especialmente Celestio y Juliano, obispo de Eclana. Su enseñanza desencadenó una polémica larga y compleja, que se desplazó de África a Palestina, para volver a África y pasar de nuevo a Roma; 'prque los pelagianos, turbulentos, viajaban por las diversas regiones de la cristiandad de aquella época. Fue necesario que intervinieran los concilios locales y los papas12. En Agustín y Pelagio se enfrentaban dos concepciones totalmente distintas del cristianismo, dos concepciones de la situación del hombre ante Dios, del pecado y de la salvación. Una de las características de la doctrina de Pelagio es la de expresar las posiciones espontáneas de un sentido común primario y precrítico, de tal forma que a primera vista todos podemos reconocernos de buena gana c o m o pelagianos que se ignoran. Para Pelagio, la relación del hombre con Dios es ante todo una relación de creación entre un Dios justo y un hombre libre. Por una parte, Dios es justo: recompensa a los justos y castiga a los
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pecadores; no pide nada imposible, ni abusivo; por tanto, la ley tiene que ser accesible al hombre; no hay pecado en donde no hay libertad personal; por consiguiente, Pelagio no puede admitir la trasmisión de una especie de pecado original, pecado hereditario que sería contrario a la moral de Ezequiel (Ez 18). Cada hombre es un Adán para él mismo. Sea lo que fuere de la historia de la humanidad, a cada existencia le toca partir siempre de nuevo con sus fuerzas intactas. Por otra parte, el hombre es libre: está «emancipado de Dios», adulto ante él. Si el «poder» le viene al hombre del Dios creador, el «querer» y el «cumplir» son cosa suya; su libertad histórica es total; por tanto, puede hacer el bien y evitar el mal; puede incluso no pecar nunca (es la tesis de la iirpeccantia del hombre); su libertad vuelve a partir de cero con cada acto nuevo, prescindiendo de cuál haya sido su conducta anterior; a Pelagio le falta la persuasión de que nuestros actos nos trasforman. Si el hombre peca, mantiene sin embargo toda su posibilidad de convertirse. En una palabra, el hombre puede lograr por sí mismo su salvación con sus propios actos de libertad. ¿Qué pasa entonces con la gracia? Pelagio no niega ni su existencia ni su papel. Reconoce una gracia que se confunde con la creación: está en el origen de nuestro libre albedrío; hay además una gracia de enseñanza, de sacorro exterior que nos viene del ejemplo de Cristo; y está finalmente una gracia de perdón de los pecados, que es la remisión de una deuda, pero que no cambia el corazón. Puesto que no hay pecado original, el bautismo no se les puede dar a los niños «para el perdón de los pecados»; no hace más que «abrirles el cielo». Para Agustín, semejante doctrina es la negación de toda la enseñanza paulina y joánica, la negación de la situación pecadora concreta del hombre delante de Dios, cuya experiencia ha relatado en sus Confesiones, la negación de la prioridad absoluta de la gracia sobre nuestras obras, y finalmente y sobre todo la negación de la cruz de Cristo. Si Pelagio tiene razón, no tenemos necesidad de salvación; somos perfectamente capaces de conseguir nosotros solos nuestra salvación. Actualmente somos perfectamente sensibles a la abstracción antropológica de esta doctrina, cuyo optimismo puede seducir por u n instante, pero que condena la realidad personal y colectiva del hombre.
Agustín y la soberaníade 11. Cf. supra, 198-199. 12. Sobre Pelagio y esta historia, cf. G. DE PLINVAL, Pélage, Scs ccrits, sa vie et SÜ reforme, Payot, Lausanne 1943.
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la gracia
L a respuesta de Agustín a Pelagio lo condujo a desarrollar la concepción, que ya tenía, de la soberanía de la gracia. Pero a medida que se fue envenenando ladisputa, con la entrada de Juliano de Eclana y
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su violencia verbal y el paulatino envejecimiento de Agustín, su discurso se hizo más tenso y llegó incluso a superar los límites de un justo equilibrio. En este contexto polémico, acentuó ciertos rasgos discutibles de su concepción de la trasmisión del pecado original por la generación y de la predestinación. A veces se tiene la impresión de que el último Agustín hace perder toda su consistencia a la libertad del hombre. Los elementos más ambiguos de su pensamiento están en el origen de los debates sin salida de los tiempos modernos sobre la gracia y de las posiciones jansenistas. Por consiguiente, hemos de volver a la posición más justa del Agustín de la madurez, cuya doctrina esencial fue canonizada por los concilios de Cartago (418) y de Orange (529). El pensamiento de Agustín ejercerá una influencia decisiva sobre la dogmática latina, particularmente sobre la teología de santo Tomás. Según el proyecto de este libro, no voy a recoger aquí más que lo que concierne a la justificación y a la gracia. Inspirándome en un hermoso texto de Yves de Montcheuil 13 , resumiré en unos cuantos puntos las grandes líneas fundamentales del pensamiento de Agustín según su expresión más equilibrada. Encierra dos datos esenciales: la soberanía de la gracia y la realidad de la libertad humana. 1. Es la gracia la que comienza. Porque es siempre Dios el que da el primer paso ante el hombre. Esto se verifica en el plano universal de la historia de la salvación, en la creación, en el don de la primera alianza y en el don definitivo del Verbo encarnado. Dios busca al hombre, como lo hacía el creador en el paraíso después del pecado: «Adán, ¿dónde estás?» (Gen 3,9). Esta iniciativa hace posible la respuesta del hombre, la expresión de su deseo, de su llamada y de su espera. Del mismo modo, fue la gracia invitadora de Dios la que permitió el fíat de la Virgen. Lo que vale en el plano universal de la salvación vale igualmente en el plano personal. La Iglesia se ha negado a admitir la tesis de los que han recibido el nombre —sin duda por equivocación— de «semipelagianos», que opinaban que en el punto de partida de la fe era el hombre el que comenzaba y Dios el que acababa. En esa concepción le correspondería primero al hombre disponerse para la gracia, en un paso previo que desempeñaría la función de una especie de mérito. Esto explicaría por qué unos se convierten y otros no. A esta tesis, Agustín y la Iglesia después de él responden que la preparación de la fe es igualmente un don de Dios y una forma 13. Cf. Y de MONTCHEUIL, Notes medites,en Recherches et débats(l- serie policopiado) n. 10, junio-julio 1950, 2-6
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de gracia. El comienzo de la fe (initium fidei) está también sometido a la prioridad absoluta de la gracia. Se trata de una explicitación de la lógica paulina. 2. Lo mismo ocurre con la perseverancia en la justicia Esta prioridad vale no solamente de la primera justificación, sino de todo el proceso de la santificación: la gracia acompaña a todos nuestros actos. Pues bien, los «semipelagianos» decían: una vez recibido el don de la justificación, le corresponde al hombre ser fiel al mismo. Le toca colaborar con la gracia, ya que sus obras tienen que completar necesariamente esa gracia en la realización de la salvación y para el mérito de la perseverancia. La fórmula sería entonces la inversa a la anterior: Dios comienza y el hombre acaba. Una vez más Agustín responde que no es así: ninguna actividad humana guarda proporción con el don de Dios. El hombre no puede merecer la vida eterna, ya que entonces se daría un bien superior al que Dios le hace creándolo. El hombre no se encuentra nunca delante de Dios en la situación de disponer de un mérito independiente de su gracia. La lógica de la relación gracia-libertad, que intervino en el momento de la primera justificación, sigue siendo la misma a continuación. Coronando nuestros méritos, Dios recompensa sus propios dones. Esta misma lógica rige igualmente en el caso de la perseverancia final. Tampoco aquí hay ningún derecho a decir: Dios comienza y el hombre acaba. 3. Sin embargo, queda en pie nuestra libertad. Porque la gracia no constringe a la libertad desde fuera, sino que la suscita desde dentro: la da a ella misma. Esta afirmación está a primera vista en contradicción con el sentido común: una ayuda, una influencia es siempre para nosotros un atentado contra la libertad que se define por la autonomía de la decisión {causa sui). Pero ya hemos visto la superficialidad de este punto de vista, dado que sólo una libertad puede hacer que nazca una libertad, sólo un amor puede hacer que nazca un amor 14 . La gracia es e n definitiva la libertad amorosa de Dios para con nosotros; lejos de extinguir nuestra libertad, la engendra. Una prueba a contrario d e nuestra libertad reside en la posibilidad de decir que no, Esta libertad continuamente dada a sí misma y solicitada por la gracia de Dios siempre puede «fallar», por recoger la palabra exacta de Agustín, y negarse. Pero esta prueba a contrario no debe hacernos pensar que sólo hay libertad cuando el hombre dice que no. E s o sería una interpretación pecadora de la relación entre Dios y el hombre, considerados como dos rivales que se disputarían un lugar único en la existencia. 14. a . sup/a, 198-202.
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4. ¿Cómo comprender entonces la conciliación de estos dos factores? Para ello hay que salir de la representación corriente según la cual la gracia y la libertad son dos factores del mismo orden que se ejercen en el mismo punto, como si se tratara de dos caballos que tiran del mismo carro. En ese caso, el trabajo realizado por un animal se une al que tiene que realizar el otro para sumarse con él. Pero entre Dios y el hombre no puede haber una relación cuantitativa de ese orden, como si una parte correspondiera a Dios y otra al hombre, como si el don de Dios evitase que el hombre obrara. Porque la acción de Dios y la del hombre no están en el mismo plano, no pueden competir entre sí. Todo viene de Dios y sin embargo todo es del hombre. La analogía de la creación puede ayudarnos a comprender de qué se trata: el ser de la criatura depende por entero de la intención creadora de Dios, sin la cual desaparecería. La criatura, sin embargo, es distinta de Dios y dispone de una autonomía de acción real. Lo mismo ocurre con la gracia que crea nuestra libertad espiritual. Su finalidad es suscitar ante Dios a un compañero verdaderamente «otro», libre y amante. Por eso, mi asentimiento a la gracia viene ciertamente de mí aunque sigue siendo por su origen una gracia de Dios. 5. Lo que está en juego en la relación entre la gracia divina y la libertad humana es el don de la vida de Dios, nuestra adopción filial y nuestra divinización. Esta vida no puede nunca ser objeto de una «captación» por parte del hombre. Por definición el hombre no es Dios, es y sigue siendo criatura. Para él, acceder a la libertad es aceptar recibirse a sí mismo y su propia vocación, aceptar tener que responder a una invitación y a un don. El hombre es un acusativo antes de ser un nominativo. Es el objeto del deseo de Dios, antes de ser el sujeto de ese deseo y para poder hacerse tal. Este dato fundamental no es una consecuencia del pecado, sino que procede de nuestro estatuto de criaturas, difícil de admitir ciertamente en nuestros días para muchos espíritus. Porque el hombre sigue estando siempre bajo la tentación de hacerse dios por sí mismo, sin referencia a una alteridad. El signo de esta dialéctica de un amor libre que suscita un amor libre es para Agustín el deleite o el placer. El amor liberado encuentra su dicha en amar y servir a Dios. En donde no hay constricción, allí hay placer. 6. En el caso del hombre pecador, la liberación de nuestra libertad por la gracia no se hace de un solo golpe. La libertad devuelta a sí misma sigue estando dividida y su devenir se cumple en el tiempo. Progresivamente, la gracia que induce a la entrega de sí mismo a Dios y a los demás, la ascesis y las buenas obras, consigue rehacer el acuerdo pleno de nosotros con nosotros mismos.
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Esta es, según su núcleo esencial, la doctrina agustiniana de la gracia que justifica nuestra libertad. Se inscribe en línea recta con la doctrina paulina, de la que constituye la interpretación eclesial. Santo Tomás recogerá exactamente su contenido, dándole la forma sistemática de la construcción escolástica. Se trata de un bien común de la • Iglesia. El «sola gratia» y el «sola fide» de Latero Lutero es una vez más el testigo de la correspondencia entre la experiencia personal y la doctrina. Desde su juventud, Lutero, nacido en 1483, era presa de la profunda angustia existencial de su tiempo, la angustia de la salvación: ¿soy digno de amor o de odio? ¿me mira Dios como un amigo o como un enemigo? ¿no estaré caminando por el camino del infierno? ¿cómo librarme de la concupiscencia y del pecado que siento siempre en mí? Para aplacar esta angustia, Lutero entra en 1505 en la orden de los agustinos, que practicaba penitencias rigurosas. «Se agota» entonces, nos dice, en ayunos, vigilias, maceraciones, y frecuenta el sacramento de la penitencia. Pero a pesar de los consejos de su director, Staupitz, vive sin cesar en el miedo a la justicia de Dios. Sigue inundándolo la angustia de la condenación. La concupiscencia en todas sus formas, que tiene tendencia a confundir con el mismo pecado, sigue viviendo en él. Ante Dios que lo juzga, no es más que un pecador. Pues bien, en 1513 una iluminación espiritual trasforma la situación gracias a su estudio de la carta a los Romanos. Descubre que Dios no es el juez amenazante «que castiga a los pecadores y a los injustos: «Entonces empecé a comprender que la justicia de Dios es aquella por la que el justo vive del don de Dios, a saber, de la fe, y que la significación era ésta: por el evangelio se ha revelado la justicia de Dios, a saber, la justicia pasiva, por la que Dios misericordioso nos justifica por la fe, según está escrito: "el justo vive por la fe". Entonces me sentí un hombre nacido de nuevo, que ha entrado en el paraíso con las puertas de par en par. En ese mismo instante la Escritura se me apareció con otro rostro»1 . De pronto pasa del odio al amor ante la expresión «justicia de Dios»: antes le aterrorizaba, ahora lo libera. Lee entonces a san Agustín, e i la tradición espiritual que estaba viviendo, ya que era 15. M. LITHER , Cteuvres.t. Vil, Labor et Rdes, Genéve 1962, 307.
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monje agustino, y se da cuenta de que también él interpreta del mismo modo a san Pablo: 16
«Leí luego el De spirítu et littcra de Agustín , en donde contra toda esperanza encontré que también él interpreta la justicia de Dios de la misma manera: aquella de la que Dios nos reviste al justificarnos. Y aunque esto sea de una manera imperfecta y no explica claramente todo lo relativo a la imputación, le pareció conveniente enseñar que la justicia de Dios es aquella por la que somos justificados»17. Así, las observancias religiosas y el significado que se les daba habitualmente habían obscurecido el evangelio de la justificación por la fe. La virulencia de la experiencia vivida por Lutero explica ciertos aspectos de su doctrina. Su punto de vista y su lenguaje son existenciales18, y no ya ontológicos como en la teología escolástica. Esto es algo nuevo en la época y engendrará no pocos malentendidos. En su traducción del famoso versículo de Rom 1,17 añade una palabra que no está en el texto: «El justo vivirá por la fe sola». Esta innovación exacta en cuanto al sentido, resulta significativa de su reacción violenta contra las obras. Lutero subraya también que el acto de justificación es la decisión propia de Dios, que sigue siendo en este sentido exterior al hombre: es el aspecto «forense», es decir, exterior y jurídico de la justificación. La gracia es ante todo la mirada que Dios dirige al hombre. La justificación no deja sitio a la moralidad natural. Sin duda abre el camino a un proceso de santificación y las obras buenas son consecuencia normal. Pero el hombre revestido de la justicia de Dios sigue siendo pecador (simul peccator et justus), porque hace la experiencia de que, incluso después del bautismo, el pecado, considerado por Lutero como un estado mucho más que como una serie de actos, sigue viviendo en él. Por eso el reformador insiste mucho en la conciencia interior que cada uno ha de tener de su propia fe y de la confianza en Dios que lo justifica. En el contexto de esta experiencia espiritual es donde explota el asunto de las indulgencias de 1517. El incidente de las 95 tesis publicadas en Wittenberg habría podido ser una cuestión sin importancia, pero resultó simbólica. Denunciando los manifiestos abusos simoníaeos de la predicación de las indulgencias, Lutero ataca entonces las obras presentadas como salvífícas y que distraían a los fieles de su fe en la cruz de Cristo. Esto ocasionará el conflicto que todos conocemos 16. Cuyo título, inspirado en 2 Cor 3, 6, equivale a «De la gracia y de la ley». 17. M. LUTHER , Oeuvres, t. VII, o.c.
18. Punto de vista subrayado por D. OLIVIER, Le procos Luther, 1517-1521, Fayard, París 1971; La foi de Luther. La cause de VEvangile dans l'Eglise, Beauchesne, Paris 1978.
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y la excomunión de Lutero en 1521. En Lutero, las violencias de lenguaje y la radicalización progresiva de sus ideas no facilitaron ciertamente el diálogo con la Iglesia Pero, por otro lado, tampoco ésta comprendió de verdad el alcance de su experiencia religiosa. En lugar de ver en él una llamada a un retorno al evangelio, sólo atendió a su contestación de la institución eclesial. Pues bien, el grito de Lutero, extendido por toda Europa gracias a la nueva invención de la imprenta, actuó como un detonador. El reformador sintonizaba con la sensibilidad espiritual de su época, llena de vitalidad, de búsqueda y de esperanza, a pesar de la decadencia de las prácticas y de los abusos eclesiásticos. La doctrina luterana de la justificación por la fe no es más que la formalización dealéctica de estos datos de su experiencia El evangelio hace pasar al hombre de la ley a la fe. El hombre, total y radicalmente pecador, según una perspectiva que no distingue entre pecado original y pecado personal, está separado de Dios. Está sometido a la ley, que le revela su pecado sin liberarlo de él, y que es la expresión de la cólera de Dios sobre él. Dios es entonces para nosotros un Dios oculto, bajo cuyo juicio temblamos, y que realiza en nosotros una obra extraña (opus alienum). Por el anuncio del evangelio, el hombre puede encontrar la paz pasando a la fe y abandonándose a la misericordia de Dios. El sola fide es su respuesta al sola gratia, en la que Dios nos concede incondicionalmente la justicia, sin tener para nada en cuenta nuestra aportación. Este acto es el instante de Dios que encuentra sin cesar al creyente en el hoy de su existencia, para hacerle pasar constantemente a la fe. Dios es entonces un Dios revelado que realiza en nosotros su obra propia (opus alienum). La justificación es un gozoso intercambio entre Cristo y el creyente: se nos imputa la justicia de Cristo Gusticia forense), que nos permite obrar de manera justa (segundo nivel de la justicia), pasándole a Cristo el peso de nuestro pecado. El hombre justificado, enfermo en vías de curación, sigue siendo pecador y penitente. El sola fíde y el sola gratia están lógicamente vinculados con la sola scriptwa, ya que sólo la Escritura atestigua para nosotros la Palabra de Dios. Se comprende entonces que para Lutero la justificación por la fe sea el artículo que hace mantenerse en pie o caer a la Iglesia (articulus stantis ve/ eadentis Ecclesiae). La sesión és del concilio de Trento sobre la justificación (1547) «¿Por qué tan tarde, cuando todo grita: ¡Concilio, concilio!?», repetía la época19. Uno de los dramas de la Iglesia en el siglo VI fue 19. Cf. H JEDIN, Historia del concilio de Trento, t. I, La lucha por el Concilio, Eunsa, Pamplona 1972, 182.
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efectivamente el retraso con que se celebró el concilio de Trento. La apelación al concilio vino de Lutero el año 1518 y el 1520; la repitió en 1523 la dieta de Nuremberg y se hizo en 1524 en nombre de los Estados alemanes. Pero para el papa León X, que había acabado tan sólo en 1517 el concilio Lateranense V, el concilio estaba ya hecho. Clemente VII no lo quería y durante diez años hizo todo lo posible por evitarlo. Pablo III tuvo a su vez necesidad de diez años para reunido, ya que los conflictos europeos lo hacían periódicamente imposible. Si Carlos V era favorable al mismo, a fin de rehacer la unidad espiritual de su imperio, Francisco I se le oponía, prefiriendo el statu quo que debilitaba a su adversario. Con el correr de los años, los protestantes planteaban cada vez más exigencias sobre el mismo. El concilio era una especie de espejismo que retrocedía cada vez más. Se puso en marcha en 1545, tres meses antes de la muerte de Lutero, con casi treinta años de retraso, y, teniendo en cuenta las interrupciones, duró dieciocho años. Durante este tiempo los luteranos y los calvinistas constituyeron verdaderas Iglesias. Hubo ciertamente algunos intentos de presencia de los protestantes en Trento, pero sin resultado. El concilio, que debía hacer una obra en común con ellos para la reconciliación y la reforma de la Iglesia, se convirtió en un concilio de Contra-reforma. El concilio tema ante sí un inmenso programa de trabajo en el doble terreno de los «dogmas» y de la «reforma». En el primer registro, abordó tres cuestiones de fondo: relación entre la Escritura y la tradición, el pecado original y la justificación, antes de emprender un largo recorrido por los sacramentos. Con ocasión de la sesión 6a, dedicada a la justificación, el concilio redactó por primera vez, además de una serie de 33 cánones, un largo documento doctrina] (doctrina) dividido en capítulos, que propone una enseñanza coherente y completa sobre el conjunto del tema. Todo ello fue objeto de debates serios y profundos, de redacciones múltiples, teniendo que pasar el concilio por la experiencia de diversas tendencias en su seno. Su redactor fue Seripando, maestro general de los agustinos, la orden a la que pertenecía Lutero. Es evidente la preocupación por explicarse con los reformadores, pero también la de liberar a la doctrina católica de toda sospecha de pelagianismo. La doctrina de fondo está de acuerdo con los fundamentos paulinos y agustinianos del pensamiento de Lutero. Pero la conceptualización es muy distinta: el concilio sigue hablando un lenguaje ontológico y no existencial. Su antropología es más optimista que la de Lutero. La calidad del trabajo conciliar ha sido reconocida por el teólogo protestante Harnack en estos términos:
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«El decreto sobre la justificación, a pesar de tratarse de un producto artificioso, es, en muchos aspectos, un trabajo excelente; cabe preguntarse si, de haberse emitido este decreto a comienzos de siglo por el concilio de Letrán, metiéndose realmente en la carne y en la sangre de la Iglesia, habría progresado la Reforma»20. En la lectura rápida que aquí propongo de este largo texto, atiendo más a la doctrina que a los cánones, ya que la exposición articulada de la doctrina es más significativa que la denuncia discontinua de las proposiciones condenables. Destaco igualmente lo que el concilio llama «el primer efecto de la justificación», es decir, el proceso de paso de un pecador infiel a la fe y a la justicia, en detrimento de los otros estados (perseverancia y progreso en la justificación y recuperación de la justificación perdida), que ponen en movimiento la misma lógica. La primera justificación del pecador queda expuesta en sus dos puntos de vista complementarios. El primero se refiere al presupuesto global de esta justificación, que se encuentra en la economía divina de salvación con la humanidad pecadora. La humanidad histórica, según sus dos categorías bíblicas, los judíos y los paganos, está encerrada en el pecado, de tal forma que ni los paganos por las fuerzas de la naturaleza ni los judíos por la observancia de la ley mosaica pueden liberarse de este estado para llegar a la salvación. Sin embargo, en el corazón de esta incapacidad radical, la humanidad conserva una capacidad para ser liberada, ya que no se ha extinguido su libre albedrío, sino que sólo se ha «debilitado y desviado» (cap. 1). Por eso, el Padre de las misericordias envió en la plenitud de los tiempos a su Hijo para redimir a los judíos y hacer que los paganos alcancen la justicia. Se observará la equivalencia que pone el concilio entre los dos vocabularios de la redención y de la justificación (cap. 2). Esta justificación adquirida por la sangre de Cristo tiene un valor para todos; sin embargo, tiene que ser comunicada a los hombres por la regeneración en Cristo, en donde se les concede la «gracia que los hace justos» (cap. 3). La justificación se presenta así como una trasferencia, en la herencia, de la solidaridad pecadora que nos viene de Adán al estado de gracia y de adopción de hijos de Dios por el segundo Adán. Esta trasferencia, desde la promulgación del evangelio, se realiza por el bautismo (cap. 4). Esta exposición expresa en un lenguaje muy paulino la soberanía de la iniciativa de Dios para la realización en Jesucristo de la salvación universal. Antes de considerar el
20. Textocitado por H. KUNG, O. c , 104.
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aspecto interior de la justificación, el concilio sitúa el acto de Dios en la historia. El segundo punto de vista adoptado por el concilio nos hace pasar a la consideración del pecador en vías de justificación. Podríamos llamarlo un punto de vista «existencial», si no se tratase sobre todo de un planteamiento lógico de los factores en juego. Este devenir es estudiado a partir del caso de los adultos. Este punto tiene su importancia. Porque ninguna teología tiene que construirse a partir del caso extremo del bautismo de los niños. Este último no puede comprenderse justamente más que a la luz de la justificación de los adultos. El leit-motiv de todo el desarrollo es el siguiente: la prioridad de la gracia es absoluta y constante, pero se exige la cooperación de la libertad humana por la sencilla razón de que ésta se da. La libertad puede convertirse en aliada activa de la gracia solamente y en la medida en que es ella misma liberada por la gracia. Así se recoge la doctrina de Pablo y de Agustín. El primer punto está perfectamente de acuerdo con la doctrina de Lutero; el segundo tiende a corregir el unilateralismo de su pensamiento en lo que se refiere a la libertad. El texto no permite ninguna confusión posible en cuanto a una «sinergia» de la gracia y de la libertad; subraya solamente la eficacia trasformadora de la gracia. Este leit-motiv volverá de nuevo a la escena a propósito de la preparación para la justificación, del acto mismo de la justificación y finalmente del progreso de esta justificación. En la preparación para la justificación, la gracia divina, que por hipótesis no habita todavía en el hombre, solicita su libertad en una anticipación gratuita y le da la posibilidad de volverse a Dios en un movimiento de acogida. Todas las palabras están debidamente pesadas en la frase decisiva: «Declara además (el sacrosanto concilio) que el principio de la justificación misma en los adultos ha de tomarse de la gracia de Dios preveniente por medio de Cristo Jesús, esto es, de la vocación, por la que son llamados sin que exista mérito alguno en ellos, para que quienes se apartaron de Dios por los pecados, por la gracia de Él que los excita y ayuda a convertirse, se dispongan a su propia justificación, asintiendo y cooperando libremente a la misma gracia» (cap. 5: Dz 797)21.
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justamente: «Es un colaborar, no en el sentido de una colaboración, sino de un quehacer común. Al justificado se le exigen "obras" de justificado; al hombre que ha de ser justificado se le exige la colaboración en la fe...; es el asentir, el decir sí y amén, altamente activo en su pasividad, del pecador arrepentido, desarrollado por el veredicto gracioso de Dios» 22 . El concilio describe a continuación la serie de actos de esta preparación para la justificación. Se inspira para ello en un artículo de la Suma de santo Tomás 23 , pero sin recoger toda su sistematización. No presenta una fenomenología concreta de este devenir, sino tan solo una enumeración de sus diferentes momentos estructurantes: «Ahora bien, (los hombres) se disponen para la justicia misma al tiempo que, excitados y ayudados de la divina gracia, concibiendo la fe por el oído, se mueven libremente hacia Dios, creyendo que es verdad lo que ha sido divinamente revelado y prometido...; al tiempo que entendiendo que son pecadores, del temor de la divina justicia, del que son provechosamente sacudidos, pasan a la consideración de la divina misericordia, renacen a la esperanza, confiando que Dios ha de serles propicio por causa de Cristo, y empiezan a amarle como fuente de toda justicia y, por ende, se mueven contra los pecados por algún odio y detestación, esto es, por aquel arrepentimiento que es necesario tener antes del bautismo; al tiempo, en fin, que se proponen recibir el bautismo, empezar nueva vida y guardar los divinos mandamientos» (cap. 6: Dz 798)24. Se trata de una serie de actos que hay que proponer; por eso el vocabulario prefiere los verbos a los substantivos. Todos estos actos, impulsados y ayudados por la gracia (tal es el presupuesto fundamental), van jalonando la conversión de la libertad. Están estructurados por la secuencia de fe-esperanza-caridad. Pero no se trata todavía de las tres virtudes teologales, que sólo pueden existir en el hombre justificado. Se trata de movimientos de creer y de esperar y de un comienzo de amor 5 , que esbozan un giro hacia la caridad y por tanto hacia la justificación misma. En ese momento, la fe, la esperanza y la caridad se convertirán en virtudes teologales infusas, aspecto creado de la habitación trinitaria. El texto señala una dinámica de conversión hasta su retorno completo a Dios.
El signo de la realidad y de la necesidad de esta cooperación es que el hombre puede rechazar esta inspiración. Hans Küng comenta 22. H. KUJG , o. c, 264-265.
21. Concilio de Trente, 6* sesión. Sobre ¡a justificación: trad. El magisterio de la Iglesia, Herder, Barcelona 1963, 229.
23. SANTO TOMAS , STh. III, q. 85, a. 5, corp. 24. CONCILIO DE TRENTO, lbid., 229.
25. Hubo grandes discusiones en tomo a la mención del amor al final de la preparación para la justificación, que fue sucesivamente afirmada, retirada y repuesta.
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Pero entre los actos de fe y de esperanza interviene el de temor de la justicia divina: en efecto, la fe revela el pecado. Este temor no es estático ni estéril: evoluciona hacia la consideración de la misericordia y da lugar a la esperanza. Igualmente, después del comienzo del amor, el concilio habla de una actitud de arrepentimiento y de penitencia. Así se prepara el hombre para el bautismo, una vez que su conducta ha llegado a la madurez. La continuidad de este proceso desemboca entonces en una discontinuidad radical, la del instante de la justificación, en donde la situación cambia «instantáneamente» —decía ya santo Tomás—, ya que Dios realiza la justificación del impío y lo trasforma a él. El texto del capítulo 7, cumbre de esta doctrina, analiza la estructura de la justificación, en su aspecto negativo y positivo, con la ayuda del esquema metafísico aristotélico-tomista de las causas. ¡Lenguaje eminentemente ontológico! Esta sistematización cultural nos resulta hoy chocante en su forma. Pero, según todos los puntos de vista posibles, no dice que Dios es el autor y la causa de nuestra justificación desde su alfa hasta su omega: «Las causas de esta justificación son: la Gnal, la gloria de Dios y de Cristo y la vida eterna; la enciente, Dios misericordioso, que gratuitamente lava y santifica, sellando y ungiendo con el Espíritu Santo de su promesa, que es prenda de nuestra herencia; la meritoria, su Unigénito muy amado, nuestro Señor Jesucristo, el cual, cuando eramos enemigos (Rom 5, JO), por la excesiva caridad con que nos amó, nos mereció la justificación por su pasión santísima en el leño de la cruz y satisfizo por nosotros a Dios Padre; también la instrumental, el sacramento del bautismo, que es el "sacramento de la fe", sin la cual jamás a nadie se le concedió la justificación. Finalmente, la única causa formal, es la justicia de Dios, no aquella con que él es justo, sino aquella con que nos hace a nosotros justos, es decir, aquella por la que, dotados por él, somos renovados en el espíritu de nuestra mente y no sólo somos reputados, sino que verdaderamente nos llamamos y somos justos, al recibir en nosotros cada uno su propia justicia, según la medida en que "el Espíritu Santo la reparte a cada uno como quiere" (1 Cor 12, 11), y según la propia disposición y cooperación de cada uno» (cap. 7: Dz 799)26. La causa final es la última en el orden de la manifestación, pero la primera en el de la intención: consiste en la gloria de Dios y corresponde a dos lemas muy célebres de la época: el Ad majorem Dei gloriam de Ignacio de Loyola y el Soli Deo gloria de Juan Calvino. Le
26. CONCILIO DE TRENTO, Ibid., 230.
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asocia la gloria de Cristo, que es el corazón del designio de Dios, y la vida eterna del hombre, en el espíritu de la tradición de la que Ireneo era el testigo al decir que «la gloria de Dios es el hombre que vive»27. La causa eficiente, realizadora de la justificación, es una vez más Dios, que nos purifica y nos santifica en el Espíritu. Esta causa eficiente va a situarse en la historia según la economía de la salvación que supone el acontecimiento de Cristo y el misterio eclesial de los sacramentos, se particulariza luego concretamente ante todo en la causa meritoria, que es Cristo en persona En esta ocasión el concilio esboza el movimiento que va de la mediación descendente, el don de una justificación que tiene por motivo el amor que Dios nos tiene, a la mediación ascendente, expresada en los términos de mérito y de satisfacción, sobre los que tendremos que volver, bien advertidos del contexto en que se encuentran. A continuación se particulariza la causa eficiente, en otro nivel, en la causa instrumental que es el bautismo, según la lógica de la encarnación. El bautismo es «sacramento de la fe», expresión tradicional cuya mención es aquí importante. Finalmente, la única causa formal es la justicia misma de Dios, pero el texto indica, recogiendo una fórmula de Agustín: «no aquella con que él (Dios) es justo, sino aquella con que nos hace a nosotros justos» 28 . Lo propio de la causa formal es asimilar el efecto a lo que es ella misma: lo «informa» en el sentido metafísico del término. Por poner un ejemplo vulgar, si quiero pintar mi habitación de blanco, mi intención se ve impregnada de la forma de la blancura que deseo poner en la habitación. Esta forma, presente a mi espíritu, presente también en la pintura, asimilará la habitación a la blancura. Se hará blanca. Si la causa formal de nuestra justificación es la justicia misma de Dios, esta justicia se hace en nosotros forma de nuestra propia justicia. Por una misma y única justicia somos al mismo tiempo como justos (imputación forense) y designados, por serlo, justos con una justicia «inherente», es decir, que nos impregna y se hace realmente nuestra. El concilio rechaza aquí implícitamente la idea de una doble justicia, sobre la cual se había llegado a un acuerdo de compromiso entre protestantes y católicos en el coloquio de Ratisbona (1541). Según esta doctrina, la justicia de Cristo no hace sino imputarse a nosotros; y somos llamados justos «debido a la justicia inherente por la razón de que hacemos obras justas»29. Esta solución de compromiso se debía sobre todo a una mala teología, ni lo bastante católica ni lo bastante protestante. Porque nuestra justicia es totalmente de Dios y está totalmente en nosotros. No puede haber más que una: ésta es la paradoja de la relación entre gracia y libertad. In-
27. IRENEO , Adv. Haer. IV, 20, 7. 28. AGUSTÍN , De TrinitatcXW, 12, 15.
29. Livrt de Ratisbonnc, art. 5, 5; cd. Le Plat III, 16.
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sistiendo en la justicia por la que Dios «nos hace justos», el concilio evoca la persona del mediador entre la justicia de Dios y nuestra propia justicia, Cristo, el Verbo encarnado, hecho por nosotros «sabiduría, justicia, santificación y redención» (1 Cor 1, 30). En todas estas causas sólo hay una que no se menciona, la causa material, es decir, el hombre que goza de la justificación. La justificación tiene lugar en el momento en que «la caridad de Dios se ha derramado por el Espíritu Santo en los corazones de los que son justificados» (cap. 7) y permanece inherente en ellos, trayendo consigo la remisión de los pecados y el organismo teologal de la fe, la esperanza y la caridad. Por tanto, la justificación no requiere solamente la fe, sino una fe viva, capaz de obrar por la caridad (cf. Gal 5, 6). Chocamos aquí con la diferencia de temática subyacente de los dos lemas fide viva (católico) y fide sola (protestante). El concilio comprende la fórmula paulina de la justificación por la fe y de la justificación gratuita en este sentido: la fe es el comienzo, el fundamento y la raíz de toda justificación y «nada de lo que precede a la justificación, la fe o las obras, merece esta gracia» (cap. 8). Por el contrario, la fe luterana compromete la confianza-esperanza y supone ya la caridad. Los dos lenguajes tienen un fundamento paulino igual. L. Bouyer subraya la importancia de esta afirmación conciliar: «La misma doctrina católica, tal como se definió en Trcnto, no permite hablar de una salvación por la fe y las obras, si con eso se entienden las obras que no fueran ellas mismas el producto de la gracia salvífica acogida por la fe. Al contrario, como desea la afirmación profunda de la causalidad total de la gracia en la salvación, son producto de la misma tanto las obras buenas que se derivan de esta gracia como la fe misma que la recibe»30. Por consiguiente el católico puede y debe adherirse al principio del sola gratia. Pero el concilio niega (cap. 9) que haya que confundir la justificación por la fe con la certeza que se pueda tener de ella. Como hemos visto, era éste un aspecto de la experiencia de Lutero. Pero las expresiones condenadas por el concilio no corresponden a la doctrina de éste 31 . Sin embargo, su insistencia bastante unilateral en la subjetividad de la fe puede ser fuente de obsesiones y de escrúpulos. La posición católica está perfectamente expresada en la respuesta de Juana de Arco a sus jueces: «¿Estáis en estado de gracia? —Si
30. L. BOUYER, DV protéstanosme á ¡'Eglise.Cerf, París 1954, 55. 31. Cf. J. ALFARO , Certitude de ¡'esperance et «certitudc de ¡agrace»: NouvThéol. 94 (1972) 29.
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estoy en él, que Dios me guarde; si no lo estoy, que Dios me ponga en él». Las discusiones de los tiempos modernos sobre la gracia La doctrina de la justificación por la fe es un bien común de la Iglesia. Pero la preocupación por afinar continuamente en su análisis dará lugar en occidente a toda una serie de debates teológicos, de mayor o menor importancia, que aquí sólo puedo mencionar. GuiIlaume du Bay, llamado Bayo (1513-1589), profesor de Lovaina, puso en discusión la gratuidad de lo sobrenatural, sustituyendo, según la frase de H. de Lubac, el misterio de amor entre Dios y el hombre por unas «relaciones comerciales» 32 . Bayo oscilaba curiosamente entre las tesis de Pelagio, cuando se trataba del hombre antes de la caída, y las posiciones más extremas de Agustín, cuando se trataba del hombre que se había hecho pecador. A principios del siglo XVII se desencadenó una controversia entre dominicos y jesuítas en torno a las tesis respectivas de Báñez y de Molina sobre las relaciones entre la gracia y la libertad. A pesar de la celebración de numerosas sesiones de una comisión pontificia nombrada adhoc, el asunto desembocó en una decisión en blanco. El Papa Pablo V se contentó con prohibir a las dos partes que se censurasen mutuamente y les pidió que se abstuvieran de «palabras demasiado duras que son el signo del resquemor». Cuando un problema se queda así sin solución, es muy probable que su planteamiento no sea el más adecuado, y la «rabia teológica» no arregla nada33. El último episodio de la herencia de los excesos de un cierto agustinismo fue la crisis jansenista, cuyos efectos se hicieron sentir durante mucho tiempo. Jansenio (15851638) hatía sido formado en Lovaina por un discípulo de Bayo. Trató con Jean Duvergier de Hauranne, futuro abad de Saint-Cyran (1581-1643). Después de haber escrito su obra maestra, el Augustinus, murió siendo obispo de Ypres. La obra fue condenada por reproducir las tesis de Bayo. Jansenio insistía en las tesis del último Agustín y llegaba a negar por completo la libertad del hombre. O bien la gracia subyugaba la voluntad del mismo de manera infalible en el caso de los elegidos, o bien abandonaba a sí misma a una voluntad
32. H. DE LUBAC, Surnaturel, Etudcs hlstoríques, Aubier, París 1946, 16. 33. Son conocidas las repercusiones que estos debates de escuela tuvieron en las Indias occideitales y cómo suscitaron uno contra otra dos sistemas misioneros: el del bautismo a ukanza y el de la lenta inculturacion. A las disputas de la gracia responden, como en eco lejano, las disputas de los ritos.
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necesariamente pecadora. Así pues, esta doctrina ponía en discusión la universalidad de la salvación realizada por Cristo. El jansenismo popular, rigorista y rígido, marcó durante mucho tiempo la piedad de los fieles en varios países de Europa.
n i . JUSTICIA Y JUSTIFICACIÓN EN LA TEOLOGÍA CONTEMPORÁNEA
Los acentos existenciales que dieron en el siglo XVI toda su virulencia a la doctrina de la justificación no son ya los de nuestra época. Nuestra angustia ha cambiado de objeto. Quizás incluso esta doctrina está ahora demasiado olvidada y muchos de los cristianos son sinceramente pelagianos sin darse cuenta de ello. Por otra parte, el sentido moderno de la justicia desarrolla ciertas exigencias que parecen estar muy lejos de la acepción bíblica del término. ¿Habrá acaso una equivocidad entre las dos significaciones? No es muy seguro. ¿Puede realizarse la justicia para el hombre, bajo todas sus formas, sin que Dios la dé? Sin volver sobre la fundamentación de la fe de hoy en esta doctrina evangélica, hay que reconocer una actualidad de la justificación por la fe, primero en el diálogo ecuménico y luego en la búsqueda de la justicia, tan característica de nuestra época. El problema ecuménico de la justificación por la fe Karl Barth ha sido en nuestro siglo el mayor testigo protestante de la justificación por la fe. Su teología es la heredera de los grandes imperativos a la vez del pensamiento luterano y del pensamiento reformado 34 . La doctrina de Barth dio lugar por los años cincuenta a un profundo diálogo con los teólogos católicos. H. Bouillard hizo un largo y minucioso análisis de la misma en una obra magistral, objeto de una tesis en la Sorbona sostenida en presencia del propio Barth35. Bouillard, con una benevolencia que no excluye la acribia crítica, confronta el pensamiento de Barth con la doctrina paulina, sostenida por el teólogo protestante como la norma última de su reflexión. Indica particularmente los puntos en que el unilateralismo de Barth en el terreno de la gracia corre el riesgo de comprometer el equilibrio
34. Cf. K. BARTH, Dogmatique IV, 1,2, cap. XIV, 61, La justitication de l'hommc. Labor et Fidcs, Gcnéve 1966, t. 18, 170-299. 35. H. BOUILLARD, Karl Barth, t. 2 y 3, Parole de Dicu et cxistcncc ¡míname, Aubier, París 1957.
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siempre delicado de su relación con la fe y con la libertad. Critica el papel puramente cognoscitivo que se atribuye a la fe en la justificación en Barth. Éste abandona entonces un elemento importante del pensamiento luterano, a saber, que la fe es condición necesaria para la salvación. La conclusión es sorprendente: «La tesis de la justificación por la fe sola, tal como la expone Barth, equivale paradójicamente a esto: el hombre es justificado por Cristo sin la fe»36. Bouillard destaca igualmente la reticencia de Barth a la hora de reconocer una real «cooperación» del hombre en la justificación, aun cuando esta palabra se encuentra en Pablo (1 Cor 3, 9). Casi por las mismas fechas, H. Küng hizo en su libro La justificacióii7 una larga exposición de la doctrina de Barth, seguida de un intento de respuesta católica. Su punto de vista es diferente: desea saber si, teniendo en cuenta la diversidad de las problemáticas, de los lenguajes y de los sistemas, Barth y los católicos están separados en la fe a propósito de la justificación. Al final de su estudio, Küng afirma un acuerdo esencial en la fe por ambos lados. Su exégesis de Barth les pareció entonces a algunos demasiado conciliadora, pero nadie discutió la ortodoxia de la presentación que hacía de la doctrina católica. Este diálogo marcó Un paso importante en el camino de la reconciliación doctrinal. El mismo Barth, en una carta-prólogo, reconocía la exactitud de las ideas que Küng le prestaba, decía que estaba fundamentalmente de acuerdo con la presentación que éste hacía de la doctrina católica de la justificación y se declaraba incluso dispuesto a ir a Trento para pedir perdón por las palabras demasiado severas que había pronunciado en su Dogmática contra la obra conciliar 38 . Küng terminaba sin embargo su análisis bartiano planteando una cuestión que sigue todavía hoy constituyendo una dificultad para la comprensión de la efectividad de nuestra justificación: «¿En esta Dogmática, no se ha concedido demasiado poco a Dios, porque se ha atribuido demasiado poco al hombre? ¿No se merma el honor de Dios con la merma del honor de su criatura?... El acto de gracia de Dios ¿no es débil y poco convincente porque el hombre no es realmente agraciado?... El hombre y con él la encarnación de Jesucristo ¿han sido tomados enteramente en serio? ¿No fracasa finalmente la criatura como compañera de Dios?»39.
36. 37. 38. sobre el 39.
H. BOUILLARD, ibid., t. 2, 75. H. KÜNG , o. c. K. BARTH, Carta prólogo a H. Küng, o.c, XXII. Los textos más duros de Barth concilio de Trento se encuentran en la Dogmatique, o.c, t. 18, 280-281. H. KJNG, o.c, 93-94.
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Tras estos debates estaba ya permitido decir que existe un acuerdo de fondo entre protestantes y católicos sobre la justificación por la fe40. Pero esta doctrina no juega el mismo papel por un lado y por otro. Para los luteranos, por ejemplo, es una doctrina central, hasta el punto de que se confunde con el mismo evangelio; para los católicos sigue estando subordinada a la cristología, a cuya luz se comprende, y no al contrario. La sistematización es legítimamente diferente en unos y en otros. Pero encierra además ciertos puntos de divergencia que hacen precaria la actuación concreta de este acuerdo fundamental y la someten a posibles retrocesos. Al católico siempre le resultará molesta la afirmación de que en la justificación todo le corresponde a Dios y nada al hombre, así como la reticencia protestante ante la capacidad del hombre para cooperar con la gracia por efecto de la gracia. Esta dificultad es sin duda la fuente de lo que todavía nos separa en eclesiologia41. Actualmente el diálogo ecuménico oficial, que en una primera fase había abordado preferentemente las cuestiones relativas a la Iglesia y a los sacramentos, se remonta por encima de estos problemas para realizar una verificación del acuerdo esencial sobre la justificación. Así es como el grupo mixto de diálogo luterano-católico en los Estados Unidos ha publicado un largo informe histórico y doctrinal, en el que se lleva a cabo una importante purificación de la memoria del pasado. La intención reconciliadora no esquiva los problemas que todavía siguen en pie y señala los terrenos de investigación capaces de hacer progresar el consenso. El enunciado de las convergencias encierra esta afirmación importante: «Por la justificación somos a la vez declarados y hechos justos»42; o también: «La fe justificante no puede existir sin la esperanza y el amor; desemboca necesariamente en las buenas obras»43. La declaración final reconoce que las partes han llegado en el asunto a un «consenso fundamental sobre
40. Afirmación confirmada por el estudio del teólogo católico alemán O. H. PESCH, Theologie der Rechtfertigung bei Martin Luther und Thomas von Aquin. Versuch eincs systematisch-theologischen Dialogs, Maienz 1967. El autor opina que no hay contradicción sobre la justificación entre santo Tomás y Lutero. La diferencia entre ellos estriba en que el primero practica una teología «sapiencial» y «ontológica», mientras que el segundo sigue una teología «existencial» y «relacional»; uno parte de la creación y el otro de la teología de la cruz. Cf. A. BIRMELE, Le salut en Jesús Christ dans les dialogues oecuméniques, Cerf-Labor et Fides, Paris-Genéve 1986, 53-54. 41. Cf. Comité mixte catholique-protestant en France, Consensus oecuménique ct diBerence fondamentales, Centurión, Paris 1987, 16-26. 42. Documento del grupo mixto de diálogo luterano-católico de los Estados Unidos, Injustificación por la fe, n. 156/5, en Doc. Cath. 1888 (1985) 152. 43. Ibid.n. 156/S: loe. cit., 152.
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el evangelio» 44 . La reciente declaración común de la segunda Comisión internacional anglicano-católica (ARCIC II), que trata de la salvación y de la Iglesia, recoge la cuestión de la justificación por la fe con el deseo de clarificar las dificultades en juego. El documento termina con esta afirmación: «Creemos que nuestras dos Comuniones están de acuerdo en los aspectos esenciales de la doctrina de la salvación y en el papel de la Iglesia en este terreno»45. Un trabajo análogo es el que se ha realizado entre protestantes y católicos en Alemania46. La cuestión de la justicia en la historia La angustia existencial de nuestro tiempo por la justicia se ha desplazado de lugar. La humanidad grita justicia ante Dios debido a los sufrimientos de este tiempo. Este es el punto de vista que desarrolla el teólogo reformado J. Moltmann en su obra El Dios crucificado47. Para él, la teología cristiana «tiene que incorporarse al grito de los miserables hambrientos de Dios y de libertad desde la profundidad de los sufrimientos de este tiempo»48. El grito de abandono de Jesús en la cruz simboliza el de toda la humanidad que sufre: «Mirándola desde lo hondo, la cuestión de la historia del mundo es cuestión de justicia. Y tal cuestión desemboca en la trascendencia. La cuestión de si hay Dios o no, es algo insustancialmente especulativo comparada con el grito de los asesinados y matados en cámaras de gas, con el de los muertos de hambre y los oprimidos, pidiendo a voces justicia. Si la cuestión de la teodicea se puede interpretar como pregunta por la justicia de Dios en la historia de los sufrimientos del mundo, entonces toda interpretación y exposición de la 'historia mundial' se halla en el horizonte de la cuestión de la teodicea ¿O es que van a acabar los verdugos triunfando sobre sus víctimas inocentes? La fe pascual cristiana se encuentra, en definitiva, igualmente en el contexto de la cuestión sobre la justicia de Dios en la historia: ¿triunfa el imperio inhumano de la ley sobre el Crucificado, o vence el derecho divino de la gracia sobre las leyes de las obras y el poder?»49. 44. Ibid.,n. 164: loe. cit, 153. 45. Declaración común de la segunda Comisión internacional anglicano-católica (ARCIC II), n. 32. en Doc. Cath. 1936 (1987) 327. 46. Se encontrará en la obra de A. BIRMELE, O.C, 45-125 el juicio de un teólogo luterano sobre el punto de acuerdo y desacuerdo entre luteranos y católicos sobre la justificación. 47. J. MOIIMANN, El Dios cruciñeado, Sigúeme, Salamanca 1975. 48. J. MOLTMANN, o.c,
49. Ibid, 243.
218s.
