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Lecturas Obligatorias Historia De La Psicología

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HISTORIA DE LA PSICOLOGÍA

:
LECTURAS OBLIGATORIAS (2012)
Kulpe, El estudio experimental del pensamiento
Freud, Sobre la agresión
James, La corriente de conciencia
Dewey, Un nuevo concepto de "arco reflejo"
Chomsky, Una crítica al conductismo skinneriano
Bruner, Los avatares de la psicología cognitiva
Szasz, El mito de la enfermedad mental
OSWALD KÜLPE
El estudio experimental del pensamiento
[1912]
El estudio del pensamiento, que en Alemania se ha cultivado principalmente en el Instituto
Psicológico de Würzburg, corresponde a una fase de desarrollo de la psicología experimental.
Aunque en general la psicología antigua no prestaba la debida atención al pensamiento, la
nueva orientación experimental estuvo tan ocupada en poner en orden las sólidas bases de las
sensaciones, las imágenes y los sentimientos, que no pudo dedicarse a los etéreos pensamientos hasta
bastante tarde. Los primeros contenidos mentales que se advirtieron en la conciencia fueron las
presiones y las punciones, los sabores y los olores, los sonidos y los colores. Eran los más fáciles de
percibir, seguidos de sus imágenes y de los placeres y dolores. Aquello que no tuviera la palpable
constitución de estas formaciones escapaba al ojo del científico que no estuviera adiestrado para
percibirlo. La experiencia de la ciencia natural orientó la atención del investigador hacia los estímulos
sensoriales y las sensaciones, las posimágenes, los fenómenos de contraste y las modificaciones
fantásticas de la realidad. Todo lo que no poseyera estas características parecía simplemente no existir.
Y, así, cuando los primeros psicólogos experimentales realizaban experimentos sobre el significado de
las palabras, sólo podían informar de algo cuando aparecían representaciones evidentes o los
fenómenos que las acompañaban. En muchos otros casos, en particular cuando las palabras
significaban algo abstracto o general, no encontraban "nada". El hecho de que una palabra pudiese ser
entendida sin imágenes suscitadoras, que una frase se pudiese entender y juzgar aunque aparentemente
sólo se hallasen presentes a la conciencia sus sonidos, nunca dio motivo a estos psicólogos para
postular o establecer contenidos sin imágenes además de los que sí se daban con imágenes [...].
Lo que finalmente nos llevó en psicología a otra teoría fue la aplicación sistemática de la
auto-observación. Anteriormente, lo normal era no pedir el informe sobre las experiencias habidas
durante un experimento nada más terminar éste, sino tan sólo obtener algún que otro informe en los
casos excepcionales o anormales. Sólo cuando concluía una serie completa de experimentos se pedía
un informe general sobre los hechos principales que aún se recordasen. De esta manera, sólo los
aspectos más llamativos salían a la luz. Además, el compromiso con las concepciones tradicionales de
las sensaciones, los sentimientos y las imágenes impedía observar o conceptuar lo que no era ni
sensación, ni sentimiento, ni imagen. Sin embargo, en cuanto se permitió que las personas adiestradas
en observar sus propias experiencias hiciesen informes completos y sin prejuicios inmediatamente
después de terminado el experimento, se hizo evidente la necesidad de ampliar los conceptos y
definiciones anteriores. Descubrimos en nosotros mismos procesos, estados, direcciones y actos que
no encajaban en el esquema de la psicología anterior. Los sujetos empezaron a hablar en lenguaje
cotidiano, y a dar a las imágenes sólo una importancia secundaria en su mundo privado. Sabían,
pensaban, juzgaban y entendían, captaban significados e interpretaban conexiones, sin apoyarse en
realidad en ninguno de los acontecimientos sensoriales que aparecían de vez en cuando. Consideremos
el siguiente ejemplo [...].
Se le pregunta al sujeto: "¿Entiende Vd. la frase: Pensar es tan extraordinariamente difícil que
muchos prefieren opinar?" En el protocolo se lee: "En cuanto terminó la frase me di cuenta de su
sentido. Pero el pensamiento no estaba claro todavía. Para aclararlo, repetí lentamente la frase, y
cuando terminé el pensamiento era tan claro que puedo repetirlo ahora: opinar implica aquí hablar sin
pensar y eludir el tema, en contraste con la actividad investigadora del pensamiento. Aparte de las
palabras de la frase que oí y que luego reproduje, no hubo nada parecido a imágenes en mi
conciencia". Este no es simplemente un sencillo proceso de pensamiento sin imágenes. Lo interesante
es que los sujetos afirmaban que la comprensión procedía generalmente de esta manera en las frases
difíciles. No es, pues, un producto artificial de laboratorio, sino la vida de la realidad misma en todo su
esplendor, lo que se ha hecho accesible en estos experimentos [...].