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Moltmann recoge en este texto el lenguaje teológico clásico de la justificación por la fe, pero lo invierte en el sentido de una pregunta que el hombre le plantea a Dios. La justicia y la gracia de Dios en la historia se convierten en una cuestión de «teodicea»so. ¿Cómo justificar a Dios ante el problema del mal en el mundo? Dios será justificado si su propia justicia, es decir, el derecho de la gracia acaba triunfando de la ley de la fuerza. Esto es lo que está en juego en la resurrección de Cristo: «En la disputa sobre el resurgimiento de Jesús se trata de la cuestión sobre la justicia en la historia. ¿Pertenece al nomos (la ley) que, por fin, da a cada uno lo suyo, o es cosa del derecho de la gracia, tal y como fue revelado por Jesús y en el resurgimiento del Crucificado? El mensaje de la nueva justicia, que trae al mundo la fe escatológica, dice que, de hecho, los verdugos no triunfarán definitivamente sobre sus víctimas. Mas también dice que las víctimas al final no triunfarán sobre sus verdugos. El que triunfará será el que murió primeramente por las víctimas y luego también por los verdugos, revelando con ello una nueva justicia que rompe el laberinto de odio y venganza, haciendo de las víctimas y verdugos perdidos una nueva humanidad con una nueva hombría. Sólo donde la justicia se hace creadora, obrando el derecho para los privados de él y para los injustos, sólo donde un amor creador cambia lo despreciable y odioso, sólo donde es dado a luz el hombre nuevo, que ni es oprimido ni oprime, allí es donde se puede hablar de la verdadera revolución de la justicia y de la injusticia de Dios»51. Esta lectura de la justificación por la gracia a escala del mundo aplastado por la injusticia recuerda la declaración paulina sobre la destrucción del muro del odio: «Porque él es nuestra paz..., derribando el muro que los separaba, la enemistad..., para crear en sí mismo, de los dos (pueblos, el judío y el pagano), un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la enemistad» (Ef 2, 14-16).
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rica» y el «proceso» de liberación corre el peligro de consagrar indebidamente unos datos históricos sociales y políticos con un bautismo inconscientemente pelagiano y mantener la ilusión de que la justicia en el mundo estaría al término de la acción trasformadora llevada a cabo por las capas sociales oprimidas. No cabe duda de que hay que respetar el orden de las liberaciones propiamente humanas, y el establecimiento de la justicia en la sociedad de los hombres es un proyecto humano prioritario para el compromiso de las libertades. Pero en definitiva, dada la vocación trascendente y escatológica del hombre, a la que debe ordenarse finalmente todo esfuerzo temporal, la realización de la justicia es ante todo un acto y un don de Dios, realizado en Cristo, al que la libertad del hombre tiene que aportar su cooperación en la fe. Un libro reciente de G. Gutiérrez se titula, como hemos visto, La liberación por la fe52, expresión que traduce la fórmula paulina. El autor desarrolla en él, dentro de una perspectiva espiritual, el tema de la liberación por la gracia de Dios, mediante la fe «que actúa por la caridad» (Gal 5, 6), subrayando frecuentemente la gratuidad de esta liberación. En su obra más antigua, el mismo autor mostraba la prioridad de la gracia respecto a la obra humana de liberación: «Saber que en la raíz de nuestra existencia personal y comunitaria se halla el don de la autocomunicación de Dios, la gracia de su amistad, llena de gratuidad nuestra vida» .
*** Con la justificación se ha concluido la exposición de las grandes categorías de la mediación descendente. Ahora, siguiendo siempre el movimiento de la fe y de la historia, nos toca considerar las categorías de la mediación ascendente, que expresan el retorno del hombre salvado a Dios en Jesucristo.
Justificación por la fe y teología de la liberación Una tentación de la teología de la liberación sería la de pensar que ésta es ante todo una obra humana. La insistencia en la «praxis histó-
50. Este término, que significa etimológicamente «justificación de Dios», se emplea desde el siglo XVII para designar el tratado que habla de la existencia de Dios y del problema del mal. 51. J. MOLTMANN, O.C, 248.
52. G. GTIERREZ , Beber en su propio pozo, o. c; el título francés de la obra es La libération paila foi. Boire á sonpropre puits ou L'iünéraire spirítuel d'un peuple, Cerf, París 1985. 53. G. GUTIÉRREZ , Teología de la liberación, o. c, 269.
Segunda sección LA MEDIACIÓN ASCENDENTE
10 El Sacrificio de Cristo
La abundancia de los testimonios de la Escritura constituye la categoría de sacrificio en un polo esencial de la soteriología cristiana. Tampoco la tradición se queda atrás en este punto. Pero a propósito de este término sigue en pie el conflicto secreto entre una experiencia religiosa fundamental de la humanidad, en la que la verdad y el error, el bien y el mal cohabitan en una búsqueda obscura de Dios, y la novedad cristiana que trasforma y convierte esta experiencia, asumiéndola en gran parte dentro de la revelación de la alianza realizada por Jesucristo. Ya hemos registrado anteriormente la crítica de R. Girard y el fenómeno de «desconversión» del sentido del sacrificio en los tiempos modernos. Por eso mismo me siento en la situación de tener que hablar «bajo vigilancia» a lo largo de este capítulo. La verdad es que la conversión de sentido del sacrificio en el cristianismo es de tal categoría que cabe preguntar si en definitiva el sacrificio de Cristo no se escapará del registro general del sacrificio. «La Cruz es un sacrificio de tal manera que no lo es —escribe J. Moingt—: sacrificio único en su género, que no entra en el género sacrificial, un sacrificio que se realiza consumando en sí la razón de ser y el sentido sacrificial de los otros sacrificios religiosos, que son ineficaces y que no son agradables a Dios, un sacrificio que trasforma radicalmente la actitud religiosa de los hombres para hacerlos dignos de la revelación y del culto al Dios nuevo revelado en la Cruz»1. L a concepción del sacrificio es en verdad rigurosamente solidaria de la concepción d e Dios. El conflicto relativo a la comprensión del sacrificio está por tanto ligado también al conflicto de las imágenes 1. J. Mo NOT , Morí pour nos pécfés. Recherche pluridisciplinaire sur la signification rédemptzice de la mort du Christ, Fac. Univ. St.-Louis, Bruxellcs 1976, 167.
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sobre Dios. Una es la imagen del Dios encolerizado e irritado, que pone su omnipotencia al servicio de su venganza y del restablecimiento de sus derechos, y otra es la imagen cristiana de un Dios que no manifiesta nunca su omnipotencia mejor que en la omni-debilidad de Cristo en la cruz, y cuya mano fuerte se ha convertido en brazo extendido en el madero por la reconciliación del mundo. Ese Dios revela su amorosa humildad y hasta su propio sufrimiento2. Ese Dios se ha hecho compañero vulnerable del hombre en el deseo apasionado de establecer con él una alianza de amistad. ¿Cómo un Dios que se da al hombre no iba a querer que el hombre se diera a él? Aquí está toda la razón del sacrificio. Para arrojar la mayor claridad posible en este debate, hemos de partir sin duda del sentido común y de la historia de las religiones, a fin de mostrar a continuación la conversión progresiva de la categoría del sacrificio en la revelación judeo-cristiana hasta su plena manifestación en el sacrificio único de Cristo. Podremos entonces tratar de la manera como la gran tradición cristiana comprendió el sacrificio y situar en su lugar debido los aspectos regresivos que se produjeron en los tiempos modernos. Este recorrido nos llevará necesariamente a evocar el sacrificio eucarístico y la existencia cristiana, en cuanto que es un sacrificio espiritual, antes de proponer un balance de conjunto.
I. D E L SENTIDO COMÚN COTIDIANO A LA HISTORIA DE LAS RELIGIONES
La lección del sentido común ¿Qué es un sacrificio según nuestra conciencia espontánea? El diccionario responde atinadamente: «Renuncia o privación voluntaria (con una finalidad religiosa, moral y hasta utilitaria)». Hacer un sacrificio es renunciar a un bien, privarse de algo, incluso aceptar un sufrimiento. Lógicamente este acto negativo se refiere a un bien deseado y considerado como más importante. Un deportista hará el sacrificio del tabaco o de la buena mesa para mantenerse en forma y batir un record. Unos padres harán sacrificios económicos para permitir a sus hijos que sigan cursos superiores. Si el sacrificio afecta al género de vida, se hablará de sacrificio de sí mismo. Una madre, por ejemplo, se sacrifica por entero en aras de la educación de sus hijos. Se hablará entonces de abnegación o de espíritu de sacrificio. La cima será el 2. Cf. F. VARILLON, L'humihé de Dieu, Centurión, París 1974; ID., La souñranee de Dieu, Centurión, París 1975.
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sacrificio de la vida, por ejemplo por una causa justa o en el campo de batalla. El valor moral del sacrificio depende evidentemente del motivo que lo suscita; el sacrificio puede estar inspirado por un amor gratuito, ayudado por la necesidad, imperado por la ambición y hasta por el egoísmo, incluso pervertido por una tendencia masoquista. En todos estos empleos de la palabra domina el carácter oneroso del sacrificio; a nadie le agrada espontáneamente la privación o el sufrimiento. Por otra parte, aunque la referencia religiosa puede estar muy atenuada y hasta ser inexistente, lo cierto es que el sacrificio está ligado a un acto de libertad y por tanto a un cierto sentido que se desea dar a la vida. En realidad, esta comprensión corriente del sacrificio connota siempre el origen religioso del término. El mismo diccionario lo comprueba: «Ofrenda ritual a la divinidad, caracterizada por la destrucción (inmolación real o simbólica, holocusto) o el abandono voluntario de la cosa ofrecida». El hombre renuncia a consumir los bienes de la tierra, para reconocer la soberanía de Dios sobre él, o bien para granjearse su benevolencia y entrar en contacto con él. El valor y hasta la moralidad del sacrificio serán aquí solidarios de la concepción de lo sagrado y del misterio de Dios del que el hombre es capaz.
La enseñanza de la historia de las religiones La historia general de las religiones atestigua que el sacrificio es una categoría central de las mismas. El sacrificio ejerce una función de comunicación y de intercambio entre el mundo del hombre y la esfera d e lo sagrado, el mundo de Dios o de los dioses. Lo que está en cuestión en el sacrificio es la relación del hombre con lo divino. Sacri-ficar, sacrum-facere, es hacer sagrado, es poner un objeto a disposición de lo divino. La manera concreta de hacerlo es renunciar a su u s o . El objeto del don será por tanto destruido, inmolado si se trata de u n animal. Se convertirá en una «víctima». Constituye una sustitución del propio hombre; para expresar su vinculación con lo divino, el hombre sacrifica algo que posee, comprometiéndose a sí mismo en una actitud en la que reconoce la existencia de un poder superior al hombre y se somete a él. De esta manera el estatuto de los dioses y de l o s hombres se define por el sacrificio. Se piensa que a este acto del h o m b r e para c o n lo divino corresponde un acto de lo divino para con e l hombre, una benevolencia, una protección, la paz asegurada, la reconciliación en el caso de que el hombre reconozca que ha faltado contra Dos. Hay en el sacrificio un cierto circuito de intercambio: el h o m b r e intenta obligar a Dios y atarlo a él.
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lísln estructura fundamental podrá variar considerablemente en función de dos parámetros: el primero, como hemos visto, es la imagen que el hombre se hace de Dios, en quien se atreve a proyectar sus impulsos de violencia y de venganza; el segundo es la situación en que el hombre piensa que se encuentra frente a Dios, la de comunión o de pecado. El juego conjugado de estos dos parámetros induce tipos de sacrificios muy diferentes, que pueden llegar hasta los sacrificios humanos, cuando el dios es considerado como un Moloc que sólo puede aplacarse con la inmolación de un niño o de un hombre, incluso con un acto de canibalismo. El acento podrá ponerse en el sacrificio expiatorio, destinado a aplacar a la divinidad encolerizada por los pecados de los hombres. Otras veces se resaltará más el sacrificio de comunión. La conducta sacrificial tiene igualmente una importancia esencial para la cohesión de los vínculos sociales y la regulación de la violencia. Tal como aparece en la historia de las religiones, está impregnada de una ambigüedad radical: puede estar dominada por la idea de la violencia, de la dominación, y hasta por el miedo y la muerte; puede también —a veces al mismo tiempo— tener un sentido liberador tanto para el orden cultural y social como para el acceso del hombre al terreno de lo absoluto. En una palabra, el sacrificio puede ser obra de vida o de muerte y a menudo es obra de vida y muerte a la vez1.
los mecanismos de violencia en las sociedades humanas, sino también del papel de ciertas formas de sacrificio en la regulación de los mismos. Pero no puede pretender ser la última explicación del sacrificio, ni siquiera en el plano de la ciencia de las religiones, y cae en el error cuando quiere prohibir todo lenguaje sacrificial en la esfera del cristianismo. Por no poner más que un ejemplo, el chivo expiatorio no es sacrificado, sino enviado al desierto; no puede ser objeto de un sacrificio, ya que es impuro (Lev 16, 20.26)5. Por otra parte, este breve rodeo por el sentido común y la historia de las religiones nos muestra ante todo que el término de sacrificio está ahí, que imbuye las mentalidades y que no puede ser expulsado de ellas; y en segundo lugar, nos dice que el sacrificio pertenece a una experiencia insoslayable del hombre.
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La teoría sacrificial de Girard se inscribe en la concepción propiamente «sociológica» del sacrificio. El sacrificio logra la vida social atravesada por la ñolencia y amenazada en su ordenación. Lo mismo que L. Mumford liablaba de «vastas explosiones colectivas de odio» y M. Douglas de «esos márgenes vulnerables y esas fuerzas agresivas que amenazan el orden de las cosas»4, también R. Girard ve en el sacrificio una técnica de aplacamiento catártico de la tensión de violencia que afecta a ur grupo social. Su teoría, por tanto, es ante todo antropológica; tiene en cuenta el mecanismo psicológico de explosión y de remisión de la violencia en un grupo determinado. La figura que retiene de manera privilegiada es la del chivo expiatorio. Esta teoría tiene indudablemente un contenido de verdad no sólo a propósito de
3. Sobre el sacrifiíio cf. los artículos de los grandes diccionarios; las obras de R. GIRARD ya citadas; M. ELIADE, Tratado de ¡listona de las religiones. Cristiandad, Madrid 1974, 2 vols.; H. BIBERT-M. MAUSS, Essai sur /a nature eí la fonction du sacríñce: Année sociologiquevol. II, 1899; P. GISEL, DU sacrifíce; l'avénement de la personne tace a la peur de la ieetá ¡a (ascinaúon de la mort: Foi et Vie 83/4 (1984) 1-45. 4. L. MUMFORD, Ltmythc de la machine, Fayard, París 1973; M. DOUGLAS, De ¡a soillure, Maspero, París 1971; citados por R. BUREAU , La mort lédcmptrice du Christ a la lamiere de l'ethno-saiologie des religions, en Mortpour nos peches, o. c, 103.
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II. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA
La revelación del Antiguo Testamento constituye una pedagogía de purificación y de conversión del sentido religioso del sacrificio, a medida que hace acoger la noción de un Dios único, Creador y Salvador de su pueblo. El primer punto es sin duda la condenación de los sacrificios humanos que se hace remontar hasta los tiempos de Abraham6, subrayada por la reprobación de ciertos sacrificios a Moloc en el Levítico (18, 21; 20, 2) y en los profetas, que se practicaban ilegítimamente en la Jerusalén del siglo VII a. C. bajo la influencia de los cultos cananeos7. El sacrificio del cordero pascual El sacrificio del cordero pascual, descrito en Éxodo 12, es totalmente original, ya que está ligado al acontecimiento histórico de la salida de Egipto. El ritual es muy conocido: «En cada familia, se degüella por la tarde un animal del ganado, cordero o cabrito. La víctima tiene que ser un macho, sin tara alguna y de un año de edad. Con su sangre se untan las dos jambas y el dintel de la puerta de la casa. La víctima se asa entera, con la cabeza, las patas y las tripas. Se la come con pan sin levadura y yerbas amargas. No hay que romper
5. Cf. R. DE VAUX, Les sacrifíces de VAncien Testament, Gasbalda, París 1964, 59. 6. Cí.ibid., 61-63. 7. Cf./b/'d, 67-81.
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ningún hueso de la víctima ni puede dejarse nada: hay que quemar todo lo que no se haya consumido antes del amanecer. La comen con los flancos ceñidos, con sandalias en los pies y el bastón en la mano»8. La pascua es un sacrificio anual que se celebra en primavera en todas las familias, sin intervención de ningún sacerdote y sin presencia de ningún altar. R. de Vaux, buen conocedor de las instituciones del Antiguo Testamento, se pregunta si «el sacrificio de tipo pascual no sería la única forma de sacrificio conocida por los israelitas hasta su instalación sedentaria en Canaán»9. La originalidad de esta celebración es que se conmemora en ella un acontecimiento único de la historia de Israel, la intervención todopoderosa de Yahvéh que había salvado a su pueblo liberándolo de Egipto para conducirlo a la tierra prometida. Así pues, lo propio del sacrificio pascual es constituir un memorial (ziqqaron: Ex 12, 24). «La liturgia actualiza ese recuerdo del pasado y lo convierte en acontecimiento presente»10. El memorial es un sacrificio de acción de gracias por un beneficio recibido, a la vez en el pasado y en el presente: el recuerdo agradecido del pasado es una seguridad de la salvación presente. En los últimos tiempos antes de nuestra era, la celebración de la pascua tomará también un valor mesiánico y expresará la esperanza de la salvación venidera. A diferencia de las otras religiones antiguas, la de Israel se presenta como una religión esencialmente histórica El sentido de la pascua antigua es importante para nuestro propósito, dado el vínculo que establece el Nuevo Testamento entre el sacrificio del cordero pascual y el de Jesús, inmolado precisamente en el momento de la celebración pascual (prescindiendo de cuál fue la fecha exacta). Pablo no vacilará en decir: «Nuestro Cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado. Así que, celebremos la fiesta... con ázimos de pureza y verdad» (1 Cor 5, 7-8). Juan relaciona el hecho de que no quebraron las piernas de Jesús después de morir con la prescripción sobre el cordero pascual (Jn 19, 36). Tanto en un caso como en otro, el acontecimiento dio lugar a la institución de un memorial. El término de sacrificio pasa del primero al segundo. Sin duda, el paso de la figura a la realidad constituye una novedad radical. Pero el hecho de que el sacrificio anual de la antigua pascua sea la respuesta en la fe y en la obediencia del pueblo a un acto salvífico de Dios, celebrado en la acción de gracias con la ofrenda de un animal a la vez dado a Dios
8. ¡bid.,9. 9. Ibid.21. 10. lbid.,25.
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y devuelto por él para el alimento de sus fieles, con el simbolismo de una sangre protectora, todo esto profetiza ya el sentido del sacrificio de Cristo y de su memorial. El ritual de los sacriñcios y su signiñcación La ley de los sacrificios en el Levítico atestigua la existencia de numerosos sacrificios rituales. En el holocausto se quemaba la víctima por entero y no se le devolvía nada al oferente. Este último se contentaba con imponer las manos sobre la víctima para mostrar que ésta venía de él. El holocausto es ante todo un acto de homenaje, hecho a Dios por medio de una entrega total, pero tiene también un valor expiatorio. Es por eso el tipo de sacrificio perfecto, de ofrenda por excelencia". En la ofrenda animal, el fiel inmola a un animal cuya sangre derrama el sacerdote sobre el altar. La grasa se quema para Yahvéh y la carne es comida por el fiel y por los suyos. No es normalmente un sacrificio expiatorio. Expresa el reconocimiento de la soberanía de Dios sobre la vida, en el momento en que el hombre tiene necesidad de comer carne. Todas las matanzas de animales tienen una dimensión religiosa12. Los sacrificios expiatorios propiamente dichos comprenden: el sacrificio por el pecado; en el cual desempeña un papel importante la idea de purificación ritual13; el sacrificio de reparación, por otra parte difícil de distinguir del anterior, y los ritos, seguramente más tardíos, ordenados para el día de la expiación (Yom Kippur)*. El sacrifico de comunión comprende la inmolación de un aninal y una ofrenda vegetal; tiene la función de confesar y celebrar la acción de Dios por el fiel y da lugar a una comida religiosa. Es un sacrificio de alabanza y de acción de gracias. El traductor Aquila del \ntiguo Testamento al griego lo designará como eucharistía'5. Hatía también ofrendas, panes de oblación y ofrendas de incienso16
11. Cf. iüd., 36; The Interpreter's Dictíonary of the Bible. Supplementary vol., Abingdon Pres, New York 1982, art. «Sacríñces and offeríngs, OT», 769; sobre el ritual de los saciificios en el A. T. cf. igualmente G. von Rad, Teología del Antiguo Testamentol. Sígame, Salamanca 1972, 317-331. 12. Cf. Th Interpretéis Dkt. , o.c, 769-770. 13. Cf. R DE V A U X , Instituciones del Antiguo Testamento, Hcrder, Barcelona 1964, 532-535;71e Interpreter's Dict., o.c, 766-768. 14. Más atlante hablaré del día de la expiación: ¡titira, 307-309. 15. Cf. R. tE VAUX, Instituciones, o.c ., 534; Id, Les sacríñces, o.c, 36-41. 16. Cf. R. [fe VAUX , Instituciones, o.c, 536-538.
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¿Cuál es el valor religioso de estos sacrificios? No pueden explicarse por la preocupación de aplacar a un dios malo, ni como un don interesado según el tipo do ut des, ni como un medio mágico de unión con la divinidad, ni como el banquete de Dios, idea contra la cual protestan enérgicamente los salmos (cf Sal 49 [50]). R. de Vaux define de este modo el sentido del sacrificio en el Antiguo Testamento: «El sacrificio es el acto esencial del culto extemo. Es una oración en acción, es un acto simbólico que hace eficaces los sentimientos interiores del oferente y la respuesta que Dios le da. Es algo comparable con las acciones simbólicas de los profetas. Mediante los ritos sacrificiales es aceptado el don hecho a Dios, es establecida la unión con Dios, es borrada la falta del fiel. Pero no se trata de una eficacia mágica; es esencial que la acción externa exprese los verdaderos sentimientos del oferente y se encuentre con las disposiciones benévolas por parte de Dios. Si falta eso, el sacrificio deja de ser un acto de religión»17. Esta definición compleja nos indica la finalidad del sacrificio: la unión del hombre con Dios. Por eso éste comporta siempre un don. En efecto, el hombre se lo debe todo a Dios y es justo que exprese concretamente el deseo de darse en compensación a Dios. En el sacrificio, a través del don simbólico de un bien que le hace vivir, el hombre reconoce la soberanía divina sobre todas las cosas y sobre la vida en particular, le rinde homenaje y le da gracias por poder usar de los bienes de la tierra con una finalidad profana. Este don comporta por tanto una privación: no es que se quiera la destrucción por sí misma, sino que ésta es la única manera de hacer la ofrenda irrevocable. Hace pasar la ofrenda al terreno de lo invisible, ya que se hace «subir» ese sacrificio a Dios. Por la privación de un bien útil, el sacrificio toma también un valor expiatorio, es decir, el de una intercesión para obtener el perdón. El sacrificio de comunión expresa la comunidad de vida que se establece de este modo con Dios: se trata de un sacrificio gozoso.
La crítica del sacriñcio en los profetas Siempre es posible para el hombre introducir una ruptura antre lo exterior del culto y lo interior de sus disposiciones religiosas. Mien-
17. R. DE VAUX Instituciones, o.c, 570-571.
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tras que lo externo tenía que ser una expresión sincera de lo interno, a veces es por desgracia una máscara hipócrita, una coartada para la obediencia del corazón y una especie de seguro religioso de vida para compensar la injusticia y el pecado. Es el riesgo de todo rito exterior. Y es también lo que ocurrió con los sacrificios en Israel. Contra esta degradación de la práctica sacrificial levantaron su voz vigorosa ¡os profetas (cf. Is J, ] 1-17; Jer 6, 20; 7, 21-22; Os 6, 6; Am 5, 21-27; Miq 6, 6-8). Es preciso comprender bien su polémica, ya que es «dialéctica»: no condenan los sacrificios en cuanto tales, sino su perversión, cuando están en contradicción con una vida injusta. Por eso, los profetas les oponen la obediencia a Yahvéh y la práctica del derecho y de la justicia, así como el respeto al pobre. Las dos fórmulas que resumen esta enseñanza son las siguientes: «Yo quiero amor, no sacrificio, conocimiento de Dios más que holocaustos» (Os 6, 6) y: «¿Acaso se complace Yahvéh en los holocaustos y sacrificios como en la obediencia a la palabra de Yahvéh? Mejor es obedecer que sacrificar, mejor la docilidad que la grasa de los cameros» (1 Sam 15, 22). El estilo hebreo asocia en estas fórmulas el «esto y no aquello» con «esto más que aquello», que es su verdadero sentido. En otras palabras, lo esencial no es la asiduidad de los sacrificios rituales, sino la obediencia, el amor y la justicia. Los sacrificios no tienen razón de ser más que para dar cuerpo simbólicamente a lo que se vive y, en compensación, hacer que se viva de verdad. Los profetas se comportan como predicadores que invitan a la religión del corazón e invitan a espiritualizar el culto. Ejercen así una pedagogía decisiva para la revelación plena de la verdad del sacrificio; éste consiste, en definitiva, en la totalidad de la existencia ordenada a Dios y a los demás. La cima de esta revelación en el Antiguo Testamento se sitúa en la profecía del Sierro doliente de Isaías (Is 52, 13 a Is 53), que ofrece su propia vida en sacrificio18. Pero el Siervo no es todavía más que una figura; habrá que esperar a Cristo para darle realidad.
Jesús y el sacriñcio Cuando pasamos al Nuevo Testamento, hemos de reconocer con R. Girard el sitio tan escaso que ocupa en los evangelios el t e m a sacrificial. La mención más significativa puesta en labios de J e s ú s es negativa. En cierta ocasión cita la fórmula de Oseas: «Id, p u e s , a
18. Volveremos a encoitrarnos con este texto capital, iníra, 321-322, a propósito de la expiación
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aprender qué significa aquello de: "Misericordia quiero, que no sacrificio"» (Mt 9, 13; cf. 12, 7); en otra ocasión se refiere a la del libro de Samuel: «Amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (Me 12, 33). Es verdad que los padres de Jesús ofrecieron en el templo, en el momento de la presentación, «un par de tórtolas o dos pichones» (Le 2, 24). Si el sentido de las palabras de la institución eucarística es ciertamente sacificial, no se emplea entonces sin embargo el término de sacrificio y los exégetas discuten sobre lo que, en estas palabras, se remonta efectivamente a Jesús o es más bien el fruto de la actualización litúrgica de la comunidad primitiva19. Lo esencial radica manifiestamente en otra parte. Toda la vida pre-pascual de Jesús fue una «pro-existencia», es decir, una «existencia para» el Padre y para sus hermanos, una entrega total de sí misma que lo llevaría hasta el don de su vida. De esta forma toda su vida tomaba el valor de un sacrificio existencia] que fundamentaba el sentido convertido que tomará el término de sascrificio en la tradición cristiana desde el Antiguo Testamento. Esta existencia de «servicio» está orientada hacia el paso de Jesús al Padre y correlativamente hacia el paso de todos sus hermanos reconciliados al Padre. El sacrificio de Jesús, que se expresa también en la oración, es la forma que toma el retorno del Hijo al Padre cuando entrega su espíritu en sus manos. Al instituir la eucaristía, Jesús nos indica el sentido que da a su muerte. Al compartir el pan y el cáliz, atestigua su intención de dar su vida por los que ama. Se entrega a sí mismo: esa muerte cumplirá y acabará el sacrificio de su existencia. Este conjunto de ideas es perfectamente coherente. Si Jesús «no parece haberse preocupado de los sacrificios rituales más que para condenar su abuso», no se ve por qué iba a servirse de la categoría del sacrificio «para caracterizar su vida y su muerte»20. Por consiguiente, no es extraño que los evangelios no nos digan nada que indique que Jesús haya asociado su vida y su muerte a la noción de sacrificio ritual. Al contrario, toda su vida nos invita a reconsiderar el
sentido del sacrificio a partir de su pro-existencia. Esta distancia entre la realidad y el vocabulario era sin duda indispensable para operar la conversión de sentido necesaria del sacrificio que ya habían señalado los profetas.
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19. X. LEON-DUFOUR, Jesús y Pablo ante la muerte, Cristiandad, Madrid 1982, 101, opina que «el tenor exactode las palabras de la institución no puede ser determinado»; de una opinión bastante distinta es J. GUILLET, Jesús davant sa we ef sa mort, Atibier, Paris 1971, 212, que piensa que es muy difícil «derivar de las palabras de la institución las precisiones que hacen del gesto de Jesús un sacrificio y una alianza». 20. X. LEON-DUFOUR, O.C., 110; sobre la relación de la existencia de Jesús con la categoría de sacrificio, cf. las observaciones matizadas y sugestivas de F. J. LEENHARDT, La mort ef le testament de Jésus, Labor et Fides, Genéve 1983, en particular pp. 23-52 y «La mort de Jésus est-elle sacríñcielle?»: 116-127.
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El lenguaje sacrificial de Pablo Dicho esto, no es menos cierto que los autores de las epístolas del Nuevo Testamento utilizaron ampliamente el esquema sacrificial para dar cuenta de la muerte de Jesús. La metáfora del sacrificio ritual los llevaba a subrayar su sentido espiritual y existencial, ya que estaban interesados sobre todo por la actitud profunda que tiene que animar todo sacrificio, la de la alabanza. Así es como hay que comprender la fórmula de la carta a los Efesios: «Vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (Ef 5, 2). La vida sacrificial de Cristo se convierte en ley de la vida sacrificial de los cristianos. Ya el mismo Pablo invitaba a los Romanos a hacer de su vida un sacrificio espiritual, ofrecido a Dios en conformidad con Cristo: «Os exhorto, pues, hermanos... a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual» (Rom 12, 1). El mismo Pablo da una interpretación sacrificial de la eucaristía, haciendo una comparación antitética entre la mesa eucarística y las mesas de los sacrificios antiguos y de los sacrificios paganos (1 Cor 10, 14-22). Esta interpretación se precisa en el relato que hace de la institución de la eucaristía adoptando un lenguaje sacrificial: el pan roto por Jesús es su cuerpo «que se da por vosotros»; el cáliz es la nueva alianza en su sangre (1 Cor 11, 24-25). Por eso mismo comer de ese pan y beber de ese cáliz es anunciar la muerte del Señor hasta que venga (1 Cor 11, 26). Del mismo modo, los relatos sinópticos de la institución de la eucaristía trasladan «a una terminología de sacrificio la manera existencial en que Jesús considera su vida de 'servicio'» 21 . Pero ya no hay exterioridad entre el don ofrecido y el que lo ofrece. El don es el de la propia existencia. En términos clásicos se habla aquí de identidad entre el sacerdote y la víctima. La primera teología sacrificial de la muerte de Jesús no es la de la carta a los Hebreoi2. Por tanto, no hay por qué oponer, como lo ha hecho R. Girard, su testimonio al del conjunto del Nuevo Testamento. A l contrario, conviene situar su aportación en la totalidad de los
21.
X. LEON-DUFOUR, O.C. , 108-109.
22. Ibid., 164-165.
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luntaria que caracteriza a la pasión de Jesús. Este aspecto se manifestó por medio de palabras y de actos, en particular por la institución de la eucaristía y por la actitud de Jesús en Getsemaní. La substancia de la afirmación por consiguiente no es ninguna novedad, pero la expresión 'ofrecerse a sí mismo' sí que es una creación de nuestro autor. Para hablar del don de sí realizado por Jesús, ni los evangelios ni Pablo utilizan los verbos rituales prosphérein o anaphérein, sino que emplean los verbos 'dar' o 'poner' o 'entregar'»25.
escritos neotestamentarios. En el dossier de la interpretación sacrificial de la muerte de Jesús hay que incluir probablemente el tema del cordero inmolado y resucitado de la primera carta de Pedro (l, 1921) y del Apocalipsis (5, 12; e t c . ) , designado metafóricamente como el cordero pascual de la primera alianza. El testimonio de la carta a los Hebreos En esta carta, en la que es predominante el tema sacrificial, las exégesis recientes de A. Vanhoye 23 han «descodificado» el funcionamiento de la metáfora entre la realidad ritual y la existencia de Jesús. Paradójicamente, la comparación va a subrayar siempre la diferencia entre el sumo sacerdote de la antigua ley y Cristo nuevo sumo sacerdote, en su persona por una parte y en su sacrificio por otra: «Pero presentándose Cristo sumo sacerdote de los bienes futuros, a través de una tienda mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre, es decir, no de este mundo, y no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, penetró en el santuario una vez para siempre, consiguiendo una redención eterna» (9, 11-12). El autor insiste en la oposición entre la sangre de los animales derramada ritualmente sobre el altar y la sangre de Cristo derramada en la cruz, simbolizando su vida entregada hasta el fin. Se trata del sacrificio personal realizado por «la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios» (9, 14). Esta mención de la sangre permite comprender también la referencia aparentemente obscura a esa «tienda no fabricada por mano de hombre»: ésta designa «el cuerpo glorificado de Cristo, nueva creación realizada en tres días gracias a la efusión de la sangre de Cristo»24. A. Vanhoye interpreta así la correspondencia antitética entre sacrificios antiguos y sacrificio de Cristo: «Tanto por una parte como por otra hay sacrificio, y sacrificio sangriento, pero en el caso de Cristo se trata de un sacrificio personal, existencial, y no de un sacrificio ritual. Cristo 'se ofreció a si mismo': en esta afirmación el autor sintetiza dos elementos de la catcquesis del Nuevo Testamento, la presentación de Cristo como víctima sacrificial p r una parte, y por otra el aspecto de abnegación vo-
23. A. VANHOYE, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el Nuevo Testamen to, Sigúeme, Salamanca 1984. 24. lhid.,202.
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En el caso de Jesús la expresión «ofrecerse a sí mismo» no corre el peligro de designar un suicidio ritual, ya que está demasiado claro que Jesús fue ejecutado. Su pasión fue en primer lugar una pasividad. Pero esta pasión fue para él ocasión de una actividad, por la que realizó «una obra de trasformación positiva que supera en valor a la primera creación. Esta obra es un 'sacrificio' en el sentido pleno de la palabra, esto es, una transformación mediante una entrada en relación con Dios. Como ya hemos dicho, 'sacrificar' significa 'hacer sagrado', impregnar de la santidad de Dios»26. Los sacerdotes antiguos eran incapaces de «ofrecerse a sí mismos, ya que eran pecadores y tenían que presentar sacrificios por sus propios pecados» 27 . Cristo, por el contrario, es «sin tacha»: dispone de «la fuerza ascensional necesaria para elevarse hasta Dios» 28 . En la línea de la contestación profética de los sacrificios, pero citando el salmo 40, el autor radicaliza la crítica. Todo el sistema antiguo es caduco, debido a la incapacidad del hombre pecador para hacerse agradable a Dios, y ha de ser sustituido por un «culto nuevo»: «Por eso, al entrar en este mundo dice: 'Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo... a hacer, oh Dios, tu voluntad!...' Abroga lo primero para establecer lo segundo. Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo... Habiendo ofrecido por los pecados un solo sacrificio, se sentó a la diestra de Dios para siempre» (Heb 10, 5-12). Esta ofrenda es un acto humano de obediencia personal, consciente y libre. Constituye a la vez un sacrificio por los pecados y u n sacri25. 26. 27. 28.
Ibid.,206. Ibid.,201. Ibid. lbld.,208.
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ficio de comunión, plenamente eficaz por ambos lados. Es indisolublemente una ofrenda a Dios y una ofrenda por los hermanos: «El sacrificio de Cristo presenta dos aspectos inseparables, que se realizan uno mediante el otro. El primero concierne a la relación con Dios: es el aspecto de la obediencia, de la adhesión personal a la voluntad divina. El segundo concierne a la relación con los demás hombres: es el aspecto de la solidaridad fraterna, llevada hasta el don total de sí. En lugar de aspectos podría hablarse de 'dimensiones' y evocar así la dimensión vertical y la dimensión horizontal que se encuentran y se unen para formar la cruz de Cristo. La unión de estas dos dimensiones caracteriza de forma semejante al culto cristiano, transformación cristiana de la existencia»29. Cristo se ofrece a sí mismo a Dios exponiéndose y entregándose a los hombres hasta el fin. Su sacrificio se convierte entonces en la carta de la existencia cristiana, transformada en ofrenda de obediencia a Dios y de servicio fraterno. Este es el objeto de las exhortaciones finales del autor a sus destinatarios, que coinciden con la llamada de Pablo (cf. Rom 12, 1) y con el de la primera carta de Pedro (1 Pe 2, 5): por Cristo «ofrezcamos sin cesar a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que celebran su nombre. No os olvidéis de hacer el Men y de ayudaros mutuamente; éstos son los sacrificios que agradan a Dios» (Heb 13, 15-16). El término técnico de sacrificio, thysía, se aplica aquí a la vida de caridad fraterna. Es lo mismo que hará Agustín. Vemos por consiguiente todo lo que en el empleo del término de sacrificio encierra de diferencia y de oposición respecto a la antigua ley. Muchos autores dicen que el sentido nuevo es metafórico en relación con el sentido antiguo. A. Vanhoye piensa por el contrario que sacerdocio y sacrificio eran metafóricos en el Antiguo Testamento, «ya que se aplicaban a una figura simbólica impotente, mientras que en el misterio de Cristo esos términos han obtenido finalmente su sentido real, con una plenitud insuperable» 30 . Sea de ello lo que fuere, la transformación continua del término de sacrificio desemboc a en su verdadera «conversión», en línea recta con lo que proseguirá luego en el pensamiento de los padres d e la Iglesia. Se establece una transición sacramental desde el sacrificio único de Cristo a los sacrificios personales y espirituales de los creyentes. La eucaristía es acrificio, porque es memorial del único sacrificio de 29. lbid.,233. 30. Ibid., 219.
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E L SACRIFICIO DE CRISTO
Cristo. Por su celebración, los cristianos reciben del único sacrificio, hecho presente y actual, el don de ofrecerse a su vez para una existencia eucaristica.
ILT. E L TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN
San Agustín es el padre de la Iglesia que más ha desarrollado la doctrina sacrificial. Pero ya antes de él el pensamiento cristiano había recogido la enseñanza de la Escritura sobre el sacrificio espiritual. Los padres de la Iglesia de los cuatro primeros
siglos
Hay unas cuantas ideas-fuerza que permiten organizar los numerosos testimonios patrísticos sobre el sacrificio. La primera es que Dios no necesita de nada. No es ni un indigente que intente mejorar su suerte a costa de los hombres, ni un Moloc que exija abusivamente dones, ni evidentemente un vicioso que se complazca en hacer sufrir a sus criaturas. «De nada en absoluto, hermanos, necesita el que es Dueño de todas las cosas, si no es de que le confesemos»*'. «El Señor, por medio de todos sus profetas, nos ha manifestado que no tiene necesidad ni de sacrificios, ni de holocaustos, ni de ofrendas». (Sigue luego la cita de Is 1, 11-13, lugar clásico de la polémica de los profetas contra los sacrificios). «...Todo esto lo invalidó el Señor, a fin de que la nueva ley de nuestro Señor Jesucristo, que no está sometida al yugo de la necesidad, tenga una ofrenda no hecha por manos de hombre». «...Nos dice de estamanera: 'Sacrificio para Dios es un corazón contrito; don de suavidad al Señor, un corazón que glorifica al que lo ha plasmado Esta misma referencia a la crítica de los sacrificios por parte d e los profetas se encuentra en la pluma del apologista Atenágoras: «El Artífice y Padre de todo este universo no tiene necesidad ni de sangre ni de grasa ni del perfume de flores y de inciensos. Él es el perfume perfecto; nada le falta y de nada necesita. Para él, el máximo sacrificio es que conozcamos quién extendió y dio forma esférica a los cielos..., quién creó a los animales y plasmó al hombre... ¿Qué 31. CLEMENTE DE ROMA, MCorínth. 52, 1: en Padres apostólicos, BAC, Madrid 19855, 225. 32. Epist. Betnabael, 4-lftibid, 773-774.
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falta me hacen a mí los holocaustos de que Dios no necesita? ¿Y qué falta me hace presentar ofrendas, cuando hay que ofrecerle sacrificios incruentos, que es culto racional?» 3. Igualmente, la Carta a Diogneto critica a los judíos por pensar que Dios tiene necesidad de sus ofrendas34. En todos estos textos no se encuentra ninguna idea sobre una deuda del hombre que saldar en justicia. La segunda idea-fuerza es que lo que Dios exige en materia de observancias es para el bien de los hombres. Este es en particular el gran tema de Ireneo, que se añade al anterior: «El Señor ha enseñado abiertamente que, si Dios les pide a los hombres una oblación, es en beneficio del mismo que la ofrece, es decir, del hombre. Es lo que vamos a demostrar»35. Recogiendo el mensaje bíblico sobre los sacrificios, Ireneo subraya la preferencia divina por la obediencia y por el corazón contrito y humillado. El rechazo de los sacrificios antiguos por Dios no es obra de un «hombre irritado», sino un acto de pedagogía que «enseña el sacrificio verdadero, aquel por cuya ofrenda alcanzarán el favor de Dios y obtendrán la vida»36. Así, por el bien de sus discípulos, Jesús instituyó la oblación de la nueva alianza, es decir, la eucaristía: «También a sus discípulos aconsejó que ofrecieran a Dios las primicias de sus propias criaturas, no porque tuviera necesidad de ellas, sino para que ellas mismas no fuesen ni estériles ni ingratas. Tomó el pan que proviene de la creación, lo partió y dio gracias diciendo: "Esto es mi cuerpo". Y lo mismo el cáliz, que proviene de la creación de la que formamos parte, declaró que era su sangre y enseñó que aquella era la oblación nueva de la nueva alianza. Esta oblación es la que la Iglesia ha recibido de los apóstoles y que en el mundo entero ofrece al Dios que nos da el alimento, como primicia de los propios dones de Dios bajo la nueva alianza. ... Así pues, la oblación de la Iglesia, que enseñó el Señor a ofrecer en el mundo entero, es considerada como sacrificio puro ante Dios y agradable a él. No es que él necesite de nuestro sacrificio, sino que el que lo onece es glorifícado él mismo por lo que ofrece, si su presente es aceptado»?1'. * Así pues, por Cristo y en Cristo, el sacrificio es más bien un don de Dios al hombre que del hombre a Dios. Ya hemos visto anterior33. 664 s. 34. 35. 36. 37.
ATENAGORAS, Suppl., 13, en Padres apologistas griegos, BAC, Madrid 1954, M Diognetum III, 3: en Padres apostólicos, o.c, 848. IRENEO DE LION, Adv. haer. IV, 17, 1: trad. A. Rousseau, Cerf, París 1984, 455. Ibid.,IV, 17,2: o. c.,457. Ibid.,W, 17,5 y 18, 1: o. c, 459-461.
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mente cómo Ireneo hablaba de una reciprocidad de la imagen entre Cristo y nosotros. Se da también para él una reciprocidad del sacrificio entre el hombre y Dios. La ilustra con el ejemplo de Abrahán, que aceptó entregar a la muerte a su hijo Isaac: «Abrahán siguió afectivamente en su fe el mandato del Verbo de Dios, cediendo con diligencia a su hijo único y muy amado en sacrificio a Dios, para que también Dios consintiera, en favor de toda su posteridad, entregar a su Hijo único muy amado en sacrificio por nuestra redención»38. El paralelismo es sorprendente, ya que Dios cumple lo que sólo se le había pedido a Abrahán; no es ya el objeto, sino el sujeto del sacrificio. El sacrificio es normalmente la preferencia que en todo le da el hombre a Dios; aquí es Dios el que le da la preferencia al hombre, en detrimento de su propio Hijo. Ésta es la misteriosa implicación de la mediación ascendente y de la mediación descendente. Estos textos nos han puesto ya en camino hacia la tercera ideafuerza: lo propio del culto cristiano es el sacrifício espiritual, es decir el sacrificio personal y existencia! que se expresa en el reconocimiento de Dios y en el amor al prójimo, cumpliendo así los dos primeros mandamientos de la ley, semejantes el uno al otro. Para Clemente se trata de «confesar a Dios»; para la carta de Bernabéy para Ireneo, el verdadero sacrificio está en el corazón que glorifica a Dios y que se rompe por la contrición; para Atenagoras, es una adoración razonable. Ireneo no se olvida de la actitud de caridad con el prójimo que tiene que acompañar a la rectitud del alma para con Dios: • «No son los sacrificios los que hacen favorable a Dios. Si uno intenta ofrecerlos con una pureza, una rectitud y una exactitud solamente aparentes, sin que en su alma comparta con rectitud la comunión con el prójimo, ni tenga el temor de Dios, no engañará a Dios ofreciendo ese sacrificio... Noson los sacrificios los que santifican al hombre, ya que Dios no tiene necesidad de sacrificios; son las disposiciones del oferente las que santifican el sacrificio, si son puras, ya que obligan a Dios a aceptarlo como de un amigo»39. Estas ideas-fuerza se basan en las dos convicciones fundamentales recibidas de la Escritura. El único sacrificio válido a los ojos de D i o s es el de Cristo: y el culto exterior de los cristianos es el sacrificio eucarístico, memorial del único sacrificio de Cristo, que les c o n cede ofrecer su vida a lios como sacrificio espiritual. Son innumerables los testimonios de estas dos convicciones, a menudo articuladas
38. Ibid. IV, 5, 5: o. c, 417-418. 39. #>¡d.IV, 18,3: o. c, «2-463.
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entre sí, que encontramos en Justino 40 , en Ireneo, en Atanasio 41 , en Cirilo de Jerusalén 42 , en Eusebio de Cesárea 43 , en Cirilo de Alejandría44, etc.
Agustín: una teología del sacrificio En un desarrollo célebre de la Ciudad de Dios, Agustín ha expuesto una teología del sacrificio, ejemplar por su fidelidad a la Biblia y su profundidad antropológica En el corazón del verdadero culto debido a Dios, debido al deseo de felicidad arraigado en todo ser humano, está el sacrificio. Siguiendo a sus predecesores, Agustín afirma que Dios no necesita para nada de nuestros dones y que los sacrificios de la antigua ley no eran más que figuras del verdadero sacrificio que tiene por finalidad «que nos unamos a Dios y encaminemos al prójimo a este fin»45. Es entonces cuando asienta una de esas fórmulas que le son características y que estructuran su teología: «El sacrificio visible es el sacramento del sacrificio invisible, o sea, es un signo sagrado» 46 . Esta distinción le permite interpretar la polémica de los profetas y de los salmos contra los sacrificios. En el salmo 50 [51] se dice a la vez que Dios rechaza los sacrificios y que quiere un sacrificio: «No quiere sacrificio de res sacrificada, sino el sacrificio de un corazón contrito. El sacrificio que Dios no quiere, según el profeta, es figura del sacrificio que quiere»47. Toda una serie de citas terminan entonces con el texto de Oseas, recogido por Jesús en el evangelio: «Por eso, donde está escrito: "Quiero la misericordia más que el sacrificio", no conviene entender otra cosa más que el anticipado por el sacrificio, porque lo llamado por todos sacrificio es signo del verdadero sacrificio. Ahora bien, la misericordia es un verdadero sacrificio» 48 . Dentro de la categoría de sacrificio es como Agustín asume la conversión de sentido que va desde el sacrificio exterior al sacrificio interior.
40. JUSTINO, Dialog. cum Tryph. 117, 3: o. c, 505-506. 41. ATANASIO DE ALEJANDRÍA, De incarn. Vcrbi 20, 1-25, 5: SC 199,337-359. 42. CIRILO DE JERUSALÉN, Catech. mystag. V, 8: SC 126, 157. 43. EUSEBIO D E CESÁREA, Dcmonstr. evang. I, 10: PG 22, 83-94. 44. CIRILO DE ALEJANDRÍA , Cíiristus est unus: SC 97, 433-515. 45. A G U S T Í N , De civ. Dci X, 5, en Obras XVI-XVII, BAC, Madrid 1958, 639; sobre el sacrificio en Agustín, cf. I. BOCHET , Saint Augustin el le dcsir de Dicu, Etud. August., París 1982,354-382. 46. AGUSTÍN , Ibid., 639.
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El contexto de su reflexión permite comprender debidamente, bajo su lenguaje un tanto abstracto, la definición tan rica que da Agustín del sacrificio: «Verdadero sacrificio es toda obra que se hace con el fin de unirnos a Dios en santa compañía, es decir, relacionada con aquel bien supremo, merced al cual podemos ser verdaderamente felices» . El corazón del sacrificio reside en el hecho de que nos pone en comunión con Dios, es decir, nos hace pasar a Dios en su «santa compañía»: se trata de un paso, de una «pascua». Es el acto por el que el hombre se vuelve hacia Dios en un movimiento de adoración y de amor, por el que pone a Dios por encima de sí mismo y se desposee de su propio ser. Pues bien, esta comunión con Dios es al mismo tiempo la felicidad del hombre, ya que el hombre está hecho para Dios, para verlo y descansar en él, y su corazón fuera de Dios está inquieto y angustiado. Así pues, la comunión con Dios y la felicidad del hombre van a la par; pero lo uno y lo otro son imposibles sin el acto de nuestra libertad que responde positivamente a la invitación y al don de Dios y nos p n e en sus manos según el designio que él tiene sobre nosotros. Eso es el sacrificio. En esta primera definición ni siquiera se menciona la dimensión penitencial del sacrificio (renuncia, privación, sufrimiento). En efecto, éste es un segundo dato, consecuencia inevitable del arrancamiento necesario del pecado que desorienta nuestra libertad. A la idea tan extendida de que el sacrificio ante todo «hace daño», Agustín responde con la idea del sacrificio que nos hace felices. El sacrificio no e s ni sadismo por parte de Dios, ni masoquismo por parte del hombre. Si es éste el sentido del sacrificio, éste no puede reducirse a l a ofrenda de cosas exteriores: por «toda obra buena» hay que entender toda la existencia del hombre, todo lo que vivimos y realizamos p o r amor a Dios y amor a nuestros hermanos, en la obediencia a los d o s primeros mandamientos.El mismo hombre es un sacrificio: «De aquí se deduetque el hombre consagrado en nombre de Dios y ofrecido por voto iDios, en cuanto que muere al mundo para vivir para Dios, es sacrificio... El castigar nuestro cuerpo por la templanza, si esto lo hacemos,como es nuestro deber, por Dios, a fin de no dar nuestros miembros como armas de iniquidad al pecado, sino como armas de justicia aDios, es sacrificio. El apóstol, exhortando a esto, dice: "Y así os rutgo, hermanos, por la misericordia de Dios, q u e
47. Ibid. 48. Ibid., 641.
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4 9 . lbid.^6:
o. c.,641.
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ofrezcáis vuestro cuerpo como hostia viva, santa, agradable a Dios, que es el culto racional vuestro" (Rom 12, l)» 50 . A g u s t í n a n a l i z a el ser del h o m b r e según el b i n o m i o a l m a - c u e r p o . V o l v e m o s a e n c o n t r a r n o s aquí c o n el aspecto « s a c r a m e n t a l » d e su antropología, q u e e v o c á b a m o s a propósito d e la mediación d e Cristo 5 1 . El cuerpo e s p a r a él a l a v e z el signo y el instrumento de las intenciones del a l m a . E n efecto, p o r u n a parte el cuerpo es signo del e s píritu: el acto corporal permite a la intención espiritual t o m a r cuerpo y expresarse. N o h a y historia sino p o r q u e h a y cuerpo. T o d o nuestro lenguaje — p a l a b r a s , g e s t o s , s o n r i s a s — p a s a p o r la m e d i a c i ó n del c u e r p o . P o r o t r a parte, el c u e r p o d e s e m p e ñ a u n a función d e instrum e n t o y , e n este sentido, de c a u s a : el acto espiritual no se acaba de verdad m á s q u e p o r el orden corporal y e n él. Mientras que u n a intenc i ó n n o se t r a d u z c a en el orden d e la acción corporal, seguirá siendo u n a « b u e n a intención», p e r o sin arraigo en el m u n d o y sin eficacia. D e este m o d o e x p e r i m e n t a m o s q u e n u e s t r o s actos corporales n o s c a m b i a n p a r a lo b u e n o o p a r a l o malo. E s t a relación del cuerpo y del a l m a se percibe de m a n e r a ejemplar en el sacrificio: n u e s t r a p r e f e r e n c i a a m o r o s a p o r D i o s y p o r los d e m á s p a s a p o r gestos corporales, a la v e z signos e instrumentos d e nuestro sacrificio espiritual. Este dato antropológico coincide c o n la iniciativa d e la encarnación, q u e permite al V e r b o d e Dios d a r a su sacrificio u n a figura exterior, p o r m e d i o d e su v i d a y d e su muerte. Lo m i s m o ocurre c o n los sacramentos, gestos simbólicos de su humanidad e n favor nuestro q u e recibimos visible y corporalmente. El último texto q u e h e m o s citado e x p o n e a s í el papel del cuerpo, en referencia a l a fórmula d e R o m 12, 1, d e s i g n a n d o a la p e r s o n a d e los h e r m a n o s p o r su c u e r p o , q u e el apóstol exhorta a ofrecer c o m o hostia viva y a g r a d a b l e a D i o s . E n la e v o c a c i ó n d e l sacrificio corporal, Agustín m e n c i o n a esta v e z la mortificación, c o n s e c u e n c i a necesaria del p e c a d o . D e allí p a s a i n m e d i a t a m e n t e al sacrificio del alma q u e es indi sociable d e la mortificación: «Si el cuerpo del que se sirve el alma como de siervo o instrumento es sacrificio, ¡cuánto más lo será el alma cuando se encamina a Dios, para que encendida en el fuego de su amor, pierda la forma de la concupiscencia del siglo y se reforme sometida a la forma inconmutable!» 52 .
50. Ibid., 641-642. 51. Cf. supra, 108-112 y J. CLEMENCE, Saint Augustin et le peché oríginel: NouvRevTheol. 70 (1948) 735. 52. AGUSTÍN , Ibid.X, 6, o. c.,642.
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El a r g u m e n t o e s u n a fortiori: el a l m a es el lugar d e la libertad, la que dirige las r e l a c i o n e s c o n D i o s . E s t a m b i é n un sacrificio y, para realizarlo, tiene q u e c o n v e r t i r s e del p e c a d o . P e r o el sacrificio no es sólo u n a relación c o n D i o s , sino también u n a relación c o n los demás, del m i s m o m o d o q u e l o s d o s m a n d a m i e n t o s del a m o r forman un todo indivisible. N o p u e d e h a b e r sacrificio auténtico a D i o s q u e no pase por l a m e d i a c i ó n d e l a m o r al prójimo. Éste se expresa p o r acciones corporales. Por c o n s i g u i e n t e , l a s « o b r a s d e misericordia» s o n sacrificios: «Siendo verdaderos sacrificios las obras de misericordia hacia nosotros o hacia los prójimos, pero referidas a Dios, y siendo verdad que las obras de misericordia no tienen otro fin que librarnos de la miseria y hacernos felices, cosa que no se efectúa sino por aquel bien del que está escrito: "Mi bien es adherirme a Dios" (Sal 72,28)...» 53 . C i e r t a m e n t e , la misericordia n o e s un sacrificio si no se la refiere a D i o s , y a que el sacrificio es cosa divina 54 . Pero en el caso contrario, sus o b r a s son verdaderamente sacrificios, d e los que se n o s dice u n a vez m á s que su finalidad es procurarnos la felicidad. Agustín: sacrificio de Cristo y sacrificio de la Iglesia Esta doctrina general y antropológica del sacrificio se basa en la realidad única del sacrificio de Cristo, con el que la Iglesia está asociada por giacia: «Resulta claro que toda la Ciudad redimida, en otros términos la congregación y sociedad de los santos ofrece a Dios su sacrificio universal por ministerio del sumo sacerdote. Éste se ofreció a sí mismo en su pasión por nosotros, a fin de que nosotros fuéramos el cuerpo de esa cabeza. Y se ofreció según la forma de siervo. Ofreció esta forma y en ella se entregó. Según esta forma es mediador, según ella es sacerdote) según ella es sacrificio.. Todo este sacrificio somos nosotros... Éste es el sacrificio de los cristianos: muchos, un solo cuerpo en Cristo. Este misterio la Iglesia también lo celebra asiduamente en el sacramento del altar conocido de los fieles, donde se le muestra que, en la oblación que hace, se ofrece a sí misma» .
53. Ibid 54. Cf. Ib»., 641. 55. ibid, 6*2-643.
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E n unas c u a n t a s frases de particular densidad Agustín recoge todo el misterio sacrificial cristiano, q u e parte de Cristo, alcanza a la Iglesia y se actualiza e n la eucaristía. Sólo Cristo p u d o realizar el sacrificio perfecto de ofrenda de sí m i s m o a D i o s p o r sus h e r m a n o s . Lo h i z o en virtud de su e n c a r n a c i ó n , q u e lo h a constituido m e d i a d o r y sacerdote y lo h a c o n d u c i d o a la muerte y resurrección. Se evoca el sacrificio de Cristo e n referencia a Flp 2,6-13, texto q u e encierra u n a alusión a la o p o s i c i ó n entre A d á n , que q u i s o c o n q u i s t a r c o m o u n botín la igualdad c o n D i o s (Gen 3,5) y se negó p o r tanto a ofrecerse a D i o s e n sacrificio de a m o r y d e obediencia, y Cristo q u e no reivindicó e s a igualdad, sino que se ofreció a sí m i s m o en la h u m i l d a d (traducción latina para A g u s t í n de la kénosis de Flp 2,7) y el desprendim i e n t o de u n a o b e d i e n c i a q u e l l e g ó hasta la m u e r t e de c r u z . El sacrificio de Cristo se inscribe perfectamente e n la definición anterior: en su p e r s o n a encarnada, J e s ú s es personalmente sacrificio: «El es el oferente y él la oblación» 5 6 . Su sacrificio encierra u n aspecto interior, el a m o r al Padre y a sus h e r m a n o s , y un aspecto exterior, el d o n d e su c u e r p o en su pasión, así c o m o la institución de la eucaristía. Pero el sacrificio de Cristo está ordenado al sacrificio de los h o m bres r e u n i d o s e n Iglesia. Cristo no se ofrece solo al P a d r e ; s u m o sacerdote u n i v e r s a l de la h u m a n i d a d , le ofrece toda la a s a m b l e a de los santos; c u m p l e el sacrificio de la C a b e z a que ofrece a todo el cuerpo eclesial. La finalidad del sacrificio de los cristianos es la de n o ser m á s q u e u n s o l o cuerpo en Cristo p a r a a l a b a n z a del P a d r e . Aquí se lleva a cabo u n paso de la multiplicidad de los sacrificios a la unidad. Cada u n a de las buenas acciones de un h o m b r e p u e d e ser considerada c o m o un sacrificio, pero en definitiva la existencia entera de un h o m bre constituye su sacrificio único. I g u a l m e n t e , se p u e d e considerar a la h u m a n i d a d entera c o m o un solo sacrificio, h e c h o d e la multiplicid a d de sacrificios existenciales de t o d o s los h o m b r e s a través de las generaciones. El sentido de la historia d e los h o m b r e s es el paso de la h u m a n i d a d a D i o s , es su larga peregrinación de su p a s c u a hacia D i o s . Y. de M o n t c h e u i l , en u n a página de espíritu p l e n a m e n t e agustiniano, h a mostrado así en el sacrificio de Cristo el sacramento del sacrificio de la h u m a n i d a d entera:
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más que un solo sacrificio en el sentido total: el acto por el que la humanidad predestinada... pasa del pecado en que se encuentra a la consumación de la salvación... Pero la humanidad, abandonada a si misma, es incapaz de ese sacrificio... La humanidad no puede «sacrificarse» más que si se le da la gracia. Pues bien, la condición de esta gracia es la encarnación. Por tanto, el sacrificio no es posible sino porque Cristo está unido a la humanidad, para darle por su gracia el deseo de pasar del mal al bien... y facilitarle ese mismo paso... El sacrificio histórico, realizado una sola vez en un momento del tiempo y en un lugar determinado, es el sacramento del sacrificio realizado por el Cristo total.... El sacrificio realizado por Cristo en la cruz es el símbolo, el signo, pero un signo eficaz, del sacrificio que todos los hombres tienen que realizar» El t é r m i n o de s a c r a m e n t o se t o m a aquí en u n sentido analógico respecto a la eucaristía. Pero n o s c o n d u c e a ella. Sin el sacrificio d e Cristo, la h u m a n i d a d no p u e d e pasar a D i o s . Solamente la exterioridad de la cruz c o r r e r í a el riesgo de borrarse en nuestra memoria, si n o e s t u v i e r a s a c r a m e n t a l m e n t e s u b r a y a d a p o r u n s a c r a m e n t o exterior. Ese s a c r a m e n t o exterior instituido es el misterio eucarístico, «el s a c r a m e n t o del altar», del que h a b l a Agustín, sacramento del único sacrificio. E n este sacramento, e n el plano visible de la celebración, e s la Iglesia l a que ofrece. Pero según la realidad del misterio la m i s m a Iglesia es ofrecida p o r Cristo. P o r q u e — p r o s i g u e A g u s t í n — « d e e s t a realidad quiso q u e fuera sacramento cotidiano el sacrificio de la I g l e sia. Ella, siendo c u e r p o de esa Cabeza, aprende p o r su m e d i o a ofrecerse a sí misma» 5 8 . E l sacrificio de Cristo no sustituye al nuestro; a l contrario, nos p e r m i t e realizarlo. Se verifica aquí la relación fundamental e n t r e gracia y libertad: el sacrificio de Cristo n o s libera y n o s permite realizar n u e s t r o paso a Dios. Ésta e s h d o c t r i n a agustiniana del sacrificio, de la que un c o m e n tarista h a p e d i d o d e c i r lleno de a s o m b r o q u e era «puro c r i s t i a n i s m o » 5 9 . Su sentido d e la grandeza de D i o s n o supone ningún a t e n t a d o c o n t r a la grandeza d e l hombre. Si la divinización del h o m b r e e s s u v e r d a d e r a humanización, su p a s o a Dios, su sacrificio es t a m b i é n s u v e r d a d e r a felicidad.
«Si tomamos las cosas desde el punto de vista de la historia humana en su conjunto, tal como las ve Dios, tendremos que decir que no hay
56. Ibid X, 20: o.c, 672.
57. Y. DE MONTCHEUIL, Mclangcs thcologiques, Aubier, París 1951, 51-53. 58. AGUSTÍN/tod.,o. c.,672. 59. Fórmula de P. AGAESE, autor de L'anthropologic dirétienne selon saint Augustin, Centre Sévrci, París 1980; en estas páginas he inspirado mi reflexión.
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El sacrificio de Cristo en santo Tomás de Aquino Pero se dirá: ¿esta hermosa doctrina del sacrificio se mantuvo en los siglos sucesivos? Para saberlo, conviene que preguntemos a santo Tomás de Aquino, uno de los teólogos más «oficiales» de la Iglesia. Al tratar de la pasión de Cristo, santo Tomás distingue cuatro modos de su eficacia: el mérito, la satisfacción, el sacrificio y la redención. Como se ve, el orden en que sitúa los conceptos es distinto del que hemos adoptado para esta exposición. Santo Tomás trata del sacrificio a la luz de la satisfacción —por eso el conjunto de su soteriología se recogerá a propósito de esta categoría 60 —, mientras que aquí hemos pensado que había que hacer lo contrario, dentro de un espíritu de fidelidad a la Escritura y a la tradición. Santo Tomás da la siguiente definición del sacricio: «Propiamente hablando, se llama sacrificio una obra realizada en honor de Dios y a él debida, para aplacarlo»61. Esta definición se presenta como una interpretación de la de san Agustín, a quien santo Tomás cita a continuación, como un bien común de la Iglesia. No la traiciona; conserva su aspecto teocéntrico. Pero su tonalidad es distinta, ya que no recoge el lado antropológico y pone en primer plano el aplacamiento de Dios, lo cual constituye una referencia implícita al pecado y una alusión, ambigua por ser inmediata, a los sacrificios antiguos. Glosando siempre a Agustín, el doctor escolástico aplica esta definición a Cristo: «Ahora bien, Cristo, según añade después el mismo santo, "se efreció a sí mismo en la pasión por nosotros", y el hecho de haber soportado la pasión voluntariamente, cosa fue en sumo grado acepta a Dios, como proveniente de la mayor caridad. De donde resulta claro que la pasión de Cristo fue un verdadero sacrificio» 2. El texto termina con otras dos citas de Agustín, que expresan la preocupación de santo Tomás por presentar su pensamiento bajo la forma de una «exposición reverencial» del gran maestro de la teología latina. El carácter sacrificial de la pasión de Cristo proviene por tanto de dos elementos: «la ofrenda real de sí mismo y el amor»63. La pasión de Cristo es causa de la reconciliación de los hombres con Dios de dos maneras: 60. CS.infra, 371-376. 61. SANTO TOMAS, S. Th. III, q. 48, a. 3, corp. en Suma teológica XII, BAC, Ma drid 1955, 480. 62. Ibid. 63. B.CATAO, Salut et rédempüon chezS. Thomas d'Aquin, Aubier, París 1965, 91.
«Primera, en cuanto quita el pecado, por el que los hombres son constituidos enemigos de Dios... Segunda, en cuanto es la pasión de Cristo un sacrificio aceptísimo a Dios. El efecto propio del sacrificio es el de aplacar a Dios, a la manera que el hombre, en atención a un obsequio que se le hace, condena la ofensa a él cometida... Pues fue tan grande el bien de padecer Cristo voluntariamente que, en atención a este bien que Dios halló en la naturaleza humana, se aplacó de todas las ofensas del género humano, por lo que respecta a aquellos que del modo arriba dicho se unen a Cristo paciente»64. Esto no quiere decir que Dios empezara a amarnos en virtud de la reconciliación realizada por Cristo. Nos ama desde siempre, pero siente odio hacia el pecado. Por otra parte, el amor de Cristo que sufría fue a los ojos de Dios infinitamente más poderoso que la iniquidad de los que le mataron. Consciente como Agustín de que todo sacrificio tiene que tener una realidad exterior, Santo Tomás había dado ya en la Suma Teológica esta definición ritual del sacrificio: «Hay sacrificio propiamente dicho cuando las cosas ofrecidas a Dios son sometidas a una acción cualquiera, tal como matar los animales, partir el pan, comerlo o bendecirlo. No es otro el sentido de la palabra 'sacrificio', que se deriva de 'hacer' algo 'sagrado'»65. Esta definición no es falsa, ya que menciona el carácter teologal del sacrificio. Pero es menos afortunada por su referencia exclusiva a los ritos y podrá incitar a continuación a los teólogos a buscar una definición formal del sacrificio en los ritos de la historia de las religiones, para aplicársela luego al sacrificio de Cristo. Habrá en ello un error de método, que corre el riesgo de ocultar en qué la novedad del sacrificio de Cristo hace «saltar» las prácticas antiguas. Pero santo Tomás no se queda en ello. El sabe que el sacrificio exterior no es sino la expresión de la realidad espiritual del sacrificio: «La ofrenda de sacrificio es significativa de algo. Por otra parte, el sacrificio exterior significa el sacrificio interior del alma a Dios... Los xtos exteriores de religión se ordenan a los interiores»66. Este texto remite al sacrificio existencial. Pero santo Tomás no lo explícita como lo había hecho san Agustín. No cae, en todo caso, en 64. SANTO TOMAS, S. 71III, q. 48, a. 3, corp. en Suma Teológica XIII, BAC. Madrid 1955,480, 65. SANTC TOMAS, 5. 71.11-11, q. 85, a. 3, ad 3: en Suma Teológica IX, BAC, Madrid 1955, 108 66. Ibid.,\. 85, a. 2, corp.; o.c, 104-105.
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la confusión de algunos autores modernos a propósito de los verdugos de Cristo; ellos, lejos de ofrecer un sacrificio, cometieron una «fechoría», un crimen. Sólo Cristo se ofreció en sacrificio67. El pensamiento de santo Tomás sigue siendo esencialmente fiel a la tradición agustiniana en la que se inscribe. Sin embargo, quedan desplazados algunos de sus acentos y la insistencia en la perspectiva ritual pudo abrir el camino a ciertos desvíos ulteriores. La doctrina sacrificial del concilio de Trento En la sesión sobre la justificación, analizada anteriormente 68 , el concilio de Trento no recurre a la categoría de sacrificio. Ya hemos visto cómo interpreta la pasión de Cristo con los términos de mérito y de satisfacción. No ocurre evidentemente lo mismo en la doctrina de la sesión XXII de 1562, consagrada al «santísimo sacrificio de la misa». En efecto, era imposible decir en qué la eucaristía es sacrificio sin relacionarla con el único sacrificio de Cristo. La preocupación por esta importante articulación doctrinal ha dado origen a un desarrollo inspirado totalmente en la carta a los Hebreos: «Como quiera que en el primer Testamento, según testimonio del apóstol Pablo, a causa de la impotencia del sacerdocio levítico no se daba la consumación, fue necesario, por disponerlo así Dios, Padre de las misericordias, que surgiera otro sacerdote según el orden de Melquíscdec (Gen 14, 18; Sal 109, 4; Heb 7, 11), nuestro Señor Jesucristo, que pudiera consumar y llevar a perfección a todos los que habían de ser santificados (Heb 10, 14). Así pues, el Dios y Señor nuestro, había de ofrecerse una sola vez a sí mismo a Dios Padre en el altar de la cruz, con la interposición de la muerte, a fin de realizar para ellos la eterna redención...» (Dz 938)m. Volvemos a encontrarnos con los grandes temas de la epístola: la oposición entre la impotencia de los sacrificios antiguos y el sacrificio perfecto de Cristo, la unicidad del mismo, la identidad del sacerdote y de la ofrenda. La doctrina de Trento hace una lectura cultual de la pasión, hablando del «altar de la cruz» en un sentido metafórico. Es entonces cuando interviene la institución de la eucaristía»: «...como, sin embargo, no había de extinguirse su sacerdocio por la muerte (Heb 7, 24.27), en la última Cena, la noche que era entregado,
67. Cf. S. Th., III, q. 48, a. 3, ad 3: o.c., XIII, 481-482. 68. Cf. supra, 259-267. 69. Concilio de Trento, sesión 221, sobre el santo sacrificio de la misa, c. 1: trad. en El magisterio de la Iglesia, Herder, Barcelona 1963, 267.
para dejar a su esposa amada, la Iglesia, un sacrificio visible, como exige la naturaleza de los hombres, por el que se representara (repraesentaretuf) aquel suyo sangriento que había una sola vez de consumarse en la cruz, y su memoria permaneciera hasta el fin de los siglos (1 Cor 11, 23ss), y su eficacia saludable se aplicara para la remisión de los pecados, que diariamente cometemos..., les mandó con estas palabras: Haced esto en memoria mía, etc. (Le 22, 19; 1 Cor 11, 24) que los ofrecieran. Así lo entendió y enseñó siempre la Iglesia. Porque, celebrada la antigua pascua, que la muchedumbre de los hijos de Israel inmolaba en memoria de la salida de Egipto, instituyó una pascua nueva, que era él mismo, que había de ser inmolado (immolandum) por la Iglesia por ministerio de los sacerdotes bajo signos visibles, en memoria de su tránsito de este mundo al Padre» (Dz938)70. Este texto tan rico y matizado invoca en primer lugar la necesidad de una expresión visible del sacrificio, en conformidad con las exigencias de la naturaleza humana que toda la economía de la encarnación intenta respetar. Como decía ya san Ireneo, la ofrenda eucarística ha sido instituida para nuestro bien. Sabemos por otra parte la afinidad existente entre la idea de sacerdote y la de mediador; podría legítimamente trasponerse el comienzo de este texto diciendo: «Como no había de extinguirse su mediación por la muerte...». La mediación de Cristo tenía que poder seguir ejerciéndose a través de signos visibles. La mediación, el sacerdocio y el sacrificio se sitúan aquí en correlación directa. La eficacia del sacrificio se relaciona sobre todo con la redención de los pecados. El término-clave que sirve para expresar la relación entre el sacrificio de la cruz con el sacrificio de la misa es el de representación del primero por el segundo. Esta palabra debe tomarse en sentido fuerte: lo que se realizó una vez para siempre es re-presentado, es decir, hecho presente de forma continua. La misa no se suma nunca con la cruz; no es su repetición (repite la celebración de la Cena, que es algo muy distinto), y mucho menos su «renovación», ya que sólo se renueva lo que es viejo o caduco. El término de re-presentación o los de actualización o perpetuación deben por tanto oponerse vigorosamente a la palabra renovación que, por desgracia, se extendió a numerosos textos teológicos y hasta pastorales de los tiempos moder-
70. Ibid. 71. Cf. J. M. R. TILLARD, Vocabulaire sacriñciel et eucharístie: Ircnikon 53 (1980) 163-165.
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El término de re-presentación remite de hecho al concepto bíblico de memorial q u e connotan muchas de las expresiones de este párrafo de Trente, aunque el concilio lo haya formalmente perdido de vista. La re-presentación, se dice, está ordenada a que la memoria del único sacrificio de la cruz se perpetúe hasta el final de los siglos. Lo mismo que la pascua antigua celebraba la memoria de la salida de Egipto, también la celebración eucarística, bajo los signos sacramentales del pan y del vino (llamados una vez «símbolos») recuerda la pascua de Jesús a su Padre. Estas expresiones comentan la fórmula de la institución, citada igualmente por el concilio: «Haced esto en memoria mía». La institución de la eucaristía como memorial, que atraviesa toda la tradición viva, constituye sin duda alguna la trama sobre la que se construye la doctrina tridentina»72. Pero el concilio de Trento no sabe utilizar la categoría misma de memorial, o quizás desconfía de ella debido a los que reducían la misa a ser tan sólo una «mera conmemoración»73. Esta deficiencia le impidió articular en una unidad coherente el sacramento y el sacrificio en la eucaristía. La división en dos sesiones diferentes de estos dos aspectos de un único misterio se perpetúa en los manuales casi hasta nuestros días. Habrá que esperar mucho tiempo esta formulación tan sencilla, que hoy se ha convertido en un bien común doctrinal: la eucaristía es el memorial sacramental del único sacrificio de la cruz. Estamos tocando aquí un punto delicado del vocabulario conciliar. Para expresar la diferencia entre sacrificio de la misa y sacrificio de la cruz, Trento apela a la distinción entre el modo sangriento y el modo no sangriento de la inmolación, término que se encuentra en el texto citado: por medio de los sacerdotes la Iglesia inmola a Cristo bajo unos signos visibles en memoria de su paso al Padre. Este mismo lenguaje se recoge y se hace más explícito en el capítulo siguiente de la doctrina: «Porque en este divino sacrificio, que en la misa se realiza, se contiene e incruentamente se inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció a sí mismo cruentamente en el altar de la cruz (Heb 9, 27)... Una sola y misma es, en efecto, la víctima, y el que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes, es el mismo que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz siendo sólo distinta la manera de ofrecerse» (Dz 940)74. Si es perfectamente justa la preocupación de no poner en el mismo plano el único sacrificio de Cristo en la cruz y el sacrificio de 72. Ibid., 162. 73. Concilio de Trento, ibid., can. 3: o.c, 271. 74. Concilio de Trento, ibid., cap. 2: o.c, 268.
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la misa, así como la afirmación de la identidad numérica del sacerdote y de la víctima en cada uno de ellos, también es cierto que el empleo del verbo inmolar a propósito de la misa es ambiguo. Porque habría que decir de la inmolación lo que el concilio dijo del mismo sacrificio: es re-presentada. «¿Puede decirse que es 'rehecho' sacramentalmente el sacrificio de la cruz?», pregunta J. M. R. Tillard; y prosigue: «Se tiene la impresión de que hay dos oblaciones, una sangrienta y otra no sangrienta, illa et haeq pero sin que se vea muy bien cómo la segunda no pone en discusión el una vez para siempre de la primera»75. ¿Las actas del concilio permiten superar esta ambigüedad? En un estudio ya antiguo y que se ha hecho clásico, M. Lepin había analizado las discusiones de los teólogos y de los padres conciliares sobre el sacrificio de la misa. Su principal preocupación era la de no reducir la eucaristía a una pura conmemoración de la cruz, es decir, a un simple recuerdo de ella, en virtud de la presencia real de Cristo en el altar, víctima de nuestra redención76. La conclusión de Lepin es muy clara: «En ningún momento de las deliberaciones conciliares se sugiere la idea de que la misa contenga una realidad cualquiera de inmolación. Ningún teólogo y ningún padre pretendió encontrar allí algo más que una figura o un memorial de la inmolación que se había realizado en otro tiempo en la cruz. Ninguna huella de las teorías que habrían de surgir en los años siguientes... La idea del sacrificio de la misa aparece ligada prácticamente a tres elementos fundamentales: la consagración, la oblación y la representación conmemorativa de la inmolación pasada»77. La última fórmula es decisiva: nos permite comprender de veras el texto conciliar. Por inmolación no sangrienta hay que entender el acto sacramental que hace presente el sacrificio sangriento de la cruz. Cristo glorioso, sentado a la derecha del Padre, no tiene que inmolarse varias veces. Pero la Iglesia tiene necesidad de que su única inmolación reciba una presencia y una visibilidad siempre y en todas partes, haciéndose así contemporánea de todos los hombres, para que éstos, reunidos en Iglesia por la celebración eucarística, puedan ofrecer su existencia en sacrificio santo y agradable a Dios. Porque en la misa, el sacrificio de Cristo suscita sin cesar el de la Iglesia. Así pues, la Iglesia no «inmola» a Cristo, sino que en cada celebración presenta la única inmolación de Cristo, hecha presente de manera no sangrienta y en la que ella misma se ofrece en sacrificio. 75. J. M. R.TILLARD , art. tit., 162-163.
76. M. LEPIN, L'idce du sacriñce de la Messe d'aprés les théologiens depuis ¡'origine jusqu'á nos jmirs, Beauchesne, Paris 1926, 313. 77. Ibid., 326. En un libro reeditado varias veces E. MASURE, Le sacriñce du chef, La Colombe, Paiis 1957, ha recogido todo este dossier y ha reaccionado sanamente en favor de una concepción verdaderamente sacramental del sacrificio de la misa.
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Llamando inmolación a la representación sacramental de la inmolación de Cristo, el concilio forja una metáfora cuyo uso a propósito de los sacramentos ya había sido reconocido por san Agustín y santo Tomás. El primero se explica de este modo, sin ambigüedad alguna, a propósito de la inmolación:
mentalidad está en el origen de la ambigüedad material de los textos de Trento sobre la inmolación. Es uno de los casos en que puede aplicarse lo que dice la Congregación de la fe sobre la enseñanza dogmática: «Las verdades que la Iglesia intenta realmente enseñar por sus fórmulas dogmáticas son sin duda distintas de las concepciones cambiantes propias de una época determinada; pero no está excluido que sean evenrualmente formuladas, incluso por el magisterio, en términos que llevan la huella de esas concepciones» 80 . Se da aquí un riesgo de desconversión que la historia posterior de la teología tendrá por desgracia que verificar. Por ejemplo, la representación según la cual los sacerdotes inmolan a Cristo puede conducir a un corto-circuito perjudicial. ¿No se convierten entonces los sacerdotes del Nuevo Testamento en el sustitutivo de los verdugos del Señor? Nadie inmola a Cristo, como se podía en otros tiempos inmolar a un animal. Sólo Cristo se ofreció una vez por todas como víctima, trasformando por amor en don de sí mismo el gesto criminal de sus verdugos. Un funcionamiento peligroso de las imágenes corre entonces el peligro de hacer resurgir la noción de pacto sacrificial.
«¿No fue inmolado Cristo en sí mismo una sola vez? ¿Y no es inmolado sacramentalmente, no sólo en cada solemnidad de pascua, sino incluso cada día en presencia del pueblo? No es un error contestar, si se os pregunta, que Cristo es realmente inmolado. Porque si los sacramentos no tuvieran cierta semejanza con las cosas de las que son sacramentos, no serían ni mucho menos sacramentos. Pues bien, en virtud de esta semejanza, la mayoría de las veces reciben los nombres de las mismas cosas»7*. Por tanto, la semejanza sacramental es la razón de la trasferencia del término de inmolación de la cruz a la eucaristía. Recogiendo otro texto de san Agustín, santo Tomás enuncia este mismo principio, que constituye la razón primordial de llamar «inmolación de Cristo» al sacramento de la eucaristía: «Porque dice san Agustín (a Simpliciano) que suelen las imágenes , nombrarse con los nombres de quienes son imágenes; y así, al mirar una tabla o pintura en la pared, decimos: éste es Cicerón, aquel Salustio. La celebración de este sacramento... es imagen representativa de la pasión, que es verdadera inmolación»79. Por su lucidez sobre el funcionamiento del lenguaje, estos dos teólogos nos dicen, mucho antes de los documentos tridentinos, cómo hemos de comprender las fórmulas de Trento sobre la inmolación y confirman la interpretación propuesta. La importancia que da el concilio al vocabulario de la inmolación es sin embargo el signo de una evolución inquietante de la mentalidad teológica en su comprensión del sacrificio. Aunque los teólogos y el concilio hayan sido incapaces de ponerse de acuerdo sobre una definición del sacrificio (que sigue estando ausente en estos textos), la idea de inmolación, cruenta o incruenta, de la víctima se convertía en el punto esencial, en detrimento del don existencial de sí mismo que condujo a Cristo hasta la muerte. Existe aquí un peligro de regresión de la idea de sacrificio hacia las figuras antiguas. Este rasgo de
78. AGUSTÍN , Epist. 98 (23) ad Borní, episc: PL 33, 363. 79. SANTO TOMAS, 5. T7J.III. q. 83, a. 1, corp., en Suma Teológica XIII, BAC,
drid 1957, 844.
Ma-
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El lenguaje del Vaticano U aparta hoy para nosotros estas ambigüedades cuando dice: «(Los presbíteros) ejercen su oficio sagrado, sobre todo, en el culto o asamblea eucarística, donde, obrando en nombre de Cristo y proclamando su misterio, unen las oraciones de los fieles al sacrificio de su Cabeza y representan y aplican en el sacrificio de la misa, hasta la venida del Señor, el único sacrificio del Nuevo Testamento, a saber: el de Cristo, que se ofrece a sí mismo al Padre, una vez por todas, como hostia inmaculada (cf. Heb 9, 1128)»81. La tercera plegaria eucarística se expresa también certeramente cuando hace decir al celebrante: «Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad».
Amplificación y desvío sacrificiales en los tiempos modernos Después del concilio de Trento, la incapacidad de los siglos siguientes para encontrar y formular el verdadero concepto de memorial llevará a la teología a desarrollar ciertas concepciones del sacrificio de la misa que aparecen hoy viciadas en su base. No solamente se
80. CONGREGACIÓN DE LA FE, Declaración «Mysterium Ecclesiae» (24 junio 1973) n. 5: Doc. Cath. 1636 (1973) 667. 81. VATICANO II, Lumen Gentium, n. 28. Igualmente, Presbyterorum ordinis, n. 5: «por la celebración de la misa, ofrecen sacramentalmente el sacrificio de Cristo».
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olvidan de la especificidad del ser sacramental, sino que quedan obnubiladas por la definicipon ritual de los sacrificios antiguos y no pueden comprender que puede haber verdadero sacrificio sin inmolación o destrucción actual. La obra ya citada de M. Lepin, que va diseñando la idea del sacrificio de la misa desde los orígenes hasta nuestros días, muestra bien el corte que se da entre la afirmación tradicional de la eucaristía-sacrificio, que se formaliza hasta finales de la gran escolástica en la idea de «figuración sacramental», y la multitud de teorías postridentinas que son un eco de la mentalidad sacrificial más o menos degradada e intentan dar cuenta de la realidad sacrificial propia de la misa leyendo de una manera o de otra en sus ritos la inmolación de una víctima.
Monsabré compara a los sacerdotes con los sacrificadores de la antigua ley, armados de cuchillo 84 . He aquí lo que escribía A. Tesniére en 1889 en un manual de adoración del Santísimo Sacramento:
Lapin clasifica estas diversas teorías en función de la definición del sacrificio sobre la que se basan. Las mejores opinan que el sacrificio no exige una «inmutación real» de la víctima y que la misa contiene por tanto solamente una figura de la inmolación de Cristo. Otros piensan que el sacrificio exige esta «inmutación real» y la hacen recaer sobre las especies del pan y del vino que quedan destruidas por el hecho de la conversión eucarística (transubstanciación). Otros finalmente leen en la misa una «inmutación» que afecta al mismo Cristo, bien en la consagración, bien en la comunión. La «inmutación» es un eufemismo por «inmolación». Estas teorías se responden, se entrecruzan, se corrigen unas a otras en refinamientos cada vez más sutiles, desde finales del siglo XVI hasta comienzos del XX. Las mejores de ellas, en particular las de la Escuela francesa del siglo XVII que tema un sentido agudo del sacrificio existencial inmanente a toda la vida de Cristo, hablan un lenguaje cuyo realismo nos parece exagerado 82 . «No poseen el instrumental conceptual que les permita mantener a la vez el ephapax radical de la oblación misma y su presencia perpetua bajo una forma sacramental. Para remediar esta carencia, se inventan teorías pintorescas de inmolación no sangrienta, de muerte sacramental, de espada mística que separa sin efusión de sangre el cuerpo y la sangre, de estado humillado bajo el pan y el vino. Estamos muy lejos de la nobleza de la visión tomista y de la discreción del concilio»83. En el plano pastoral las teorías más sanguinarias tuvieron rienda suelta. Ya cité en nuestro florilegio sombrío el texto en que el padre
82. Por ejemplo Bérulle, cf. M. LEPIN, O. C, 466-467. 83. J. M. R. TILLARD , art. ciL,
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«Ved cómo la Víctima queda destruida, consumida, aniquilada. En el Calvario, estaba herida; aquí está machacada... Ser molido es perder la forma, la extensión, la organización... ¿Dónde está entonces su cuerpo, sus miembros, su forma, su vida humana? Todo ha sido molido, triturado, reducido a unas migajas desapercibidas. Cristo está personalmente entero, totalmente vivo, en este polvo, en esta nada; ¿no es éste el colmo del rebajamiento, de la depresión, un verdadero anonadamiento?»85. En 1907, mons. Waffelaért, obispo de Brujas, escribía: «Cristo, bajo las especies sacramentales, está puesto en una cierta apariencia de destrucción y de muerte...; se encuentra actualmente en un estado de víctima..., como un hombre degollado...; este estado se percibe en que su cuerpo puede ser verdaderamente comida y su sangre verdaderamente bebida» 86 . La mentalidad sacrificial de la época se expresa de forma análoga a propósito de la cruz y a propósito de /a misa, incluso las teorías que no retienen más que la «inmolación mística» siguen estando dominadas por la idea de que todo sacrificio tiene que contar con una destrucción. Afortunadamente todavía quedaba otra corriente teológica que con J. Lebreton sostenía que la «misa es un verdadero sacrificio, porque representa realmente el sacrificio de la cruz y nos aplica sus frutos»87. En el plano teológico, la insistencia dogmáticamente ambigua y teológicamente peligrosa en una «inmolación» de Cristo en la eucaristía contribuyó al desarrollo de la afirmación, ausente del concilio de Trento y objetivamente falsa, de la renovación en la misa del sacrificio de la cruz. Este lenguaje, que se había hecho demasiado clásico, fue intencionadamente corregido en los textos del Vaticano II y en los que dependen de él, así como los documentos litúrgicos principales, a pesar de algunos lamentables lapsus, en provecho de las palabras de «perpetuar» y «representar»88. 84. Cf. supra, 86. 85. CitadoporM. LEPIN, O. C, 595-596. 86. Citado Ibid, 598. 87. J. L. LEBRETON, ait. «Eucharistic», en Dict. apol. de la íoi calh., t. 1, Bcauchesne, París 1910, col. 1582. En el mismo sentido, la gran obra de M. de la Taillc, Mysteríum fídei. De augustissimo corporis et sanguinis Christi sacrificio atque sacramento, Beauchesne, París 1931. 88. Cf. J. M. R. TILLARD, art. cit., 168-169. Este artículo presenta un excelente informe histórico de esta cuestión.
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IV. UN BALANCE: SACRIFICIO E IMAGEN DE DlOS
En el cristianismo el sacrificio de Cristo, el sacrificio eucarístico, el sacrificio de la Iglesia y el sacrificio de cada uno de los fieles forman una gran unidad que había que tratar juntamente, a fin de mostrar la coherencia del designio salvífico de Dios, desde su iniciativa hasta su realización última. Con el sacrificio estamos en el corazón del misterio de Cristo y de la existencia cristiana Por eso es tan importante una comprensión auténtica del sacrificio y tan nocivo todo error, incluso teológico. De la ambivalencia a la conversión El sacrificio encuentra eco en el hombre en una experiencia sumamente profunda, debido al sentido que descubre a su existencia. La verdad cristiana coincide aquí con la verdad del hombre y llega a su corazón. Pero este hombre es pecador, sus arquetipos interiores están marcados a la vez por su deseo de Dios, inscrito en él a través de su creación, y por las consecuencias del pecado que no solamente pervierten sus relaciones con Dios, sino también la imagen que se hace de él, proyectando en la conciencia divina sus actitudes pecadoras. Así pues, fue necesaria una lenta pedagogía para purificar y convertir la noción de sacrificio y conducir a la verdad de Cristo, que se llevó a cabo superando radicalmente las representaciones y figuras anteriores. Pero el acontecimiento de Cristo no abolió en las conciencias el combate entre esta concepción evangélica y las tentaciones procedentes de los antiguos arquetipos. En este combate la teología de los tiempos modernos conoció peligrosos repliegues. Mediante el sacrificio el hombre reconoce el derecho soberano de Dios y sus situación de dependencia de Aquel que es a la vez su origen y su fin. Aceptar esta relación como constitutiva de nuestra existencia no es tan natural; espontáneamente, y a menudo de formas más o menos solapadas, el hombre desea ir más allá de su estatuto de libertad creada y hacerse Dios. La relación de dependencia hace entonces de Dios un enemigo del hombre. Hoy este «enemigo» es negado muchas veces bajo la forma del ateísmo. En las sociedades tradicionales ese Dios enemigo se convertía en un Dios vengador y sumamente terrible. Se comprendía su omnipotencia como la de los potentados políticos, cuya arbitrariedad se complace muchas veces en humillar a los mortales. Se concebía su justicia a imagen de la de los grandes que se ejerce en detrimento de los pequeños, implacable, vengativa, exigente hasta el último céntimo. Entonces el acto de ho-
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menaje del hombre a Dios que es el sacrificio tomaba sobre todo la forma de una destrucción, de una inmolación, de una privación y de un sufrimiento, como si se tratara sobre todo de contentar a Dios «con sangre». La lucha por la conversión de la noción y de la realidad del sacrificio es debida a esta ambivalencia original. La ciencia de las religiones por una parte y la pedagogía veterotestamentaria por otra nos muestran ya victorias y derrotas. El drama de la teología de los tiempos modernos es el de haber buscado su definición del sacrificio en el hecho religioso en general, a fin de comprender dentro de su marco el único sacrificio de Cristo. Había allí una regresión que abría el camino a no pocas ambigüedades. Es por el contrario a la luz de Cristo, considerado como revelación y norma de la verdad de todo sacrificio, como es posible comprender y discernir los valores y los errores de los otros sacrificios. Para ver hasta qué punto esta regresión invadió las mentalidades a través de la catequesis, veamos por ejemplo la definición del sacrificio que da el canónigo Boulenger en un manual de enseñanza secundaria muy extendido en la primera mitad de este siglo, y que constituye un verdadero compendio de la teología de la época: «Tomado en un sentido estricto y teológico, la palabra sacrillcio designa la ofrenda de una cosa sensible que se destruye, si se trata de un ser inanimado, o que se inmola, si es un ser animado, hecha por un ministro legítimo a Dios solo, para reconocer su dominio soberano y, en caso de pecado, para aplacar su justicia» . El ritual exterior es aquí prioritario y la esencia del sacrificio se pone en la inmolación. El comentario añade: «La mejor manera para el hombre de expresar su dependencia y la de las demás criaturas es evidentemente la muerte voluntaria, es decir, el hecho de poner libremente la vida en manos de Aquel que nos la ha dado» 90 . ¿Querrá Dios sacrificios humanos o el homenaje de nuestro suicidio? Nuestra relación coa él no se define en términos de vida, sino en términos de muerte. Evocando la orden dada a Abrahán de inmolar a su hijo Isaac, el autor ve en ella una justificación de sus ideas; continúa entonces: «Pero..., satisfeche de la obediencia ciega de su servidor, (Dios) sustituyó a Isaac por un carnero, desaprobando de ese modo los sacrificios humanos a los que tenia derechc»9'. Estamos en pleno
89. A. BOULENGER, La doctrine catholiqve, t. III, Vitte, Lyon-Paris 1930, 93. 90. Ibid. 91. Ibid. El subrayado es mío.
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«corto-circuito». No es extraño que provoque un rechazo el fondo morboso que yace en el seno de estas representaciones.
noción cristiana por parte de elementos no convertidos ¿no será una consecuencia del mantenimiento de una palabra demasiado marcada por su historia semántica para poder convertirse? ¿No decimos que el sacrificio de Cristo supera los sacrificios figurativos, los hace inútiles o trasforma la categoría misma de sacrificio? ¿No exigiría un sano realismo que renunciásemos definitivamente a esta palabra? Pero no se trata de forjar un lenguaje por decreto. Las palabras están ahí y tienen su peso; nos impregnan y viven de su propia vida. El término de sacrificio es una de esas palabras. No cabe duda de que se puede, y hasta se debe, hablar del «don de nosotros mismos a Dios y a los demás», de «la ofrenda amorosa de nuestra existencia», de «la preferencia absoluta que hay que dar a Dios», de «paso a Dios», o también de «existencia eucarística», hecha de acción de gracias y de deseo de comunión. Pero todas estas expresiones jamás podrán sustiuir a una palabra que tiene entre nosotros una presencia insoslayable. Por otra parte, como demuestra la experiencia, la eliminación de este término en el lenguaje litúrgico o catequético no le impide seguir viviendo en las conciencias y corre el riesgo de caer en las peores perversiones. Ocurre con este término-clave lo mismo que con el conjunto de palabras del vocabulario religioso. Hay que seguir el ejemplo de la revelación judeo-cristiana. Utilizó las palabras que subían del corazón del hombre y las fue lentamente convirtiendo y trasformando para revestirlas de un sentido nuevo. Esa fue la pedagogía de Dios con el hombre. El obrar de otra manera habría conducido a abrir un abismo entre la fe cristiana y la experiencia humana. Lo mismo ha hecho la Iglesia en su sabiduría tradicional. Es una tarea que nos corresponde hoy a nosotros. Esto es lo que quería recordar también este capítulo.
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Sacrificio de Cristo y sacrificio
cristiano
La noción cristiana de sacrificio se inscribe en un mundo muy distinto, aunque mantenga ciertos contactos con ese arraigo humano y religioso. La imagen de Dios es allí completamente distinta. El sacrificio, homenaje existencia! de obediencia y de amor a Dios, es querido para el bien del hombre, para su «felicidad». El movimiento ascendente que se le pide al hombre, a fin de que se entregue a Dios, es llevado por otro movimiento, ontológicamente prioritario: el de Dios que desciende hacia el hombre para darse a él. El acto de la creación es ya un gesto de kénosis de Dios, que acepta no ser todo, ya que suscita un compañero libre. Dios no abandona a ese hombre, aun cuando en su primer movimiento éste rechace el designio de Dios sobre él y no le ofrezca su «sacrificio». Dios se constituye entonces un pueblo en el que podrá nacer su propio Hijo, su unigénito, que él quiere dar al mundo para que el mundo se salve por él (cf. Jn 3,1617). El Dios de los cristianos no reivindica una paternidad vindicativa; se entrega al hombre en su propio Hijo y «aprende» de algún modo por el camino del sufrimiento a hacer de nosotros los hermanos de su Unigénito y sus propios hijos. Porque este don y este abandono de Dios a los hombres afectan al Padre como al Hijo y se traducen en el abandono del Hijo por el Padre en la cruz. Dentro de este movimiento de don de Dios al hombre es como el Hijo expresa y realiza el movimiento perfecto de retorno del hombre a Dios. Cumpliendo su misión en la obediencia y en el amor, se ofrece a su Padre «por nosotros»; paga el precio que la perversidad de los hombres pecadores ha hecho necesario; y pasa a Dios, inaugurando la pascua de toda la humamidad hacia el Padre. Libera la capacidad encadenada hasta entonces de la humanidad para darse definitivamente a Dios p o r medio del homenaje existencial de la obediencia y del amor. El sacrificio de Cristo se convierte por generosidad de Dios en el sacrificio d e la Iglesia y en el de todo hombre de buena voluntad. Éste es el sacrificio que Dios espera del hombre para hacerle vivir. El peso de las pa hbras Pero se dirá: ¿por qué conservar la misma palabra de sacrificio para unos contenidos tan diferentes? El parasitismo periódico de la
11 La expiación dolorosa y la propiciación
El capítulo dedicado al sacrificio se ha esforzado en subrayar la dimensión positiva del mismo. Quizás se piense que no se ha dejado mucho sitio a la realidad humana del pecado. Entre los sacrificios antiguos, eran numerosos los sacrificios ofrecidos en expiación por el pecado y la dimensión de la expiación afectaba más o menos a todo sacrificio. El Nuevo Testamento recoge el vocabulario de la expiación o de la propiciación a propósito del sacrificio de Cristo. La expiación va ligada a la necesidad de reconciliación entre el hombre que intenta reparar su pecado y Dios que tiene que devolverse su favor. Así pues, será menester abordar por sí mismo este tema especialmente delicado, ya que en él se concentran muchas tentaciones de regresión y de desconversión, que afectan tanto a la comprensión de la actitud religiosa del hombre como a la imagen correspondiente de Dios. Estudiaremos este dossier según un movimiento análogo al del capítulo anterior. Seguimos teniendo ante la vista una categoría bíblica importante.
I. LA EXPIACIÓN EN LA CONCIENCIA CONTEMPORÁNEA
Expiación: ni la palabra ni la idea están hoy de moda. Si todavía se habla de expiar, se trata sobre todo en el sentido secular de sufrir un castigo1. Si uno conwte una falta, la conciencia social considera 1. La definición de la expiación se formula asi en el Dictionnairc philosophiquc de Lalanda, recogido en el Pctit ft>ftcrf.«Sufrimiento impuesto o aceptado después de un pecado y considerado como un remedio o una purificación, por haberse asimilado el pecado a una enfeimedad o a una mancha del alma».
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LA EXPIACIÓN DOLOROSA Y LA PROPICIACIÓN
normal que reciba un castigo que sirva de compensación. Se hablará entonces de «castigo infligido en expiación de un crimen» o, para subrayar su gravedad especial, de un «crimen inexpiable». Sin embargo, se da un matiz que diferencia el castigo y la expiación: el segundo término puede implicar la actitud moral del culpable que acepta la pena, ya que desea «reparar» su falta, en la medida en que le es posible. Si el castigo se limita a ser una pena objetiva, la expiación puede ser la expresión de un arrepentimiento y el medio de una rehabilitación. Pero en el terreno social lo uno y lo otro se basan en la idea de una justicia cuyos derechos tienen que ser vengados. En la palabra expiación siempre subyace una idea de venganza. Sin embargo, desde que se piensa en la razón de ser del castigo de un culpable, se opina cada vez más que la pena tiene que ser medicinal y se admite cada vez menos que sea «vindicativa». Pero esta evolución de las ideas sigue sin calar en la gente ante la reacción social espontánea frente a una injusticia o un crimen: ¡cuántos hablan de vengarse, de hacer que pague el culpable, de buscar la justicia por su mano!
atestigua la historia de las religiones. La noción de expiación lleva también consigo la esperanza de poder actuar sobre la divinidad, de cambiar algo en ella y de granjearse su favor. Esta trasposición entre el hombre y Dios de la ley del talión —el sufrimiento en cambio del pecado— ¿no es una violencia contra la trascendencia del totalmente Otro? Su elemento de verdad, el deseo de reparación y de purificación, ¿no ha quedado ahogado en una falsa concepción del derecho y de la justicia? ¿Puede decirse, por otro lado, que esta concepción de la expiación ha sido totalmente barrida de las conciencias cristianas? La idea de expiación es un dato profundamente arraigado en la memoria humana y por esta razón no es posible marginarla. Se muestra singularmente ambigua, portadora de cierta verdad, pero también de muchos errores y hasta de ciertas perversiones. Si la conciencia moderna se libera de ella, es una vez más de forma ambibalente: se rechaza esa idea, pero se sigue estando bajo el golpe de la realidad y no siempre se está a salvo de sus desbordamientos salvajes. Es ésta, sin embargo, la idea que la revelación judeo-cristiana estaba llamada a convertir.