¿Quién podría experimentar imágenes aquí, y para quién serían estas imágenes la base, la
condición ineludible de la comprensión? ¿Y quién estaría dispuesto a mantener que las palabras por sí
mismas bastan para representar el significado? No, estos casos prueban la existencia de contenidos
conscientes sin imágenes, de pensamientos especialmente.
Külpe, O., Über die moderne Psychologie des Denkens. En R.I. Watson, Basic writings in the history
of psychology. New York: Oxford University Press, 1979 (pp. 151-153). Trad., E. Lafuente.
SIGMUND FREUD
Sobre la agresión
[1930]
La verdad oculta tras de todo esto, que negaríamos de buen grado, es la de que el hombre no
es una criatura tierna y necesitada de amor, que sólo osaría defenderse si se le atacara, sino, por el
contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de
agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicamente un posible colaborador y objeto
sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su
capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para
apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo. Homo
homini lupus: ¿Quién se atrevería a refutar este refrán, después de todas las experiencias de la vida y
de la Historia? [...]
La existencia de tales tendencias agresivas, que podemos percibir en nosotros mismos y cuya
existencia suponemos con toda razón en el prójimo, es el factor que perturba nuestra relación con los
semejantes, imponiendo a la cultura tal despliegue de preceptos. Debido a esta primordial hostilidad
entre los hombres, la sociedad civilizada se ve constantemente al borde al borde de la desintegración.
[...] La cultura se ve obligada a realizar múltiples esfuerzos para poner barreras a las tendencias
agresivas del hombre, para dominar sus manifestaciones mediante formaciones reactivas psíquicas. De
ahí, pues, ese despliegue de métodos destinados a que los hombres se identifiquen y entablen vínculos
amorosos, coartados en su fin; de ahí las restricciones de la vida sexual, y de ahí también el precepto
ideal de amar al prójimo como a sí mismo [...]. Sin embargo, todos los esfuerzos de la cultura
destinados a imponerlo aún no han logrado gran cosa. Aquella espera poder evitar los peores
despliegues de la fuerza bruta concediéndose a sí misma, el derecho de ejercer a su vez la fuerza frente
a los delincuentes; pero la ley no alcanza las manifestaciones más discretas y sutiles de la agresividad
humana. En un momento determinado, todos llegamos a abandonar, como ilusiones, cuantas
esperanzas juveniles habíamos puesto en el prójimo; todos sufrimos la experiencia de comprobar
cómo la maldad de este nos amarga y dificulta la vida. Sin embargo, sería injusto reprochar a la cultura
el que pretenda excluir la lucha y la competencia de las actividades humanas. Esos factores
seguramente son imprescindibles; pero la rivalidad no significa necesariamente hostilidad: sólo se
abusa de ella para justificar ésta.
Los comunistas creen haber descubierto el camino para la redención del mal. Según ellos, el
hombre sería bueno de todo corazón, abrigaría las mejores intenciones para con el prójimo, pero la
institución de la propiedad privada habría corrompido su naturaleza. [...] El instinto agresivo no es una
consecuencia de la propiedad, sino que regía casi sin restricciones en épocas primitivas, cuando la
propiedad aún era bien poca cosa; ya se manifiesta en el niño, apenas la propiedad ha perdido su
primitiva forma anal; constituye el sedimento de todos los vínculos cariñosos y amorosos entre los
hombres, quizá con la única excepción del amor que la madre siente por su hijo varón. Si se eliminara
el derecho personal a poseer bienes materiales, aún subsistirían los privilegios derivados de las
relaciones sexuales, que necesariamente deben convertirse en fuente de la más intensa envidia y de la
más violenta hostilidad entre los seres humanos, equiparados en todo lo restante. Si también se
aboliera este privilegio, decretando la completa libertad de la vida sexual, suprimiendo, pues, la
familia, célula germinal de la cultura, entonces, es verdad, sería imposible predecir qué nuevos
caminos seguiría la evolución de ésta; pero cualesquiera que ellos fueren, podemos captar que las
inagotables tendencias intrínsecas de la naturaleza humana tampoco dejarían de seguirlos.
Evidentemente, al hombre no le resulta fácil renunciar a la satisfacción de estas tendencias
agresivas suyas; no se siente nada a gusto sin esa satisfacción. Por otra parte, un núcleo cultural más
restringido ofrece la muy apreciable ventaja de permitir la satisfacción de este instinto mediante la
hostilidad frente a los seres que han quedado excluidos de aquél. Siempre se podrá vincular
amorosamente entre sí a mayor número de hombres, con la condición de que sobren otros en quienes
descargar los golpes. En cierta ocasión me ocupé en el fenómeno de que las comunidades vecinas, y
aún emparentadas, son precisamente las que más se combaten y desdeñan entre sí , como, por ejemplo,
españoles y portugueses, alemanes del norte y del Sur, ingleses y escoceses, etc. Denominé a este
fenómeno narcisismo de las pequeñas diferencias, aunque tal término escasamente contribuye a
explicarlo. Podemos considerarlo como un medio para satisfacer, cómoda y más o menos
inofensivamente, las tendencias agresivas, facilitándose así la cohesión entre los miembros de la
comunidad. [...]
Si la cultura impone tan pesados sacrificios, no sólo a la sexualidad, sino también a las
tendencias agresivas, comprenderemos mejor por qué al hombre le resulta tan difícil alanzar en ella su
felicidad. En efecto, el hombre primitivo estaba menos agobiado en este sentido, pues no conocía
restricción alguna de sus instintos. En cambio, eran muy escasas sus perspectivas de poder gozar largo
tiempo de tal felicidad. El hombre civilizado ha trocado una parte de posible felicidad por una parte de
seguridad.
Si con toda justificación reprochamos al actual estado de nuestra cultura cuán
insuficientemente realiza nuestra pretensión de un sistema de vida que nos haga felices; si le echamos
en cara la magnitud de los sufrimientos, quizá evitables, a que nos expone; si tratamos de
desenmascarar con implacable crítica las raíces de su imperfección, seguramente ejerceremos nuestro
legítimo derecho, y no por ello demostramos ser enemigos de la cultura. Cabe esperar que poco a poco
lograremos imponer a nuestra cultura modificaciones que satisfagan mejor nuestras necesidades y que
escapen a aquellas críticas. Pero quizá convenga que nos familiaricemos también con la idea de que
existen dificultades inherentes a la esencia misma de la cultura e inaccesibles a cualquier intento de
reforma. Además de la necesaria limitación instintual que ya estamos dispuestos a aceptar, nos
amenaza el peligro de un estado que podríamos denominar “miseria psicológica de las masas”. Este
peligro es más inminente cuando las fuerzas sociales de cohesión consisten primordialmente en
identificaciones mutuas entre los individuos de un grupo, mientras que los personajes dirigentes no
asumen el papel importante que deberían desempeñar en la formación de la masa. La presente
situación cultural de los Estados Unidos ofrecería una buena oportunidad para estudiar este temible
peligro que amenaza a la cultura; pero rehuyo la tentación de abordar la crítica de la cultura
norteamericana, pues no quiero despertar la impresión de que pretendo aplicar, a mi vez, métodos
americanos.
Freud, S., El malestar en la cultura. Madrid: Alianza, 1970 (pp. 52-58). Trad., L. López Ballesteros.
WILLIAM JAMES
La corriente de conciencia
[1890]
[...] La mayor parte de los libros empiezan con los hechos mentales más simples, las
sensaciones, y proceden sintéticamente, construyendo cada estadio superior a partir de los ingferiores.
Pero esto implica un abandono del método empírico de investigación. Nadie tuvo nunca una simple
sensación en cuanto tal. La conciencia, desde el momento de nuestro nacimiento, es conciencia de una
fecunda multiplicidad de objetos y relaciones, y las que llamamos simples sensaciones son resultados
de la atención discriminativa, muy frecuentemente llevada a extremos muy altos. Es asombroso el
estrago causado en la psicología cuando se admiten presupuestos al principio aparentemente inocentes,
pero que llevan en su interior ciertos fallos. Posteriormente estas consecuencias nocivas se desarrollan
y llegan a ser irremediables al quedar insertas en la totalidad del entramado de la obra. La noción de
que las sensaciones, al ser las cosas más simples, son las primeras que deben ser consideradas por la
psicología, es una de estas suposiciones. Lo único que la psicología tiene derecho a postular desde el
principio es precisamente el hecho del pensamiento, y este hecho tiene que ser examinado y analizado
en primer lugar. Si después resulta que las sensaciones están entre los elementos del pensamiento,
éstas no saldrán peor paradas que en el caso de haberlas presupuesto desde el principio.