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Dentro de las relaciones humanas la idea de expiación sigue siendo vacilante de las conciencias, aunque su realidad esté siempre allí, dispuesta en caso necesario a autorizar desahogos salvajes. ¿Qué ocurre en el plano religioso? Resulta entonces difícilmente justificable, ya que traduce la concepción de un Dios vengador y colérico que exige un sufrimiento expiatorio por parte del hombre pecador2 y que mantiene en él una actitud mágica que le empuja a buscar en un castigo oneroso una compensación objetiva al pecado cometido. Semejante compensación sería en sí misma capaz de restablecerlo en una situación de amistad con un Dios aplacado, ya que habría quedado satisfecha su justicia. Este conjunto de ideas y de conductas se presenta como la escuela de una concepción religiosa primitiva. La imagen que oculta ¿no es la de la mancha que hay que lavar a toda costa? «El sufrimiento es el precio que hay que pagar por la violación del orden —dice Paul Ricoeur a propósito de este tipo de conciencia—; el sufrimiento debe dar "satisfacción" a la vindicta de la pureza»3. De ahí tantos ritos sangrientos, y a veces sacrificios humanos, que nos !. Víctor Hugo saca de esta idea del Dios vengador grandes efectos literarios en su colación Les Chátimcnls, cuya última pieza, muy célebre, se titula «L'expiation». Allí se eicuentra el vocabulario que acabo de señalar: «El emperador se volvió hacia Dios; el hombre glorioso ¡e puso a temblar: Napoleón comprendió que ex¡)iaba ... — ¿Es el castigo —dijo—, Dios de los ejércitos? (vv. 62-66). .La tumba se llenó entonces de una luz extraña, parecida a la claridad de Dios cuando se venga> (vv. 381-382). J. P. RICOEUR , Finitudy cu/pató/Aíad, Taurus, Madrid 1969, 272.
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II. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA
El término de expiación es frecuente en la Biblia y, si es raro en el Nuevo Testamento, las veces que aparece se muestra tan ligado al misterio pascual de Cristo que es imposible prescindir de ella: interviene siempre al final de una purificación y de una conversión tanto de la conducta humana de expiación como de la imagen de Dios que le corresponde. El Antiguo Testamento: expiación, intercesión y perdón El pueblo de Israel pecó gravemente en el desierto dejándose llevar a la adoración de un becerro de oro. Moisés dijo entonces: «Habéis cometido un gran pecado. Sin embargo, yo voy a subir al Señor: quizás llegue a expiar vuestro pecado» (Ex 32,3). Su intercesión consiste en una plegaria ardiente y repetida que pide el perdón (Ex 32,31-32). El Deuteronomio la expresa así: «Señor Yahvéh, no destruyas a tu pueblo, a tu heredad, que tú has rescatado en tu grandeza y que las sacado de Egipto con mano poderosa. Acuérdate de tus siervos Abrahán, Isaac y Jacob» (Dt 9, 26-27). En una circunstancia análoga Aarón hace un rito de expiación para detener la cólera
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del Señor: «Se interpuso entre los muertos y los vivos» (Núm 11,13). Toda su actitud sugiere la plegaria y la súplica, como señalará más tarde expresamente el libro de la Sabiduría: «Un hombre irrepochable vino como adalid, empuñando las armas de su propio misterio, la oración y el incienso expiatorio» (Sab 18,21). A partir de estos ejemplos, St. Lyonnet ha señalado bien la asociación tan estrecha que establece la Biblia entre la expiación y la intercesión4. San Jerónimo había percibido este vínculo, ya que en la Vulgata había traducido el término de kipper, expiar, por un verbo que significa la oración (rogare, orare, deprecan). De esta forma intentaba asimilar el rito de expiación a una plegaria de intercesión5.
que expresa la voluntad trascendente de Dios de reconciliarse con su pueblo. Su descripción minuciosa es una serie de indicaciones precisas. El lugar de la expiación es el que Dios ha escogido para hacerse presente según su iniciativa personal. Ha de hacerse anualmente por todo el pueblo, como una ley perpetua, ya que el Señor se compromete a perdonar siempre, con la condición de que su pueblo exprese su arrepentimiento respetando sus prescripciones. Es la voluntad divina de salvación la que confiere al rito su eficacia. Esto vale igualmente para la sangre de los animales inmolados que sirve para la aspersión: «Porque la sangre es la vida de la carne y yo os he dado la sangre para que hagáis sobre el altar el rito de expiación por vuestras vidas; pues la sangre es la que expía por la vida» (Lev 17,11). De esta forma, el rito de expiación no es ni mucho menos una acción que intente provocar un cambio en Dios, haciendo que pase bajo su dominio algo que fuera primitivamente propiedad del hombre. No, la sangre de las víctimas es también un don de la creación, de la que Dios permite al hombre que se sirva para expiar simbólicamente su pecado. No hay ningún intercambio y la ley del talión queda radicalmente superada. Es Dios el que da al hombre poder hacer algo para obtener su perdón. La aspersión de la sangre le permite al hombre vivir una re-consagración de todo su ser a Dios y mantener su fidelidad en la alianza. «El gran día de las expiaciones» es también «el gran día de los perdones», como sugieren los acordes del verbo kipper.
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Los sacrificios de expiación ocupan un amplio espacio en el Levítico, donde se describe con todo detalle «el gran día de las expiaciones» (caps. 16 y 17). Entre otras ceremonias, el sacerdote encargado de cumplir el rito penetraba detrás del velo de la Tienda de la reunión y rociaba el «propiciatorio» con la sangre de un toro o de un chivo inmolado en sacrificio. Este «propiciatorio»6 era una plancha de oro puesta como una cubierta sobre el arca de la alianza, en la que se apoyaban dos querubines que la cubrían con sus alas, encerrando así un espacio vacío que servía de trono a la majestad divina. La importancia del propiciatorio era considerable, ya que representaba el lugar donde el Señor se había comunicado con Moisés (Ex 25,22: Núm 7, 89), el lugar que había escogido para estar presente entre su pueblo, el lugar desde donde concedía su perdón. En este lugar, santo por encima de todos los demás, tenía que realizarse el «rito de expiación sobre el santuario por las impurezas de los hijos de Israel, por todas sus trasgresiones y pecados» (Lev 16,16). Una lectura superficial de esta ceremonia podría hacer pensar que se trataba solamente de un ejemplo típico de liturgia sacrificial con inmolación de víctimas, destinada a aplacar la cólera divina con su pueblo. Sin embargo, se había convertido ya su significación profunda: á pesar de las apariencias, el esfuerzo y la actividad del hombre ocupan allí un lugar secundario. Lejos de ser una invención humana, este rito es por entero un don de Dios. Es objeto de un mandamiento
4. ST. LYONNET , Expiation st intercession: Bíblica 40 (1959) 885-901. 5. Ibid, 886. 6. En hebreo kapporet, de la misma raíz que kippur. La idea es a la vez la de cubrir (el propiciatorio üene forma de cubierta) y de borrar o expiar. Así pues, el lugar de la presencia de Dios se designa como lugar de expiación, al mismo tiempo que se describe como el lugar del perdón. Hay aquí un juego de significaciones complejas: si el sumo sacerdote hace la expiación para cubrir los pecados, es Dios el que de hecho los cubre perdonándoles.
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Si por parte de Dios la expiación se presenta como un don ordenado a un perdón, la actividad ritual del hombre adquiere por su parte el valor de una plegaria vivida y actuada, de una intercesión fervorosa, onerosa ciertamente por el tiempo y por los sacrificios rituales que exige, pero a la que no se atribuye ninguna eficacia mágica. Es realmente un culto rendido a Dios. La tradición judía entendió también así las cosas: la fiesta de la expiación, la de los kippurim, es ante todo una fiesta de oración. Para Filón, ese día de ayuno se pasa todo él rezando y suplicando desde la mañana a la noche, «dedicándose así los israelitas a hacerse favorables a Dios implorando el perdón de los pecados tanto voluntarios como involuntarios, y esperando los beneficios divinos no en virtud de sus méritos personales, sino debido a la naturaleza benévola del que prefiere el perdón al castigo»7. La misma palabra de «propiciatorio» traduce muy bien esta evolución semántica. Llega a significar el lugar en que se implora a Yahvéh para quesea propicio
7. S T . LYONNET , art. cit, 895-896, resumiendo el pensamiento de Filón.
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a los hombres. En el judaismo contamporáneo se pone también el acento en «el poder expiatorio de la oración», del ayuno y de la caridad, como expresión del arrepentimiento y del deseo de reparación de los pecados 8 .
ira y lleno de lealtad y fidelidad, que conserva su fidelidad a mil generaciones» (Ex 34,6-7). Después del destierro, el profeta pondrá en labios de Yahvéh estas palabras dirigidas a Jerusalén: «Sólo por un momento te había abandonado, pero con inmensa piedad te recojo de nuevo. En un rapto de cólera oculté de ti mi rostro un instante, mas con eterna bondad de tí me apiado» (Is 54,7-8). Por consiguiente, aplacar la cólera de Dios no es ofrecerle una compensación que cambie radicalmente su actitud para con nosotros. Es volver a él, arrepentidos y convertidos; es quitar el obstáculo que impedía a Dios manifestarnos directamente su amor. La expiación, como propiciación e intercesión, abre el camino del perdón y de la reconciliación. Se pasa así de la esfera de la venganza a la del amor. La cólera de Dios —escribe Paul Ricoeur— «no es ya la venganza de los tabús, ni la resurrrección del caos primigenio, tan anciano como los ancianos dioses, sino la cólera de la misma santidad. Indudablemente queda todavía mucho trecho por andar, antes de que se comprenda o se adivine que la cólera de Dios no es más que la tristeza de su amor, para eso hará falta que se convierta esa misma cólera y se transforme en el dolor del "Siervo de Yahvéh" y el abajamiento del "Hijo del hombre"...» 10 . En este texto se resume admirablemente el itinerario que vamos a seguir.
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La cólera de Yahvéh No obstante en los textos evocados se menciona la cólera de Yahvéh, que tiene que «aplacarse» mediante la expiación y la intercesión. El Antiguo Testamento no vacila ante las descripciones terroríficas de esta cólera divina (Is 30,27-33; Ex 20,33; Jer 25,15-38). Esta cólera, devastadora para las naciones, pero severa igualmente con el pueblo elegido, lleva a Dios a vengarse (Dt 3,35; Jer 46, 10). ¿Es compatible esta realidad de la cólera divina con el sentido de la expiación que acabamos de señalar? La cólera y la venganza divina tienen que comprenderse según el movimiento de revelación que convierte esa imagen de Dios hecha por el hombre pecador. La verdad de la cólera de Dios está en que el pecado le afecta y desencadena en él una pasión vehemente, la del amor ofendido y la santidad pisoteada. Por consiguiente, la cólera de Yahvéh no es un simple antropomorfismo: expresa todo el calor de sus sentimientos con el hombre. No es ni una reacción de violencia incontrolada, ni la necesidad de vengarse. «Es todo el peso de la seriedad y de la atención que Dios concede a su creación, y ante todo a sus obras más preciosas. Es la dimensión divina del mal que produce el hombre, ese peso tremendo, esa fuerza de destrucción que lo arrastra más allá de sus cálculos y de sus decisiones... La cólera divina es la otra cara de su atención creadora. Pero su cólera no es su justicia: la cólera revela el pecado del hombre, la justicia, el rostro de Dios» 9 . Por eso Dios es capaz de «arrepentirse» y de «volverse del ardor de su cólera» (Jon 3,9) y de apartarlo de su pueblo (Os 14,5). Porque esta cólera entra en conflicto con la misericordia y cede siempre ante ella, ya que no es más que el otro aspecto del celo de un amor santo. Es una advertencia ordenada a la conversión de Israel. Por eso se celebra a Dios como «un Dios clemente y misericordioso, tardo para la
8. E. GOUREVITCH, La 'kapparah' daos le Judaisme, en Rencontre Chrétiens et Jui&n. 13(1969)227. 9. J. GuiLLET, Justice • Foi - Loi, en Departement des Eludes tsbliques de l'I.C.P. (ed.), La vie de la Parole. De l'Áncien au Nouveau Testament. Mélanges P. Grelot, Desclée, París 1987, 350.
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El Siervo doliente de Yahvéh El cuarto poema del Siervo de Yahvéh, en el segundo Isaías (cap. 53), hace franquear un nuevo umbral a la idea de expiación; n o sólo se espiritualiza más esta idea, sino que sobre todo se personaliza. El sacrificio de expiación no es ya un sacrificio ritual, sino que s e convierte en el sacrificio de una vida ofrecida en un amor generoso y libre por un amigo de Dios. Esta ofrenda de sí mismo constituye la intercesión suprema. Sea cual fuere la identidad primera de e s e Siervo, colectiva o personal, es manifiesto el alcance mesiánico d e su figura y el Nuevo Testamento se inspirará mucho en ella, s i n citar siempre el texto, para interpretar el sentido de la muerte de Jesús. Así pues, conviene citar por extenso esta profecía, algunas de c u y a s expresiones, que causan dificultades, será preciso comprender debidamente: 53, 2 «Sin gracia ni belleza para atraer la mirada, sin aspecto digno de complacencia. 10. P. RICOEUR, o. c, 321.
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3 Despreciado, desecho de la humanidad, hombre de dolores, avezado al sufrimiento, como uno ante el cual se oculta el rostro, era despreciado y desestimado. 4 Con todo, eran nuestros sufrimientos los que llevaba, nuestros dolores los que le pesaban, mientras nosotros lo creíamos azotado, herido por Dios y humillado. 5 Ha sido traspasado por nuestros pecados, triturado por nuestras iniquidades; el castigo, precio de nuestra paz, cae sobre él, y a causa de sus llagas hemos sido curados. 6 ... El Señor ha hecho recaer sobre él la perversidad de todos nosotros. 7 Era maltratado, y no se resistía ni abría su boca; como cordero llevado al matadero, como oveja ante sus esquiladores, no habría la boca. 8 Con violencia e injusticia fue apresado; de su causa, ¿quién se cuida? Fue arrancado de la tierra de los vivos, herido de muerte por los pecados de su pueblo... 10 Yahvéh quiso destrozarlo con padecimientos. Si tú haces de su vida un sacrificio de expiación Casham), verá descendencia, prolongará sus días, y la voluntad del Señor se cumplirá gracias a él. 11 Después de las penas de su alma, verá la luz y quedará colmado. Por su conocimiento mi Siervo justificará a muchos y cargará sobre sí las iniquidades de ellos. 12 Por ello le daré en herencia multitudes, y gente innumerable recibirá como botín, pues se vació de su vida hasta la muerte y fue contado entre los malhechores, él, que llevaba los pecados de muchos e intercedía por los malhechores». Este personaje misterioso, llamado por Yahvéh «mi Siervo», es presentado como inocente y extraño a toda violencia. Pues bien, conoce una contradicción absoluta, ya que es conducido a la muerte «con violencia e injusticia» (v. 8). Sus sufrimientos lo han desfigurado hasta hacer repulsivo su aspecto. Ante este acontecimiento dramático el profeta evoca la interpretación espontánea del hombre pecador, del hombre de la calle dinamos nosotros: «Debe haber sido castigado por Dios. Ese destino no puede ser sino la consecuencia de un castigo justo». Pero no se trata de eso; no habrá que olvidar por tanto esta reflexión en el momento de interpretar la fórmula aparente-
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mente contraria que sigue: «Yahvéh quiso destrozarlo con padecimientos» (v. 10). El profeta se siente entonces desconcertado ante la paradoja de la situación, que constituye también su misterio: ese Siervo inocente y justo «ha sido traspasado por nuestros pecados, triturado por nuestras iniquidades» (v. 5). Son por tanto nuestros pecados y nuestras iniquidades las que lo han aplastado. Ciertamente, no son los testigos, muy ocupados en contemplar ese espectáculo extraño, los que han matado al Siervo; en un primer tiempo se sienten inocentes de lo que está ocurriendo. La identidad de los verdugos permanece en la sombra. Pero se afirma con claridad la injusticia de su acción. El profeta señala la experiencia que realizan los espectadores, integrados a un «nosotros» colectivo muy amplio, que incluye a todo el pueblo. El castigo que nosotros nos merecemos por nuestras iniquidades ha caído sobre él. Volvemos a encontrarnos con la triangulación de los actores: los hombres pecadores, el Siervo justo y Yahvéh, que lleva a cabo una trasferencia misteriosa: el peso de los pecados cae sobre el Siervo, su paz y su justicia recaen sobre muchos ( w . 5 y 11). ¿Cómo es posible este intercambio? Se basa en la sutil alquimia espiritual, por la que la injusta condena a muerte de un inocente, de un mártir, se convierte en el don personal de su vida por un acto de voluntad y de amor. El sufrimiento del justo resulta singularmente fecundo, no en virtud de su materialidad, sino en virtud de la actitud y de la manera de sufrir del Siervo, que demuestra una grandeza de ánimo y una belleza muy por encima de todo cuanto le ocurre. Este don de sí mismo suscita el don de la reconciliación entre Dios y su pueblo, el don de la justificación de las multitudes. El Siervo se muestra así como el mediador de una salvación. En el seno de esta conversión de las apariencias en una realidad salvífica es donde surge la interpretación sacrificial y expiatoria: el crimen, que no tiene nada que ver con un sacrificio, se hace u n a sola cosa por la doble voluntad del Siervo que lo ofrece y de Dios que lo acoge. Pero este sacrificio es existencial: el Siervo consiente en su destino, no abre la boca, se humilla; no solamente recibe en s u cuerpo el peso de nuestras iniquidades, sino que las asume y las «lleva»: se carga él mismo con ellas y se dotla bajo su peso, aceptando que se le cuente entre los malhechores (v. 12). No sólo se humilla c o m o cordero llevado al matadero (v. 7), sino que «se vacia de su vida h a s t a la muerte» (v. 12). Gracias a una de esas trasferencias que sólo e l amor es capaz de realizar, trasforma un pecado en una penitencia reparadora por los demás. Aparece así ante Dios como el portador de l o s pecados de su pueblo, portador-víctima que se convierte en portador-
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solidario. Es portador hasta tal punto que el término castigo, que normalmente sólo valdría para los pecadores, vale también para él. Este castigo, es decir, la imagen remitida a los hombres de la efectividad y de las consecuencias del pecado, toma un valor de sufrimiento reparador. La coincidencia en un solo ser de tanta justicia y de tanta injusticia es un grito que se lanza a la faz de Dios, una llamada a su propia justicia justificante. Este sacrificio es definido como un sacrificio de expiación, cuya vinculación con la intercesión volvemos a encontrar. Cuando el redactor de este poema ve el cumplimiento exterior del sacrificio en el sufrimiento y en la muerte, habla de expiación; cuando quiere expresar la actitud interior del Siervo, utiliza el término de intercesión (v. 12). Porque el Siervo no se acerca al altar con unos animales o con el incienso como Aarón; se vacía de su vida hasta la muerte, expresión de su kenosis absoluta. La expiación y la intercesión no son solamente dos realidades concomitantes, sino lo exterior y lo interior de un don de sí único para la reconciliación de los pecadores. La inocencia del Siervo hace que su sacrificio sea perfectamente puro: la alusión al cordero conducido al matadero puede ser una reminiscencia del cordero pascual. ¿No atribuye el Targum al Siervo el papel de sumo sacerdote en su función de intercesor?"
de salvación, el texto no vacila en citar a Dios como el sujeto activo de la trasferencia de los pecados aceptada libremente por su Siervo (v. 6). Llega incluso a decir: «Yahvéh quiso destrozarlo con padecimientos» (v. 10). R. Girard ve en esta expresión el resabio, que «no logra aún desprenderse por completo de los conceptos estructurados por la trascendencia violenta», aunque reconoce a este texto una extraordinaria belleza14. Esta fórmula es má bien una metonimia atrevida, que dará pretexto a las interpretaciones en «corto-circuito». Lo que le agrada a Yahvéh es la grandeza de la ofrenda del Siervo aplastado por el sufrimiento, así como su fecundidad. Lo que sigue en el texto confirma este sentido y corrige, si fuera necesario, lo que constituye el verdadero objeto de la complacencia de Yahvéh. Porque su «voluntad» se cumplirá gracias al Siervo (v. 10). Esta voluntad es que el Siervo vea la posteridad hasta la saciedad y la prolongación de sus días, discreto presentimiento de una resurrección, ya que el Siervo camina hacia la muerte; es la justificación de las muchedumbres y su botín de gentes innumerables (vv. 11-12). Todo ello es la expresión de una voluntad y de una iniciativa que permiten al Siervo llegar hasta el fondo de la ofrenda de sí mismo, lo mismo que la elección del Padre concederá a Jesús llegar hasta el fondo de su pasión salvífica. Tanto en un caso como en otro Dios se ve satisfecho. Este es el movimiento de sentido, que esboza proféticamente la muerte y la resurrección de Jesús; la acción propia que corresponde a Yahvéh es la de la salvación y la vida. Por consiguiente, no hay nada de vindicativo en el versículo metonímico, lo mismo que ocurría en la metonimia del castigo. «No le pidamos al pensamiento semita que distinga metafísicamente entre causa primera y causa segunda, entre voluntad absoluta y voluntad permisiva; el pensamiento esencialmente religioso del profeta atribuye directamente a Dios todo lo que él hace que sirva a su designio de salvación»15.
En la trasferencia «mística» del pecado de los hombres sobre las espaldas del Siervo y en la trasferencia del castigo, ¿hay que ver una sustitución? Hay toda una tradición interpretativa que va en este sentido12. Encierra una parte de verdad, ya que el justo sustituye a los pecadores para presentar ante Dios su vida en sacrificio de reconciliación. Pero la intención del texto no es ésta13. El intercambio basado en la solidaridad es el que se pone más de relieve en muchas expresiones. Sería un error leer en este texto la doctrina de la sustitución penal de los tiempos modernos. En efecto, ¿qué es lo que ocurre con el mismo Yahvéh? El profeta le lace intervenir seriamente: interpreta de algún modo la escena desde su punto de vista y le hace incluso hablar. Dios está de acuerdo con la ofrenda de sí que le hace su Siervo, se complace en ella y la ve con agrado. La acoge y la escucha. Como el lenguaje bíblico suele atribuir a Dios mismo lo que es obra de las causas segundas, a partir del momento en que éstas quedan recogidas en su misterioso designio
Puede leerse un paralelo complementario de este texto en el libro de la Sabiduría, cuando los impíos desarrollan sus planes de persecución contra el justo: «Acechemos al justo, pues nos fastidia... Presume de tener el conocimiento de Dios y se tiene por hijo del Señor... Probémosle con ultrajes y tormentos, veamos su dulzura y pongamos a prueba su paciencia. Condenémoslo a una muerte infame, pues, según dice, habrá quien vele por él» (Sab 2, 12-20).
11. Cf. ST . LYONNET , art. cit., 891-892.
12. Tanto en la exégesis como en la teología. Por ejemplo, A. MEDEBIELLE, Expíation.en Dict. Bible Suppl. 3, Letouzey et Ané, Paris 1938. 13. Cf. L. RICHARD , Le mystére de le Rédemption.o. c , 31.
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14. R . GIRARD, El misterio de núes tro mondo, Sigúeme, Salamanca 1 982, 260. 15.
L . RICHARD, O. C, 31.
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«Necios nosotros, que tuvimos su vida por locura y su fin por deshonra. ¡Cómo fue contado entre los hijos de Dios y participa de la suerte de los santos!» (Sab 5, 4-5). Estas palabras de los impíos muestran cómo la actitud del justo puede concentrar sobre sí el odio y la violencia. Nos dice con claridad quiénes son los responsables del sufrimiento y de la muerte. Posteriormente los impíos comprueban que Dios ha puesto realmente su complacencia en aquel justo. En cierto sentido, con la profecía del Siervo doliente está dicho todo sobre la naturaleza y el valor salvífico de la expiación, que podemos llamar una intercesión existencia!. En efecto, todo está anunciado, pero no todo está hecho todavía. El Siervo doliente es una figura, admirable pero misteriosa, ante la cual todo creyente puede plantear la pregunta del eunuco de la reina Candaces a Felipe: «Por favor, ¿de quién dice esto el profeta? ¿de él o de otro?» (Hech 8, 34). Esta pregunta era también la de los autores del Nuevo Testamento, cuando aplicaron el poema del Siervo a la hazaña de Jesús, víctima inocente y muda de los pecadores, enviada al matadero como un cordero, que fue enterrado en el sepulcro de un rico y luego resucitó de entre los muertos. El Nuevo Testamento: Cristo, nuestra expiación A la pregunta del eunuco de la reina Candaces Felipe respondió anunciándole «la buena nueva, de Jesús» (Hech 8, 35). Efectivamente, en Jesús, el Cristo, se reveló y se cumplió plenamente el verdadero sentido de los sacrificios de expiación; el Siervo doliente deja de ser una figura para convertirse en una persona concreta. En Cristo la ley y la profecía se unen para que se manifieste y se realice a nuestros ojos la expiación-intercesión definitiva, que tiene unos frutos eternos. «El Salvador no se contenta con expiar nuestros pecados, con obtener su perdón —escribe P. Bonsirven—, es él mismo su expiación: es su oficio esencial y como su definición»16. Esta fórmula abrupta está basada sin embargo en el lenguaje bíblico, que se complace en identificar a Cristo con las grandes categorías de la salvación. Cristo es expiación porque es mediador, intercesor y «reconciliador». Los redactores del Nuevo Testamento, que leyeron
16. P. BONSIRVEN, Epltres de saint Jean, Beauchesne, París 1936. El subrayado es mío.
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el acontecimiento pascual a la luz de la ley y los profetas, le aplicaron el término de expiación de manera muy precisa, según una doble referencia a la liturgia del Levítico y a los poemas del Siervo doliente. Pablo fue el primero en decir que Jesús es expiación o propiciación: «Dios lo exhibió como instrumento de propiciación (hilastérion, literalmente «propiciatorio», se podría traducir también «instrumento de expiación») por su propia sangre mediante la fe» (Rom 3, 25)17. El término «propiciatorio» encierra a la vez una referencia a la cubierta del arca de la alianza (kapporet en hebreo, hilastérion en griego), lugar de las aspersiones en el Levítico y (según Jeremías) a la ofrenda de su vida en expiación (asham) por el Siervo doliente. Los exégetas discuten sobre la naturaleza exacta de la primera referencia; para algunos, la alusión al objeto cultual del templo es totalmente directa. Lo mismo que el propiciatorio era rociado con la sangre de las víctimas, también el cuerpo de Cristo, nuevo propiciatorio establecido por Dios y del que era figura el primero, se cubrió de su propia sangre derramada. Habría entonces una sobreimpvesión metafórica de dos imágenes. Para otros, la referencia al propiciatorio cultual es mediata; se utilizaría este término simplemente para indicar que Cristo es en sí mismo el instrumento de la expiación por su propia sangre. Sea lo que fuere de este detalle, el hecho es cierto: Cristo realizó por su muerte sangrienta la expiaciónpropiciación de todos los pecados, que se significaba en la liturgia de las expiaciones. Dios se mostró en él propicio a los hombres, es decir, les perdonó. Esta correspondencia simbólica no borra evidentemente la diferencia radical en la naturaleza del sacrificio en una y otra parte, dado que la efusión de sangre no es del mismo orden. Pablo resalta bien la iniciativa de Dios que «exhibió» a Cristo Jesús para realizar nuestra justificación. Se trata de una imagen muy concentrada: Cristo es a la \ez la víctima cuya sangre se ofrece, el lugar santo de la presencia de Dios entre su pueblo y el lugar exclusivo del perdón divino. Pero esta nueva economía de la sangre pasa por la fe y este versículo sigue inmediatamente a aquel otro que ya vimos, en donde se afirmaba la justificación por la gracia y la redención. Estas tres categorías se completan y esbozan el paso del movimiento descendente al movimiento ascendente de la mediación. En definitiva, todo viene de Dios.
17. Reproduzco la traducción de la Biblia de Jerusalén. La T. O. B. traduce: «Dios lo destinó para que sirviera de eipiación por su sangre por medio de la fe».
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La primera carta de Juan utiliza en dos ocasiones una expresión parecida: Cristo fue establecido, no ya como «propiciatorio», sino como «propiciación» o «expiación» (hilasmos), término que se traduce generalmente por «víctima de expiación (o de propiciación) por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero» (1 Jn 2, 22). Este texto encierra las mismas referencias que el de Pablo. La evocación de los pecados del mundo entero recuerda el clima universalista de la profecía del Siervo doliente. Cristo es considerado aquí en el ejercicio eterno de su propiciación, ya que su sacrificio sangriento lo constituyó para siempre, en su gloria de resucitado, nuestro defensor o «nuestro abogado ante el Padre», ya que es el «justo» por excelencia (1 Jn 2, 1). Al final de la carta se recoge esta misma idea: «En esto consiste su amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos ha amado a nosotros y ha enviado a su Hijo como víctima de propiciación (o expiación, hilasmos) por nuestros pecados» (1 Jn 4, 10). La iniciativa absoluta del amor de Dios se subraya más todavía, mientras que la referencia al sacrificio histórico de Cristo es más precisa. Es el Padre el que nos da en Jesús, según su designio de perdón y de reconciliación, a aquel que será la expiación-propiciación definitivamente eficaz. Porque Dios nos es eternamente «propicio», ha enviado a aquel que intercedería por nosotros con todo su ser en sacrificio de propiciación. La designación de Jesús por Juan Bautista: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29) evoca igualmente la muerte expiatoria de Jesús, por la reminiscencia del cordero pascual (Ex 12, 1-28) y del Siervo doliente. La imagen del cordero inmolado sigue siendo un símbolo de Cristo hasta en su gloria (Ap 5, 6, e t c . ; 1 Pe 1, 19-20).
La imagen que subyace a la lectura sacrificial, hecha por la epístola, del acontecimiento pascual de Jesús es evidentemente la del sumo sacerdote que realiza el rito solemne de la fiesta de las expiaciones. La comparación entre el culto antiguo y el culto nuevo da lugar a una larga descripción del Santo de los Santos y del propiciatorio (Heb 9, 1-7). En este contexto es donde interviene la evocación de Cristo, sumo sacerdote que entra una vez para siempre en el santuario con su propia sangre (cf. Heb 9, 11-12)18. Así, lo mismo que el sumo sacerdote entraba en el santuario para rociar el propiciatorio con la sangre de las víctimas, a fin de expiar los pecados del pueblo y obtener su perdón, Cristo, pasando por la muerte de este mundo al Padre, llega hasta el santuario increado de Dios, no ya como portador de la sangre de cabritos y de toros, sino cubierto con su propia sangre que nos obtiene una redención eterna. El propiciatorio estaba al otro lado de la cortina; ahora está al otro lado de la resurrección.
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La carta a los Hebreos, que apela constantemente al lenguaje sacrificial, da a este tema toda su amplitud. Allí se encuentra lo que acabo de esbozar, pero con el matiz de que se pone el acento en Cristo sacerdote que ofrece el sacrificio. La inmolación redentora de Jesús ha hecho de él el sumo sacerdote capaz de expiar los pecados de su pueblo: «Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y sumo sacerdote fiel en lo que toca a Dios, a fin de expiar (hilaskesthai) los pecados del pueblo» (Heb 2, 17). El carácter sacerdotal caracteriza a la misión expiadora de Cristo. La definición del sacerdote que da la epístola pone también un vínculo estrecho entre el sacerdocio y la ofrenda de «dones y sacrificios por los pecados» (Heb 5, 1). Pero, para hacer eficaz esta ofrenda, debe establecerse una solidaridad de existencia y de destino entre el sacerdote y los pecadores.
El autor de la epístola no hace referencia a la profecía del Siervo doliente. Pero no se puede dejar de observar que el a fortiori de su comparación se basa en cierto número de rasgos que estaban ya presentes en la profecía. El Siervo era sin pecado: no tenía necesidad de expiar por él mismo; hace de su propia vida una expiación vaciándose de su vida hasta la muerte (identidad del sacerdote y de la víctima); es un justo que expía por los pecadores. En ambos casos el gesto de expiación es fruto de un compromiso personal. No se introduce ninguna distancia entre el acto y la intención. Esta misma identidad se expresaba de forma objetiva en las expresiones paulinas y j o ánicas: la ofrenda sacrificial de Jesús lo constituye como propiciatorio o propiciación eterna, es decir, como el lugar personal de la mediación escuchada, el signo y la garantía del perdón de los pecados y de la reconciliación de los hombres con Dios. El vínculo entre expiación e intercesión, ya establecido por los textos del Antiguo Testamento y materializado por la casi sinonimia de la expiación y de la propiciación que traducen un solo término hebreo o griego, se establece también por la epístola como el más estrecho posible". Puede incluso decirse que en Jesús las dos nociones se cruzan entre sí: la expiación es la oración espiritual plenamente escuchada en virtud de la autenticidad visible que adquiere, mientras que la intercesión se hace sacrificio de la vida, ofrecido en una actitud d e obediencia y de amor:
18. Texto citado supra, 288. 19. Cf. ST.LYONNET , art.cií.,897-901.
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«En los días de su carne, habiendo ofrecido ruegos y súplicas al que podia salvarlo de la muerte, con un grito poderoso y con lágrimas, habiendo ofrecido y habiendo sido escuchado por su profundo respeto, aunque fuera hijo, aprendió por lo que sufrió la obediencia; y 1. habiendo sido hecho perfecto, 2. se hizo para todos los que le obedecen causa de salvación eterna, 3. habiendo sido proclamado por Dios sumo sacerdote a semejanza de Melquisedec» (Heb 5, 7-10)20. En el sacrificio de Jesús la oración, la súplica y la ofrenda doliente de su obediencia no forman más que una sola cosa. En él la oración se hace carne. Además, la súplica dolorosa, realizada una vez por todas por Jesús en los días de su carne mortal fue escuchada hasta tal punto que fundamenta la intercesión eterna del resucitado «que está siempre vivo para interceder en su favor» (Heb 7, 25). «Tenemos a uno que abogue ante el Padre»: a Jesucristo, el justo», decía también la primera carta de Juan (2, 1). El sacrificio de Cristo sigue siendo un sacrificio sangriento cuyo sentido debe comprenderse debidamente. Porque puede parecer extraño que el sacrificio pleno de la Nueva Alianza se haya realizado según una figura que, en la historia de las religiones, está lejos de ser considerado como la más alta La carta a los Hebreos desarrolla sin embargo toda una «retórica de la sangre», comparando la sangre de Jesús con la de Abel que gritaba desde la tierra hasta el Señor (Gen 4, 10), y recuerda que no hay perdón sin derramamiento de sangre (Heb 9, 22). Porque Cristo, «mediador de una alianza nueva», presenta «la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel» (Heb 12, 24). Ya hemos visto el cambio de sentido realizado en el Levítico sobre la sangre derramada: signo de la vida que pertenece al dominio soberano de Dios, la sangre es dada por el Señor a su pueblo, para que éste pueda expresar visiblemente su culto. Pero esta significación es trascendida a su vez por la que ya se vislumbraba en la profecía del Siervo doliente. La sangre, símbolo de la vida dada por Dios al hombre, puede convertirse en la expresión del don de la vida devuelto a Dios por el hombre en el amor. Con tal evidentemente de que no se trate de u n suicidio, la sangre libremente derramada y dada por aquel que «soportó tal contradicción por parte de los pecadores» (Heb 12, 3) se convierte realmente en el lenguaje del amor más fuerte que la muerte. No se trata tampoco de un sacrificio huma-
20. Trad. de A. VANHOYE, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el Nuevo Testamento, o. c , 136 y 143.
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no, en el sentido ritual d e la palabra, ofrecido odiosamente a una divinidad vengadora, sino de una ofrenda obediente de sí mismo que toma cuerpo en la totalidad del ser humano, cuyo destino mortal quedó marcado por el pecado. El lenguaje humano del amor no puede prescindir de nada de cuanto sea humano. Tomando un cuerpo de hombre, Cristo, si quería hacer de su vida un amor que llegara hasta el fin, tenía que encontrarse inevitablemente con el fracaso de la muerte. A esta necesidad se añadió la ignominia de una muerte sangrienta impuesta por mano de los pecadores. De todo este conjunto de datos pertenecientes a la condición humana hizo Cristo la materia de su sacrificio. A través del velo desgarrado de su carne (cf. Heb 10, 20), su victoria sobre la muerte nos ha abierto el camino de acceso a la vida misma de Dios: Cristo nos ha justificado, santificado y reconciliado para una alianza definitiva.
2 Corintios 5, 21 y Gálatas 3, 13 Este gran movimiento de la tradición bíblica que convierte la expiación en «intercesión existencial» nos muestra cómo hay que comprender los dos versículos tan duros, que han hecho correr tanta tinta en los tiempos modernos y alimentado una concepción en cortocircuito del sacrificio y de la expiación, como si Dios mismo viera en su Hijo a la persona responsable del pecado del mundo y al maldito que había de recibir los golpes rigurosos de su justicia vindicativa. Ya he indicado el sentido de estos versículos a propósito del admirable intercambio a que da lugar la mediación de Cristo21. Sin volver ahora sobre la metonimia que hace afirmar la causa o la acción por el efecto 22 , he de repetir firmemente que Cristo no fue hecho ni pecador ni maldito a título personal. No existe ninguna semejanza entre «el que no había conocido pecado» y el pecado. En su carne maltratada Cristo es la imagen viva del resultado del pecado de los hombres que desencadenaron su furor contra él. En este sentido primero y muy real le hemos dado nosotros nuestro pecado. Jesús acepta sí las consecuencias extremas d e la solidaridad que su encarnación le hizo asumir con nosotros, ya que tomó «una carne semejante a la del pecado» (Rom 8,3). Solidario d e un mundo humano infectado por el pecado,
21. Cf. supu, 102-103. 22. "Ya diagnosticada porE. TOBAC ; Le probléme de la justifícation dans saint Paul, Louvain 1908, 128; textecitado por L. SABOURIN, Rédcmption sacríScielle, o. c , 136.
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sufrió pasivamente su contagio, como un médico que cae víctima de la epidemia contra la que está luchando con el riesgo y el peligro de perder su vida. Sin tomar parte activa en nuestro pecado, él está enfermo de nuestras enfermedades; son ellas las que él ha asumido. En el seno de esta solidaridad, convierte este mal y este sufrimiento viviéndolos como una auténtica y fecunda penitencia, hecha de oración y de entrega de sí mismo: ésa es su expiación. Porque «se hizo por nosotros penitente», según una frase certera de J. Guillet23. Deva así los pecados del mundo, para quitarlos. La Cabeza sufre el mal de todo el cuerpo e inicia a ese cuerpo en la extirpación del pecado que es la penitencia. Toda esta acción, atribuida en definitiva a Dios, supone un intercambio salvífico en su Hijo de nuestro pecado y de su justicia. Semejante interpretación coincide con toda una línea de pensamiento que va desde los padres hasta la edad media24. No es incompatible con la exégesis antigua más clásica, pero discutible en el plano exegético, que le da al término de pecado un sentido sacrificial. Cristo «hecho pecado» habría sido hecho «sacrificio por el pecado». En lo esencial ocurre lo mismo con Gal 3,13, un versículo que juega con la palabra maldición. Pablo razona a la manera de los judíos: Jesús es maldito frente a la ley, ya que ha sido colgado de la cruz. Pero no es maldito frente a Pablo ni frente a Dios. Al ser crucificado, se hizo solidario de la maldición que pesaba sobre nosotros, a fin de comunicarnos la bendición de Abrahán (3,14). En el siglo II, Justino lo entendía precisamente así: «La verdad es que lo que se dice en la ley: "maldito todo el que está colgado de un madero", más bien fortifica nuestra esperanza que pende de Cristo crucificado, pues no es que Dios maldiga a este crucificado, sino que predijo lo que habíais de hacer vosotros y los a vosotros semejantes, por ignorar que Jesús existe antes de todo y es el "sacerdote eterno" de Dios, rey y ungido»2 . La expiación realizada por Jesús es finalmente la del mártir, es decir, la del que muere por obra de los otros haciendo de su vida dada un testimonio de su propia misión y del designio salvífico del Padre. «Jesucristo ante Poncio Pilato rindió tan solemne testimonio [martyrésantos]» (1 Tim 6,13). La muerte de Jesús tiene la fecundidad del martirio: denuncia el mal y el pecado en el mismo momento
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en que intercede por los verdugos y les abre el camino de la conversión. Los cristianos perseguidos que profesaban su fe con peligro de sus vidas ante los funcionarios del imperio romano se referían a esta actitud de Jesús. Recogían por su cuenta la concepción del judaismo tardío sobre la muerte expiadora del mártir. Ignacio escribe así a a los Efesios: «Soy vuestra víctima expiatoria y me ofrezco en sacrificio por vuestra Iglesia»26.
in.
E L TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN
El tema de la expiación resulta más difícil de aislar en la tradición de la Iglesia que en la Escritura, en donde se expresa con un vocabulario muy concreto. En efecto, coincide ampliamente con el del sacrificio en los padres. En la Edad Media se confundirá más bien con la idea de satisfación que san Anselmo pondrá en la órbita soteriológica. En los tiempos modernos vuelve a aflorar bajo capa de la noción de reparación, en una perspectiva teológica y espiritual al mismo tiempo. El siglo XIX hablará a la vez de «expiación vicaria» y de «satisfacción vicaria» tema que pertenece de hecho a la categoría de sustitución. Fijémonos aquí solamente en el testimonio patrístico y en la línea de la expiación reparadora. La expiación de Cristo en los padres de la Iglesia Ya sabemos la importancia que tema para los padres la divinización del hombre, considerada según la perspectiva descendente. Pero esta perspectiva principal no difuminaba en su espíritu la importancia del misterio pascual. Cuando hablaban de la muerte de Cristo, se inspiraban en el dossier bíblico que acabo de evocar y recogían espontáneamente su lenguaje. En conjunto, tanto los griegos como los latinos, afirman que la muerte de Jesús tiene un valor expiatorio universa] por los pecados de los hombres. Lo importante es ver con qué espíritu comprenden esta expiación. Como también aquí el dossier es inmenso, me contentaré con algunos ejemplos. Volvamos a Justino, que en su Diálogo con Trifón desarrolla una rica teología de la cru2: hace en cierto modo «el relato de la cruz»,
23. J. GUILLET, Jesús Christ pénitcnt,en Jésus-Christ dans notre monde, DDBBellarmin, Paris-Montréal, 65-77. 24. Cf. L. SABOURIN, O. C, 135-136.
25. JUSTINO, Diálogo con Trifón 96,1: Padres apologistas griegos, BAC, Madrid 1954, 472.
26. IGNACIO D E ANTICXJUIA, Ad Ephes. 8,1: Padres apostólicos, BAC, Madrid 1985, 563.
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que sitúa en la encrucijada de las profecías y entre las dos parusías de Cristo; ve en ella el discernimiento de los dos mundos, antiguo y nuevo: su universalidad le hace percibir una misteriosa correspondencia entre la cruz histórica y la cruz cósmica, es decir, entre la salvación y la creación27. En su exposición concede amplio espacio a la profecía del Siervo doliente, que él pone en relación con Gal 3,13. Denuncia las interpretaciones erróneas que ven en Cristo a un maldito de Dios y confiesa con toda la fuerza de su fe el sentido cristiano de la expiación libre, voluntaria y salvífica de Jesús. Se advertirá en su texto una valoración justa del triángulo de los actores de la pasión: «Ahora bien, si fue voluntad del Padre del universo que su Cristo cargara por amor al género humano con las maldiciones de todos, sabiendo que le había de resucitar después de crucificado y muerto, ¿por qué vosotros habláis, como de un maldito, de quien se dignó padecer todo eso por el designio del Padre?... Porque si bien es cierto que fue su Padre mismo quien hizo que sufriera todo lo que sufrió por amor del género humano, vosotros no obrasteis por cumplir un designio de Dios, lo mismo que al matar a los profetas no hicisteis una obra de piedad»28. Si hay una sustitución por parte de Cristo, se trata de un servicio de solidaridad salvadora. La maldición no viene de Dios: el Padre y el Hijo están de acuerdo en cumplir el mismo designio; se trata de la maldición que pertenece a la tradición del pecado y a sus consecuencias. Los pecadores asesinos no son absolutamente el brazo secular de la venganza divina. Por consiguiente, es un error colocar a Justino entre los defensores de la «expiación penal»29. He aquí cómo comenta Orígenes el texto de Pablo sobre Cristo hecho propiciatorio (Rom 3,25-26): «El apóstol añade algo más sublime diciendo: "Dios lo ha establecido propiciatorio por su sangre mediante la fe", es decir, que por la oblación de su cuerpo hizo a Dios propicio con los hombres, y así manifestó su justicia... Porque Dios es justo y, en cuanto justo, no podía justificar a unos injustos; por eso quiso la intervención de un propiciador, para que por
27. Cf. M. FÉDOU, La visión de ¡a Croix dans Voeuvrc de sainl Justin 'philosoplw et martyi": Recherches Augustiniennes 19 (1984) 94-103, del que saco algunas expresiones. 28. JUSTINO, O. C, 95, 2: o. c, 471.
29. Como lo hace J. RIVIERE. Le dogme de la rédemption. Essai d'ótude historiqx, Lecoffre, Paris 1905, 115.
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la fe en él fueran justificados los que no podían serlo por sus obras»30. Reflexiona a continuación sobre el simbolismo del propiciatorio y lo relaciona con la epístola a los Hebreos. Cuando comenta el versículo de Jn 1,29: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo», Orígenes recoge un gran número de textos bíblicos que evocan el sacrificio de Cristo, empezando por la profecía del Siervo doliente, y asocia el tema de la intercesión con el de la destrucción del pecado por la sangre de Cristo: «En efecto, "si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero" (Jn 2,1-2); puesto que "es el Salvador de todos los hombres, principalmente de los creyentes" (1 Tim 4,10), ya que "borró" con su sangre "el acta escrita contra nosotros" .haciéndola desaparecer para que no encuentre huella alguna de los pecados borrados y "la clavó en la cruz". Y, "una vez despojados los principados y las potestades, los exhibió públicamente, incorporándolos a su cortejo triunfal" (Col 2,14-15) en la cruz»31 El gran exégeta alejandrino se sitúa en línea recta con las afirmaciones paulinas y joánicas. En su Tratado sobre la encamación del Verbo, Atanasio muestra que no convenía que Dios dejase perecer definitivamente al hombre, creado a su imagen, pero seducido por el diablo. Sólo el Verbo de Dios «era capaz de recrear todas las cosas, de sufrir por todos los hombres y de ser en nombre de todos un digno embajador ante el Padre»32 El autor describe entonces todo el movimiento de la salvación, desde la iniciativa de Dios y la bajada del Verbo entre nosotros, hasta su acción de restauración y divinización y finalmente su sacrificio doloroso, según el movimiento ascendente en el que se convierte en nuestro «embajador» ante el Padre: «Por eso el Verbo de Dios incorporal, incorruptible e inmaterial viene a nuestro mundo... Al ver cómo se perdía la especie racional..., sintiendo piedad de nuestra raza, compadeciéndose de nuestra debilidad, condescendiendo con nuestra corrupción, no aceptando que la muerte reinara sobre nosotros..., tomó para sí un cuerpo, un cuerpo
30. ORÍGENES. Comm. in Rom. III, 8: PG 14, 946a-c. 31. ORÍGENES, Comm. in Johan. VI, 285: SC 157, 1970, 345-347. 32. ATANASIO DE ALEJANDRÍA. De incarn. Verbi7,5: SC 199, 1973, 289.