Entonces, para nosotros, en cuanto psicólogos, el hecho primero es que se da alguna clase de
pensamiento. Uso la palabra pensamiento para designar indiscriminadamente toda forma de
conciencia. Si en inglés se pudiera decir 'piensa' lo mismo que se dice 'llueve' o 'sopla', entonces
estaríamos afirmando este hecho de la manera más simple y sin apenas postular nada. Como esto no es
posible, debemos decir simplemente que el pensamiento marcha.
Cinco caracteres del pensamiento
¿Cómo marcha el pensamiento? Inmediatamente advertimos cinco caracteres importantes en el
proceso, que deberán ser tratados de un modo general en este capítulo:
1) Todo pensamiento tiende a formar parte de una conciencia personal.
2) Dentro de cada conciencia personal, el pensamiento siempre está cambiando.
3) Dentro de cada conciencia personal, el pensamiento es sensiblemente continuo.
4) El pensamiento siempre parece tratar con objetos independientes de él.
5) El pensamiento se interesa por algunas partes de estos objetos con exclusión de las demás, y
las recibe o las rechaza; en una palabra, escoge de entre las mismas.
...
3) Dentro de cada conciencia personal, el pensamiento es sensiblemente continuo
Sólo puedo definir lo ‘continuo’ como aquello que no tiene brechas, roturas o divisiones. [...]
Las únicas grietas que pueden concebirse dentro de una mente singular serían o bien interrupciones,
lapsus temporales durante los cuales se esconde la conciencia para después volver nuevamente a la
existencia; o bien rupturas en la cualidad, o contenido, del pensamiento, tan abruptas que el segmento
siguiente no tendría ninguna conexión con el precedente. La proposición de que, dentro de cada
conciencia personal, el pensamiento siente una continuidad significa dos cosas:
1. Que incluso allí donde hay una interrupción o lapso temporal, la conciencia se siente
vinculada a la conciencia precedente, como a otra parte de un idéntico de sí mismo.
2. Que los cambios de un momento a otro en la cualidad de la conciencia no son nunca
absolutamente abruptos.
...
[...] Si la conciencia no es consciente de ellos [de los lapsos], no puede sentirlos como
interrupciones. En la inconsciencia producida por el óxido nítrico y otros anestésicos, en la de la
epilepsia y el desmayo, los límites rotos de la vida sensorial pueden encontrarse y afluir por encima de
la hendidura, como los sentimientos del espacio de las márgenes opuestas del ‘punto ciego’ se
encuentran y confluyen, por encima de esa interrupción objetiva, en la sensibilidad del ojo. Tal
conciencia, prescindiendo de lo que le pueda parecer al psicólogo que la observa, no es algo dividido.
Se siente sin fisuras; un día suyo de vigilia es sensiblemente una unidad tan larga como la duración de
ese día, en el sentido de que las horas son unidades, es decir, como algo cuyas partes estás unas detrás
de otras, sin ninguna substancia ajena que se interfiera entre ellas. Esperar que la conciencia sienta
como hendiduras las interrupciones objetivas de su continuidad sería lo mismo que esperar que el ojo
sintiera como grieta al silencio, puesto que no lo oye; o el oído sintiera una grieta de oscuridad, ya que
no ve. Esto por lo que respecta a las grietas o lapsos no sentidos.
Con las hendiduras sentidas la cosa es diferente. Al despertar del sueño sabemos que hemos
estado inconscientes, y frecuentemente podemos calcular exactamente durante cuánto tiempo. Aquí el
juicio es ciertamente una inferencia basada en signos sensibles, y su facilidad es debida a la larga
práctica en el campo particular. Pero el resultado es que la conciencia, para ella misma, no es una e
indivisa, sino que aparece interrumpida y continuada en el mero sentido temporal de la palabra. Pero
en el otro sentido de continuidad, el de las partes internamente conectadas y que se pertenecen por
constituir partes de una totalidad común, la conciencia permanece sensiblemente continua y unitaria.