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que no es diferente del nuestro... Lo entregó a la muerte por todos los hombres, puesto que todos están sometidos a la corrupción de la muerte. Lo presentó al Padre en un gesto de pura filantropía. Así, puesto que todos morían en él, quedaría abrogada la ley que afectaba a la corrupción de los hombres... Los vivificaría por medio de su muerte; ...por la gracia de la resurrección haría desaparecer a la muerte lejos de ellos, como desaparece la paja en el fuego. ... Como un sacrificio y una víctima pura de toda mancha ofreciendo a la muerte el cuerpo que había tomado para él, alejó inmediatamente a la muerte de todos los otros cuerpos semejantes... Siendo el Verbo de Dios, superior a nosotros, que ofrecía su propio templo y su instrumento corporal en rescate por todos, pagaba justamente nuestra deuda con su muerte. Y unió a todos los hombres por medio de un cuerpo semejante al de ellos; el Hijo incorruptible de Dios los revistió a todos gracias a la incorruptibilidad según la promesa de la resurrección»3 . En este hermoso texto Atanasio habla sucesivamente de la muerte según la perspectiva descendente y según la perspectiva ascendente. La muerte de Cristo es la consecuencia querida de la encarnación; es un acto de la •«filantropía» divina, es decir, del amor tan intenso que Dios tiene a los hombres. Esa muerte nos libra a todos de la muerte: nos devuelve la incorruptibilidad y la vida, es decir, la divinización. Con este mismo espíritu Atanasio habla de deuda y de rescate, que se pagan a la muerte, para liberar al hombre de la muerte, según la perspectiva tan común en los padres de la Iglesia. La ley de la muerte, consecuencia del pecado, queda definitivamente abolida. En este sentido el Verbo se sacrifica a sí mismo, ya que «ofrece su cuerpo a la muerte». Vive en su carne el carácter doloroso que el pecado ha conferido al don de sí. Pero este sacrificio está también imbuido del movimiento ascendente según el cual Cristo presenta su cuerpo al Padre «con un gesto de pura filantropía». Se ofrece al Padre, aceptando entregar su cuerpo a la muerte. Se hace así nuestro embajador. No ha de engañarnos la proximidad del tema de la deuda con el del sacrificio. La ley de la muerte y la ofrenda al Padre no deben identificarse entre sí, según la tentación del «corto-circuito». Cristo no paga ninguna deuda a Dios, sino que acepta y hasta quiere que el don de sí mismo a los hombres y al Padre lo lleve al enfrentamiento liberador y victorioso con la muerte, pagando así su deuda con ella. Por eso Atanasio opina que no
33. Ibid, 8,1: o. c, 289-297.
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convenía que Cristo muriese de debilidad o de enfermedad, sino que «tenía que morir por todos». Tiene incluso esta frase atrevida: «Puesto que tenía que sobrevenir la muerte, buscó la ocasión de cumplir el sacrificio, no por sí mismo, sino por parte de los otros»34. Efectivamente, vino a enfrentarse en combate singular con la muerte que pesa sobre los hombres y que ellos engendran sin cesar. «No abandonó el cuerpo por medio de una muerte que fuera natural —ya que como Vida no tema por qué morir—, sino que aceptó la que le reservaban los hombres, para destruirla por completo cuando se enfrentó con ella» 35 . Atanasio distingue perfectamente en el sacrificio doloroso de Cristo lo que es obra del pecado, de los hombres y de la muerte, y lo que es obra de Dios. Los textos de Atanasio han sido objeto de dos interpretaciones opuestas y excesivas tanto por parte de Riviére como de Aulen. Riviére lee en ellos la doctrina anselmiana de la satisfacción36. Aulen no ve allí más que la expresión de la acción ininterrumpida que va de Dios al hombre37. La interpretación que aquí presentamos intenta respetar la articulación de los diferentes aspectos del texto, sin proyectar sobre él concepciones más tardías. Cirilo de Alejandría concede un lugar importante al tema de Cristo sumo sacerdote que ofrece al Padre el sacrificio sin mancha por la salvación de todos. Ya hemos visto que para él todo se basa en la identidad única del mediador38. En su controversia con Nestorio se muestra preocupado sobre todo de mostrar que el Verbo en persona es el sujeto del misterio de la cruz y realiza su sacrificio en su humanidad, a la vez como sacerdote y como víctima: «No hay que concebir otro Hijo más que a él; es el Señor en persona, el que nos ha salvado, e¡ que dio su propia sangre en rescate por la vida de todos. En efecto, "hemos sido rescatados de la conducta necia heredada de nuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla" (1 Pe 1, 18-19). Pablo dará fe de este último punto cuando, tan buen conocedor de la ley, escribe: "Sed imitadores de Dios como hijos queridos y vivid en el amor, como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma" (Ef 5, 2).
34. Ibid.,21,6: o. c, 345. 35. ibid.21, 3; o. a, 346. 36. Cf. J. RIVIERE, Rcdcmption.enDict. Th .Cath., t. 13/2, Letouzey et Anc, 1937, col. 1941; ID., Le dogme de ¡a rédenipüon, o. c , 142-151. 37. G. AULEN, Christus Víctor. La notion chrctienne de rédemption, Aubicr, París 1949, 68-72. 38. Cí.supra, 104-105.
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Pues bien, desde que Cristo se hizo por nosotros "suave aroma", mostrando en él la naturaleza humana en posesión de una perfecta inocencia, nosotros hemos obtenido por él y en él libre acceso ante Dios Padre que está en los cielos» . En este texto, como en la argumentación que sigue, Cirilo se mantiene lo más cerca posible de las afirmaciones bíblicas. Sabe que hemos sido rescatados con un alto precio, ya que se trata de la sangre de Cristo. Pero establece una diferencia entre el sacrificio de suave aroma que éste ofreció al Padre y que tiene que convertirse en la norma de nuestra existencia, ya que desde entonces tenemos acceso en él a Dios, y la necesidad de la sangre derramada, del precio pagado y hasta del rescate, puesto que califica al Verbo de digno «rescate por la vida de todos»40. Su comentario de Gal 3, 13 y de 2 Cor 5, 21 se inscribe en la dinámica del admirable intercambio: si Cristo fue hecho pecado y se convirtió en maldición, es debido a la kénosis voluntaria de su encarnación y para hacernos justos: «Así pues, con la idea de la encarnación se da todo lo que hemos visto que se le infligió, dado que en virtud de la economía él se sometió al anonadamiento voluntario, por ejemplo, al hambre y al cansancio... Igualmente, no habría sido contado nunca entre los malhechores —y de hecho decimos que se hizo pecado—, ni se habría hecho maldición sufriendo por nosotros en la cruz, si no se hubiera hecho carne, es decir, si no se hubiera encarnado y hecho hombre, sujetándose por nosotros a un nacimiento humano como el nuestro, esto es, al que le hizo nacer de la Virgen santa»41. Pero hemos de comprender bien que no fue hecho pecado en el mismo sentido con que se hizo carne, ya que por una parte quería acabar con el pecado y por otra deseaba hacer vivir a la carne42. En otro lugar Cirilo parafrasea así 2 Cor 5, 21: «(El Padre) quiso que el que nunca había pecado sufriera lo que tienen que sufrir los más grandes pecadores, para que nos hiciera justos a los que hemos recibido la fe en él; porque él soportó la cruz, sin fijarse en la vergüenza; el que valía por todos, murió él solo por todos»45. Pasa con Cirilo como con Atanasio: el contexto de ideas y de representaciones a partir del cual hay que comprenderlo es el de las Es39. 40. 41. 42. 43.
CIRILO DE ALEJANDRÍA , Christus unus, 761a-c; SC 97, 1964, 459. lbid.,766s: o. c.,475. /i>KÍ.,719d-720a: o. c.,321. Ibid.,720b: o. c.,323. ID., la 2 Cor (5, 21): PG 74, 945a.
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crituras, que él pone de algún modo en forma lógica para salvar la verdad de la encarnación y de la salvación. Es demasiado abusivo incluirlo en la lista de defensores de la sustitución penal. Los excesos de ciertas teologías de la expiación en los tiempos modernos han quedado ya suficientemente subrayados en el «sombrío florilegio» del comienzo de este libro, para que sea preciso volver a ellos. Expiación y reparación de amor La tradición eclesial ha visto desarrollarse continuamente a través de los siglos una vena espiritual muy distinta a partir de la idea de expiación. El carácter propio de este movimiento espiritual es entregarse a la «reparación de amor» (en latín redamatio). No se trata en primer lugar de la reparación por los pecados cometidos personalmente, con que nos volveremos a encontrar a propósito de la satisfacción; pero es verdad que este aspecto no está nunca ausente, ya que ninguna dinámica de reparación por los demás puede hacer olvidar a nadie que también él es pecador. La motivación primera de la reparación es la ingratitud y el olvido de los hombres siempre pecadores ante el amor de Dios que llegó a entregar a su propio Hijo por nosotros en la muerte ignominiosa de la cruz44. La escena bíblica que expresa mejor esta falta de respuesta de los hombres al amor de Cristo es la de la agonía, cuando Jesús reza solo a su Padre en medio de una angustia mortal, mientras duermen sus discípulos. En la Iglesia la expresión litúrgica del reproche de Dios a los hombres pecadores se encuentra en los improperios antiquísismos del viernes santo45. Ya Agustín había sentido la exigencia que impulsa a los cristianos a devolver amor por amor al que nos ha amado primero y hasta el fin46. La antigua vida monástica, vida penitencial por excelencia, estaba también impregnada de esta preocupación por la redamatio: «No debemos ocuparnos solamente de nosotros mismos —dice por ejemplo Teodoro Studita—, sino afligirnos y rezar por el mundo entero»47. Pero fue la Edad Media la que desarrolló por primera vez una mística reparadora, dentro del marco de una devoción muy tierna a la humanidad de Jesús. El alma amante cristiana se 44. Cf. la información tan rica que da T. GLOTIN , en el art. Rcparation en Dlct. de Spirít.,t 13, Beauchesne, París 1987, 369-413; la utilizaremos aquí. 45. Cf. supra, 178. 46. Cf. AGUSTÍN , Comm. in I Joh. 7, 7; el término de redamatio se encuentra en las Confesiones IV, 8, 13 y 9, 14. 47. Citadopor E. GLOTIN , o. c, col. 378.
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sentía movida a asociarse a los sufrimientos de Jesús (las imágenes de la flagelación, de la coronación de espinas y de Cristo en la cruz tenían una gran importancia) y de su madre (con la imagen de la Dolorosa). El amor al crucificado se traducía por una parte en la oración y la adoración y por otra en las penitencias y maceraciones. Los dominicos y los franciscanos predicaron sobre el «Tengo sed» de Jesús en la cruz, en el sentido de un amor sediento de amor. Las llagas de san Francisco de Asís representan un don de la gracia que corresponde al deseo de ser conformado por amor a la pasión de Cristo. Algunos grandes místicos (Matilde de Magdeburgo y Gertrudis de Helfta en el siglo XIII) se vieron favorecidos entonces con visiones del Corazón de Jesús. El tema de la reparación se extendió más a partir del siglo XVI, dentro del espíritu de la Contrarreforma. Se unió al culto eucarístico que propone, para reparar ciertas negaciones, largas adoraciones reparadoras (por ejemplo, las Cuarenta horas, que quieren expiar y reparar los pecados cometidos durante el Carnaval). La contemplación de los misterios de la pasión alimentó esta actitud, particularmente en santa Teresa de Jesús. En el siglo XVII se ve nacer la devoción al sagrado Corazón propiamente dicha, que resume toda la espiritualidad reparadora en el símbolo del Corazón amoroso y traspasado de Jesús. San Juan Eudes representó en ella un papel importante; tomó el relevo santa Margarita María de Alacoque, religiosa de la Visitación de Paray-le-Monial, cuyo mensaje dio origen a la extensión litúrgica del culto al Sagrado Corazón en la Iglesia. Este mensaje pedía devolver amor por amor al Corazón de Jesús, a fin de reparar la ingratitud de los hombres, en particular con la instauración de la fiesta litúrgica del Sagrado Corazón. Muchas de las escuelas de espiritualidad del siglo XVIII apelan a esta misma mística. Los excesos de la Revolución francesa y sus secuelas, los progresos del ateísmo, la pérdida de influencia de la Iglesia en la sociedad movieron en el siglo XIX a los cristianos a multiplicar las formas de piedad expiatoria y reparadora. La devoción al Sagrado Corazón se difundió ampliamente en la Iglesia universal. Pero adquiere en estos momentos un tinte dolorista y su pesimismo hostil ante la revolución de la sociedad moderna le confiere una dimensión política que le costará trabajo superar. El siglo XIX vio igualmente la fundación de numerosas congregaciones religiosas, contemplativas o activas, cuyo nombre hace referencia a la mística de reparación. Como se ve, esta espiritualidad es una especie de contrapeso a los excesos de la teología que se dejaba seducir en la misma época por los aspectos más ambiguos de una expiación «desconvertida». No
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predica ya el aplacamiento de la cólera y de la justicia divina dispuesta a la venganza; pide más bien «consolar» con una reparación amorosa, orante y sufriente, el corazón del Hombre-Dios, herido por la ingratitud y el olvido de los hombres. El que ama de verdad desea estar cerca del que sufre y sufrir con él. Lo que no supieron hacer los discípulos en la hora de la agonía, quiere hacerlo ahora el cristiano. K. Rahner llega incluso a decir: «La reparación, lo mismo que la caridad, puede ser considerada (en el mundo del pecado y de la cruz) como la "forma" de todas las virtudes» 48 . Según esta perspectiva, el amor reparador integra en sí todos los actos de la vida cristiana. Estamos aquí en presencia de una expresión auténticamente cristiana y «convertida» de la expiación, en donde el amor y la intercesión ocupan el primer lugar. Solamente cabe lamentar que a veces se hayan colado ciertas ambigüedades doloristas en la práctica del sufrimiento voluntario y en la interpretación de su sentido, y que el amaneramiento de su lenguaje y de sus imágenes hayan contribuido a su deterioro. Más adelante veremos cómo la actitud dominante de la conciencia contemporánea es bastante diferente: el hombre que hoy sufre tiene necesidad de aplacarse y de consolarse con la contemplación del sufrimiento de Cristo.
IV. UN BALANCE: EL SUFRIMIENTO Y LA EXPIACIÓN EN NUESTRO TIEMPO
La paradoja cristiana del sufrimiento La expiación, aun convertida en intercesión y en reparación amorosa, nos enfrenta una vez más con el carácter oneroso y doloroso de nuestra salvación. Porque el sufrimiento de Cristo da sentido al sufrimiento cristiano y por tanto fundamenta toda una teología y una espiritualidad. Un tema muy grave, sobre el que deberíamos dar la palabra a los que tienen más experiencia de ello; un tema insoslayable, dado el lugar que ocupa en la vida de todos; un tema especialmente delicado, ya que se choca en él con la ambivalencia del sufrimiento. En efecto, hay un doble peligro: o no ver en él más que un mal definitivamente opaco, o bien sacralizarlo y caer a propósito del mismo
48. K. RAHNER, Quelques théses pour une théologie de la devotion au SacréCoeur, en J. STIERLI, Le Coevi du Sauveur, Salvator , Mulhouse 1956, 180.
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en el corto-circuito tantas veces señalado en esta obra. El sufrimiento tiene dos caras; el pasar de la una a la otra pide una conversión. La actitud cristiana frente a él es paradójica: no lo niega en plan de superioridad como el estoicismo pagano, ni se resigna ante él, ni mucho menos lo desea por una especie de masoquismo morboso; sino que lo acoge en lo que tiene de irremediable, aunque combatiéndolo, e intenta darle un sentido positivo a la luz de la cruz de Cristo. Lo ataca con la fuerza del amor y lo convierte en «combustible» de la caridad , para darle así un valor salvífico49. Intentemos mantener juntos estos diferentes puntos de vista. 1. El sufrimiento es un mal. Este primer dato no debe olvidarse jamás. El sufrimiento en cuanto sufrimiento es y sigue siendo un mal; en sí mismo no tiene ningún valor positivo. Es un escándalo, capaz de provocar la rebeldía; todo esfuerzo por querer explicarlo no conseguirá jamás acabar con los innumerables sufrimientos de los «por qué». El hombre se ve enfrentado con los innumerables sufrimientos que le vienen de su relación con la naturaleza: el sufrimiento físico y moral, las pruebas y desdichas, la angustia de la muerte, «una de las fuerzas más poderosas de sufrimiento en el hombre>>, dice Max Scheler50; el sufrimiento que viene de los hombres, de uno mismo o de los demás, las depresiones, las violencias sufridas, las guerras, las persecuciones, las torturas, los campos de concentración o de exterminio... ¿Por qué es preciso que «la civilización cree cada vez más sufrimientos y penas cada vez más profundas, a pesar de que nunca disminuye su lucha cada vez más extensa y cada vez más victoriosa contra las causas del sufrimiento»?31. ¿Y por qué también esa suma incomprensible de sufrimientos en los que no tiene parte alguna la responsabilidad humana? ¿Por qué afecta ciegamente el sufrimiento a inocentes y culpables? Era la antigua pregunta de Job, que rechazaba las explicaciones demasiado fáciles del sufrimiento como castigo de los pecados personales. Algunos se empeñarían en no ver en el sufrimiento más que la otra cara de un mundo en crecimiento o el rostro inevitablemente sombrío de nuestra finitud. ¿Pero qué idea de Dios encierra esta perspectiva y por qué ese vínculo indestructible entre la desgracia y la felicidad, entre el sufrimiento y el amor? Parece ser que es imposible escaparse de la afirmación bíblica, según la cual, por la in-
49. Cf. JUAN PABLO II. El sentido cristiano del sufrimiento humano: Ecclesia2162 (1984) 200-215.-ST BRETÓN , Vers une théologie de la Croix, Clamart 1979, 11-35. 50. M. SCHELER, Le sens de la soufrance, Aubier, París, s.d., 25. 51. Ibid, 27.
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tervención pecadora de la libertad original del hombre, por muy irrepresentable que sea, hay algo que se ha roto entre él y la naturaleza, es decir, que nuestra relación con el mundo no es ya la que Dios había puesto en el origen dentro del orden de una creación en la que todo era bueno. Pero una respuesta semejante, aparte de parecer muy misteriosa, sería desesperante si no fuera la otra cara de un anuncio de salvación. Sea de ello lo que fuere, la cuestión vuelve a plantearse: ¿por qué permite Dios ese peso inconmensurable de sufrimientos que pesa sobre la humanidad? Ante semejante situación siempre se busca a un «culpable»: la tradición intentaba sobre todo salvar la inocencia de Dios; la actitud contemporánea tiende a disculpar al hombre52. Antes de ser misterio, el sufrimiento es un escándalo opaco. Es preciso mantener este primer «momento», antes de apelar a la luz de la salvación. Si esto es así, el sufrimiento tiene que ser combatido con todos los medios al alcance del hombre. Esta es la enseñanza más común del evangelio con su regla de oro: el mandamiento del amor al prójimo, la parábola del buen samaritano (Le 10, 29-37), la escena del juicio (Mt 25,31-46) que exalta la solicitud ante todo sufrimiento, físico o moral, de los más pequeños. Esta es la actitud de Jesús, cuando curaba a los enfermos y devolvía a sus padres a sus hijos muertos. En este mismo espíritu, la Iglesia ha luchado siempre contra el sufrimiento de los enfermos. Hoy aprueba el progreso de la medicina que puede subrayar tanto los sufrimientos ligados al nacimiento como los de la muerte53. Lo mismo ocurre con los sufrimientos ligados a una penuria extrema, con el subdesarrollo cultural, con las injusticias y la violencia. Y no solamente el sufrimiento es un mal, sino que puede tener también efectos perversos. Cuando se presenta a la experiencia de un ser humano, es esencialmente ambibalente. Nadie puede predecir que vaya a ser asumido por una libertad capaz de convertirlo. Corre más 52. Así, las nueve tesis sobre el sufrimiento de F. VARONE, Ce Dieu censé aimer ¡a soufrance, Cerf, París 1984, 212-224, se explican como una reacción unilateral contra la tendencia dolorista, una relación exagerada que se establece entre el sufrimiento y el pecado y las diversas sacralizaciones del sufrimiento. Pero ellas a su vez eliminan demasiado pronto el problema de la relación del sufrimiento con el pecado y lo consideran simplemente como algo «que forma parte del universo material en devenir que Dios quiso y quiere sin cesar» (p. 214). Se puede sin embargo aceptar, como punto de partida, la primera parte de la tesis 9: «El sufrimiento no es portador de valor en sí..., por si solo, sino que es más bien puramente humillante y degradante» (p. 215).- J. POHIER Quandje dis Dieu, Scuil, París 1977, 183, reacciona vigorosamente contra la sacralización del sufrimiento y de la muerte en el cristianismo. 53. Cf. Pío XII , Problemas religiosos y morales de la analgesia: Doc. Cath 1247 (1957) col. 325-340.
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bien el peligro de destilar un veneno morboso, de engendrar la rebeldía y de deprimir la libertad. Por tanto, no puede considerarse a priori como un medio de humanización, ni mucho menos como un medio de salvación o de progreso espiritual. Por consiguiente, no se puede provocarlo deliberadamente en los demás. Con un sentido lleno de humanidad, Pío XII hablaba así del sufrimiento de los moribundos: «El crecimiento del amor de Dios y del abandono a su voluntad no procede de los mismos sufrimientos que uno acepta, sino de la intención voluntaria sostenida por la gracia; esta intención, en muchos moribundos, puede afianzarse y hacerse más viva si se atenúan sus sufrimientos, ya que éstos agravan el estado de debilidad y de agotamiento físico, ponen trabas al impulso del alma y minan las fuerzas morales en vez de sostenerlas. Al contrario, la supresión del dolor procura un relajamiento orgánico y psíquico, facilita la oración y hace posible un don de sí más generoso»54. Muy atinadamente también el cardenal de Lubac nos recuerda que «cuando uno sufre de veras, siempre sufre mal»55.
cluyendo violentamente toda intrusión, y esa bondad que se abre a la tristeza fecunda y a los gérmenes que aportan las grandes aguas de la prueba»57. De nosotros depende cambiar en misterio el escándalo del sufrimiento, dándole un valor educativo y hasta salvífico58. Porque es verdad que el que ha sabido atravesar el sufrimiento no es ya el mismo. Pero ¿quién dará a nuestra libertad la fuerza de esta conversión?
2. El sufrimiento es una pregunta planteada a nuestra libertad. Ante el sufrimiento nuestra libertad se ve obligada a tomar posiciones, y lo hará para bien o para mal. A nosotros es a quienes corresponde en definitiva dar o no sentido al sufrimiento que se nos impone. Lo que acabamos de decir muestra que no hay en ello nada automático. Por otra parte, son innumerables las maneras de sufrir, que forman parte integrante del mismo sufrimiento: «Podemos "abandonarnos" a un sufrimiento o resistirle; podemos "soportarlo", "tolerarlo", o simplemente sufrirlo; podemos incluso gozarnos en él, en la algofilia. Estos términos significan que se trata siempre de unos modos cambiantes del sentir o de un querer injertado en ese sentir»56. Hay además en nosotros toda una jerarquía de reacciones, desde la sensibilidad física elemental hasta la actitud humana y espiritual, con infinitos matices. Como decía juiciosamente M. Blondel, el sufrimiento no puede producir en nosotros efectos felices sin nuestro concurso activo: «Es una prueba, ya que obliga a que se manifiesten las disposiciones secretas de la voluntad. Deteriora, agria, endurece a los que no ablanda ni mejora. Rompiendo el equilibrio de la vida indiferente, nos pone en la disyuntiva de tener que optar entre ese sentimiento personal que nos lleva a replegarnos en nosotros mismos ex-
54. /WJ.,338. 55. H. DE LUBAC, Paradoxes suivi de Nouvcaux Paradoxes, Seuil, París 1959, 138. 56. M. SCHELER, o. c.,3-4.
3. Por su pasión y su cruz Jesús convirtió el sufrimiento. En efecto, la cruz de Cristo es la única respuesta definitiva al sufrimiento. La cruz no es un discurso ni una teoría, ni mucho menos una justificación o una apología. Es un acontecimiento: el encuentro de Dios mismo, del Verbo hecho carne, con el sufrimiento. Es un acto de libertad divina que mantiene juntas las dos caras del sufrimiento, su horror y su belleza. Su horror, porque se trata del sufrimiento del justo y del inocente, el más escandaloso de todos, del sufrimiento que brota del odio y de la violencia, que desfigura y humilla y que suscita la queja eterna de los hombres: ¿por qué? ¿por qué? Pero también su belleza, ya que la manera de sufrir de Jesús es ya una trasfiguración y una victoria. Jesús ama sufriendo y sufre amando. Vive así el sufrimiento según los dos movimientos de su mediación. Su amor filial al Padre y fraternal a los hombres lo condujo a la kénosis de la encarnación y de la cruz, le hizo asumir libremente nuestra condición doliente. Se empeñó en hacerse solidario de todo sufrimiento humano, inocente o consecuencia del pecado, y quiso compartir la experiencia de la desgracia y de la obscuridad, del sin-sentido y del escándalo del sufrimiento: «Habiendo sido probado en sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados» (Heb 2, 18). Ésta es su respuesta, en un acto de don de sí mismo que es una «palabra existencial». Del arco tendido entre el amor y la kénosis surge la revelación de su gloria, es decir, del orden de belleza que es propio de Dios. En Jesús el sufrimiento ha pasado a ser una cuestión de Dios59. Si el amor condujo a Jesús al corazón del sufrimiento humano, su manera de sufrir convirtió a su vez el sufrimiento en amor y en alimento del amor. A través del sufrimiento su amor llega hasta el fondo de sí mismo. Pero no es su sufrimiento en cuanto tal el que nos salva: es el amor con que lo aceptó, vivió y superó. El combate de 57. M. BLONDEL, L'Acticm (1893), P.U.F., París 1950, 381. 58. Cf. JUAN PABLO II, o. c,n. 27: p. 212; el titulo latino de la carta apostólica es «Salvifici dolcris». 59. Cf. la obra de H. Uis von Balthasar en donde este tema es particularmente denso; J. MOLIMANN, El Dios crucificado, Sigúeme, Salamanca 1975; F. VARILLÜN. La souBrance de Dieu, Centurión, París 1975.
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Jesús con la muerte es también un combate con el sufrimiento: Cristo fue educado por él, ya que, «aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia» (Heb 5, 8). Si lo tomó sobre sí, fue para suprimirlo y a través de él pasar al mundo de la resurrección. La alquimia misteriosa que trueca el mal en bien, tantas veces evocada a propósito de la pasión de Jesús, vale también para el sufrimiento. El sufrimiento de Jesús ni justifica ni sacraliza el sufrimiento, ni hace de él un bien; anula su perversidad para sacar de él un bien. En Jesucristo el sufrimiento no es ni deseo malsano ni proeza triunfante; es una acogida humilde y obediente, sin quejas ni recriminaciones; es oración desde lo más profundo del abandono; es perdón para los verdugos, intercesión y propiciación. Por eso, después de la cruz, el término mismo de sufrimiento ha cambiado de sentido en el lenguaje cristiano. Por una metonimia de la que hemos de tener conciencia, designa en adelante el amor que sufre, el amor manifestado por el Cristo doliente y el amor que quiere estar con el Cristo doliente. Ese es el pathos de la cruz inaugurado por Pablo, que deseaba comulgar en los sufrimientos de Cristo y hacerse semejante a él en la muerte (Flp 2, 10). Esta metonimia pertenece al mensaje cristiano y ha atravesado la tradición. Los textos espléndidos a que ha dado lugar pueden resultar insostenibles, si se les lee en corto-circuito60. 4. El cristiano es invitado a sufrir con Cristo. Los evangelios ponen en labios de Jesús una invitación a seguirle hasta en el sufrimiento: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niegúese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Me 8, 34). Esta llamada no se dirige hacia el sufrimiento, sino hacia el «seguimiento de Jesús». Pero en este mundo nadie puede seguir de verdad a Jesús sin participar de sus sufrimientos. Pablo, como acabamos de decir, hace del deseo de estar con Cristo el de participar en sus sufrimientos: «Ahora me alegro por los padecimientos que sufro por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24). En efecto, Pablo revive lo que vivió Cristo; el cumplimiento de su ministerio y la justicia de su existencia provocan la contradicción y lo conducen, a través de una vida de sufrimientos y de debilidades, a una muerte semejante a la de Cristo. La tradición espiritual le hará eco. San Ignacio propone, por ejemplo, a sus ejercitantes, seguir a Cristo en la pena para seguirle también en la gloria61. 60. Cf.Y.DE MONTCHEUIL, Legons sur le Clirisl, Epi, Paris 1949, 135-147. 61. IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios espirítvales, n. 95.
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Max Scheler ha diagnosticado muy bien esta relación del amor a Cristo con el sufrimiento: «La exhortación a sufrir en la comunidad de la cruz, con Cristo y en Cristo, procede de la exhortación, más central, a amar con Cristo y en Cristo. Por tanto no es en la comunidad de la cruz donde se arraiga la comunidad del amor, sino que es la comunidad del amor de donde surge la comunidad de la cruz»62. Como es lógico, esta entrada en el amor de Cristo y la participación amorosa en sus sufrimientos son dones de la gracia que nos permiten cambiar el sentido de todo lo que es obra de nuestra condición humana. Sin embargo, hay algo que nos separa del sufrimiento de Cristo. Él era inocente y nosotros somos pecadores. El sufrimiento le venía del pecado de los otros; a nosotros nos afecta también por causa de nuestro propio pecado. El sufrimiento no tema nada que purificar en él, pero en nosotros realiza la «purificación de nuestro amor»63. La lucha contra el pecado pasa también por el sufrimiento. Es aquí donde ocupa un lugar la ascesis y ciertas mortificaciones y hasta maceraciones que nos atestigua la tradición espiritual. El asceta mortifica sus miembros antaño pecadores y procura mantener el equilibrio siempre amenazado de su ser total, para guardar la primacía de la libertad espiritual sobre los impulsos inferiores. Pero hay que repetir además que el grado o la cantidad de sufrimientos o de privaciones no tiene importancia. Por eso en esta materia se impone la mayor discreción. Los ascetas del pasado conocían la tentación del orgullo espiritual, que afectaba a una penitencia vivida como un record deportivo; los ascetas de los tiempos modernos sufren más bien la tentación del masoquismo. Lo único que cuenta en definitiva es el amor, ese amor que hace discernir las cosas sin engaños, ese amor que tiene como signo la paz y hasta el gozo. El sufrimiento de Dios, único consuelo para el suírimiento del hombre En el sufrimiento de Jesús nuestra época no atiende tanto a su aspecto reparador y expiatorio que va del hombre a Dios, cuanto a la «compasión» con que Dios viene hacia el hombre para asumir en sí todo el peso de su sufrimiento. Ante el «acumularse incomparable de
62. M. SCHELER, o. c , 66. 63. Y. DE VIONTCHEUIL, o.c,
141.
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sufrimientos» 64 que caracteriza a nuestro tiempo, ya hemos podido apreciar la sensibilidad del hombre que sufre bajo la pluma de W. Kasper 65 Esta percepción del sufrimiento, que afecta a la cuestión misma de Dios, es una llamada a la solidaridad divina con la miseria humana:
«Si para el siglo XX el sufrimiento fue "la roca del ateísmo", resulta que en nuestro siglo no hay nada que llame tanto nuestra atención sobre Dios como sus derrotas en el mundo. El que Dios haya sido ofendido en el mundo, ajusticiado, expulsado y muerto por el gas, ésa es la roca de la fe cristiana... Lo que tienen en común los cristianos es la "participación en el sufrimiento de Dios en Jesucristo"»71.
«La cuestión de Dios es para el doliente la cuestión de la compasión de Dios —en el sentido literal de la palabra—, de la identificación de Dios con el sufrimiento y la muerte del hombre... La cuestión de Dios, cuando se plantea concretamente ante el mal y el sufrimiento, sólo tiene respuesta a nivel cristológico y estaurológi-
En esta percepción de las cosas hay un acento auténticamente cristiano y un dato que pertenece al misterio de nuestra salvación, con tal de que no hagamos de ello una exclusiva. Nos remite a la escena del juicio final (Mt 25,31-46), en donde Jesús se identifica con los que pasan hambre y sed, con los que son extranjeros, con los desnudos, los enfermos y encarcelados.
CO»
66 .
También hemos encontrado esta sensibilidad en J. Moltmann a propósito de la justicia y de la justificación 67 . En él el sufrimiento humano aparece ante todo como inocente, o sin proporción alguna con el pecado. Por eso la pregunta que plantea a Dios no puede obtener respuesta más que en la cruz. Y la cruz misma es revelación de la Trinidad, alcanzada por la división del sufrimiento: la salvación llega «sólo estando en Dios mismo toda perdición, el abandono por su parte, la muerte absoluta, la maldición infinita, la condena y el hundirse en la nada; sólo entonces representa este Dios la salvación eterna, la alegría infinita, la elección indestructible y la vida divina» 68 . Este contraste llamativo expresa la conversión de todo el peso del sufrimiento humano en la dicha sin fin. Con su lucidez de testigo, N. Leites ha analizado bien esta percepción. El hombre se ve consolado en su sufrimiento, porque Dios ha sufrido como él. Leites recoge esta anécdota: «Un antiguo detenido de Auschwitz contaba: "En una ocasión colgaron a dos hombres y a un muchacho. Detrás de mí oí a un detenido preguntando en voz baja: ¿Dónde está Dios? Unos instantes después todavía seguía preguntando: ¿dónde está Dios? ¿dónde está Dios? Entonces se me ocurrió esta idea: Está ahí; colgado de esa horca"»69. Y el autor comenta: «lo que más me ayuda en el sufrimiento es el pensar que hay u n Dios que sufre como yo... El hecho de que un Dios sufra como yo da dignidad a mi propio sufrimiento» 70 .
La expiación: una necesidad del hombre «Dios no tiene necesidad de nuestra expiación, pero nosotros tenemos necesidad de reparar si tenemos por él un amor auténtico... En todo el proceso de expiación, no se trata de las relaciones de Dios con nosotros (o sea, de su amor siempre inmutable), sino de nuestras relaciones con Dios» 72 . Al final de este largo recorrido por la expiación, hemos de repetir sobre ella lo que Jreneo decía del sacrificio: Dios no lo necesita; no exige ninguna compensación del peso del pecado por un peso de sufrimiento; la expiación no está al servicio de una justicia conmutativa o vindicativa. Sin embargo, la expiación, en su sentido «convertido», es necesaria: no para Dios, sino para el hombre. Va en provecho del hombre y para honor del hombre. No es ni mucho menos un paso previo para el perdón de Dios; al contrario, está basada en su voluntad de perdón. Intenta responderle y corresponderle, a fin de que el perdón sea efectivamente posible para mí aquí y ahora. Por tanto, está orientada hacia Dios y ordenada a la reconciliación. Es la actuación concreta y existencial de la conversión. Es intercesión y desarraigo doloroso de toda la parte de pecado que hay en mí. No es un castigo querido arbitrariamente por Dios; es la consecuencia del mal que me han hecho mis propios pecados. Es voluntad de reparación. Pero, sobre este fondo que ningún pecador puede olvidar, la expiación puede finalmente y sobre todo convertirse
64. JUAN PABLO II, o. c, n. 8: p. 207,
65. Cf. supra, 26. 66. W. KASPER, El Dios de Jesucristo, Sigúeme, Salamanca 1965, 192 67. Cf. supra, 271-272. 68. J. MOLTMANN, O. C, 348-349.
69. Citado por N. LEITES, Le mcurtre de Jesús moyen de salud, o. c. 151-152 70. Ibld
71. D. BOMHOEFFER, Resistencia y sumisión, Sigúeme, Salamancsa 1983, citado por N. LEITES. O. C, 152-153.
72. P. EDER, citado por P. NEUENZEIT, Encyclopédie de la foi, t. II, Ceif, Paris 1965, 139, art. tExpiation».
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en participación de la expiación amorosa de Cristo para la salvación del mundo. La expiación personal de Jesús es paradójica, ya que es obra del Inocente, que convierte en intercesión, propiciación y expiación penitencial el pecado de los otros abatido sobre él. En Jesús el hombre se vuelve hacia el Padre: Jesús da a todo ser humano la posibilidad de realizar ese cambio, es decir, esa conversión. Cada uno recibe la posibilidad de interceder y de orar, pero también de poner todo su sufrimiento al servicio del amor y de conferirle una fecundidad reparadora. La expiación nos dice que la reconciliación pide de nosotros un esfuerzo, un trabajo doloroso ejercido con nosotros mismos gracias a Cristo. Nos hace también capaces de asociarnos, a través de todo lo que vivimos, a la «intercesión existencia!» de Cristo por nuestra salvación. Dicho esto, que es esencial, siempre tendremos que enfrentarnos a propósito de la expiación con un problema de vocabulario. En nuestro mundo cultural está aún lejos de haberse roto el engranaje de su desconversión. Pero esta palabra está en la Escritura. En ella se cristaliza todo un mensaje de la revelación. Por consiguiente, resulta insoslayable para todo cristiano que desee leer la palabra de Dios y vivir de ella. La exégesis, la teología, la catequesis y la predicación tienen todavía mucho que decir para devolverle su sentido cristiano. Este capítulo ha intentado ofrecer una contribución a esta tarea.
12 La satisfacción
Con la categoría de satisfacción tocamos ya un vocabulario que no pertenece a la Escritura. Este término proviene de la tradición eclesial y conoció una gran fortuna en el occidente latino a partir de la Edad Media. En torno a él se organizó una teología de la redención y de la salvación que poma el acento en la mediación ascendente de Cristo. Guarda relación con las ideas de sacrificio y de expiación; el contenido que encierra comunica con ellas, a pesar de que conserva un carácter específico que le viene de su origen jurídico. Su valor propio radica en que expresa que no puede haber reconciliación entre Dios y el hombre sin que este último intente reparar, en la medida que le sea posible, el mal que ha cometido. La satisfacción es una exigencia de verdad para la conversión del hombre. Cede sin duda alguna en honor de Dios, pero también contribuye al honor y al bien del hombre. Pero lo mismo que la categoría de expiación pudo verse afectada por la idea de una justicia vindicativa, también la de satisfacción puede contagiarse con la idea de una justicia conmutativa. Por esta razón ha dado lugar a las des-conversiones ya mencionadas. Fue san Anselmo de Cantorbery el que colocó la satisfación en el centro de la doctrina de la salvación. Su influencia fue decisiva en la Edad Media y en los tiempos modernos, aunque se retuvo de él una argumentación simplificada en la que volvía a introducirse sutilmente la idea de compensación. Así pues, le dedicaremos especialmente a él este capítulo, para poder distinguir su doctrina propia de las interpretaciones posteriores. La enseñanza de este recorrido histórico y doctrinal nos permitirá trazar una especie de balance.
I. EL TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN
La entrada fe la satisfacción en la teología El término de satisfación viene del derecho romano. Lo primero que hay que señalar es que no expresa el pago total de una deuda o la
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compensación rigurosa del mal cometido. Satís-facere quiere decir hacer bastante. En el derecho romano la satisfación tenía lugar con el pago de una deuda: el acreedor quedaba en paz con el deudor que había hecho lo que había podido, que había hecho bastante. Tertuliano, abogado y jurista de formación, que representó un papel muy impórtate en la creación de una lengua teológica cristiana en occidente, fue el primero que aplicó el término de satisfacción a la conducta penitencial del pecador, tanto antes del bautismo, como después de él. «Afligiendo la carne y el espíritu, satisfacernos por el pecado y al mismo tiempo nos fortalecemos de antemano contra las tentaciones» 1 . «Lo has ofendido, pero todavía puedes reconciliarte con él. Te las tienes que ver con alguien que acepta una satisfacción y hasta la desea» 2 . Tertuliano utiliza esta palabra de pasada y sin insistir en ella. A continuación, la idea de satisfacción se aplicará corrientemente a la disciplina durante la cual la Iglesia le pide al pecador arrepentido que manifieste a lo largo del tiempo su conversión mediante una conducta penitencial rigurosa. Cuando esta donducta haya sido considerada «suficiente» para expresar un desarraigo real del pecado, una superación del mismo, un cambio afectivo de vida y el deseo de reparar en lo posible el mal cometido, la Iglesia reconciliará al pecador, que habrá «hecho ya bastante». Hay que esperar a san Ambrosio para que se utilice el término de satisfacción a propósito de Cristo en la cruz. Relacionando dos versículos de los salmos: «Muchos son los que sin causa me odian» (Sal 38, 20) y «Sin causa me odian» (Sal 69,5), Ambrosio indica: «Algunos piensan que estos dos salmos se dijeron de la persona de Cristo que satisfacía al Padre por nuestros pecados» 3 . Cristo sufre por unos pecados que no son los suyos, porque «satisface», como penitente, por los pecados de los otros. Ambrosio, que es uno de los testigos de la doctrina del rescate del demonio4, lee igualmente la satisfacción dentro del carácter oneroso de la salvación.
1. TERTULIANO, De bapt. XX 1: SC 35, 1952,95. 2. b . , De Poenit. VII, 14: Se 316, 1984, 17?. 3. AMBROSIO , hi Ps. XXXVII enarraüo, 53: PL 14, 1036 s. 4. ID., EpisL 72,8: PL 16,1245c-1246a: «El precio de nuestra liberación era la sangre del Señor Jesús, que necesariamente tenía que pagar a aquel a quien estábamos vendidos por nuestros pecados».
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En las liturgias antiguas se utiliza el término de satisfacción a propósito de la intercesión de los santos e incluso, alguna que otra vez, a propósito del mismo sacrificio eucarístico. Así, por ejemplo, esta oración de la liturgia mozárabe: «Te ofrecemos, Padre soberano, esta (hostia inmaculada) por tu santa Iglesia, para la satisfacción del mundo pecador, para la purificación de las almas, para la curación de todos los enfermos, para el reposo o la indulgencia en favor de los fieles difuntos*5. Este paso del contexto penitencial al contexto eucarístico en estos documentos antiguos es muy interesante, pero sigue siendo raro y se pierde a continuación, volviendo el término de satisfacción a su uso penitencial. San Anselmo: el horizonte del «Cur Deus homo?» Si ningún libro ha ejercido tanta influencia en la doctrina de la redención en occidente como el cur Deus homo? ¿Por qué un Dios hombre? de san Anselmo, tampoco hay ningún teólogo de la tradición que sea hoy un signo tan grande de contradicción. Se puede hablar de un proceso intentado contra san Anselmo, después de las críticas de V. Aulen, en el que acusadores y defensores se cruzan sus argumentos 6 . No es mi intención pronunciar el juicio de absolución o de condena contra san Anselmo, sin exponer lo mejor posible lo que él dijo y quiso decir, distinguiendo bien entre lo que le toca en propiedad y su interpretación más o menos degradada en la escolástica, que introdujo en la soteriología ciertas ambigüedades, por no decir elementos nocivos. Importa ante todo situar la argumentación de Anselmo en el conjunto de las preocupaciones del autor, inserto a su vez en la cultura de su tiempo. En su diálogo con Bosón, el interlocutor que presenta a Anselmo las objeciones hechas contra el dato cristiano de la encarnación redentora —objeciones que vienen por una parte de algunos cristianos que creen sin comprender, y de otra de infieles que no creen ni comprenden—, Anselmo intenta enfrentarse con una cuestión nueva que surge de la racionalidad humana, en la que coincide la
5. Líber mozarabicus sacra mentor um, 13, cd. Férotin, París 1912, col. 55, citado por por J.RIVIERE, Sur les premieres applications du terme «saásfactio» a l'oeuvre du Christ, IV, Biilleün de Litt. ecclés., 1924, 364. 6. Cf: H. CORBIN, en ANSELME DE C ANTORBERY, Lettre sur l'Incarnation du
Verbe. Pourquoi un Dieu-homnie, trad. intr. et notes par M. Corbin et A. Galonnicr, Cerf, París 1988, Introd. 17-23, que opone particularmente L. Bouyera H. U. von Bal-
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p r o b l e m á t i c a de los u n o s y de los otros. ¿En n o m b r e de qué razones se p u e d e justificar o afirmar c o m o necesaria la e c o n o m í a de la salvac i ó n q u e condujo al Hijo de D i o s al suplicio de l a cruz? E n efecto, ¿no parece esta e c o n o m í a o d i o s a e indigna de D i o s , tanto del Padre c o m o del Hijo? Las objeciones hacen resurgir lo que Pablo llamaba «el escándalo p a r a los j u d í o s y la locura para los p a g a n o s » (1 Cor 1, 23) d e la p r e d i c a c i ó n del M e s í a s crucificado. P e r o P a b l o v e í a allí la revelación paradójica del poder y de la sabiduría d e Dios. En tiempos de A n s e l m o , la r a z ó n , incluso la de los creyentes, insiste e intenta c o m p r e n d e r más. Es que la repetición de las afirmaciones de la tradición anterior sobre este t e m a se p r e s e n t a c o m o u n a respuesta insuficiente. Sin e m b a r g o , es de allí de d o n d e parte san A n s e l m o . Es interesante observar c ó m o el c o m i e n z o de su libro recoge la exposición clásica d e r i v a d a de los padres y centrada en la redención, en el c o m bate victorioso de Cristo sobre el d e m o n i o , combate que le permite al h o m b r e vencer a su vez al que lo había vencido (cap. I, 3). Este capítulo tiene incluso cierto sabor a Ireneo. R e c o g e el famoso «es preciso» de la Escritura, a partir del cual el doctor del siglo II expresaba la c o h e r e n c i a interna d e l a e c o n o m í a de la salvación. Este tipo d e respuesta sitúa c o m o punto de partida la liberalidad del a m o r de D i o s para con el h o m b r e y «la altura de su misericordia», totalmente orden a d a a la restauración del m i s m o . Así pues, la mediación descendente de Cristo, e s u n presupuesto q u e subyace a t o d a la reflexión de Anselmo.
L a objeción se repite bajo diversas formas. Lo que v a en contra de la r a z ó n es q u e «el Altísimo baje a tantas humillaciones, que el q u e es t o d o p o d e r o s o h a g a u n a c o s a con tanto trabajo» (I, 8) 8 . La o b jeción se h a c e a ú n m á s incisiva cuando pregunta por qué el P a d r e infligió u n trato semejante al q u e designa como su Hijo a m a d o :
Pero este discurso tradicional p r o v o c a inmediatamente la pregunta y la objeción. Si esto es verdad, ¿por qué escogió Dios un medio tan difícil, siendo así que estaba a su alcance u n medio más fácil? La voluntad o m n i p o t e n t e de Dios bastaba para la salvación del h o m b r e y el perdón de sus p e c a d o s : «La ira de Dios no es otra cosa más que la voluntad de castigar. Si, pues, no quiere castigar los pecados de los hombres, libre es el hombre de pecados, de la ira de Dios, del infierno y del poder del demonio. Por lo cual, si no quiso salvar al género humano más que de la manera que decís, habiendo podido hacerlo con su sola voluntad..., es evidente que negáis su sabiduría. Porque no se ha de juzgar hombre discreto aquel que sin motivo hiciese con gran trabajo lo que podía hacer fácilmente... Porque, si no podía de otro modo, quizás entonces hubiera sido necesario que demostrase su amor de ese modo; pero como no es asi, ¿qué motivo hay para que haga y sufra cuanto decís para mostrar su amor?» (1, 6) 7 . 7. ANSELMO, Obras completasl, trad. J. Alameda, BAC, Madrid 1952, 755-757.
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«¿Qué justicia puede ser la que consiste en entregar a la muerte por los pecadores al hombre más justo de todos? ¿Qué hombre habría que no fuese juzgado digno de condenación si, por librar a un malhechor, condenase a un inocente?... Porque si (Dios) no pudo salvar a los pecadores más que condenando a un justo, ¿dónde está su omnipotencia? Y si pudo, pero no quiso, ¿cómo defenderemos su sabiduría y su justicia?» (I, 8) 9 . «Parece muy extraño que Dios se deleite o necesite de la sangre de un inocente, de suerte que no quiera o pueda perdonar al culpable más que con esta muerte» (I, 10) . Resulta interesante recoger en la pluma de A n s e l m o unas objeciones tan « m o d e r n a s » , especialmente la última. Su respuesta no t i e n e n a d a de a m b i g ü e d a d y respeta perfectamente la triangulación de los actores del misterio de la cruz. «(Dios) no le forzó a la muerte contra su voluntad ni p e r m i t i ó que fuese muerto, sino que él m i s m o buscó la m u e r t e p a r a salvar a los h o m b r e s » (I, 8 ) " . Si los j u d í o s lo persiguieron h a s t a la m u e r t e , fue « s e n c i l l a m e n t e p o r q u e o b s e r v a b a de u n m o d o rectísimo l a verdad y la justicia en su vida y en sus palabras» (I, 9) 1 2 . Jesús sufrió la muerte, «no por la obediencia de tener q u e a b a n d o n a r la v i d a , sino por la obediencia de guardar la justicia, en la q u e perseveró c o n tanta constancia, que por ella incurrió en la m u e r te» (I, 9) 1 3 . Por c o n s i g u i e n t e , el Hijo no fue ni m u c h o m e n o s c o n d e n a d o p o r u n P a d r e q u e deseara la venganza. Los dos buscan la restaur a c i ó n d e la n a t u r a l e z a h u m a n a . P o r t a n t o , el P a d r e q u i e r e e s t a muerte en cuanto q u e es salvífica, pero a pesar de su carácter d o l o r o so: «Como al Padre le agradó la voluntad del Hijo y no le prohibió el querer o cumplir lo que quería, con razón se afirma que quiso que el Hijo sufriese la muerte tan piadosa y tan útilmente, aunqve no descase su tormento» (I, 10)14.
8. Ibid.,161. 9. Ibid, 761-763. 10. Ibid.,713.
11. Ibid. Jñ. 12. Ibid. 13. Ibid.,7í5. 14. ibid.,711.
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Paradójicamente, esta respuesta satisfacía más a los modernos que a los contemporáneos de san Anselmo. Pero Anselmo insertó igualmente en su problemática una reflexión capital para su argumentación futura. Si Dios no liberó a su Hijo, especialmente en la hora de la agom'a, es porque «el Padre no quería restaurar al género humano a no ser haciendo el hombre una cosa tan grande como era esa misma muerte» (I, 9) 15 . El perdón de Dios no puede bastar para la salvación de los hombres, si por parte de los hombres no venía algo a corresponder a ese perdón. Los padres de la Iglesia tenían ciertamente el sentimiento de que en la salvación hay que respetar el honor y el bien del hombre. Habían señalado la dinámica ascendente del sacrificio y de la expiación. Pero no habían formalizado la necesidad de la exigencia reparadora que plantea el perdón respecto al hombre, si quiere ser digno de este nombre. Así pues, Anselmo concentra su atención especulativa en este aspecto de necesidad, que no habían tomado suficientemente en cuenta sus predecesores. Semejante necesidad se deriva a la vez de arriba y de abajo: de arriba, porque es expresión de la misericordia de Dios, mayor que su justicia, y que por esa razón le concede al hombre el honor de querer que él cumpla una reparación en justicia; pero por vía de consecuencia esta necesidad viene también de abajo, es decir, de la situación del hombre pecador. Así pues, si la iniciativa de amor de Dios en su Hijo pasó por esta extraña y escandalosa muerte de Cristo en la cruz, es que había algo que la hacía necesaria tanto por parte de Dios como por parte del hombre.
jurídica de robo; pecar es cometer de alguna manera un robo superior, el robo del honor de Dios. Así pues, la reparación exige no solamente una restitución completa, sino también un plus de compensación del perjuicio causado:
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San Anselmo: la argumentación de base Así pues, Anselmo intenta mostrar la necesidad de la economía de la encarnación redentora a partir de la necesidad de una reparación que viniera del hombre por la ofensa hecha a Dios. Y lo hace, como se complace en repetir, «con sola la razón» 16 , como si no hubieran existido nunca Cristo y la fe cristiana. Por otra parte, este postulado se plantea dentro de la fe, con ese distanciamiento que la fe toma frente a sí misma, a fin de mostrar mejor que no puede haber salvación para el hombre sin Jesucristo. 1. Primer tiempo: todo debe ir seguido de una satisfacción o de una pena. El pecado es analizado por Anselmo según la categoría del honor ofendido, violado y robado, lo cual lo relaciona con la noción
15. Ibid.,769. 16. Ibid, 809; cf. Prólogo, 743.
«El que no da a Dios este honor debido, quita a Dios lo que es suyo y le deshonra: y esto es precisamente el pecado. Y mientras no devuelve lo que ha quitado, permanece en la culpa; ni basta el que pague sólo lo que ha quitado, sino que, a causa de la injuria inferida, debe devolver más de lo que quitó» (I, 11)17. Anselmo se sirve incluso de la imagen del «pretium doloris», pero la trasforma hablando a propósito de ese plus de algo que agrade a Dios. Así pues, una satisfacción completa requiere estos dos elementos. El análisis se basa en una trasferencia analógica entre el orden de la justicia en el mundo y el orden de la justicia divina, que exige la supresión del desorden causado por el pecado. La vuelta al orden exige por tanto que Dios reciba satisfacción del pecador, o bien, si éste se niega, que sea castigado. Dios recobrará así su honor de grado o por fuerza. Porque ni él puede perderlo ni el hombre puede escaparse de Dios: o bien se someterá a Dios en la obediencia, o bien será puesto bajo su voluntad que castiga. Al final de estas reflexiones interviene la fórmula tan conocida: «Es necesario que a todo pecado le siga la satisfacción o la pena» (I, 15)18. Ante un argumento tan riguroso, Bosón presenta una objeción muy comprensible. ¿No es contradictorio que Dios nos exija a nosotros perdonar sin contrapartida, mientras que él se niega a hacerlo? La respuesta de Anselmo no vacila ante el término de venganza (vindicta) que se considera aquí necesaria: «A nadie toca hacer venganza sino a él, que es el Señor de todas las cosas» (I, 12)' 9 . Las autoridades políticas ejercen esta venganza en su nombre, cuando son justas. Toda esta argumentación, que hace un uso repetido del dilema, está dirigida por u n a cierta idea de la grandeza d e Dios. Esta grandeza aleja de Dios t o d o tipo de inconveniencia 20 . Anselmo está en las antípodas de todo voluntarismo divino: hay cierta forma de misericordia que no le conviene a Dios, puesto que acarrearía una injusticia. Sería inútil pretender que una cosa es justa porque Dios la quie-
17. 18. 19. 20.
Ibid.,115. ¡bid.,H5. Ibid., 179. /bid.,)l,20, 807.
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re; al contrario, la quiere porque es justa. Por otra parte, el orden de justicia que Dios persigue es un orden de belleza: no es posible que Dios soporte una deformidad en el seno de sus designios 21 . Es como un hombre rico que no puede guardar en su tesoro una perla que un ladrón hubiera mancillado. De esta manera la compensación es comparada con una limpieza22.
una condición necesaria para la salvación del hombre, que ha sido creado con vistas a la bienaventuranza, sino que es igualmente necesaria desde el punto de vista de Dios, que no puede aceptar haber creado al hombre «en vano» y renunciar a cumplir el designio emprendido con su criatura. Por tanto, es preciso que se realice el designio de Dios y que —se trata de un aspecto muy importante para Anselmo— la ciudad de Dios, disminuida por el pecado de los ángeles, pueda completarse en la aportación de los hombres. Esta necesidad no es ni mucho menos una constricción que pese sobre Dios; se trata de una necesidad interior que se identifica con la gratuidad27. Porque el que se somete libremente a la necesidad de hacer el bien, lo hace gratuitamente. Así, al crear al hombre con su bondad, Dios «se obligó en cierto modo espontáneamente a terminar la obra comenzada» (II, 5fs. Ya Ireneo había dicho que la obra de Dios no puede verse abocada a un fracaso; va en ello el arte y la armonía del designio divino. Este tercer tiempo de la argumentación nos muestra que toda la intención de Anselmo se inscribe en definitiva en una gratuidad divina que no es otra cosa sino la gracia. La necesidad de la satisfacción, con su exigencia cuantitativa, se ve envuelta en este movimiento descendente de la iniciativa gratuita de Dios.
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2. Segundo tiempo: el hombre pecador es radicalmente incapaz de satisfacer. Como buen cristiano, Bosón enumera todo lo que el hombre puede hacer para purgar su pecado: «Con la penitencia, con el corazón contrito y humillado, con las abstinencias y diversos trabajos corporales, con la misericordia de dar y perdonar y con la obediencia» (I, 20)". Pero Anselmo le replica enseguida: todo esto se lo debes ya a Dios, aunque no hayas pecado. Todo lo que tú le das a Dios viene de él y se lo debes ya todo. No te queda nada que puedas devolverle por el pecado. No puedes hacer nada. Por otra parte, suponiendo que todas esas obras de obediencia y de caridad no se debieran ya a Dios por el título de la creación, el hombre seguiría estando sin nada con que satisfacer, ya que el pecado más pequeño tiene un valor infinito respecto a la majestad ofendida de Dios. Pues bien, «Dios exige la satisfacción según la gravedad del pecado» (I, 21) 24 . La lógica de una reparación cuantitativa choca con la desproporción radical que existe entre el hombre y Dios, que es superior a todo. Este argumento se refuerza con la consideración de la imposibilidad para el hombre de vencer al diablo y liberarse de su esclavitud, «siendo concebido y naciendo en pecado, como consecuencia del primer pecado» (I, 22)". Esta reflexión constituye un retorno a la perspectiva patrística: el hombre es parecido a uno que a pesar de las advertencias, hubiera caído en una profunda fosa y no pudiera salir solo de ella 26 . La segunda razón está de hecho ordenada a la primera. Anselmo vuelve a orientar según la perspectiva de la satisfacción el antiguo dato doctrinal: el hombre caído en el pecado no puede encontrar la salvación por sus propias fuerzas. 3. Tercer tiempo: ¡a satisfacción es necesaria para completar el designio de Dios sobre el hombre. No solamente la satisfacción es
21. Ibid., 783-784. Cf. el estudio dedicado a san Anselmo por H.U. VON BALTHA SAR, Gloria. Una estética 2. Estilos eclesiásticos, Encuentro, Madrid 1986, 207-252. 22. Cf. I, 19, en Obras completas,o. c , 805. 23. Ibld.,807. 24. ft/d.,813. 25. Ibid, SIS. 26. Ibid.,817.
4. Cuarto tiempo: sólo un Dios-hombre puede cumplir la satisfacción que salva al hombre. Ya tenemos reunidos todos los términos del problema Por una parte, ningún hombre puede satisfacer, ya que ninguno puede ofrecer a Dios por el pecado «algo mayor que todo lo que existe fuera d e Dios» (II, 6), y sin embargo es al hombre a quien le corresponde satisfacer. Por otra parte, sólo Dios sería capaz de realizar una satisfacción digna de Dios, pero de nada serviría que Dios satisfaciera en lugar del hombre. Por tanto, la solución que se impone es la siguiente: «Si pues, como se ha demostrado, es necesario que la ciudad celestial se complete con los hombres, y esto no puede hacerse más que con la dicha satisfacción, que no puede dar más que Dios, ni debe darla mas que el hombre, sigúese que ha de darla necesariamente un hombre Dios» (II, 6 f . A partir de esta conclusión, Anselmo «deduce» la encarnación, es decir, recobra la coherencia de los datos nuevos de la cristología tradicional. Lo m i s m o que los padres habían construido esta cristología 27. Ibid.,m. 28. Ibid. 29. lbid..B5.
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Justicia para Anselmo con la ayuda del argumento soteriológico, también Anselmo muestra, a partir de esta nueva forma de exigencia soteriológica que es la satisfacción, la necesidad de las dos naturalezas en Cristo y de la unidad de su persona, dentro de una perspectiva muy calcedoniana 30 . Con este mismo espíritu «deduce» la alta conveniencia de la concepción original y analiza el valor ante Dios de la muerte de Jesús. Cristo es sin pecado y, por tanto, no está sometido a la ley de la muerte que no afecta al hombre más que en virtud de su pecado. Pero si Cristo no está sometido a la muerte, puede morir, si lo quiere, voluntariamente. De esta situación es de donde nace su capacidad para satisfacer: por una parte, puede ofrecer a Dios «algo mayor que todo lo que no sea Dios» y, por otra, puede hacerlo sin que sea «una cosa exigida y debida» 31 . Anselmo ve también una conveniencia en la correspondencia antitética entre lo absoluto del pecado de Adán y lo absoluto de la satisfacción realizada por Cristo: «Si el hombre pecó por el placer, ¿no es conveniente que satisfaga por el sacrificio? Y si tan fácilmente fue vencido por el demonio con la mayor facilidad y deshonró así a Dios pecando, ¿no es justo que en la satisfacción ofrecida a Dios por el pecado encuentre la mayor pena posible en vencer al demonio y dar gloria a Dios? ¿No es razonable que el que por el pecado se separó de Dios lo más que pudo, por la satisfacción se entregue a él lo más que sea posible?» (II, 11)32. Finalmente se subraya el valor ejemplar de la muerte de Cristo. San Anselmo muestra entonces cómo esta muerte prevalece contra todos los pecados del mundo, porque se trata del don de una vida que «vale más que todos los pecados de los hombres», con lo que «esa vida dada en expiación de los pecados prevalece sobre todos ellos» (II, 14)33. Esta muerte destruye incluso los pecados de los que hicieron morir a Cristo, teniendo en cuenta que aquel crimen se cometió por ignorancia. Al final de su exposición, Anselmo escribe estas palabras de «satisfacción» por el resultado obtenido: «Es evidente por tanto que Cristo, al que creemos Dios y hombre, ha muerto por nosotros» (II, 15)34.
30. 31. 32. 33. 34.
Ibid., 837. Ibid, 849. Ibid, »5l. /Wd.,851. Ibid, 859.
El lector contemporáneo, aunque no guarde prevenciones contra la argumentación de san Anselmo, corre el riesgo de sentirse herido por algunos acentos de su pensamiento, que afloran en el resumen que acabamos de hacer. En el discernimiento crítico que propongo, voy a intentar señalar los pros y los contras, fuera de todo espíritu partidista. El prejuicio favorable que se debe a todo autor me impone comenzar por subrayar todo el aspecto positivo de su reflexión y por hacerle justicia ante ciertas acusaciones infundadas. 1. La argumentación de Anselmo se comprende realmente dentro de un proceso en el que la fe intenta comprender los datos de su propio misterio. Pero este acto de inteligencia de la fe recae sobre una lógica divina, que siempre se escapa del orden de las razones humanas. Por eso todo razonamiento sobre la encarnación redentora se ve atravesado también por el movimiento tradicional que condiciona el conocimiento de Dios. Su primer tiempo es la afirmación en Dios de un atributo que le conviene, aunque se trasponga analógicamente a él a partir de nuestro conocimiento de las cosas finitas, y que supone por ello una inadecuación inevitable con la realidad aludida. El segundo tiempo es el de la negación, por el que se aparta entonces de esta afirmación todo lo que no conviene a Dios: ante la reflexión, esta negación se presenta como la negación de una negación, es decir, como la negativa a poner algún límite en Dios. Se descubre entonces que Dios se sitúa más allá de las oposiciones simples de nuestra lógica y que en él pueden coexistir dialécticamente ciertos contrarios. Se llega así al tercer tiempo, el de la vía de eminencia o de trascendencia, que se enfrenta con esta coincidencia de contrarios. N o se ignora que las razones que se desarrollan de la mejor manera posible no son más que la cara visible del iceberg de las razones ocultas en Dios, siempre mayores y siempre más profundéis que las q u e nosotros podemos analizar. Anselmo es perfectamente consciente d e todo esto. El lector moderno puede sentirse a disgusto ante el j u e g o repetido de los dilemas y el carácter aparentemente intemper a n t e de una lógica que anda buscando siempre una «razón necesar i a » . Puede también inquietarse por la llamada a la equivalencia o a la proporción exacta entre el pecado y la satisfacción. D e hecho, en nuestro autor, la lógica de la igualdadse integra siempre con una lóg i c a del plus; la proporción exacta se pierde en la desproporción absoluta, ya que es Dios el que está en discusión. Hay p o r su parte un plus en el orden de las razones, que jamás podemos alcanzar, un plus en la iniciativa de nuestra salvación, un plus finalmente en la gratui-
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dad de un amor que derriba toda noción de equivalencia. De este modo las «razones necesarias» se reducen a «razones de alta conveniencia». Anselmo busca lo que es más conveniente a Dios, dejando bien asentado que se hace de Dios una idea que está más allá de todo ídolo. Pero semejante presupuesto requiere por parte del hombre un proceso de conversión constante. Este es el espíritu que permite aquel famoso «partiendo de la hipótesis de que no exista Jesucristo» 33 . Anselmo traspone simplemente la problemática que mantenía en la prueba de la existencia de Dios 36 . Semejante ejercicio es el paso al límite de un discurso creyente. No se trata de una deducción absolutamente racional, sino de un discernimiento de la inteligibilidad interna de la economía de la encarnación. Al obrar así, Anselmo continúa por otra parte la investigación patrística, aunque su esfuerzo racional se dirige a la solución de nuevas cuestiones. Dejando aparte el anacronismo, se puede comparar su esfuerzo con el de K. Rahner, que al Final de su «cristología trascendental» deduce de alguna manera el concepto de Cristo 37 . Evidentemente, un razonamiento por el estilo sólo era posible porque ya conocía él a Cristo. 2. Anselmo inscribe su reflexión en la perspectiva de lo que Dios tiene ante sí mismo la obligación de hacer, al mismo tiempo para que sea respetado su honor y para que se logre su designio sobre el hombre. Estos dos objetivos no hacen más que uno solo. El honor de Dios no tiene que comprenderse como el de un reyezuelo celoso de su reputación y dispuesto a sacrificarlo todo a su capricho. El honor de Dios es su propia gloria en el sentido bíblico de la palabra 38 , es el peso del amor divino, es su propio ser en su permanencia y en su fidelidad. Por eso precisamente coinciden el honor de Dios y el bien del hombre que ha de salvarse; esta coincidencia desemboca en la economía «inaudita» de la encarnación redentora. Estamos tocando aquí la paradoja de la obra anselmiana respecto a las interpretaciones corrientes: en principio todo se inscribe en la dinámica descendente de la misericordia divina con el hombre. Dios no es el potentado que aguarda plácidamente la satisfacción del hombre pecador. Es el que concibe y realiza la economía de la salvación, dando a los hombres en Jesucristo los medios para satisfacer. No
35. Ibid.,743. 36. Cf. M. CORBIN, o. cintrod., 52-57. 37. K. RAHNER. Curso fundamental sobre la fe, Hcrder, Barcelona 1979, 247-253. 38.
Cf. M. CORBIN, O. c, 15.
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cabe duda de que Anselmo escudriña con diligencia la necesidad y la exigencia de una satisfacción que venga del hombre, ya que sin ella no podría hablarse seriamente de una salvación que recree al hombre. Pero Dios le da al hombre los medios y la facultad de cumplir con esta «prestación»: es en Jesucristo un don de la gracia de Dios. Es muy de lamentar que no se haya atendido suficientemente a este horizonte tradicional del pensamiento anselmiano, a pesar de sus afirmaciones expresas y de sus repetidas indicaciones de la victoria de Cristo sobre el demonio. 3. Por tanto, se puede fácilmente liberar a Anselmo de toda sospecha de «pacto sacrificial» y de apelación a la justicia vindicativa. El término de expiación está ausente de su obra 39 , así como el de sacrificio, a pesar de la comunicación semántica entre estos términos y el de satisfacción. Tampoco se habla nunca de «rescate». Por otra parte, su preocupación está constantemente puesta en la «reparación» del hombre o en su «restauración» 40 . Anselmo ha aceptado las objeciones de Bosón sobre el placer que pudiera experimentar Dios ante la muerte de un inocente. Mantiene sin duda que el derecho a castigar a los malvados es propio de Dios, pero esta reflexión interviene para rechazar el derecho a la venganza al hombre ofendido. Corbin opina que los capítulos 8-10 del libro I «descartan radicalmente, en su exégesis, toda idea de que una sangre inocente, derramada por un sacrificio, pueda agradar a Dios»41. 4. La coincidencia trascendente de los contrarios en Dios se verifica particularmente en el caso de la misericordia y la justicia. Una lectura inmediata parece oponerlas en el texto de Anselmo. Si uno se queda allí, corre el riesgo de verse llevado a la afirmación de tantos teólogos de los tiempos modernos, que opinan que la satisfacción de la justicia de Dios es un paso previo para el ejercicio de su misericordia. Pues bien, según san Anselmo, la misma misericordia, para ser digna de Dios, incluye la justicia, a la que supera sin duda, pero por la que tiene que pasar. M. Corbin hace observar atinadamente que toda la obra se inscribe dentro de una inclusión que va de la misericordia a la misericordia. Al principio, Anselmo responde así a las objeciones de los infieles que ridiculizan la encarnación: «No hacemos a Dios ninguna injuria ni deshonor, sino que, al contrario, dándole gracias de todo corazón, alabamos y ensalzarnos su inefable y profunda misericordia, porque nos libró prodigiosamente de tantos y tan merecidos males en que vivíamos, para elevarnos a tan39. Cf./¿mí., 97. 40. Cf. ibid., índice de palabras latinas. 41. Ibid., 42.
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tos y tan gratuitos bienes que habíamos perdido, demostrándonos así un mayor amor y compasión» (I, 3)42. Al fin de su obra concluye diciendo de la misericordia: «En cuanto a la misericordia de Dios, que a ü te parecía que iba a perecer cuando considerábamos la justicia de Dios y el pecado del hombre, la encontramos tan grande y tan conforme con la justicia, que no se puede pensar ni mayor ni más justa» (II, 20)43. Una misericordia que no tuviera en cuenta la justicia sería indigna de Dios. Todo el razonamiento anselmiano pasa a través de esta exigencia interna a la misericordia, dispuesto a aventurarse por unas reflexiones en las que el enfrentamiento con el aspecto negativo de la misericordia da la impresión de aboliría. Pero el trabajo del pensamiento se dirige hacia «la unión supereminente de los dos contrarios, que son la justicia y la misericordia»'". La misericordia de Dios quiere salvar a los pecadores a toda costa, incluso a costa de Cristo; pero no puede satisfacerse con un decreto extrínseco de amnistía; intenta que el hombre sea «reparado» de verdad. Si no, Dios pondría en su tesoro una perla manchada de barro. Por tanto, es la misericordia la que cumple su designio, aun cuando parezca que ignora la justicia. Revela entonces que en Dios «la justicia o la no-misericordia es más misericordia que cualquier misericordia de hombrea5. Esta paradoja no debe entenderse en el sentido del proverbio «quien bien te quiere, te hará llorar», sino en el sentido propio de la trascendencia absoluta de Dios. La satisfacción del hombre es el resultado de esta tensión dialéctica, o de la circuminsesión mutua entre la justicia y la misericordia: por una parte, tiene que someterse a la justicia de Dios, pero por otra es el don de una misericordia previa ordenada a una misericordia definitiva. E n otras palabras, Anselmo rechaza la «gracia barata» que denunciaba D. Bonhoeffer. La misericordia y el perdón no pueden ni olvidar la justicia de Dios ni desinteresarse del estado del hombre pecador hasta el punto de olvidarse de ponerlo otra vez en pie tal como lo había creado. «Si finalmente el hombre —escribe M. Corbin—, bajo la llamada de la Palabra, no tuviera que atravesar, como a contrapelo, las distorsiones y perversiones que lo alejaron de su origen, no sería posible ninguna salvación, que repusiera la creación desde su
42.
ANSELMO, O. C.,751.
4 3 . /Wd.,887. 44.
M. CORBIN, O. C,46.
4 5 . ¡hid, 47.
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raíz»46. Por aquí se ve que el respeto a la justicia divina cede en respeto al bien del hombre. 5. Para comprender bien la noción anselmiana de satisfacción, observemos en primer lugar que en su diálogo Bosón se manifiesta muchas veces «satisfecho» de las razones dadas por su maestro, es decir «contento» de ellas, y las encuentra convincentes. Esta idea de complacencia se encuentra en un sentido más profundo en una parábola de la redención, en donde Anselmo habla de un inocente capaz de reconciliar con el rey a todos los que crean en sus consejos «a cambio de un servicio que han de prestar al rey en el día y según el modo establecido» 47 . Esta «complacencia» rompe con toda idea cuantitativa: lo esencial de la satisfacción está en el plus que el hombre tiene que ofrecer a Dios para satisfacerle. La noción de compensación por medio del «pretium doloris», que menciona san Anselmo 48 , está por tanto convertida en la idea de un don gratuito, capaz de agradar a Dios, un don que vaya más allá de todo lo que implica la deuda original de la criatura con Dios. La satisfacción es formalmente distinta del castigo, con el que Anselmo lo pone en alternativa con su célebre dilema. El castigo es sufrido por constricción y no tiene ningún valor satisfactorio, mientras que la satisfacción se ofrece con todo agrado, como un homenaje reparador. Así pues, el dilema anselmiano excluye toda consideración de la muerte de Cristo como un castigo impuesto por Dios. Este aspecto de las cosas se ha olvidado muchas veces. Por otra parte, la satisfacción, al afectar a las relaciones de lo finito con lo infinito, participa de la dialéctica de la trascendencia; una satisfacción infinita se sale del orden de la correspondencia cuantitativa entre el pecado y la reparación. Entra en el de la gratuidad, en el de la sobreabundancia y la supererogación que son propias del amor. La lógica anselmiana sitúa la «necesidad» de la muerte de J e s ú s en el corazón de este orden de gratuidad. Jesús es el único h o m b r e que n o tiene por qué morir en virtud de la deuda del pecado, ya q u e la muerte no pertenece como tal a la naturaleza humana 49 . «El D i o s hombre muere ciertamente, pero no en virtud de un castigo, de u n a deuda o de u n a expiación necesaria, y toda la eficacia de su muerte... reside en el poder libre que tiene de "dar su vida" en la libre e n t r e g a
46. Ibid.,Ti. 47. ANSELMO, o. c,863.
48. Ibid.,175. 49. lbid.M'J (II, 11).
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que hace de sí mismo» 50 . Todos los demás actos de obediencia y de amor de Cristo eran insuficientes, ya que los debía a Dios en cuanto criatura. Pero su muerte, libremente ofrecida por amor a los hombres y en la obediencia fiel al Padre, representa ese peso de amor más grande que todo cuanto pudiera pensarse, capaz de contentar al Padre por encima de todo. «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Las ambigüedades de una conversión en proceso La obra de Anselmo, colocada en su raigambre patrística y comprendida según el movimiento de pensamiento que se orienta, como la manecilla de una brújula, hacia el norte de la trascendencia divina, justifica esta lectura positiva ¿Por qué entonces el Cur Deus homo ha dado lugar a ciertas interpretaciones corrientes que van a afectar gravemente a la imagen de Dios y dar origen a las reacciones y procesos que hemos visto? ¿No hay en esa obra ciertas ambigüedades que han dado pie a esa tradición interpretativa, que se fue haciendo cada vez más pesada a lo largo de los siglos dando origen a una doctrina que se basa en unos contrasentidos objetivos? M. Corbin, cuyo presupuesto de simpatía por el pensamiento de Anselmo me ha servido de guía en lo que precede, reconoce también que el texto del arzobispo de Cantorbery está impregnado de una ambigüedad que permite tanto una lectura recta como una lectura pervertida. El proceso de su reflexión está imbuido de un movimiento de «conversión continua» 51 , que ha de ser compartido por el lector que quiera comprender rectamente su pensamiento. Todas las nociones utilizadas, particularmente las referencias jurídicas, tienen necesidad de conversión para poder aplicarse a este tema. El hombre corre siempre el peligro de hacer un ídolo de la idea misma de la perfección que atribuye a Dios. Lo subraya muy bien u n texto iluminador de M. Corbin: «Cada uno de los dos (Anselmo y Bosón) se apoya en uno de los registros de la Biblia —justicia o misericordia— sabiendo que estas denominaciones no pueden menos de ser entendidas en un primer tiempo más que a partir de la idea de perfección, en la contradicción. Si, en un segundo tiempo, tienen que reconocer su unión supereminente, denunciando al ídolo, es preciso que se haya planteado inversamente,
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en el primer tiempo una mala atención, una perversa comprensión de la Biblia, que es siempre una comprensión unilateral, reductiva. La buena atención no puede darse realmente más que después de la atención perversa o, mejor dicho, en la denuncia de una atención que no sabe que es perversa fuera de esa Luz que la trasforma en una buena atención. Es lo que nos sugiere el juego mismo del diálogo, como lo único que permite plantear una mala escucha, ya que sólo la Luz puede manifestar a las tinieblas como tinieblas. Estando así presente al principio al mismo tiempo que la mala atención, la buena resulta consiguientemente como una ambigüedad, en la ambigüedad misma de ciertas proposiciones. Y entonces comienza a apreciarse el error de los acusadores de Anselmo: toman el Cur Deus homo como un tratado especulativo del que está ausente, por así decirlo, el sujeto que habla, en vez de ver en él un diálogo durante el cual se va gestando, con dificultades, una conversión de la atención y de las nociones previas» . Es verdad que Anselmo ha sido leído de forma perversa. Por tanto, es justo devolver a su teología toda la verdad de la conversión realizada. Pero no es seguro que él mismo haya acabado perfectamente la conversión de sus propias razones, puesto que él vio en el diálogo una búsqueda constante. Por otra parte, derogaríamos sus mismos principios si no le aplicásemos el criterio de que no hay que descartar una razón «por muy pequeña que sea, mientras no se apoye en contrario otra mayor»53. La calidad de su empresa teológica y la intención de fe mística que la impregna nos impide por tanto l a crítica de algunas de sus razones. 1. Anselmo interpreta el pecado del hombre según la categoría del honor divino ofendido y robado. Dios es un señor que ejerce su posesión y su dominio sobre todas las criaturas; el acto pecador le roba por consiguiente algo suyo. Hay aquí un antropomorfismo cultural, inspirado en las relaciones feudales y en el derecho de la época. La importancia teológica que se da a la satisfacción está ligada a la aparición en la escena del honor medieval. En una época en que la inculturación está a la orden del día, no se le puede acusar a Anselmo de que se refiera a ciertas representaciones elocuentes de su época. La cuestión es simplemente saber si las purificó suficientemente según la vía negativa y la vía de eminencia, aunque sólo fuera a nivel de su discurso inmediato, Estas consideraciones jurídicas p o n e n de relieve un concepto de la justicia de Dios que no es el de la Biblia,
50. M.CORBIN, O. a,105.
52. Ibid, 71.
51. lbJd.,36.
53. ANSELMO, O. C.,773 (1,10).
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aun cuando éste siga estando presente en los presupuestos, ya que Dios tiene la iniciativa de justificar y de salvar. Dan un lugar importante al tema del intercambio, entendido en un orden de justicia conmutativa A partir de ellas es como se deduce principalmente la incapacidad del hombre de satisfacer. Esta insistencia, en unos momentos clave de la argumentación, justifica, al menos parcialemnte, el juicio tan severo de M. Roques, aun cuando se quede fuera de la dinámica profunda de la obra: «Es de lamentar... que las analogías emparejadas de dueño y esclavo, de robo y de restitución, de deuda y de pago, hayan pesado duramente sobre el conjunto de las reflexiones del Cur Deus homo. ... Las leyes de la justicia conmutativa, que presiden al comercio de las cosas, invaden la economía de la salvación y amenazan a veces con reducirla a una especie de teología de biblioteca. Es verdad que un tratado no lo dice todo... Y se comprende, aunque uno no esté conforme con ello, que las acusaciones de "antropomorfismo'' y hasta de "mitología" se hayan podido formular contra el sistema anselmiano»54. En todo caso, es el aspecto de las cosas el que se ha retenido sobre todo en la obra. En el plano literario ocupan un amplio espacio las consideraciones cuantitativas: «Dios exige la satisfacción según la gravedad del pecado» 55 . La definición primera de la satisfacción56 introduce la idea de una compensación total y va más lejos de lo que pedían el derecho romano y la práctica penitencial de la antigua Iglesia. Es verdad que en la dinámica del pensamiento anselmiano estos datos funcionan muy analógicamente y que la relación de lo finito con lo infinito les hace finalmente caer en el orden de lo cualitativo y de lo gratuito. ¿Pero no era fatal que la comprensión corriente de la obra lo redujera todo a la idea de compensación, tan hondamente evocada para mostrar la incapacidad de satisfacer que tiene el hombre? Muchos lectores han percibido en estos razonamientos más bien la idea de necesidad que la de gratuidad. Estamos aquí en una línea divisoria en la que es difícil respetar la coincidencia de los contrarios. El mérito de la teología de Anselmo está en poner de manifiesto que no puede haber verdadero perdón ni verdadera misericordia, sin que se respete cierto orden de justicia, que comprende la restauración del hombre. Perdonar a un pecador que no se convierte ni intenta reparar
54. M. ROQUES , Introduction á Anselme de Canlorbcry, Pourquoi Dieu s'est fait homme.SC 91,Cerf, París 1963, 185-186.
es una burla. Pero la ambigüedad está en que se plantea esta exigencia de reparación como l a de una compensación exactamente proporcionada y en situar allí, ante todo y sobre todo, la razón de la incapacidad del hombre pecador para encontrar la salvación con sus propias fuerzas. La interpretación se ha olvidado del horizonte general de la reflexión y de sus presupuestos bíblicos y patrísticos, para centrarse exclusivamente en la idea de satisfacción, en detrimento de los otros aspectos de la soteriología Quizás estemos aquí en el punto de partida todavía secreto de la gran deriva secular de la «des-conversión». Olvidar el movimiento de conversión que atraviesa el Cur Deus homo es condenarse a una lectura «pervertida» de dicha obra. 2. La verificación racional de la encarnación, por consiguiente, se lleva a cabo sobre una base demasiado estrecha Es perfectamente justo decir que el hombre pecador es incapaz de reparar ante Dios su propio pecado. Pero esta razón no es más que un aspecto de la economía salvífica que dirige la encarnación del Verbo. Es verdad que Anselmo menciona también la incapacidad del hombre, encadenado por el pecado y sometido al poder del demonio, para liberarse a sí mismo en su combate contra las fuerzas del mal. Pero la gran perspectiva de la divinización del hombre está literariamente ausente de su obra. Este silencio contribuye a centrar la atención solamente en la mediación ascendente de la satisfacción y a soslayar la prioridad de la mediación descendente, que sin embargo afirma Anselmo. Estamos tocando también aquí la razón de la inversión de la problemática de la soteriología latina que diagnosticaba Aulen. 3. En loque se refiere a la necesidad de la muerte de Cristo, Anselmo está mucho más allá de las caricaturas corrientes; reconoce con claridad la triangulación de los actores que son el Padre, el Hijo y los hombres pecadores. Dios no condena a la muerte a su Hijo ni quiere esta muerte en cuanto tal; la acción de los hombres es el mayor pecado que s e pueda imaginar; el Hijo fue a la muerte libremente en el cumplimiento voluntario de su misión y ofreció su vida con un amor total y perfecto. Por tanto, la muerte de Cristo no está sometida a ninguna necesidad que se impusiera a la voluntad divina57, sino que es el resultado d e una decisión de la Trinidad divina en su deseo de salvar al hombre. Sin embargo, esta muerte no-necesaria de Cristo se hace necesaria por parte de la salvación de los hombres que hay que procurar, y a que es l a única cosa supererogatoria que Cristo puede ofrecer al
55. ANSELMO, O. C.,813 (I, 21).
56. lbid.,115 (I, 11).
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57. /£>«/., 817 (II, 17).
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Padre sin debérsela. En efecto, Anselmo ha asentado el principio de que «el Padre no quería que se restaurara el género humano a no ser haciendo el hombre una cosa tan grande como era esa misma muerte» 58 . Sin duda hay aquí una reminiscencia de la fórmula joánica antes citada. Pero Anselmo insiste curiosamente en el hecho de que la vida de Cristo no bastaba para nuestra salvación, si no llegaba hasta la muerte. ¿No se da entonces el riesgo de sacralizar la muerte en cuanto muerte, dándole más valor que a la vida? En el orden de las razones anselmianas podríamos decir que la necesidad de la muerte de Cristo interviene prematuramente. Es un orden de justicia que exige la muerte. Esta visión se olvida de mencionar que la necesidad de la muerte en cuanto muerte procede de la violencia y del pecado de los hombres. Por parte del Padre como del Hijo, esta muerte se arrostra y se sufre como algo inevitable en la manifestación del amor y en la realización de la salvación. Anselmo nos da la posibilidad de quedarnos en una lectura recta; pero confesemos que la lectura «perversa», o en corto-circuito, resulta terriblemente tentadora. Esta tremenda ambigüedad, que corre el riesgo de dar pie a la interpretación del pecado sacrificial, puede alimentarse en algunos textos, raros sin duda en el tratado, pero preocupantes por el mundo de representaciones que suscitan. Ya cité anteriormente el que evoca una proporción antitética entre el placer del pecado y el sufrimiento de la satisfacción 59 . Este argumento, que se aplica a Cristo, el justo y el inocente por excelencia, viene a justificar de alguna manera su paso por la muerte. La idea de satisfacción se roza entonces peligrosamente con la de castigo. Igualmente, la consideración de la muerte de Cristo guarda un silencio extraño sobre la resurrección, que no pertenece a los datos soteriológicos recogidos por Anselmo 60 . Es verdad que la entrega de la vida es en él preponderante. Pero la interpretación atenderá sobre todo a las razones que plantean una exigencia de muerte para Cristo. La ambigüedad está ahí, y a menudo dará paso a una mala interpretación. Lo reconoce M. Corbin: «O bien Dios es el perfectísirao, el Justiciero guardián del orden que, exigiendo una satisfacción penosa y costosa, una expiación, se complace en el sufrimiento del hombre, como se gozaría de su abajamiento perdonándole arbitrariamente con sólo su misericordia; o bien
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Dios es el Padre celestial dichoso de engendrar a su vida a unos hijos que, libremente, se vuelven hacia él. O dicho de otro modo, o bien se pone el acento en la muerte, en lo que le agrada a un dios que se eleva sobre las ruinas del hombre, o bien se atiende a la donación de vida. En el punto central a donde Anselmo ha conducido ahora a su lector no tiene por qué extrañarnos una ambigüedad semejante»61.
El lugar de la satisfacción en la soteriología de santo Tomás La influencia de san Anselmo se ejerció primero lentamente en la Edad Media, pero de forma más decidida a partir del siglo XII en la enseñanza de los teólogos escolásticos. Éstos parecen haber tropezado en el aspecto de «necesidad» que invocaba Anselmo, juzgándolo demasiado absoluto, y por eso prefieren hablar de alta conveniencia (Alberto Magno). Otros, por desgracia, hacen intervenir un decreto divino, dando así comienzo a una derivación jurídica de la teología de la salvación (Guillermo de Auxerre) 62 . Entretanto Abelardo (muerto en 1142) se había planteado cuestiones muy similares a las de Anselmo, pero para darles una respuesta muy distinta. Abelardo rechaza que Dios pueda exigir la satisfacción ofrecida por un inocente, a costa de un crimen más grave que la desobediencia de Adán. Semejante exigencia sería a la vez inútil, injusta y cruel. Abelardo no retiene de la pasión de Cristo más que la revelación del amor de Dios, cuyo ejemplo provoca por compensación el nuestro. Estas ideas acertadas se hacen en él exclusivas de cualquier otro aspecto y lo hacen considerar como un precursor de la teología liberal de los tiempos modernos. San Bernardo combate vigorosamente a Abelardo. No se sabe si leyó la obra de san Anselmo 63 , pero lo cierto es que pone de relieve la doctrina de la satisfacción. Santo Tomás no escoge entre la escuela de Abelardo y la de Anselmo; conserva sin duda el valor de ejemplo de la pasión de Cristo, pero se servirá de la noción de satisfacción para dar cuenta de su valor salvífico, aunque sil recoger la argumentación anselmiana de la necesidad. Según sus comentaristas más recientes, santo Tomás «no tiene ninguna "teoría" de la redención»6'1. B. Catáo llega a decir que
61. Cf. M. CORBIN, O. C , 103.
58. Ibid., 769 (I, 9) 59. Cf. infra, 348 y 352-353. 60. Como ha señalado C. GUILLON, La tíicologic catholique de la redemption au X(e sicele. Etapes d'unc cvolution, I. C. P., Paris 1985, 50. Anselmo comenta sin embargo la relación entre el sufrimiento y la gloria expresada en Flp 2, 8-12: o. a, 767.
62. Cf. J. RITIERE , Le dogie de la redemption au debut du Moyen-Age, Vrin, Paris 1934, que descrito la penctracim del pensamiento de Anselmo en los autores medievales (pp. 153-169,214-221, 402426). 63. Cf. J. RITIERE, O. C.,211.
64. B. CATÍO , Salut el rtdeinlion chez S. Tilomas d'Aquin. L'actc sauveur du Christ, Aubier, Paris 1965, 79.
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«para él la satisfacción no es la noción maestra... Es simplemente una buena analogía que, entre otras, ayuda a comprender por qué el acto humano del Salvador fue humillación, sufrimiento y muerte en la cruz» 65 . Es verdad que su pensamiento integra el conjunto de categorías trasmitidas por la tradición. La noción de satisfacción no conoce en él el lugar destacado que le concederá la teología posterior66. Por tanto, su soteriología tiene la ventaja de tener en cuenta la riqueza de los elementos en juego, aun cuando no está perfectamente unificada y aunque la idea de satisfacción esté ya cargada en él de ciertas ambigüedades. El lenguaje de santo Tomás le concede amplio espacio al movimiento descendente de la redención. Le gustan las expresiones de «reparación del género humano» o «de la naturaleza humana». Reparar quiere decir en él restaurar, levantar de nuevo, volver a poner al hombre en un estado de plena humanidad. Se trata de la reparación del hombre mismo, y no ante todo de la reparación de la ofensa hecha a Dios. Esta reparación lleva consigo una destrucción del pecado 67 . Cuando enumera las razones de la conveniencia de la encarnación para la reparación del género humano, las cinco razones positivas que aduce pertenecen a la mediación descendente: el sostenimiento de nuestra fe, de nuestra esperanza y de nuestra caridad, el valor ejemplar y la divinización; lo mismo ocurre con las cinco razones negativas que atañen a la liberación del hombre respecto a la esclavitud del diablo, del mal, del orgullo y del pecado 68 . Igualmente, el vocabulario de la liberación del género humano vuelve a aparecer en la cuestión consagrada a la pasión de Cristo69. Santo Tomás atribuye finalmente a la resurrección una doble causalidad, eficiente y ejemplar70. Sin embargo, esta reparación y esta liberación del hombre no pueden realizarse sin que éste reciba los medios de convertirse a Dios, a fin de encontrar de nuevo la comunión con él, Su desarraigo del pecado no puede menos de ser penitente y la satisfacción es la expresión concreta de esta penitencia Al asumir nuestra condición humana, Cristo tomó sobre sí la de penitente: emprendió el
65. ¡bid, 79-80. 66. llxd 67. Cf. S. Th. III, q. 1, a. 2 y 4. C. GUILLON, O. C, 51-52 muestra acertadamente que la traducción de Ch-V. Héris, en la colección «Revue des jeunes», reintroduce algunas ideas ausentes en el texto; por ejemplo, «ad humanac naturae rcparationcm» se traduce por «reparar el pecado» (p. 20); «delere» se traduce por «expiar» (pp. 33-34-35). 68. Cf. S. Th. III, q. 1.a. 2, corp. 69. Ibid.,q. 46, a. 1,2 y 3. 70. lbJd.,q. 56, q. 2.
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camino de la satisfacción. Liberó al hombre satisfaciendo por nosotros: «Un hombre simplemente hombre no podía satisfacer por la totalidad del género humano; Dios no tenía nada que satisfacer; por tanto, era preciso que Jesucristo fuera Dios y hombre» 71 . Se ha reconocido aquí el argumento de Anselmo, integrado dentro de una perspectiva mucho más amplia y afirmado como una razón de conveniencia. Pero en la exposición de la eficacia de la pasión de Cristo72 la satisfacción adquiere un gran relieve, interviniendo en segundo lugar tras el mérito y arrastrando tras ella el sacrificio y hasta la redención. La satisfacción en santo Tomás se mueve en una doble tensión, entre la justicia y el amor en el que tiene que satisfacer, y entre la justicia y la misericordia en el que recibe la satisfacción. En efecto, la satisfacción es un acto de virtud, un acto de la virtud de la justicia, y más concretamente todavía un acto de esa forma especial de la justicia que es la penitencia. Encierra por tanto un aspecto penal. Pero la penitencia no es solamente la reparación de un orden de justicia lesionado, sino también una reconciliación en la amistad con Dios. Puesto que está ordenada al restablecimiento de la justicia, supone una recompensado por la ofensa hecha (término que suele traducirse por compensación...): «La compensación de la ofensa implica cierta adecuación entre el que cometió la ofensa y el ofendido» 73 . Cuando explícita su pensamiento, santo Tomás no parece concebir la compensación ante todo como el pago de una deuda a Dios. Más lien, «la justicia de Cristo hace eficazmente de contrapeso, y por tanto pone un término a la no-justicia del hombre» 74 . La compensación es más ontológica que jurídica. No encierra la idea de que la reparación sea un requisito previo para la misericordia de Dios. Pero sobre todo la satisfacción sólo tiene algún valor en la medida en que está imperada por el amor75. «La ofensa sólo se borra por el amor» 7 6 . Per eso la pasión de Cristo no pudo ser satisfactoria por parte de los que mataron a Cristo. Es la caridad la que cubre todos los pecados; por consiguiente, la satisfacción no puede tener ningún
71. Ibid., q 1, a. 2, corp. 72. ¡bid., q. 48, a. 2. Tonare este artículo como punto de referencia de mi exposición, interpretando a su luz los otros textos. 73. Commin Scnt. IV, ti. 15, q. 1, a. 4, q.le; citado por B. C ATAO, O. C, 82. 74.
C. GUILLON, O. C . , 5 3 .
75. «Todasatisfacción posterior tendrá su eficacia del amor que informa a s u intención»: Coms in Scnt. I V , i 15, q. 1, a. 3, q. 2-3.-Véanse los numerosos textos citados por B. C V M > , o. c , 86, n. 1.
76.
Contra Gentes III, 151, adhuc, citado por B. C ATAO, O. C, 86.
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valor sin la caridad. La caridad es la que inspira en el pecador el deseo de c u m p l i r una p e n a p o r el p e c a d o c o m e t i d o . Esta exigencia del a m o r sigue e n pie, incluso d e s p u é s de haber obtenido el p e r d ó n de Dios. P e r o Santo T o m á s i n d i c a con m u c h o acierto que el p o d e r del amor que a n i m a al pecador arrepentido p u e d e bastar por sí solo y hacer inútil cualquier otro a c t o de satisfacción: «Hay que considerar que en el momento en que el espíritu se aparta del pecado, el horror del pecado y la intensidad con que el espíritu se une a Dios pueden ser tan grandes que no quede ya ninguna obligación a la pena... La vehemencia del amor de Dios y del odio al pecado cometido eliminan la necesidad de una pena satisfactoria o purificadora» 77 . Lo cierto e s q u e lo que cuenta en la satisfacción es la calidad del s e n t i m i e n t o a m o r o s o m á s q u e la cantidad de lo q u e se hace 7 8 . En el caso de Cristo la fuerza de la caridad del que soportó voluntariamente la muerte llevó a cabo una obra satisfactoria supereminente: «Propiamente hablando, satisface por la ofensa el que devuelve al ofendido algo que él ama tanto o más cuanto el aborrece la ofensa. Ahora bien, Cristo padeciendo por amor y obediencia prestó a Dios un servicio mayor que el exigido para la recompensación de todas las ofensas del genero humano: primero, por la grandeza de la caridad con la que padecía el sufrimiento; segundo, por la dignidad de la vida, que en satisfacción entregaba, que era la vida del Dios-hombre; tercero, por la generalidad de la pasión y la grandeza del dolor que sufrió. De manera que la pasión de Cristo no sólo fue suficiente, mas abundante satisfacción por los pecados del género humano» 79 . Así p u e s , el o r d e n del amor hace explotar de algún m o d o la noción de c o m p e n s a c i ó n . La tensión entre la justicia y el a m o r se resuelve en provecho del amor. ¿Qué ocurre con la tensión entre la justicia y la misericordia? Para santo T o m á s no hay ninguna necesidad a priori, ni por parte de Dios ni p o r parte del h o m b r e , de que la redención pase p o r la pasión de Cristo. L a necesidad viene ex supposiüone del designio de D i o s . El m o d o d e l a encarnación redentora fue el m á s « c o n v e n i e n t e » p o r múltiples razones, la primera de las cuales es que el hombre c o n o ce así mejor el a m o r con que Dios lo a m a . Por tanto, el secreto de la disposición divina e s el amor. Así es c o m o en un hermoso texto santo T o m á s asocia la misericordia a la justicia personal de Cristo:
77. Ibid. III, 158, considerandum: citado por B. CATAO , o. c, 88. 78. «En la satisfacción se mira más al afecto del que ofrece que al valor de la oblación»: 5. Th. III, q. 79, a. 5, corp: en Suma Teológica XIII, o. c, 702. 79. Ibid.q. 48, a. 2, corp.: o. c.,478.
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«La liberación del hombre por la pasión de Cristo convenía tanto a la misericordia de Dios como a su justicia. A la justicia, porque mediante la pasión satisfizo por el pecado del género humano, y así fue el hombre liberado por la justicia de Cristo. Convenía también a la misericordia, porque no pudiendo el hombre satisfacer por sí mismo el pecado de toda la naturaleza, le dio Dios a su Hijo que satisfaciese... Y ésta fue mayor misericordia que si hubiese perdonado los pecados sin satisfacción alguna» . E s t a m a y o r misericordia n o impide q u e , si Dios «quisiera sin satisfacción a l g u n a librar al h o m b r e del pecado, n o hubiera obrado contra j u s t i c i a » 8 ' , y a que n o habría ofendido a nadie. Por tanto, la justicia no es u n a ley férrea q u e se i m p o n g a a D i o s . Entra en u n a intención de a m o r y d e misericordia. A p e s a r de un real equilibrio de su p e n s a m i e n t o , santo T o m á s es sin e m b a r g o el testigo de la inversión de la categoría descendente de r e d e n c i ó n en una categoría ascendente: y a lo vimos anteriormente 8 2 . Introduce incluso la idea de un cierto precio, que hay que pagar no al diablo, sino a Dios. N o solamente la satisfacción reduce a ella m i s m a las d e m á s categorías soteriológicas, sino que además abre el c a m i n o , con las debidas matizaciones, a la idea del rescate pagado a Dios 8 3 . En todo caso, es lo q u e la posteridad recogerá. H e intentado e x p o n e r de la m a n e r a m á s positivamente posible el p e n s a m i e n t o de s a n t o Tomás. Sería injusto leerlo con una lente anac r ó n i c a y encontrar allí la teología de la satisfacción de los t i e m p o s m o d e r n o s . Su sentido de la tradición y su preocupación p o r la síntesis le permitieron r e t e n e r los dos aspectos de la mediación. Respeta el t r i á n g u l o de l o s actores de la pasión; la satisfacción no f u n c i o n a n u n c a en él c o m o u n paso previo p a r a el perdón; se integra dentro d e u n a v i s i ó n en la q u e predomina el amor; se le concede todo el lugar d e b i d o a la resurrección de Cristo. S i n e m b a r g o , e s t a teología está sordamente afectada por ciertos e s q u e m a s peligrosos, en particular el de la c o m p e n s a c i ó n o a d e c u a ción de l a reparación a la falta, y p o r la inversión de la idea d e que h a y q u e pagar u n precio a alguien. E s e alguien es en adelante D i o s , con lo q u e la r e d e n c i ó n se convierte pura y simplemente en satisfacción. E s t a temible inversión tendrá consecuencias tristes en el futuro. Lo m i s m o que e n s a n Anselmo, los teólogos de los t i e m p o s m o d e r 80. Ibid.,q. 46, a. 1, ad 3: o. c.,412. 81. lbid.,% 46, a. 2, ad 3: o. c.,414. 82. Cf. supra, 173, el texto citado de S. Th. III, q. 48, a. 4, corp. 83. En S. Th. III, q. 48, a. 4, corp P. Synave traduce en la «Revue des Jcunes» pretiumpoT «rescate». L. RICHARD, Le mysterc de la rédcniption, o. c, 146, ha visto bien el peligro inmanente a este texto.
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nos no sabrán captar la profundidad de una visión completa y se quedarán tan sólo con unos esquemas simplifícadores. La autoridad del doctor angélico dará mayor peso a sus ideas. B. Catáo ha mostrado cómo el progreso del análisis de las categorías va cayendo así, a medida que avanza, en cierto formalismo84. Esta claridad aparente de las nociones contribuirá a fomentar la interpretación «sátisfaccionista» de la salvación.
«en lugar nuestro». Esta frase tan sobria no puede por tanto invocarse en apoyo de las teorías de los tiempos modernos en los que la satisfacción confiscaba todos los demás aspectos de la soteriología, dentro de una perspectiva cada vez más «desconvertida». En Trento, por el contrario, la satisfacción está integrada en una doctrina amplia de la justificación, de la redención y de la divinización. El concilio emplea también la categoría de mérito. En las relaciones humanas el mérito evoca una proporción justa entre el valor de una acción personal y su retribución. El mérito va más allá del orden puramente jurídico: es cuestión de recompensa, de estima y de honor; pero puede también reducirse a una especie de derecho, cuando el crédito moral se convierte en justicia en una exigencia de retribución. Los padres latinos emplearon la palabra mérito a partir del himno paulino de Flp 2, 6-11, en donde la glorificación de Cristo, que viene tras el relato de su abajamiento hasta la muerte en la cruz, va introducida por la partícula: «por lo cual». «La humildad es el mérito de la gloria; la gloria es la recompensa de la humildad», dice Agustín 87 . La escolástica medieval desarrolla una doctrina del mérito de Cristo en su pasión, a partir de Pedro Lombardo. Santo Tomás, como se ha visto, conserva esta categoría entre los modos de eficacia de la pasión: siendo Cabeza de la Iglesia, Cristo mereció por su pasión la salvación para todos los miembros de su cuerpo 88 . Esta es la idea que se recoge en la afirmación conciliar. Esta noción de mérito no debe deducirse de las consideraciones jurídicas que reintroducen inevitablemente el esquema de la retribución, aunque funcione en sentido contrario al de la compensación satisfactoria. El mérito de Cristo se inscribe en una correspondencia amorosa entre el Padre y el Hijo: al sacrificio existencial del Hijo responde el don de la resurrección y el restablecimiento de la alianza plena entre Dios y los hombres. La vía de la eminencia purifica la noción de mérito de todo resabio de equivalencia jurídica. Por lo que se refiere a nosotros, no podemos merecer ante Dios más que por el don de su gracia misericordiosa: «su bondad para con todos es tan grande —dice también el concilio de Trento— que quiere que sean merecimientos de ellos los que son dones de Él»89.
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El concilio de Trento: de la justifícación a la satisfacción El término de satisfacción hace su entrada en el lenguaje dogmático en el concilio de Trento, en lo que se refiere a la soteriología. Hemos de volver unos instantes a la sesión sobre la justificación, ya estudiada y comentada 85 , a fin de ver en qué contexto y según qué movimiento introdujo el concilio la noción de satisfacción en el enunciado de la causa meritoria de la justificación: «La (causa) meritoria, su Unigénito muy amado, nuestro Señor Jesucristo, el cual, cuando éramos enemigos (Rom 5, 10), por la excesiva caridad con que nos amó, nos mereció la justificación por su pasión santísima en el leño de la cruz y satisfizo por nosotros a Dios Padre»86. El concilio no da ninguna definición del término de satisfacción; el uso que hace del mismo le confiere a esta palabra una autoridad dogmática para expresar un aspecto de la redención y de la salvación. Para comprender su sentido, hay que interpretar el movimiento de la frase. En ella se asocia el amor descendente del Hijo por nosotros, que éramos todavía enemigos, con la ofrenda ascendente que ese mismo Hijo hace de sí mismo en su pasión; por una parte, él «merece nuestra justificación» y por otra «satisface por nosotros al Padre». Por tanto, esta satisfacción no viene a aplacar la justicia de un Padre irritado con nosotros; es más bien cuestión del amor de Dios que reconcilia al hombre hecho «enemigo» por el pecado. El paralelismo entre la justificación y la satisfacción es igualmente interesante: el primer término evoca lo que va de Dios al hombre y el segundo lo que va del hombre a Dios; pero el segundo movimiento se presenta como un retorno del primero, del que Dios tiene la iniciativa; e inscribe la causa meritoria en la serie de causas que tienen siempre a Dios por sujeto. El contexto sugiere igualmente que hay que dar al «por nosotros» el sentido de «en favor nuestro» más bien que el de 84. B. CATAO.O. C, 32-33.
85. C(. supra, 264-267. 86. CONCILIO DE TRENTO, Decreto sobre la justifícación, cap. 7 (Dz 799), trad. en El magisterio de la Iglesia, Herder, Barcelona 1963, 230.
87. AGUSTÍN , Hom. in ev. Joh. 104, 3: PL 35,
1903.
88. CÍ.S. Ih. III, q. 48, a. l.corp. 89. CONCILIO DE TRENTO , ibid., c. 16: o. c,
237.
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n.
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U N DISCERNIMIENTO NECESARIO
Es inútil detallar ahora los excesos de la teología satisfactoria en los tiempos modernos. Ya los hemos señalado suficientemente en el capítulo dedicado a la situación doctrinal. La satisfacción, comprendida como un acto de justicia conmutativa, se unió a la expiación, interpretada como una respuesta a la exigencia de una justicia vindicativa. Las dos fueron consideradas como pasos previos para el aplacamiento de la justicia divina ofendida, y no como exigencias internas de la misericordia y de la iniciativa amorosa del perdón de Dios. Esta «perversión» restaura la idea de «pacto sacrificial», en contra de la intención y de la doctrina de san Anselmo y de santo Tomás. Pero ya hemos visto lo que en la exposición de ambos podía dar lugar a esta lectura «perversa». Algunos gérmenes parásitos de pensamiento, neutralizados en ellos por sus ideas teológicas pujantes, notablemente distintas por otra parte en uno y en otro, se mostraron cancerígenos. Además, se entenderá cada vez más la satisfacción como una sustitución: éste será el tema de la «satisfacción vicaria» que trataremos en el capítulo siguiente.
Jies de Montcheuil: una revalorización de ¡a satisfacción Anteriormente recordé la crítica que Yves de Montcheuil hacía a la teoría de la satisfacción penal90. No sin cierta valentía, y a costa de resultar doctrinalmente sospechoso 91 , rechaza las simplificaciones peligrosas de la teología de la época y presenta la redención como un misterio de amor. Porque si la Iglesia habla sin duda de satisfacción en algunos de sus textos oficiales, nunca afirma que esta satisfacción haya sido exigida por la justicia de Dios. Por otra parte, la teoría de la satisfacción vicaria no muestra el vínculo de ésta con la que nosotros tenemos que ofrecer. Si Cristo pagó nuestras deudas, ¿cómo se explica que nos quede todavía algo por hacer? Esta concepción implica igualmente una idea falsa de las relaciones del pecado con Dios, suponiendo que el pecado hace un daño real a Dios o que le afecta en su propio ser92. En realidad, el pecado no perjudica más que al hom-
90. Cf. supra, %. 91. Se pudo pensar que aludia a él una fórmula de la Humani gencris de Pío XII en 1950, que hablaba del pecado como ofensa de Dios y de la satisfacción. 92. Y. DEMONTCHEUIL , Lefons sur le Christ, Epi, París 1949, 129. Cf. texto citado supra, 96.
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bre; es infinito en la medida en que destruye un valor infinito en el hombre, la vida de la gracia. «Pero en el fondo el pecado no causa efectivamente ningún perjuicio a Dios» 93 . Dios quiere perdonar al hombre; está demasiado arriba para exigir previamente la reparación de un daño que pudiera afectarle. Pero lo que Dios no puede menos de exigirle al hombre es que destruya en sí mismo el pecado. No lo exige tanto en nombre de una justicia como «en nombre de su santidad y de su amor». Dios no puede acoger al hombre en su presencia sin ponerse a purificarlo él mismo. Esta purificación tendrá que ser necesariamente penosa, ya que tiene que arrancar al hombre del pecado: «Llega a exigir el paso por la muerte; es preciso que el cuerpo se pierda para ser hallado de nuevo purificado y trasfigurado»94. «Podemos comprender ahora el sentido de la pasión y de la muerte de Cristo. Cristo, Verbo encarnado, actúa como cabeza de la humanidad. Hace él el primero, el inocente, lo que tiene que hacer el hombre culpable para volver a Dios. Primicia de la humanidad nueva, él nos traza el camino por el que tendremos que pasar, y nos obtiene de ese modo la fuerza de pasar por él en su seguimiento. Más aún, nos hace realizar en él nuestro retorno y no tenemos que hacer ya en nuestra existencia otra cosa sino unirnos a él o, mejor dicho, dejarnos unir a él, para vernos arrastrados con él en su paso y encontrarnos con él, purificados ante Dios»9 . La reacción de Y. de Montcheuil era profundamente sana. Es verdad que la afirmación repetida de que el pecado no alcanza a Dios merece una matización importante. El teólogo reaccionaba contra ciertas teorías que, en virtud de un antropomorfismo inconsciente, veían en Dios a un compañero del mismo tipo que el hombre, y recordaba justamente la trascendencia absoluta y la «invulnerabilidad» de Dios. Dios está radicalmente por encima del orden inmediato de las relaciones de justicia entre los hombres. Pero hay un punto ciego en esta reacción justa. Porque también es propio de Dios, sin negar nada de lo que él es, hacerse por amor, voluntaria y misteriosamente, vulnerable al pecado del hombre. Los antropomorfismos bíblicos nos remiten a una realidad: Dios tiene entrañas que se conmueven ante el pecado del hombre; pasa de la cólera al arrepentimiento; es celoso. Este lenguaje adaptado a nosotros traduce la kénosis amorosa de Dios con nosotros. La vía de la eminencia nos orienta hacia la solución que asume las dos afirmaciones aparentemente contradictorias:
93. itsd 94. Ibid.,131. 95. Itíd
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Dios es invulnerable, pero se ha hecho vulnerable. Esta actitud de Dios no encierra evidentemente la exigencia de una justicia conmutativa o vindicativa; se manifiesta por la iniciativa costosa de una justicia justificante. Una vez añadida esta corrección, podemos seguir a Y. de Montcheuil en su conclusión, a pesar de una frase ambigua: «La satisfacción es ciertamente, en un sentido, la reparación del pecado; pero no es algo que preceda al perdón y lo condicione: es algo que lo sigue. No se trata de una exigencia del aitior de Dios, sino más bien de una necesidad de amor entre nosotros... La satisfacción o la reparación es una necesidad que nace espontáneamente del amor penitente. Puesto que es una expresión del amor, Dios no puede menos de desear que la experimentemos, ya que perdonarnos no es otra cosa más que querer ponernos en el camino del amor»96. El contexto elimina la ambigüedad de la afirmación: «No se trata de una exigencia del amor de Dios». Por ser un bien y una necesidad en nosotros, la satisfacción es también querida para nosotros por el amor de Dios. No es una exigencia previa; sigue normalmente a la voluntad del perdón de Dios que nos trasforma. ¿No es en este sentido también una exigencia del amor en Dios? Pero lo mismo que no necesita de nuestro sacrificio, tampoco Dios «necesita» de nuestra satisfacción. La reparación, verdad de la satisfacción En definitiva, la satisfacción tiene que comprenderse a la luz del sacrificio. Subraya su carácter oneroso, dado el apego del hombre al pecado. Ya se había puesto de relieve la categoría de redención, desde un punto de vista descendente, el aspecto oneroso del desarraigo liberador del pecado. La de satisfacción muestra, desde un punto de vista ascendente, el aspecto oneroso de nuestro retorno a Dios con vistas a nuestra reconciliación y a nuestra comunión con él. La satisfacción marcó el sacrificio de Cristo, es decir, el don existencia] que hizo de sí mismo al Padre, ya que asumió libremente nuestra condición de hombres sometidos a las consecuencias del pecado. Por eso mismo tomó sobre sí la dimensión penitente de todo retomo del hombre a Dios en el amor. Esta penitencia es totalmente original, ya que no es la consecuencia de su propio pecado, sino la consecuencia de la adhesión al pecado de aquellos a los que quería hacer Cuerpo suyo.
96. /b/'d, 133-134.
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Él llevó el peso de nuestros pecados, no en un sentido jurídico, en el que sería considerado como responsable de los pecados de los hombres y condenado a sufrir el castigo correspondiente, sino en un sentido perfectamente real, en que el Cuerpo hace subir a su Cabeza toda la violencia de su pecado. Solidario del cuerpo que él quería reunir en sí mismo, vivió el desgarramiento interior del desarraigo doloroso del pecado, así como el de la reparación dolososa del pecado. Según la perspectiva de Agustín, que reza los salmos como si los dijera el mismo Cristo, éste vive su pasión en cuanto que se ve personalmente afectado por el pecado de los suyos. Al obrar así, llevó a cabo una penitencia reparadora en dos sentidos: reparadora del hombre herido por el pecado, restauradora de su integridad, victoriosa en su combate contra el mal, ejemplar para convertir la voluntad pecadora en voluntad arrepentida (perspectiva descendente); pero también reparadora respecto a Dios, borrando la ofensa inferida contra el amor de Dios a nosotros, emprendiendo la iniciativa del proceso que reconcilia al hombre con Dios, aceptando vivir su paso a Dios bajo la forma de un retorno a Dios (perspectiva ascendente). Todo esto no pertenece al orden abstracto de una compensación en justicia, sino que expresa la preocupación de una justicia por cumplir. Y como semejante justicia es inaccesible al hombre pecador, dicha obra no puede ser más que resultado de la justicia justificante de Dios, manifestada en Jesucristo. Esta justicia es la del amor. Si el amor puede bastar para consumir toda satisfacción, mucho más el amor de Cristo. Cristo «contentó» al Padre en el sentido más real de la palabra. No es que el Padre se complaciera en la muerte de su Hijo; ésta fue más bien para él un misterioso sufrimiento. Pero del don de amor que Jesús había hecho de sí mismo hasta la muerte agrada y contenta al Padre más allá de todo sufrimiento. Estamos fuera de todo registro de equivalencia. El penitente queda reconciliado cuando ha hecho bastante; Cristo ha satisfecho por nosotros al Padre, haciendo infinitamente «demasiado». Esta es la lógica del amor. ¿Hemos de seguir empleando hoy el término de satisfacción? En el plano dogmático y teológico se trata de un término que no es posible eliminar; un libro como éste debía por consiguiente atenerse a él. Pero es de los que se han hecho «menos aptos» para expresar la verdad doctrinal de la que eran portadores 97 . En todo caso, dada su histo-
97. Declaración Mysterhm Ecclesiae n. 5 (24 junio 1973: Doc. Cath. 1636 [1973] 667).
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ria tan cargada y la mentalidad de la que es responsable98, exige un duro esfuerzo de conversión. En el plano pastoral hay otras palabras que pueden expresar lo que intentaba decir, especialmente el término de reparación.
98. Un ejemplo de esta mentalidad que se alberga todavía en muchas mentes es el de los traductores de textos oficiales: la Comisión teológica internacional resumia así la doctrina anselmiana en su primer documento cristológico: Cristo «opus singulare... patravit, quod in Patris conspectu reatum culparum supera!»; la traducción francesa dice sin ambages: Cristo «ejerce una acción única que, a los ojos de Dios, compensa la deuda de las culpas» (IV, D, 6: Doc. Cath. 1803 [1981J 229); en donde se insinúa que no hay medida en común entre el acto de Cristo y el peso de los pecados cometidos, el traductor lee una compensación.
13 De la sustitución a la solidaridad
En los tiempos modernos la teología de la satisfacción se vio atraída cada vez más por la idea de la sustitución: en el misterio de la cruz Cristo puede satisfacer porque sustituye a los hombres pecadores. La lógica del esquema compensatorio, que afectaba cada vez más abiertamente a las ideas de satisfacción y de expiación, tenía que justificar del mejor modo posible el hecho de que el justo cargue con la pena que normalmente se debe a los injustos. Esta articulación era el talón de Aquiles a la teología de la satisfacción, tal como se entendía de la forma más corriente. Se fueron sucediendo numerosas teorías sobre el fundamento ontológico o jurídico de la satisfacción, así como sobre la forma propia que tomaba. Hicieron incluso surgir ciertas fórmulas que casaban la satisfacción, la expiación y la sustitución: «sustitución expiatoria», «expiación vicaria», «satisfacción vicaria». Incluso se vio en ello durante algún tiempo el nervio de toda la soteriología cristiana. Sin negar el elemento de verdad que existe en la idea de sutitución y que hunde sus raíces en el tema del intercambio, es preciso reconocer que esta polarización caía cada vez más en el corto-circuito anteriormente denunciado. Se aislaba y se erigía en clave de bóveda de todo el edificio una categoría secundaria. Se olvidaba la triangulación de los actores de la pasión, hasta el punto de que los hombres no parecían tener ya parte alguna, ni negativa ni positiva, en ese extraño pacto sacrificial que estaba presente entre el Padre y el Hijo. La libertad de los hombres no tenía nada que ver con la muerte de Jesús, y, por otra parte, la libertad de Jesús parecía sustituir a la de ellos en el retorno a Dios, como si les ahorrase la obligación de convertirse. A veces, tan sólo un decreto divino permitía comprender cómo podía afectarnos el acontecimiento del calvario. Realmente, el concepto mismo de sustitución no puede sostenerse sin la idea de solidaridad entre el sustituto y la persona a la que sustituye. Así lo indicaba por otra parte el concepto de representación, constituyendo una idea intermedia, a veces ambigua, entre sustitu-
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ción y solidaridad. En efecto, el representante sustituye al que es representado; pero no puede hacerlo válidamente más que en nombre de la solidaridad que le permite hacerlo verdaderamente presente. Por eso la teología contemporánea insiste ahora en la solidaridad que Cristo estableció entre él y nosotros y relativiza la sustitución dentro de ese amplio movimiento que anima a la economía de la encarnación. A partir de esta solidaridad es como intenta comprender la universalidad, humana y visiblemente significada y realizada, del sacrificio de Cristo. Al obrar así, corrige la mirada que se dirigía a muchos textos de la Escritura y sigue las pisadas de los antiguos padres que, en sus argumentaciones soteriológicas, habían invocado el doble principio de la solidaridad divina y de la solidaridad humana de Cristo. Nos gustaría esbozar en este capítulo este movimiento de deriva de la teología de la sustitución y su corrección por la idea de solidaridad.
I. LA SUSTITUCIÓN
La sustitución consiste en reemplazar un elemento por otro en un todo, o en reemplazar una persona por otra en una función o una relación. Puede ser fraudulenta (sustituir a un niño por otro); puede expresar el deseo de suplantar a alguien; puede tratarse también de una suplencia para hacer un servicio; puede finalmente permitir una ventaja recibida en lugar del beneficiario normal (por ejemplo, en el caso de una herencia). En la base de toda sustitución hay un elemento de identificación posible entre dos objetos o dos personas, y por tanto una comunicación en la misma naturaleza o en las mismas cualidades. Se reemplaza en un motor una pieza por otra pieza standar idéntica. La sustitución de una persona por otra supone un conjunto homólogo de cualidades y una situación de solidaridad natural o funcional. Al final, el objeto sustituido puede encontrarse simplemente excluido de la máquina mencionada, y la persona puede quedar eliminada en el orden de las relaciones en que ha sido reemplazada, a no ser que el sustituyente actúe en su nombre como representante mandatario e intervenga en su favor, a fin de restablecerlo en su función y en sus derechos. Así pues, conviene tener en cuenta con prudencia estos acordes complejos y a veces contradictorios en la aplicación de la idea de sustitución a la soteriología. En todo caso, sería erróneo resumir el papel de Cristo respecto a nosotros en la salvación diciendo simplemente que nos sustituye ante Dios.
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Un elemento de verdad en la sustitución La categoría de sustitución no es bíblica. Sin embargo, numerosos comentaristas han encontrado su realidad en diversos textos de la Escritura. En este dossier encontramos algunos de los pasajes ya estudiados: la profecía del Siervo doliente (Is 53), los famosos versículos de Gal 3, 13 y 2 Cor 5, 21, y más en general la fórmula frecuente del «por nosotros» interpretada en el sentido de «en lugar nuestro»'. En su interpretación de estos textos y algunos otros, los autores, exégetas y teólogos católicos y protestantes, han proyectado inconscientemente a menudo la mentalidad sacrificial y «sustitutiva» que les impregna, a fin de justificar o rechezar las afirmaciones que atribuyen a la Escritura. La revaloración contemporánea del dossier muestra que está en baja notablemente la idea de sustitución, ya que los mismos textos sirven también para evocar la solidaridad. Por su parte, los relatos de la pasión no conceden ningún lugar a la sustitución. Dicho esto, hay que reconocer que la idea de sustitución encuentra cierto arraigo en la Escritura, ya que Cristo realizó a través de una muerte que no merecía una redención de la que nosotros éramos incapaces. En este sentido vino en nuestro lugar y ocupó nuestro sitio. Pero se comprende enseguida que semejante aspecto no debe aislarse ni absolutizarse, en beneficio de una lógica de la compensación que hace de Cristo un valor sustitutorio del hombre, eso que los teólogos alemanes designan, con una palabra que nos trae tristes recuerdos, un «Christ-Ersatz». El momento de la sustitución se inscribe en un movimiento que tiene como finalidad el restablecimiento de una relación de comunión entre Dios y nosotros, a través del intercambio y de la solidaridad. Así pues, Cristo viene a colocarse en el lugar en que estamos nosotros, a fin de realizar, en nombre de la solidaridad que ha establecido con nosotros, lo que nuestra situación de pecadores nos impedía hacer. El «en lugar nuestro» está dirigido por el «en favor nuestro» y no tiene que hacernos olvidar nunca el «por causa de nosotros». Cristo no nos suplanta, no nos excluye; nos representa, aunque nosotros no hayamos sido capaces de hacerlo nuestro mandatario; nos devuelve a nosotros mismos, nos restablece en nuestra situación de compañeros de Dios; su libertad no sustituye a la nuestra, sino que nos la da de nuevo. En una palabra, la sustitución no interviene más que como un corto momento de su mediación, decisivo sin duda, pero transitorio y parcial respecto al conjunto de ésta, mientras
1. Ct.supn,
128-130.
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que muchos teólogos de los tiempos modernos habían reducido la mediación a una sustitución muy cosificada. El elemento de verdad de la sustitución ha sido traducido muy bien por B. Lauret con la fórmula de «sustitución iniciática». Jesús ha venido para realizar por nuestra salvación lo que no podíamos hacer por nosotros mismos: abrirnos el camino hacia el Reino y pedir que le sigamos. «Yo puedo seguir a Jesús —dice un catequista africano—, marchar por el mismo camino que él, en el abajamiento, porque él se puso antes en mi lugar para abrime el camino» 2 .
modo pra curarnos de nuestro mal. La sustitución del pecador por el inocente hecho culpable no se pone entonces formalmente al servicio de una justicia penal, sino al servicio de la justificación por la fe. Es ante todo «para nosotros». Pero la justicia de Dios, según la lectura que Lutero hace de la Escritura, no puede menos de tener en cuenta el mal cometido, y por eso precisamente es justo. Hay por tanto una violencia de Dios y hasta una venganza que ejercer sobre el pecado, pero esta violencia es la del amor4.
Del siglo XVI al siglo XX en torno a la sustitución penal Este tema ya se señaló en las citas del sombrío florilegio, que había hecho de él uno de sus motivos privilegiados 3 . Nos bastará indicar ahora el panorama de teorías que convergen todas ellas en la idea de que Cristo sufrió en lugar nuestro el castigo de nuestros pecados. Porque hay numerosos matices y acentuaciones. Por otra parte, es difícil distinguir siempre entre la afirmación misma y ciertas metáforas o exageraciones oratorias, que a menudo quedan corregidas mediante el rodeo prudente de un «como si». En los reformadores, representados ampliamente en este dossier, el católico corre fácilmente el peligro de dejarse engañar por una lectura material de los textos, sin tener en cuenta el movimiento dialéctico que siempre supone la inversión de los puntos de vista, donde lo negativo se cambia en positivo. Lutero, en la perspectiva del intercambio entre el pecado y la justicia que tiene lugar entre Cristo y nosotros, es el testigo de la sustitución en la culpabilidad. La persona misma de Cristo se hace culpable de todos los pecados del mundo y muere como culpable. Lo que aquí domina es el punto de vista personal; aunque no tenga nada que ver con el pecado, Cristo se reviste de la «persona» de los pecadores y asume su papel. De este modo, el pecado queda destruido en su muerte. La blasfemia que constituye el pecado, en donde el hombre se hace falso-Dios a sus propios ojos, queda aniquilado en la cruz, ya que el verdadero Dios se carga de ese falso-Dios y muere de ese
2. B. LAURET, Cristologia dogmática, en Iniciación a la práctica de la teología, t. II, Dogmática I, Cristiandad, Madrid 1984, 254, citando L'Evangile de Jósus-Christ, Cié, Yaoündé 1972, 84.- Al contrario, en la Éncyclopédie de la fo/.Cerf, Paris 1967, art. «Subsütution», 276-277, J. Ratzinger formaliza demasiado exclusivamente en torno a la idea de sustitución el conjunto doctrinal, que tiene como centro el admirable intercambio y como dos focos las ideas de sustitución y de solidaridad (cf. ¡nrra). 3. Cf. supra, 78-86.
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Estas ideas se recogerán también en el lado católico, pero desconectadas del tema de la justificación por la fe y orientadas en la perspectiva de la satisfacción, que resulta extraña al pensamiento de Lutero. Salmerón, teólogo jesuíta del concilio de Trento, no tiene reparo en decir que Cristo asumió la persona de todos los pecadores y la culpabilidad de todos nuestros delitos, hasta poder ser llamado justamente el maldito de Dios 5 . En el siglo XIX, R. Cornely va en este mismo sentido sin preocuparse por los superlativos 6 . En el siglo XX, el teólogo ruso Sergio Bulgakov lleva también hasta el extremo la afirmación de que Cristo asume el pecado universal. No se trata, sin duda, de una realidad empírica, sino del aspecto metaempírico de su identificación con el género humano: «Cristo toma sobre sí el pecado del mundo y lo hace pasar a su propia vida... En la profundidad de la inhumanación, que es la identificación del Hijo con todo el género humano por medio de la recepción de la esencia humana, tiene lugar la asimilación del pecado y de los pecados, por su aceptación de ellos como si fueran suyos propios» 7 . La verdad es que estas afirmaciones excesivas se inscriben también en un movimiento de solidaridad, que llega hasta la identificación con el viejo Adán. Pero Cristo se carga al propio tiempo él mismo con toda la cólera divina contra el pecado que llevaba consigo: «Bajado del cielo, enviado al mundo por el Padre, bajo el peso del pecado del mundo, el Hijo de Dios se aleja del Padre, que le exige inexorablemente beber el cáliz de su cólera contra el pecado y finalmente lo abandona bajo ese peso aplastante... A través de su humanidad, esta carne de pecado se hace la suya propia. El justo, tomando el pecado del mundo, se pone ante los ojos de Dios, en el nivel de los pecadores. Se aleja de la santidad para entrar en el pecado..., se su4. Agradezco a D. Olivier las juiciosas indicaciones que me dio sobre el sentido que tiene la idea de sustitución en Lutero. 5. Cf. L.SABOURIN, Rcdemption sacriñcielle. Une enquéte exégetique, D. D. B., Paris 1961, 115-117. 6. Cf.
L. SABOURIN, O. C, 141.
7. S. BOLLGAKOV , Du Verbc ¡ncarné (Agnus Dei), Aubier, Paris 1943, 282.
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merge en esa noche del pecado, noche de Getscmaní, angustia mortal...»8. Bulgakov ve en este misterio el carácter asombroso del «sacrificio del amor salvador», el punto extremo de la kénosis de la encarnación por la que Cristo acepta «la prueba de la cólera de Dios y de la lejanía de Dios, en la que le está reservada una muerte inexorable y violenta, como la pena capital por los pecados del mundo» 9 . ¿No conduce el sentido místico de la paradoja en este caso a una idea de Dios muy discutible? Calvino está cerca de Lutero y opina igualmente que Cristo fue hecho pecador; pero la dominante de su pensamiento considera que Cristo nos sustituye en la condenación: él es ante el Padre el gran acusado en nuestro nombre 10 . Para él es capital el hecho de que la muerte de Jesús sea el resultado de un proceso condenatorio y de un juicio capital para él: «Nuestro proceso criminal ante Dios se ha trasferido a Jesucristo, hasta el punto de que él ha reparado nuestros pecados» 11 . En nuestros días, K. Barth ha desarrollado con energía el tema del «juez juzgado en lugar nuestro» 12 . En la interpretación de su pensamiento hay que tener en cuenta la dialéctica que se desarrolla a partir de la identidad del que juzga y del que es juzgado: «Ha llegado el momento de enunciar la proposición decisiva: sucedió que el Hijo de Dios ejecutó el justo juicio de Dios sobre nosotros, los hombres, haciéndose él mismo ese juicio por nosotros... Sí, punto por punto, hemos sufrido lo que tenía que sucedemos, pero puesto que fue así la voluntad de Dios, su juicio sobre nosotros tuvo lugar en la persona de su Hijo —de forma que él fue c! acusado, el condenado y el ajusticiado—. El Hijo de Dios ejerció el juicio —iy es él el juez que fue juzgado, que se dejó juzgar!—... Y realizó nuestra reconciliación con Dios en lo que hizo por nosotros, al asumir nuestra condenación y nuestro castigo —para cumplir toda justicia— y al tomar nuestro sitio sufriendo en lugar nuestro»13.
8. lbid., 286-287. 9. Ibid 10. Cf. J. CALVIN, In Cor. V.ed. G. Baum-E. Cunitz-E.Reuss, t. 50, Brunswigac 1893, 74, citado por J. GALOT, Le Rcdcmption mystére d'Alliancc, D. D. B., ParisBrugcs 1965, 252, n. 5; ID ., Uisütution de ia religión c/irctienne, 1. II, Labor ct Fidcs, Gcncve 1955, 262-263. 11. J. CALVIN, Institution de ¡a religión chrétierme, o. c, 263. 12. K. BARTH, Dogmatique, vol. IV, La doctrine de ¡a rccoticiliaíion, t. I, 1, Labor ct Fidcs, Genéve 1966, t. 17, p. 222. 13. ¡bid.,235.
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Así pues, Cristo se expone a sí mismo «a la acusación y al veredicto que nosotros merecemos». Él puede «hacerse responsable de nuestros pecados», porque «el pecado que cometemos nosotros... se ha hecho su pecado, y la acusación, el juicio y la maldición que de allí se derivan para nosotros cayeron sobre él»14. Pero esta fuerte insistencia en la sustitución se integra en Barth en el tema del intercambio entre el veredicto de condenación que golpeó a Jesús y el juicio de absolución reconciliadora que nos declara justos. La tesis más corriente es la de la sustitución penal propiamente dicha, esto es, de la sustitución en el castigo. Jesús recibe el castigo de nuestros pecados. Volvemos a encontrarnos aquí con Calvino. Más adelante nos encontramos ya con Grotius 15 , Bossuet y Bourdaloue en el siglo XVII 16 , con los efectos oratorios del siglo XIX17 y con la teología escolástica de comienzos del siglo XX18. La influencia indirecta de la reflexión protestante desempeñó su papel en esta evolución. Pero el pensamiento se simplifica y se endurece peligrosamente. Porque los teólogos ya no tienen ante la vista la justicia justificante de Dios, ni el intercambio entre el pecado y la justicia que se produce entre los hombres y Cristo. Las sombrías teorías protestantes se prestaban sin duda al corto-circuito. En los católicos éste es ya un hecho plenamente cumplido, ya que ahora todo pasa entre Jesús y su Padre, entre el que sufre el castigo para «expiar», compensar y «satisfacer», y el que lo exige, lo impone y lo hace lo más absoluto posible. Más recientemente, el teólogo luterano W. Pannenberg ha intentado recuperar el tema de la dogmática protestante, pero renovándolo mediante una doble llamada a los datos de la historia por una parte y a la realidad de la resurrección por otra, que generalmente están ausentes de las teorías de la sustitución. Enuncia de este modo su propia tesis: «La muerte de Jesús en cruz se ha manifestado a partir de su resurrección como el castigo sufrido en nuestro lugar para la existencia de la humanidad que ha ofendido a D¡os>¿9. Esta muerte es una «expiación representativa» en la que se desarrolla la inversión dialéctica entre el justo y los blasfemos. Porque Jesús fue condenado por haber blasfemado contra la ley. Pero la confirmación divina de sus pretensiones, ofrecida por la resurrección, dice quiénes son los 14. 15. 16. 17. 18. 19.
Ibid.,249. Cí.supra, 82. Cí.supra, 83-85. Cf. supra, 85-88. Cí.supra, 90-94. W. PANNENBERG , Fundamentos de cristología, Sigúeme, Salamanca 1974, 303.
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verdaderos blasfemos y quién es el justo. Así pues, Jesús vivió por sustitución la muerte merecida por los blasfemos. La exclusión de que fue objeto Jesús da origen a la «representación inclusiva», según la cual la muerte de Jesús contiene la nuestra y triunfa sobre ella20. La teoría de W. Pannenberg ha sido criticada por Ch. Duquoc21. La idea de sustitución en el castigo llegó hasta el fondo de ella misma con la doble perspectiva de la sustitución en la condenación y en el tormento del infierno. Lutero ve en el desamparo de Cristo en la cruz y en sus palabras de abandono la expresión del tormento infernal: ¿acaso el abandono de Dios no es el tormento por excelencia del condenado, la pena de daño? Así pues, Jesús sufrió «lo que ya sufren los condenados»; experimentó «el espanto y el horror de una conciencia desconcertada y saboreó la cólera eterna» 22 . Pero Lutero es también consciente de que éstas son afirmaciones paradójicas, ya que Cristo no se vio afectado en nada por el pecado y su grito no es blasfemia, sino clamor inocente. «Grita que está abandonado de Dios, pero invoca a su Dios y confiesa de este modo que no está abandonado» 23 . Calvino, por su parte, interpreta la bajada a los infiernos como un descendimiento al infierno. Jesús padeció la pena de la muerte infernal, de la que lo libró la resurrección 24 . En este terreno, Bulgakov marca un retroceso: se niega a afirmar que «Cristo hubiera sufrido los tormentos auténticos del infierno en lugar del hombre»; pero opina que sufrió como castigo «lo equivalente de lo que debería haber sufrido la humanidad, es decir, los tormentos del ¡nfierno>rs. Por parte católica, H. Lesétre opinaba a comienzos de este siglo que, mereciendo el pecado el infierno, «Jesucristo fue hecho por nosotros maldición. Su Padre le hizo sentir todo el rigor del anatema» 26 . Teniendo en cuenta las correcciones que la diversidad de interpretaciones aquí señaladas merece aportar, y sin espíritu de amalgama,
expreso todas mis reservas personales ante la polarización de los teólogos de los tiempos modernos sobre la sustitución penal y la dramatización a la que se abrió el camino. Es verdad que intentaba dar cuenta de la paradoja absoluta del misterio de la cruz en donde la justicia justificante de Dios se enfrenta con la opacidad abismal del pecado. Pero lo hacía a costa de una confusión inconsciente entre el furor del propio pecado y la cólera amorosa de Dios ante el pecado. La paradoja existe ciertamente, lo mismo que el intercambio entre la justicia y el pecado que se evoca en los famosos versículos paulinos. Pero Jesús no muere en cuanto castigado por Dios en el lugar nuestro; el juicio injusto del que ha sido objeto no puede remitir, ni siquiera simbólicamente, al juicio de Dios; es más bien el signo de la kénosis del que fue entregado en manos de los pecadores; sus sufrimientos y su desamparo, la distancia misteriosa que se inscribió entre Jesús y su Padre, son efecto y consecuencia de los pecadores y del pecado, y solamente de ellos. Por eso es sano que, después de tantas imprecisiones, la Comisión Teológica Internacional haya pronunciado recientemente un juicio claro en este sentido, del que sólo cabe lamentar que haga una alusión demasiado fácil y ligera a la teología protestante. «No hay que pensar que Dios haya castigado o condenado a Cristo en lugar nuestro. Se trata de una teoría que presentan erróneamente varios autores, concretamente en la teología reformada» 27 . Esta toma de posición no ha encontrado todavía la publicidad que se merecía.
20. /Mí., 326. 21. Cf. Cu. DUQUOC, Cristologia. Ensayo dogmático, t. 2. El Mesías, Sigíleme, Salamanca 1972, 240-252. 22. Expresiones sacadas del Comm. ¡nps. 21, 1-2:WA 5, Weimar 1892, 598-608. 23. Ibid 24. J. CAI.VIN, histítiition déla religión chrétieiwe, o. c , 268-269. 25. S. BOULGAKOV , o. c.,296. 26. H. LESETRE, Notre-Seignmr Jésus-Christ dans son saini Évangile, París 1902, 529, citado por L. SABOURIN, O.C, 434.-Más recientemente, pero en el marco de una sistemática muy distinta que no recoge el tema de la sustitución puramente penal, H. U. V O N B ALTHASAR, Clona. Una estética teológica, 7. Nuevo Testamento, Encuentro, Madrid 1989, 187-192, afirma que Jesús pasó por la experiencia de la «segunda muerte», la del infierno propiamente dicho. Recogiendo las ideas de Nicolás de Cusa, piensa que la kénosis de Cristo llegó hasta d abandono escatológico por parte de Dios. Expresé ya mis reticencias ante esa tesis extrema en RechScRel 59 (1971) 88-89.
Del siglo XXal
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siglo XX la satisfacción vicaria
Desde el siglo XLX otra corriente teológica desarrolló diversas teorías bajo el título común de «satisfacción vicaria». Se encuentra un presentimiento antiguo de esta expresión en un texto de la liturgia mozárabe que atribuye la redención al «oficio vicario» (vicario muñere) del Hijo, que es el sustituto (vicarius) de la humanidad culpable 28 . La fórmula técnica aparece por primera vez, que se sepa, en la pluma del lenedictino alemán M. Dobmayer (+1805). Esta teoría toma sus debidas distancias respecto a la de la sustitución penal entendida en sentido estricto. La palabra satisfacción ex27. COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Algunas cuestiones relativas a la cristologia IV, D , 7;Doc. Cath. 1803 (1981) 229. Este mismo documento expresa el malestar de la Comisión ante los conceptos de «sustitución expiatoria» y de «expiación vicaria»: lbid., IV, C, 3, 3. 28. Citade por J. RIVIERE Sur les premieres applications du lerme «satisfactio» a iocuvre du Cbist. IV: Bulletinde Littérature ecclésiastiquc, 1924, 364.
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presa en ella, no ya el castigo, sino la reparación de la ofensa hecha a Dios. El término de «vicario» expresa un aspecto concreto de la sustitución: Jesús toma sobre sí una tarea que nosotros no podíamos cumplir. Se resalta fuertemente el amor de Cristo en su ministerio pascual. La satisfacción vicaria es un acto de reparación moral, que se inscribe en el horizonte sombrío de la pena y del castigo. La dificultad que se plantea a propósito de esta teoría procede de la idea de compensación que no se reprueba expresamente en ella. Esta tesis corre igualmente el peligro de hacer pensar que Cristo lo hizo todo en lugar nuestro, en vez de abrirnos tan sólo el camino de nuestra propia satisfacción. Finalmente, no se puede olvidar que en muchos autores sigue estando en comunicación con la sustitución penal, como demuestran las expresiones mixtas de «sustitución expiatoria» o de «expiación vicaria».
hermanos culpables, por el homenaje del Hombre-Dios»32. Esta definición recoge el desafortunado término de compensación. Si Riviere desconfía del esquema de la justicia vindicativa y penal, no es así en lo que concierne al de la justicia conmutativa, que arroja una sombra sobre el concepto positivo de reparación. Por otra parte, afirma que Dios, en su deseo amoroso de perdonar los pecados de los hombres, «decretó como condición previa la vida y la muerte de su Hijo» . Ya hemos visto cómo esta posición, que no pertenece ni a Anselmo ni a Tomás de Aquino, resultaba perniciosa. Sigue siendo la de Riviere, a pesar de su formulación un tanto suavizada. Finalmente, Riviere sigue estando impregnado de la mentalidad teológica, que identifica redención y satisfacción y reduce la mediación descendente a la ascendente: esta convicción fundamental pesa sobre las exégesis de los textos patrísticos que recoge sin embargo con una adecuada exigencia científica, y falsea el equilibrio de la doctrina. El lugar de la resurrección en el acontecimiento salvífico tampoco constituye en él una magnitud teológica.
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Bajo su mejor forma, la doctrina de la satisfacción vicaria fue la del gran historiador del dogma de la redención, J. Riviere. Para Riviere, «el concepto de satisfactio vicaria, sin tener la autoridad canónica que se atribuye a un término definido, pertenece realmente a la fórmula católica del dogma redentor»29. Quizás el autor estaba en este juicio influido por el esquema del Vaticano I sobre la redención, que se quedó en cartera y que insistía mucho en la satisfacción realizada por Cristo, Mediador de Dios y de los hombres, y comprendía un canon afirmando que la satisfacción vicaria no repugna a la justicia divina30. En su artículo «Rédemption» del Dictionnaire de Théologie Catholique, Riviere matiza su formulación: «la idea fundamental implicada en estos términos pertenece a la fórmula de la fe católica»31. No cabe duda de que el término de satisfacción pertenece al lenguaje y al misterio de nuestra salvación en Cristo; ya hemos visto en qué sentido. Pero es muy exagerado canonizar dogmáticamente la teoría teológica de la satisfacción vicaria, y francamente erróneo reducir a esta sistematización el misterio de la mediación salvífica de Cristo. L. Malevez al presentar hace poco la última obra de J. Riviere resumía así su teología de la redención: «La redención es la compensación, la satisfacción ofrecida a la santidad de Dios, en nombre de los
29. J. RIVIERE, Le dogme de la rédemption. Etude théologiqve, Lecoffrc París 1931,23. 30. L. RICHARD, Le Mystére de la Rédemption, Desclée, Tournai 1959, 187-189, ofrece amplios extractos de este esquema. 31. D.T.C.t. 13/2, Letouzey et Ané, París 1937,col. 1921. Cf. C. GUILLON, La Üiéologie catholique de la rédemption au XX siécle. Etapes d'une éwlution, I.C.P. Paris 1985,21.
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II. LA REPRESENTACIÓN Y LA SOLIDARIDAD
La experiencia de la solidaridad En nuestro mundo cultural, el término de solidaridad es portador de una gran carga afectiva y remite a unas experiencias fuertes. Supera con mucho el orden de las obligaciones derivadas del derecho o del hecho. En un mundo en que las relaciones colectivas tienen cada vez más peso, nuestras solidaridades nos definen de alguna manera, positiva o negativamente. En efecto, la solidaridad indica muchas veces el acto de una opción voluntaria, por el que asumimos un vínculo con los que están originalmente alejados de nosotros, en especial los desfavorecidos de este mundo, los pobres, los débiles y los excluidos. La solidaridad es una traducción moderna de la actitud del buen samaritano que se portó como prójimo del hombre maltratado por los bandidos (Le 10, 36). Hacerse solidario de un pueblo, de un ambiente de vida o de un grupo, es aceptar los riesgos de una comunidad de destino con él, compartir sus sufrimientos, soportar con él las injusticias de que es objeto, pero también vivir con él, defenderlo y ayudarle a salir de la miseria o de la opresión. En la solidaridad vo32. L. MALEVEZ: NouvRevTheol 82 (1950) 217. 33. J. RIVIÍRE, D.T.C., ibid, col. 1982; cf. C. GUILLON, O.C, 24.
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luntaria, hay un intercambio entre unos patrimonios de valor (dignidad, generosidad...), pero también entre una situación de sufrimiento y de injusticia y una actividad de promoción y de liberación. Desde sus orígenes, la evangelización ha supuesto un compromiso de solidaridad del apóstol con los hombres a los que ha sido enviado, como decía san Pablo que se hizo todo para todos, judío con los judíos, sinley con los sin-ley, débil con los débiles (1 Cor 9, 20-22). Muchos misioneros han vivido esta misma actitud a lo largo de los siglos en los países donde querían implantar el evangelio. Semejante solidaridad puede conducir a la muerte; es lo que ocurrió durante la última guerra mundial con una persona ya citada por su obra teológica, el padre Yves de Montcheuil: hecho prisionero en la cueva de la Luiré en julio de 1944, cuando el ataque del maquis de Vervors al que se había incorporado por razones espirituales y apostólicas, respondió al oficial alemán que le interrogaba: «He venido de París expresamente para estar a su lado» 34 . Fue fusilado unos días más tarde. Desde entonces, muchos hombres han pagado con su vida su voluntad de solidaridad. Es verdad que la solidaridad puede detenerse en la defensa de unos intereses de grupo, pero puede ser también el lazo, no sólo de una camaradería cordial, sino también de la amistad y simplemente del amor.
mismo en su movimiento de retorno al Padre, de reparación y de reconciliación. La categoría histórica más reciente de la mediación ascendente, la de la sustitución, nos remite una vez más a la solidaridad, primero por una reacción legítima contra una teología que absolutizaba indebidamente un concepto aislado y confiscaba de manera errónea en su propio beneficio todos los aspectos de nuestra salvación, y luego por la lógica interna que une sustitución con solidaridad. En efecto, la una y la otra son como los dos focos de una misma eclipse. En el orden que aquí nos ocupa, no se da una sustitución pura y simple. De lo contrario, la persona sustituida se vería reducida a la nada. La verdad de la sustitución supone la solidaridad. Por eso, el razonamiento subyacente al redescubrimiento de la solidaridad puede partir de la sustitución: Cristo no puede sustituir a los hombres pecadores para promover su retorno a Dios más que con la condición de ser legítimamente su representante ante Dios; pero no puede ser ese representante, si no ha asumido una solidaridad auténtica, de naturaleza y de condición, con los hombres. La representación se presenta como el término medio entre la sustitución y la solidaridad.
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Solidaridad y salvación En todos los tiempos la idea de solidaridad ha estado asociada con la de salvación. Una buena prueba de ello es la frecuente aparición de esta palabra a lo largo de estas páginas. Por la encarnación, el Verbo de Dios se hizo solidario de toda la humanidad y la hizo solidaria de su divinidad. Los argumentos soteriológicos de nuestra divinización se basan en esta doble solidaridad, que es la del único mediador, con los dos compañeros que hay que unir entre sí. También hemos encontrado ya el orden solidario de las libertades. Todo esto pertenece a la mediación descendente. Pero el sacrificio, la expiación dolorosa y la satisfacción suponen igualmente, según el movimiento de la mediación ascendente, la solidaridad de condición y de destino asumida por Cristo con nosotros. Este título de la solidaridad es necesario para que él pueda ser de verdad nuestro representante ante Dios, la Cabeza de ese gran cuerpo de la humanidad que él recapitula en sí
34. Cf. Y. DE MONTCHEUIL, Mélangcs tliéologiqucs, Aubier, París 1951, prólogo de H. de Lubac, pp. 8-9.
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La solidaridad de Cristo con nosotros no es la de un hecho original. Es el fruto de una libre decisión por parte del Hijo, que asume voluntariamente una solidaridad completa con la humanidad, incluso en las consecuencias del pecado que lo une a ella para su desdicha. El valor de esta solidaridad no es solamente ejemplar; por venir de otra parte, es capaz de cambiar el sentido de la solidaridad humana del mal en bien, de darle un nuevo fundamento y de liberarla. La relación entre la sustitución y la solidaridad se basa siempre en el admirable intercambio. Jesús no ha venido solamente a compartir nuestro destino como un hombre entre los hombres. Por muy conmovedora que sea, esta solidaridad podría no cambiar en nada nuestra sustitución. En definitiva, se la podría acusar de no conseguir otra cosa si no hacer un desgraciado más. Pero Cristo toma sobre sí la solidaridad de nuestros sufrimientos y de nuestro destino marcado por el pecado, a fin de trasformarla en solidaridad de justicia y de felicidad y de comunicarnos el beneficio de la solidaridad divina que es por origen la suya.
La solidaridad en la Escritura Algunos textos bíblicos funcionan como si se tratara de un test de Rorschach: según las épocas y las lentes con que se leen, dicen unas veces sustitución y otras solidaridad. Lo más significativo en este as-
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pecto, como hemos visto, es el poema del Siervo doliente. A. Médebielle en 1938 subrayaba en él, con otros muchos, la expiación penal y la sustitución 35 . En 1959, L. Richard dice por el contrario: «No se trata de una sustitución del pueblo culpable por el siervo fiel, sino de una solidaridad aceptada con vistas a la expiación y al perdón divino» 36 . Esta exégesis es cada vez más corriente en nuestros días. Ya a comienzos del siglo, F. Prat, gran exégeta de san Pablo, había orientado la interpretación de la Escritura en el sentido de la solidaridad. Sin que aparezca la palabra, la realidad de la solidaridad es inmanente a numerosos textos paulinos. De rico como era, Cristo se hace pobre por nosotros (2 Cor 8, 9); de condición divina, toma la condición de esclavo (Flp 2, 6-7). Esta solidaridad se pone al servicio del intercambio que tiene lugar entre él y nosotros: se identifica con nosotros para cambiar nuestra situación, para trasformar nuestra pobreza en riqueza, para tomar sobre sí la maldición y el pecado, para comunicarnos su justicia (Gal 3, 13; 2 Cor 5, 21). Este intercambio afecta a la misma cruz: nosotros le comunicamos nuestra propia muerte, pero él nos comunica el beneficio salvífico de su propia muerte, hasta el punto de que morimos con él: «El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron» (2 Cor 5, 14). La teología del bautismo es presentada por Pablo como una participación y una asimilación a su muerte y a su resurrección (Rom 6, 3-11). La dialéctica de uno para todos y todos para uno vale en un sentido opuesto de nuestra solidaridad en Adán y de nuestra solidaridad en Cristo (Rom 5, 12-21; 1 Cor 15, 21-22). Esta solidaridad está al servicio de nuestra unión mística con Cristo, que nos conduce a no formar más que un solo cuerpo con él (Col 1, 18; 2, 19; 3, 15; Ef 1, 23; 5, 23-30). Del mismo modo, la carta a los Hebreos desarrolla largamente la idea de la solidaridad del sumo sacerdote que se ha hecho hermano de los hombres: «Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y sumo sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo. Pues, habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados» (Heb 2, 17-18; cf. 4, 15; 5, 2). La lectura teológica que hace Pablo del acontecimiento de Cristo nos remite a las actitudes de Jesús, tal como nos las refieren los evangelios. La constitución Gaudiumet Spes del Vaticano 11 resume así la
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entrada de Jesús en la solidaridad múltiple con la comunidad humana: «El propio Verbo encarnado quiso participar de la vida social humana. Asistió a las bodas de Cana, bajó a la casa de Zaqueo, comió con publícanos y pecadores. Reveló el amor del Padre y la excelsa vocación del hombre evocando las relaciones más comunes de la vida social y sirviéndose del lenguaje y de las imágenes de la vida diaria corriente. Sometiéndose voluntariamente a las leyes de su patria, santificó los vínculos humanos, sobre todo los de la familia, fuente de la vida social. Eligió la vida propia de un trabajador de su tiempo y de su tierra»37. La reciprocidad de esta solidaridad se señala en la escena del juicio final: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Me 25, 40). Éste es, en su riqueza pero también en su complejidad, el gran movimiento de solidaridad que une a Cristo en nosotros y a nosotros con Cristo, en su doble dimensión humana y divina. Esta solidaridad tiene su último fundamento en el designio eterno de Dios que nos ha elegido en Cristo antes de la fundación del mundo (cf. Ef 1, 4). En ella el orden de la salvación respeta el de la creación. La solidaridad tiene su fuente en el movimiento descendente de la mediación de Cristo, pero se realiza y se acaba según el movimiento ascendente que nos lleva al Padre como una sola familia y un solo cuerpo. Los padres de la Iglesia son en este punto los herederos espontáneos de la Escritura. Glosando Ef 1, 10, Ireneo desarrolla su propia teología de la recapitulación, que se basa en los distintos aspectos simbólicos de la solidaridad de Cristo con nosotros. San Cipriano nos dice, hablando de la eucaristía, que «Cristo nos llevaba a todos... En Cristo, sepámoslo bien, no hay más que un solo cuerpo al que está unida nuestra pluralidad, con la que él se unificó»38. Para Cirilo de Alejandría, «todos nosotros estábamos en el que murió y resucitó por causa de nosotros y para nosotros» 39 . Esta misma solidaridad le permite a Cristo, s e g ú n san Agustín, rezar los salmos en nombre de todos los que forman su cuerpo. Se ha visto igualmente cómo el tema de la solidaridad estaba subyaciendo en las argumentaciones soteriológicas de los padres.
37. Gaudim et Spes, n. 32, 2. 35. A. MEDEBIELLE, «Expiation», en DicL Bibl., Suppl., t. 3, Letouzey ct Anc, Paris 1938, 98. 36. L. RICHARD, O. C, 31.
38. SANQPHANO, Epjst.63, 13, citado por L. RICHARD , o. c, 119.
39. QRILO SE ALEJANDRÍA , Comm. in evang. Joh., II, sobre Jn 1, 29: PG 73, 192d, citado por L. RICAHARD, o. c, 119.
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Solidaridad y universalidad de la salvación Uno de los aspectos de la contestación contemporánea se refiere, como hemos visto, a la pretensión de universalidad de la acción salvífica de Jesús. El tema de la solidaridad se presenta singularmente fecundo a la hora de darle a esto una respuesta. Por una parte, el movimiento original de la solidaridad asumida por el mediador nos pone en situación de «solidaridad divina». El misterio pascual de la muerte y de la resurrección es un acto divino; tiene por ello un valor absoluto y por tanto universal. Es «una vez por todas» (ephapax: Heb 7, 27) y tiene un alcance transhistórico. Es capaz de alcanzarnos a todos en virtud de la omnipotencia divina que, por su parte, estableció ya en Jesucristo un lazo de comunión con nosotros. Pero este primer aspecto de la mediación es inseparable del segundo, el de la «solidaridad humana» que Cristo estableció entre él y nosotros y que nos permite tener parte en la solidaridad divina. Por eso en la actualidad tenemos mayor curiosidad y somos más exigentes a propósito de los signos puestos en la existencia humana de Jesús de esta solidaridad propia de su humanidad. Nos parece insuficiente una respuesta que apele únicamente a la solidaridad divina y realmente resulta insuficiente cuando se piensa en la economía de la encarnación. Por tanto, hay que dar cuenta, por otra parte, de la naturaleza y del funcionamiento de la solidaridad humana de Jesús y de lo que justifica la atribución a su humanidad particular de un carácter universal. «En él no se trata tan sólo de su destino; se trata del destino de toda la humanidad» 40 . El título de Hijo del hombre nos orienta en este sentido. El hecho de que la humanidad de Cristo no solamente asuma la solidaridad humana, sino que funde entre los hombres una solidaridad nueva y los convoque a formar un solo «cuerpo» es un dato iluminador. Lo que está pidiendo una mayor reflexión en nuestros días es la antropología del cuerpo místico de Cristo. Como dice atinadamente Ch. Duquoc, es preciso «descubrir un punto de vista que sirva de fundamento al mismo tiempo a las dos relaciones: la inclusión de los hombres en Cristo y la necesidad del compromiso libre de cada hombre con Cristo»41. W. Kasper, en el que ya heñios encontrado la llamada al orden solidario de las libertades 42 , muestra muy bien cómo la encarnación del Hijo de Dios fundamenta entre los hombres un nuevo orden de soli-
308.
40. CH. DUQUOC, Cristología, t. 1. El hombre Jesús, Sigúeme, Salamanca 1972", 41. Ibid. 42. a . supra, 208.
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d a r i d a d e n virtud m i s m a d e la p r o x i m i d a d c o n D i o s q u e inaugura p a r a c a d a u n o de ellos: «De hecho, al entrar (Jesucristo) como Hijo de Dios corporalmentc en el mundo, se cambia la situación de todos. Con el se cualificó de nuevo el espacio existencial de cada hombre y él mismo se hizo nuevo. Cada hombre se define ahora por el hecho de que Jesucristo es su hermano, vecino, compañero, conciudadano, cohombre. Ahora Jesucristo pertenece al destino ontológico del hombre. Pero puesto que con Jesucristo viene Dios mismo, el hombre se encuentra con él corporalmente en vecindad con Dios. Con la venida de Cristo se abrió a todo el mundo y a todos los hombres un nuevo kairós, una nueva posibilidad de salvación. Con él se ha hecho nueva la situación de todos, porque en la humanidad única el ser de cada uno es determinado por el de todos. Precisamente en el cuerpo de Cristo se nos da y se nos ofrece corporalmente la salvación» 43 . L a reciprocidad entre solidaridad divina y solidaridad h u m a n a en C r i s t o f u n d a m e n t a p o r c o n s i g u i e n t e u n n u e v o tipo de s o l i d a r i d a d p a r a t o d a la h u m a n i d a d , injertada en la solidaridad original d e creac i ó n y d e destino histórico. En esta solidaridad creadora de u n n u e v o c u e r p o , Cristo e s nuestra Cabeza; el famoso «por nosotros» d e la E s critura toma t a m b i é n el sentido de « e n c a b e z a d o s p o r él» 44 . Y llegam o s así a la a f i r m a c i ó n clásica de santo T o m á s : « L a Cabeza y los m i e m b r o s son c o m o u n a sola persona física» 4 5 . R e c i e n t e m e n t e , H. U. v o n Balthasar, criticando ciertas t e o l o g í a s c o n t e m p o r á n e a s d e la salvación, opinaba que «hay q u e superar c i e r t a m e n t e el simple c o n c e p t o de solidaridad» 4 6 , debido al misterioso int e r c a m b i o que s e establece en la cruz. Pero parece ser que sus a c u s a -
ciones se refieren tan sólo a las reducciones del concepto de solidaridad a s u s aspectos más elementales y corrientes. Sin pretender que este concepto sea suficiente por sí solo para dar cuenta de la totalidad de la salvación, hemos de reconocer que está necesariamente implicado en los demás. En particular, es imposible dar cuenta del admirable intercambio —tan del gusto de Balthasar—, sin apelar a él. La manera con que acabo de definir la solidaridad, «eminente» y
43. W. KASPER, Jesús el Cristo, Sigúeme, Salamanca 1979 , 252-253. 44. Cf. M.J. NICOLÁS, POUT une théologic intégrale de la rédeupúon: (Revuc Thomiste81/l (1981) 42. 45. S. Vi. III, q. 48, a. 2, ad 1. 46. H. U. \ON BALTHASAR , Le Christ daos sa mission de RédemjMr: Associaüon sacerdotale «Limen Genitum», n. 42 (1978), 1.
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única en su género, de Cristo con nosotros nos indica muy bien que interviene en todos los tiempos de la mediación.
La intervención de Dios en nuestra historia por la encarnación utiliza esta estructura de las relaciones sociales en la historia humana, de la que constituye un paso al límite, dado el carácter trascendente que le confiere. El funcionamiento de la relación uno/todos permite comprender algo de cómo funciona humanamente la universalidad de Jesús. El «todos» aquí considerado no es ya un pueblo entre los pueblos; es obra de la «multitud» (hoi polloi) de los hombres, es decir, de la humanidad universa], judíos y paganos, considerada tanto en el tiempo como en el espacio.
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La salvación de todos por uno solo La perspectiva paulina de la salvación de todos realizada por uno solo se apoya en el esquema antropológico dé la relación uno/todos que pertenece a la historia de los grupos humanos. A través de esta relación es como un grupo humano encuentra su unidad, su cohesión, y se hace efectivamente solidario. La relación de la multiplicidad de los miembros con la unidad del grupo queda mediatizada por la relación de los miembros con una persona única que simboliza y hace efectiva dicha unidad. Esta relación está hecha de una dialéctica de identidad y de oposición, siendo esta oposición el lugar de un intercambio entre el que es único y todos los demás. La identidad se expresa, por ejemplo, en el orden político, a través del simbolismo del soberano, jefe «carismático», rey, emperador, presidente de la república. Sean cuales sean sus poderes concretos, el soberano simboliza en última instancia la unidad de su pueblo: lo representa y compromete su destino. «El Estado soy yo», decía Luís XIV; en un sentido «carismático», Ch. de Gaulle pudo decir en 1940: «Francia soy yo» y dar progresivamente una efectividad a esta toma de conciencia. En el terreno del ideal tenemos al santo o al sabio, aquel en quien todo un pueblo se reconoce y sigue su ejemplo, como Gandhi. Esta identidad remite sin embargo a una oposición: el único está frente a todos; entre él y el pueblo se produce un fenómeno de reflejo con la concentración de la vida de todos en uno solo. Esta oposición puede funcionar en sentido positivo o negativo en el intercambio que sigue. El único puede convertirse en tirano de todos, oprimir a su pueblo, arrastrarlo a la guerra. El pueblo puede rebelarse contra él, matarlo físicamente (Carlos I de Inglaterra, Luis XVI...) o políticamente, hacer que dimita en unas elecciones. Pero también el único puede convertirse en el defensor de su pueblo, en su reagrupador, en su libertador. Es el héroe nacional, objeto de respeto y de orgullo durante su vida, de honores especiales después de su muerte, y hasta de una apoteosis, ya que sigue viviendo en la memoria del pueblo después de haber asegurado su destino. En esta dialéctica de identidad y de oposición, la ejemplaridad y la causalidad representan a la vez su papel a través de un movimiento de reciprocidad. Lo que hace uno concierne a todos, lo que él decide les afecta a todos; pero también la libertad de todos le afecta a él en la aceptación o en el rechazo.
Los textos bíblicos ilustran la dialéctica de la identidad y de la oposición a propósito de esta relación establecida entre Jesús y la humanidad. Por una parte, Cristo asumió la naturaleza humana y el destino ligado a su condición. Se identificó con ella y se hizo solidario de ella. Pero no se hizo solamente un hombre entre los hombres. Siendo el Hijo encarnado, ofrece en su nacimiento virginal el signo de que viene a reasumir a toda la humanidad para una creación nueva. Por este título es el nuevo Adán, fundador para todos de una unidad, de una solidaridad y de un destino nuevos. Por su vida, su muerte y su resurrección, actúa como Cabeza y Jefe de esta humanidad (Col 1, 18; Ef 1, 22) y da realidad visible a su intención de hacer de la humanidad un solo cuerpo, su propio cuerpo que es la Iglesia, poniendo el acto decisivo de la recapitulación de todas las cosas bajo una sola Cabeza (Ef 1, 10). Su título de Resucitado lo celebra como el Señor, aquel que recibió toda soberanía y todo poder. La humanidad era ya una en el designio creador de Dios. Pero esta unidad había jugado para lo peor, puesto que por el pecado de Adán todos habían recibido la condenación. La solidaridad de la relación uno/todos había dado origen a la proliferación del pecado. La nueva solidaridad basada en Cristo viene a restaurar la imagen de Dios que es la humanidad y a traerle la salvación. Según la perspectiva bíblica de la personalidad corporativa, toda la humanidad se convierte en un solo ser en Cristo. El obrar de Cristo la compromete por entero en un destino nuevo. La lumanidad queda «incluida» en Cristo. Pero esta identidad del Único y de todos supone también el momento de 1¿ oposición, el del justo y los pecadores, el del salvador y los salvados. En esta oposición representan su papel las libertades, bien en el rechazo, bien en la acogida. Esta oposición se vive primero de modo negativo: si Jesús vive el «por nosotros» de una solidaridad absoluta, st q u e d a solo frente a todos y choca con el proyecto de muerte quees o b r a de todos, judíos y paganos. El Único muere por obra de todos. P e r o el conflicto se convierte en Jesús en un intercambio: uno solo da su vida por todos y su muerte da la vida y la justicia
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a todos. Más aún, «si uno murió por todos, todos por tanto murieron» (2 Cor 5, 14). Pero el término de muerte ha cambiado de sentido: la muerte de uno solo es el resultado del pecado de todos; la muerte de todos es una liberación de la muerte del pecado y un retorno a la vida. El conflicto inexpiable se ha convertido en reconciliación absoluta. La libertad santa del Único ha convertido las libertades pecadoras, como atestiguan la palabra del centurión al pie de la cruz, la fe de los testigos del resucitado y el arrepentimiento de los destinatarios del discurso de Pentecostés (Hech 2, 37). Se establece un nuevo orden solidario de libertades, basado en la libertad santa y contagiosa de Cristo. Por eso la solidaridad de la salvación de todos realizada por uno solo no puede prescindir nunca de la libertad de cada uno. Las libertades de todos se ven urgidas a lo largo de la historia a dar su respuesta al acto cumplido por uno solo: lo harán, bien sea fijando su oposición en un rechazo, o bien acogiendo la solidaridad del intercambio total con Cristo. Para recapitular esta dialéctica de la relación uno/todos entre Cristo y nosotros, se puede introducir el concepto de origen hegeliano, utilizado por H. U. von Balthasar, de «universal concreto». Jesús puede llamarse en sentido propio y único nuestro «universalconcreto» o nuestro «concreto-universal». En contra de la ley lógica que quiere que lo universal sea abstracto y que lo concreto sea sólo particular, los dos términos pueden atribuirse simultáneamente a Cristo. Porque Cristo no es ni una ley general o una idea abstracta, ni tampoco un individuo simplemente particular. Como Verbo hecho carne en la historia, lleva en sí la universalidad de Dios y la universalidad de los hombres; es su concreción. La vida de Jesús, en su particularidad concreta que comprende la muerte y la resurrección, es la expresión de la totalidad de Dios para el mundo y de la totalidad del hombre ante Dios. Estas afirmaciones están exigiendo una justificación, tanto por parte de Dios como por parte del hombre. Dios no es un individuo entre los demás; es lo que ocurre con Cristo. En cuanto hombre-Dios, él es igualmente único, no es un elemento humano que pueda generalizarse. La humanidad de Jesús asume en su originalidad concreta «lo umversalmente humano» 47 .
47. C[. el análisis del concepto de «universal-concreto» en H. U. von Balthasar en G. MARCHESI, La cristologia di Hans Urs von Baltliasar. La fíguca di Gcsü Cristo, espressione visibile di Dio, Univ. Gregoriana, Roma 1977, 33-48.
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Universalidad de Jesús y misterio de la Iglesia La lógica de la encarnación que nos trae la salvación por medio de la humanidad de Jesús se extiende al misterio de la Iglesia. En efecto, es imposible dar cuenta del cómo humano de la universalidad de Jesús abstrayendo de la Iglesia. Porque el género humano es un cuerpo diacrónico y la humanidad propia de Jesús no podía ser concreta sin estar situada en un tiempo y en un lugar. Por eso mismo la relación uno/todos se convierte en el «una vez por todas». Pero para que las libertades humanas puedan convertirse y adherirse a la salvación traída por la libertad de Cristo, es preciso que el mensaje de esa salvación se les trasmita según las leyes humanas de la comunicación, y que esa misma salvación se les haga presente y se les dé visiblemente. La relación uno/todos tiene que poder expresarse simbólicamente (en el sentido fuerte de la palabra) y vivirse hasta el Final de los tiempos. Así es como la universalidad de la mediación de Cristo realiza su efectividad. Tal es el misterio de la Iglesia, que congrega por el don del Espíritu en el Cuerpo de Cristo a todos los que responden al anuncio de la salvación por medio de su fe. En ella la relación uno/todos es simbolizada ministerial mente por la relación algunos/ todos: algunos se ponen al servicio de todos para obrar en nombre de Cristo-Cabeza en el triple ministerio de la palabra, de los sacramentos y de la reunión del pueblo de Dios 48 . Hay que comprender debidamente el sentido de este ministerio en la Iglesia; evidentemente, la Iglesia no es fuente de la salvación; la recibe; su obra no le añade nada; coopera con ella solamente sobre el fundamento d e su fe y de su respuesta al don absoluto de Dios; ella n o es mediadora por sí misma; está puesta al servicio de la única mediación de Cristo, en cuanto que la hace instrumentalmente presente e n virtud del mandato que ha recibido. Este servicio de la mediación alcanza su cima en la celebración de la eucaristía, memorial q u e representa aquí y ahora el único acontecimiento de la salvación y con el que las «multitudes» están invitadas a comulgar. «Este intercambio original entre Cristo, el Único, y nosotros, la multitud» se prolonga aún más, según una reflexión sugestiva d e J. Ratzingei", « e n la correlación entre la Iglesia y lo que no es Iglesia, 48. Sobe la dialéctica ministerial algunosAodos, cf. A. JAUBERT, Les é¡xtrcs de Paul: le [ailmmniunautairc y B. SESBOUE, Minisíéres etstructvre de l'Eglise, en Le minislére et les minisíéres sehn le Nouvvau Tcstamnt. Dossicr excgctiquc et ré/lcxion thcologique,h}o l a dirección de J. Delormc, Seuil, Paiis 1974, 16-33 y 347-417. 49. J. RwziNGER, Le nouveau pcuple de Dita, Aubier, París 1971, 142. Pero el autor hace inicrvenir en la exposición de esta dialéctica «una multitud de sustituciones» que no se imponen, ya que se trata de «una existencia de uno para el olio».
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entre los creyentes y los paganos». A su vez la Iglesia se convierte en el mundo en el grupo de «unos» en relación con la multitud: «A ese pequeño grupo que es la Iglesia se le ha impuesto, en la prolongación de la misión de Cristo, la tarea de representar a la multitud, y la salvación de los dos grupos no se lleva a cabo más que en su correlación y en su subordinación común a la gran función vicaria de Jesucristo, que los comprende a los dos. Pero si la humanidad, en esta representación por Cristo y en su prolongación, se salva por la dialéctica del 'pequeño número' y de la 'multitud', esto significa también que cada uno de los hombres, y los creyentes ante todo, tienen su función irrenunciable en la economía de la salvación de la humanidad. Si unos hombres, incluso la gran mayoría de los hombres, se salvan sin una plena pertenencia a la comunidad de los creyentes, es tan sólo porque la Iglesia existe como realidad misionera y dinámica, y porque los que son llamados a la Iglesia cumplen con su tarea, que es la del pequeño número»50. Así pues, todo cristiano entra en los dos lados de esta dialéctica de la universalidad: en el lado de todos respecto a Cristo, el Único; y dentro de la Iglesia, en el lado de todos respecto a algunos (que pertenecen a su vez al cuerpo de todos), pero también en el lado del pequeño número, puesto al servicio de la multitud de los hombres. Todo se sostiene en teología: tratar de la salvación hasta el fin exigiría dedicar un capítulo al Espíritu y a la Iglesia. Lo que acabamos de decir bastará seguramente para comprender la discontinuidad y la continuidad que van de Cristo a la Iglesia con vistas a la universalidad de la salvación.
50. Ibid.
Síntesis LA RECONCILIACIÓN
14 La reconciliación y el perdón
En el recorrido que hemos hecho se ha pasado revista a las categorías de la mediación descendente y luego a las de la ascendente. ¿Dónde colocar la de la reconciliación, tan cercana al perdón? En efecto, la reconciliación pertenece a los dos lados de la mediación, ya que es a la vez unilateral y bilateral. En la Biblia, la reconciliación es ante todo un acto de Dios con el hombre: en ella Dios es sujeto y el hombre objeto. La iniciativa unilateral y gratuita de la reconciliación pertenece por este título a la mediación descendente. Por tanto, podríamos haber tratado de ella en la sección primera. Pero hay también otro aspecto: no existe reconciliación efectiva sin la respuesta de aquel que es objeto del perdón. La reconciliación pone en relación a dos compañeros, entre los que se da una cierta reciprocidad, aunque no simétrica. Ocurre con la reconciliación como con la alianza de Dios con la humanidad: todo viene de Dios en la alianza y, sin embargo, la alianza no se puede sostener sin el compromiso fiel de los hombres que son sus compañeros. Por esta razón la reconciliación supone un movimiento ascendente del hombre hacia Dios, que Cristo ha asumido en su propia persona. De este modo la reconciliación es una categoría sintética que constituye una conjunción de todas las demás. Por tanto, era conveniente terminar con ella, en cuanto que recapitula a todas las otras y les da su iluminación definitiva. Había además otra razón para ello: la experiencia de la reconciliación es en la actualidad objeto de un redescubrimiento en la sociedad y en la Iglesia. Este esquema interpersonal dice algo a nuestro mundo cultural. Esto se debe seguramente a que este mundo vive bajo el signo del conflicto, en escala mundial, social, política y planetaria. Nuestra historia reciente ha conocido igualmente gestos simbólicos de reconciliación, como el de Francia y Alemania después de más de un siglo de hostilidad, o como el geste adoptado por Anouar e l Sadat frente al estado de Israel. En la Iglesia, el sacramento de la penitencia se llama ahora preferencialmente sacramento de la reconciliación. Se
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lee y se comprende toda la economía de la salvación como una gran epopeya de reconciliación entre Dios y el hombre. Este tema, que no ha constituido en la tradición eclesial una categoría notable de la soteriología, aparece hoy como el presupuesto de todos los demás y hace inclusión con la mediación realizada por Cristo. La reconciliación es una realidad antropológica llena de sentido: constituye un proceso humano con el que todos tenemos que enfrentarnos un día u otro. Entre dos compañeros, personas o grupos, se crea una situación de conflicto. En ese conflicto hay estructuralmente un ofensor y un ofendido, aunque en nuestras divisiones humanas los errores están generalmente repartidos por ambas partes. El ofensor y el ofendido tienen cada uno tarea específica que realizar, un parto bastante difícil. Si los errores están repartidos, el proceso se dobla, ya que cada una de las partes tiene que vivir a la vez la tarea del ofensor y la del ofendido. El trabajo del ofensor consiste en arrepentirse del mal que ha hecho, confesarlo, es decir, reconocerlo como suyo y desaprobarlo; además tiene que traducir esta conversión del corazón en un obrar nuevo que la haga pasar del interior al exterior. El ofendido, por su parte, no puede desinteresarse de su ofensor, ya que si se cierra en su rencor, se vuelve a su vez ofensor. Le corresponde incluso dar el primer paso, esto es, mostrar que por su parte el perdón está siempre a punto. Debe también verificar la autenticidad del arrepentimiento, no ya en nombre de una exigencia vindicativa, sino en virtud de la naturaleza misma del proceso que está en juego. La interacción entre el arrepentimiento y el ofrecimiento del perdón se convierte entonces en una emulación en el amor que permite el encuentro del ofensor con el ofendido y, por contagio mutuo, puede acabar en esa sima del abrazo de paz que se dan, una vez cumplidos el perdón y la reconciliación. Éste es el plano del proceso total, que puede conocer múltiples condicionamientos y permanecer a veces bloqueado por alguna de las dos partes. Sean cuales fueren las formas que tome, la reconciliación es una necesidad constante de nuestra existencia de hombres. Siempre tenemos que reconciliarnos con los demás y con Dios. Incluso muchas veces tenemos necesidad de reconciliarnos con nosotros mismos. Pero en el plano humano, toda reconciliación es ya una salvación. Por consiguiente, es fácil comprender que, en lo que se refiere a su salvación definitiva, el hombre tiene necesidad de la iniciativa gratuita de la reconciliación realizada por Jesucristo. No solamente él dio el primer paso y todos los demás pasos necesarios para reconciliarnos, sino que además tomó sobre sí los dos lados del proceso, poniéndose al frente de todos los ofensores para conducirlos al Padre, a costa de un esfuerzo doloroso.
LA RECONCILIACIÓN Y EL PERDÓN
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I. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA
La reconciliación realizada por ¡a cruz La enseñanza de san Pablo es aquí muy clara: la reconciliación es una iniciativa gratuita de Dios: «Todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo» (2 Cor 5, 18). En esta frase, Dios es el sujeto y nosotros, los hombres, somos el objeto y los beneficiarios de la reconciliación. Más aún, esta iniciativa de gracia y de benevolencia divina se realiza a pesar de que nosotros somos pecadores y enemigos: «Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos por él salvos de la cólera! Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida!» (Rom 5, 10-11). Este es el contexto en que tenemos que comprender tanto la justificación como el sacrificio, y lo que la tradición llamará la satisfacción. Igualmente, la reconciliación se lleva a cabo por medio de la muerte del Hijo en la cruz; bajo el signo de la reconciliación, Pablo desarrolla toda una teología de la cruz. Pero no puede haber reconciliación con Dios sin reconciliación fraterna; por eso, la reconciliación de los hombres con Dios, adquirida por la sangre de Cristo, compromete formalmente a la reconciliación entre los judíos y los paganos, tras la destrucción del muro que los separaba: «Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad... Para crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la enemistad/Vino a anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos [los paganos] y paz a los que estaban cerca [los judíos]» (Ef 2, 14-17). La cruz era el lugar en el que se desencadenó la enemistad y el odio; ahora se convierte en el lugar de su muerte y del establecimiento de la paz, fruto de la doble reconciliación de los judíos y de los p a ganos entre ellos y con Dios. En la carta a los Romanos la temática era distinta: partiendo de la constatación de que la salvación había pasado del pueblo elegido a los paganos, Pablo afirma sin embargo que Dios no ha rechazado a Israel: «Si su reprobación [la de los j u díos] ha sido la reconciliación del mundo, ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre los muertos?» (Rom 11, 15).
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JESUCRISTO, EL ÚNICO MEDIADOR LA RECONCILIACIÓN Y EL PERDÓN
Progresivamente, la idea de un mundo reconciliado pasa en Pablo desde la perspectiva del mundo humano (2 Cor 5, 19) a la del mundo cósmico, asociado al mundo humano en el misterio de la cruz de Cristo, que nos alcanza a pesar de la hostilidad de nuestro pecado: «Pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud y reconciliar en él y para él todas las cosas, purificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en latierray en los ciclos. Y a vosotros, que en otro tiempo fuisteis extraños y enemigos, por vuestros pensamientos y malas obras, os ha reconciliado ahora, por medio de la muerte en su cuerpo de carne» (Col 1, 19-22). Igualmente, el designio de reconciliación de Dios en su Hijo, en quien tenemos «el perdón de los delitos» (Ef 1, 7), tiene por finalidad «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 10). El lenguaje de la reconciliación responde al de la alianza, presente en los evangelios: «Bebed de él todos, porque ésta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26, 28; cf. Me 14, 24; Le 22, 20), en la primera carta a los Corintios, siempre a propósito de la institución de la eucaristía (11, 25), y en la carta a Jos Hebreos (7, 22; 8, 6.8). Lo mismo que la reconciliación se llevó a cabo por la muerte de Cristo en la cruz, también la alianza se concluyó por la sangre derramada del Mediador. La etimología griega de la palabra «reconciliar» (katallassó, synallassó) remite a la idea de cambio: una situación o una persona «se vuelve otra». Pues bien, el testimonio del corpus paulino muestra que la reconciliación no constituye un cambio de actitud en Dios. En él es absoluto el ofrecimiento de la reconciliación y por su parte la realización de la reconciliación se ha cumplido ya en Cristo. Lo que cambia es la situación del hombre respecto a Dios. «Para san Pablo, lo que Dios cambia no son sus propias disposiciones; tampoco son las disposiciones del hombre para con él; es la situación en que el hombre se encuentra respecto a él... Dios ha restablecido unas relaciones pacíficas entre el mundo y él»1. Estas fórmulas de dom Dupont son muy adecuadas para subrayar el aspecto unilateral de la iniciativa de Dios en la reconciliación. Pero deben ser completadas. Porque la reconciliación no es un acto de Dios solo; se realiza en el acontecimiento del Hijo encarnado, en donde Jesús actúa a la vez como Hijo que viene a reconciliar a los hombres enemigos de Dios, y como el 1. J. DUPONT, La réconciliation Paris 1953, 18.
dans la ihéologic de saint Paul, D. D. B., Bruges-
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hombre que vuelve hacia Dios. En Jesús, los dos aspectos de la reconciliación llegan a realizarse plenamente: el don de Dios y la respuesta libre del hombre. Esta reciprocidad está simbolizada en la forma misma de la cruz, en donde Cristo sufre una doble ruptura que lo hace doblemente reconciliador. El mediador aceptó ser el supremo despedazado, a fin de hacerse el supremo reconciliador. Con sus brazos extendidos vive el despedazamiento del odio entre los judíos y los paganos, y de todo el odio entre los hombres. Pero sus brazos despedazados se convierten en el don de un abrazo fraternal: los brazos de la cruz son un rasgo de unión horizontal que todos los hombres están invitados a captar. Su cuerpo colgado en la vertical entre el cielo y la tierra vive el despedazamiento entre la santidad de Dios y el pecado de los hombres. Jesús sufre en su carne lo que le cuesta ser entre los hombres aquel que vive en la alianza con Dios hasta el fin. Su propia carne se ve despedazada entre el don absoluto de Dios al hombre y el rechazo del hombre pecador a Dios. Pero este palo vertical del suplicio se convierte en el rasgo de unión entre el cielo y la tierra. Jesús vive el trabajo doloroso de la reconciliación y, «levantado de la tierra», atrae a todos los hombres hacia sí (cf. Jn 12, 32). En la cruz se encuentran los dos movimientos de la reconciliación, el horizontal y el vertical; en la cruz se juntan los dos movimientos, descendente y ascendente, de la reconciliación de Dios con el hombre y del hombre con Dios, realizada por el único mediador. El mensaje de la reconciliación La reconciliación cumplida en la cruz es una llamada viva a la reconciliación. Ya en los evangelios, Jesús invitaba a sus oyentes a reconciliarse: «Si al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo que reprocharte, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda» (Mt 5, 23-24). Este mandato establece ante todo una solidaridad entre la reconciliación fraterna y h reconciliación con Dios, que se repite bajo otra forma en la enseñanza del Padrenuestro: «Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6, 12). Pablo convierte en un conjuro solemne el mensaje cristiano de la reconciliación: «En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!» (2 Cor 5, 20). Esta llamada pertenece al propio mensaje: sí, ya estamos reconciliados con Dios por Jesucristo (cf. 2 Cor 5, 1819); pero, ¿de que nos serviría este don gratuito, si no lo acogemos, si
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no dejamos paso en nosotros a la iniciativa de Dios? El poder de conversión de los corazones y de las libertades, que es el de la cruz, está puesto al servicio de la reconciliación. Vuelto a nosotros a través del rostro de su Hijo crucificado, Dios nos pide que nos volvamos a él para recobrar los vínculos de la comunión y de la paz. La llamada a la reconciliación nos remite al carácter inevitablemente bilateral de ésta. Ese es el contexto que arroja su verdadera luz sobre el famoso versículo de 2 Cor 5, 21, que ha hecho correr tanta tinta. La llamada a la reconciliación precede inmediatamente a la afirmación del intercambio, entre nosotros y Cristo, del pecado y de la justicia. Entre el don de la reconciliación y la llamada a dejamos reconciliar con Dios, está el ministerio de la reconciliación: «Dios... nos confió el ministerio de la reconciliación..., poniendo en nuestros labios la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortara por medio de nosotros» (2 Cor 5, 18-20). Estos versículos contienen toda la teología del ministerio en la Iglesia. Indican a la vez su fundamento y su contenido. El fundamento es el ministerio confiado por Cristo, que le da al apóstol la pretensión de hablar «en nombre de Cristo» y de ser la voz de Dios. El apóstol es un embajador: no es más que un representante acreditado, un ministro y un servidor, un portavoz. Pero ha recibido la misión y la autoridad para anunciar la palabra eficaz del «evangelio de la reconciliación»2. En cuanto al contenido del ministerio eclesial, se resume aquí bajo el signo de la reconciliación. Si la salvación es reconciliación, el ministerio de la salvación se recapitula en el ministerio de la reconciliación.
n. LA RECONCILIACIÓN, NUEVO NOMBRE DE LA SALVACIÓN
Al exponer a continuación la recuperación contemporánea del terna evangélico de la reconciliación, daré un salto sobre el conjunto de la tradición. Un salto en parte injusto, por dos razones: primero, porque la reconciliación ha constituido el horizonte englobante de todas las categorías estudiadas; un horizonte tan familiar que de ordinario no deja de estar implícito, excepto cuando se apela a los pasajes paulinos; la preocupación se centraba entonces en algún que otro mo-
2. Un papiro antiguo utiliza en 2 Cor 5, 19 el término de evangelio en vez de palabra (cf. Vocabulario de Teología bíblica, bajo la dirección de X. LEON-DUFOUR , art. Reconciliación, Hcrder, Barcelona.
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mentó o aspecto del cómo de esa reconciliación, aunque también es verdad que en los tiempos modernos, la idea derivada de la expiación y de la satisfacción pudo hacer olvidar que la salvación proviene por entero de la iniciativa gratuita y amorosa de Dios, que es lo que pone especialmente de relieve el tema de la reconciliación. La segunda razón de mi injusticia parcial es que el tema de la reconciliación ha seguido estando muy presente en la teología y en la práctica de la penitencia, particularmente en la disciplina antigua, que concluía con la liturgia solemne de la reconciliación de los penitentes. La larga historia del sacramento de la penitencia en la Iglesia ilustra de una forma variada los actos que pertenecen al aspecto bilateral de la reconciliación, vivida bajo el ministerio de la Iglesia. La reconciliación del pecador con Dios pasa por el intercambio entre la palabra de la confesión y la palabra del perdón, que interviene entre el penitente y el ministro de la Iglesia. Dicho esto, es legítimo este salto, ya que el término de reconciliación no es una referencia importante de la dogmática y de la teología de la salvación hasta unas fechas bastante recientes. El índice temático del DenzingeP y la ausencia de la palabra «reconciliación» en los grandes diccionarios teológicos clásicos son una ilustración patente de este hecho. La salvación, misterio de reconciliación K. Barth ha sido sin duda el primero que ha tematizado la soteriología de su célebre Dogmática bajo el título de «La doctrina de la reconciliación». Este es el objeto del volumen IV, interrumpido por la muerte del autor, que debía ir seguido de un volumen V dedicado a la escatología y titulado «La doctrina de la redención». La doctrina de la reconciliación trata de la obra de Dios, el reconciliador: «Jesucristo es Dios, Dios en cuanto hombre; por eso es "Dios con nosotros", los hombres, Dios en la obra de la reconciliación es el cumplimiento de la alianza entre Dios y el hombre»4. Porque la alianza es el presupuesto de la reconciliación, lo mismo que la reconciliación es el cumplimiento de la alianza rota:
3. DENZIIGER-SCHONMETZER, Enchiridion symbohrum, deñniúonum et declaraüonum de rebus Sdei et moru/n,ed. 32, Herdcr, Frciburg i. Br. 1963, 807-879. 4. K. BAÍTH, Dogmatiqtie, vol. IV. La doctrine de la réconciliation, t. 1, 1, Labor et Fides. Genere 1966, t. 17, 22.
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«El término "reconciliación" designa la confirmación o el restablecimiento de una comunión amenazada de destrucción, de disolución. Significa la desaparición de una disensión o una discordia. Ciertamente, la reconciliación posee un fundamento eterno e inquebrantable en la alianza que Dios quiso y estableció entre él y el hombre ya desde antes de la creación del mundo. Sin embargo, el cumplimiento de la alianza se produce a costa de una victoria sobre un obstáculo que no solamente la pondría en discusión, sino que la haría imposible, sin la existencia de este fundamento inquebrantable»5. En la visión de conjunto que K. Barth propone del contenido de la doctrina de la reconciliación volvemos a encontrarnos con la aparición de muchas de las categorías estudiadas anteriormente, organizadas en torno a la mediación: «El contenido de la doctrina de la reconciliación es el conocimiento de Jesucristo, el verdadero Dios que se abaja a sí mismo para reconciliarnos con él, pero también el verdadero hombre elevado por Dios y reconciliado de este modo con él. En la unidad de estas dos naturalezas es como Jesucristo es la garantía y el testigo de nuestra reconciliación. Este triple conocimiento de Jesucristo implica el conocimiento del pecado del hombre...; el conocimiento de los tres momentos que marcan el cumplimiento de la reconciliación: la justificación, la santificación y la vocación, el conocimiento de la obra del Espíritu Santo en la agrupación, la edificación y la misión de la comunidad, y consiguientemente el conocimiento del ser del cristiano en Jesucristo en la fe, en el amor y en la esperanza» . El desarrollo de este programa se dedica ampliamente al análisis de la constitución del mediador, «ya que en él la reconciliación del hombre y su estar reconciliado con Dios se han convertido en un mismo y único acontecimiento» 7 . En efecto, Barth rechaza toda disociación entre la persona de Jesucristo y su obra. La existencia de Cristo coincide con el acontecimiento de la mediación, que engloba «tanto lo que pasa "por arriba", del lado de Dios, como lo que pasa "por abajo", del lado del hombre» 8 . La mediación es a la vez obra del verdadero Dios (movimiento descendente), realizada en cuanto que es el Señor que se hizo Siervo, y obra del verdadero hombre (movimiento ascendente), realizada por el Siervo, reconocido y proclama-
5. 6. 7. 8.
lbid.,69. Ibid.,C9. lbid., 129; cf. supra, 113-114. Ibid
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d o Señor, en el q u e la c o n v e r s i ó n d e todos los h o m b r e s a D i o s se convierte en a c o n t e c i m i e n t o . El tercer aspecto de la reconciliación, origen de los otros d o s , s e refiere a la unidad del m i s m o Cristo: «Se trata de c o m p r e n d e r q u e J e s u c r i s t o m i s m o es el Dios que, abajándose, reconcilia al h o m b r e c o n s i g o m i s m o , y el h o m b r e q u e , elevado p o r D i o s , se reconcilia c o n él. En otras palabras, se trata de ver que Jesucristo, verdadero D i o s y verdadero h o m b r e , es uno» 9 . E s a la vez «el D i o s reconciliador y el h o m b r e reconciliado» 1 0 . Se h a b r á o b s e r v a d o c ó m o en su análisis del Cristo mediador y reconciliador, K. Barth coincide c o n la motivación de los grandes argum e n t o s soteriológicos invocados por los padres a propósito de la divin i z a c i ó n . Su originalidad e s t á en que p o n e las afirmaciones de Éfeso y de Calcedonia e n el corazón de la doctrina de la reconciliación, entendida e n su s e n t i d o más c o m p r e n s i v o de p l e n a c o m u n i ó n de vida restablecida entre D i o s y el h o m b r e . En t o d a esta doctrina se concede también amplio espacio al Espíritu, y a que «la realización sujetiva de la reconciliación realizada o b j e t i v a m e n t e en J e s u c r i s t o tiene l u g a r a n t e todo en ella (la i g l e s i a ) , c o m o o b r a del Espíritu Santo, en el m i s m o terreno del h o m b r e y del m u n d o p e c a d o r » " . No es posible entrar aquí en los detalles d e u n a doctrina rica y a v e c e s demasiado frondosa, que se desarrolla en v a rios t o m o s de la Dogmática. Intentaba simplemente recoger u n b u e n e j e m p l o de u n a soteriología e s t r u c t u r a d a en torno a la c a t e g o r í a m a d r e d e la reconciliación. La atención a l a reconciliación se v a h a c i e n d o p r o g r e s i v a m e n t e un bien c o m ú n de la teología. El interés de esta doctrina está en q u e inscribe e l acontecimiento de Cristo en la historia total de la s a l v a ción. S u presupuesto primero y eterno es la voluntad de Dios de e s t a blecer u n a alianza c o n nosotros. El segundo presupuesto, histórico e n esta o c a s i c n , es el del pecado del h o m b r e . Estos dos p r e s u p u e s t o s , e v o c a d o s j a p o r el Concilio de Trento con la a y u d a de la categoría d e la justificación, vuelven a encontrarse e n la e c o n o m í a de la e n c a r n a c i ó n r e c o n c i l i a d o r a y en el a c o n t e c i m i e n t o histórico q u e se llevó a c a b o e n la cruz, u n a cruz en la que los padres veían el i n s t r u m e n t o capaz d e mantener e n pie el universo en la unidad y la paz, y c a p a z de c r e a r u r m u n d o nu«vo.
9. Ibid.^42. 10. /tód,143. 11. lbid. ,159.
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El ministerio de la Iglesia, ministerio de la reconciliación El Sínodo de los obispos de 1983 tenía como tema «la reconciliación y la penitencia». Su objetivo inmediato era la renovación de la disciplina y de la práctica del sacramento de la penitencia, llamado preferentemente después de una decisión de Pablo VI «sacramento de la reconciliación». Pero muy pronto pareció evidente a todos los que preparaban el sínodo que el tema de la reconciliación no podía limitarse a un solo sacramento. Puesto que el misterio de la salvación traída por Cristo a los hombres es un misterio de reconciliación, todo el ministerio de la Iglesia es un ministerio de reconciliación, realizado bajo el poder del Espíritu. Así pues, los debates asociaron este gran panorama de la reconciliación al panorama estrecho del sacramento. Esta tensión dinámica se pone de manifiesto en la exhortación post-sinodal en la que Juan Pablo II sitúa su exposición de la redención «bajo la luz de Cristo reconciliador». La reconciliación se presenta allí como «el misterio central de la economía de la salvación»12. La Iglesia misma es a su vez reconciliadora, pero en cuanto que ha sido previamente reconciliada13. Incluso sigue estando siempre en un camino de reconciliación, en la medida en que está constituida por unos hombres pecadores. Pero se hace reconciliadora, sobre el fundamento del don que le viene de Dios, en cuanto que Cristo le ha confiado el ministerio de la reconciliación que ella celebra en sus misterios. La Iglesia es el gran sacramento de la reconciliación; es decir, es «signo e instrumento de reconciliación»14. Su tarea, «central para ella», es «la reconciliación de los hombres con Dios, consigo misma, con los hermanos, con toda la creación»15. Tiene que ejercer en todas las direcciones y en todos los niveles este ministerio: en favor de las personas y de los grupos humanos, en las familias, en el seno de los conflictos sociales, entre los pueblos divididos por guerras exteriores o civiles, en el orden económico mundial, pero también y sobre todo en la misma Iglesia, entre católicos demasiadas veces divididos y entre los cristianos separados.
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na; el sacramento de la penitencia por su parte pone en obra el carácter bilateral de la conducta de la reconciliación; finalmente y sobre todo, en la eucaristía se hace pésente y operante el misterio reconciliador de Cristo muerto y resucitado en medio de la comunidad reunida. «Reconciliados en la eucaristía, los miembros del cuerpo de Cristo se hacen servidores de la reconciliación entre los hombres y testigos de la alegría de la resurrección»16. Este vínculo entre la reconciliación obtenida por Cristo y la misión cristiana de la reconciliación en todos los rincones del mundo ha quedado felizmente expresado en las recientes plegarias eucarísticas por la reconciliación.
La Iglesia se pone al servicio de la reconciliación proclamando su mensaje por la palabra y celebrando su don en los sacramentos. Por este título el bautismo confiere la gracia de la primera reconciliación con Dios y pone de relieve la prioridad unilateral de la iniciativa divi12. Juan Pablo II. Exlwrtación apostólica «Reconciliación y Penitencia (2 dic. 1984), n. 7, BAC, Madrid 1984, 13. 13. lbid,nn. 8-9 : o.c, 17-21. 14. Ibid.,n. 11; hace referencia a LG 1: o.c, 19. 15. lbid.,n.8: oc., 15.
16 Groupe des Dombes, Ven une méme íoi eucharístique?. Presses de Taizc 1972, n. 27.
TRANSICIÓN
Al final de este largo recorrido no podemos poner la palabra «fin». Por eso el lector se quedará un tanto insatisfecho, tanto por el carácter explosivo de esta sucesión de discursos sobre la salvación como ante la mezcla inevitable de algunas categorías que atienden desde puntos de vista muy diferentes a la misma realidad. La opción que tomé, de dar cuenta con la mayor honradez posible de la historia doctrinal de la soteriología cristiana, obligaba a seguir el movimiento de los términos principales a través de los cuales se expresó. Me he esforzado en mostrar su complementariedad y su solidaridad, así como su organicidad, refiriéndolos todos a la única mediación de Cristo analizada según sus dos direcciones. Esta secuencia, que casi podría traducirse en la figura geométrica de una parábola, tiene la ventaja de manifestar por la multiplicidad misma del discurso la riqueza inagotable del misterio cristiano de la salvación. Estas categorías se iluminan mutuamente, corrigiéndose unas a otras y orientando a la fe hacia la captación de sus mutuos presupuestos. Pero nos hemos encontrado también con el peligro inherente a todo exclusivismo y a todo unilateralismo que destaque indebidamente uno de los dos movimientos de la mediación de Cristo. Así pues, he intentado exorcizar las recaídas negativas para la fe en el desvío de las «desconversiones», y a veces de las «perversiones», que han marcado esta historia doctrinal. Teniendo en cuenta los debates contemporáneos y el malestar de muchos cristianos lúcidos ante ciertas presentaciones ya clásicas de la redención, me había asignado esta tarea como uno de los objetivos principales de este libro. Pero como no quería sustituir una simplificación errónea por otra, he tenido que recurrir a análisis a veces complejos. Lo cierto es que esta opción hecha en favor de la historia doctrinal no podía menos de reflejar algo de la insuficiencia de ciertas problemáticas que han surgido. Se dirá con razón que en esta soteriolo-
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puntos ciegos: la resurrección está ausente de va•píritn Santo no ocupa el lugar que le corresponde, ^ ^ ^ • • a r i a en sus intuiciones, la insistencia en la redenlucientemente la dimensión cósmica de una salva>da la creación, la escatología sigue estando fuera rmino de una salvación perfectamente acabada y •nsará también que no he atendido suficientemenis de una soteriología para hoy: el aspecto trascen^ ^ ^ = del deseo de salvación, el tremendo problema de ' historia colectiva de los hombres coincidiendo "y-A"A y otros muchos... del teólogo no puede terminar con el relato de la idome con esta misma exigencia en Jésus-Christ - l'Eglise, añadí al análisis del desarrollo conciliar a proposición cristológica. Ésta consistía en una cimiento Cristo desde el punto de vista de la exlad. Esta relectura suponía una intención sistemá^ ^ ^ n n a parte en la lectura de la Escritura la enseñanza irptarinnps tradicionales y autorizadas (Calcedo^ ^ ^ ^ p r e s e n t a n d o el esbozo de una estructuración lógi^ ^ ^ ^ m t o . Como el dossier soteriológico resulta más 5 posible presentar en el marco de este volumen ^^MHeriológica». Pero el problema es el mismo que el 'ar la tradición en un acto teológico repetido con » es lo que intentaré hacer en un segundo tomo de do una teología de la historia de la salvación oracontecimiento trinitario de la muerte y la resu1 misterio pascual será el centro de un recorrido origina en la creación y se acabará con la recon"lpl final de los tiempos. El entramado de la ' ofrecerá la relectura del testimonio bíblico, Animento, sobre el que situaremos una vez más la las categorías tradicionales. La Escritura no será rs temáticos, como en este volumen, sino según • ^ ^ • e l relato que tendrá la ambición, como la otra • M ^ H intuición y el concepto y de derivar la organici-as fases del acontecimiento. Por tanto, estará allí a a la única mediación de Cristo, pero libre de 1 clásico. o de una soteriología narrativa con ambición sis—— ~ me permito dar una cita al lector, con la ingecon la esperanza que esto se merece. Paris-Blomet, 14 diciembre 1987
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gía quedan muchos puntos ciegos: la resurrección está ausente de varios capítulos, el Espíritu Santo no ocupa el lugar que le corresponde, no es bastante trinitaria en sus intuiciones, la insistencia en la redención no reconoce suficientemente la dimensión cósmica de una salvación que afecta a toda la creación, la escatología sigue estando fuera a pesar de ser el término de una salvación perfectamente acabada y manifestada... Se pensará también que no he atendido suficientemente a las tareas nuevas de una soteriología para hoy: el aspecto trascendental en el hombre del deseo de salvación, el tremendo problema de su inscripción en la historia colectiva de los hombres coincidiendo con el de su universalidad, y otros muchos... Por eso la tarea del teólogo no puede terminar con el relato de la tradición. Encontrándome con esta misma exigencia en Jésus-Christ dans la tradition de l'Eglise, añadí al análisis del desarrollo conciliar de la cristología una proposición cristológica. Esta consistía en una relectura del acontecimiento Cristo desde el punto de vista de la expresión de su identidad. Esta relectura suponía una intención sistemática, buscando por una parte en la lectura de la Escritura la enseñanza sacada de las interpretaciones tradicionales y autorizadas (Calcedonia), por otra parte presentando el esbozo de una estructuración lógica del acontecimiento. Como el dossier soteriológico resulta más abundante, no me es posible presentar en el marco de este volumen una «proposición soteriológica». Pero el problema es el mismo que el de entonces: prolongar la tradición en un acto teológico repetido con nuevas energías. Eso es lo que intentaré hacer en un segundo tomo de esta obra, proponiendo una teología de la historia de la salvación organizada en torno al acontecimiento trinitario de la muerte y la resurrección de Jesús. El misterio pascual será el centro de un recorrido soteriológico que se origina en la creación y se acabará con la reconciliación cósmica del final de los tiempos. El entramado de la «proposición» nos lo ofrecerá la relectura del testimonio bíblico, Antiguo y Nuevo Testamento, sobre el que situaremos una vez más la enseñanza sacada de las categorías tradicionales. La Escritura no será ya tratada por dossiers temáticos, como en este volumen, sino según una estructuración del relato que tendrá la ambición, como la otra vez, de reconciliar la intuición y el concepto y de derivar la organicidad del misterio de las fases del acontecimiento. Por tanto, estará allí presente la referencia a la única mediación de Cristo, pero libre de todo dossier doctrinal clásico. Este es el proyecto de una soteriología narrativa con ambición sistemática para la cual me permito dar una cita al lector, con la ingenuidad, pero también con la esperanza que esto se merece. Paris-Blomet, 14 diciembre 1987