¿Qué es la totalidad común? Su nombre natural es yo mismo, yo o mí. [...]
...
Por tanto, la conciencia no aparece ante sí misma partida en trozos. Palabras tales como
‘cadena’ o ‘tren’ no la describen adecuadamente tal como se presenta en una primera instancia. No es
nada articulado; fluye. Un ‘río’ o una ‘corriente’ son las metáforas que mejor la describen. Así pues, en
lo sucesivo, cuando hablemos de ella la llamaremos corriente del pensamiento, de la conciencia o de
la vida subjetiva.
Pero ahora surge, incluso dentro de los límites de un mismo sí mismo, y entre pensamientos
con este mismo sentido de pertenencia conjunta, una clase de juntura y separación entre las partes que,
al parecer, no hemos tenido en cuenta en la anterior afirmación. Me refiero a las interrupciones debidas
a repentinos contrastes en la cualidad de los sucesivos momentos de la corriente del pensamiento. [...]
Una sonora explosión, ¿no romperá en dos a la conciencia en la que haya irrumpido repentinamente?
Todo sobresalto repentino, toda aparición de un nuevo objeto o cambio en una sensación, ¿no crean
una interrupción real, sensiblemente sentida en cuanto tal, que parte a la corriente de la conciencia en
el momento en que aparece? ¿No hieren todas las horas de nuestras vidas estas interrupciones?
Entonces, ¿cómo podemos decir que nuestra conciencia es una corriente continua?
Esta objeción se basa en parte en una confusión y en parte en una idea introspectiva
superficial.
La confusión afecta a los pensamientos, tomados como hechos objetivos, y a las cosas
presentes en nuestra conciencia. Es una confusión natural, pero puede evitarse fácilmente si es que nos
ponemos en guardia. Las cosas son discretas y discontinuas; pasan delante de nosotros en trenes o en
cadenas, frecuentemente irrumpiendo en apariciones explosivas y divididas en dos. Pero sus idas,
venidas y contrastes no rompen el flujo del pensamiento que las piensa, como tampoco rompen el
tiempo y el espacio en los cuales están. Un silencio puede quedar quebrantado por el estrépito de un
trueno, y nosotros quedar tan ensordecidos y confusos por el choque que no seamos capaces de
explicarnos lo sucedido en ese momento. Pero esta confusión es un estado mental, y un estado que no
hace pasar directamente del silencio al sonido. La transición del pensar en un objeto al pensar en otro
no es una interrupción del pensamiento mayor que la que introduce la juntura del bambú dentro de un
bosque. Es una parte de la conciencia lo mismo que la juntura es una parte del bambú.
...
5) La conciencia siempre se interesa por unas partes del objeto más que por otras, y les da la
bienvenida y las rechaza; o, dicho con otras palabras, escoge al mismo tiempo que piensa
Los fenómenos de la atención selectiva y de la voluntad deliberativa son ejemplos patentes de
esta actividad selectiva. Pero pocos de nosotros nos damos cuenta de cuán incesantemente actúan estos
fenómenos en operaciones que de ordinario no son llamadas por estos nombres. La acentuación y el
énfasis se hallan presentes en todas nuestras percepciones. Nos es totalmente imposible dispersar
imparcialmente nuestra atención por una multitud de impresiones [...].
Pero hacemos mucho más que acentuar cosas y unir algunas y mantener separadas a otras. En
realidad ignoramos la mayor parte de las cosas que están delante de nosotros [...].
Comenzando por la base, ¿qué son nuestros sentidos sino órganos de selección? De entre el
infinito caos de movimientos que, como la física nos enseña, constituyen el mundo externo, cada
órgano sensorial escoge aquéllos situados dentro de ciertos límites de velocidad. Responde a ellos,
pero ignora a los restantes de un modo tan completo que es como si no existieran [...]. Partiendo de eso
que, de suyo, es un continuum indistinguible y hormigueante, desprovisto de distinciones o énfasis,
nuestros senstidos construyen, fijándose en este movimiento e ignorando aquel otro, un mundo lleno
de contrastes, de acentos fuertes, de cambios abruptos, de luz y sombras pintorescas.
Si las sensaciones que recibimos de un determinado órgano se basan en una selección
determinada por la configuración de las terminaciones del órgano, la atención, por su parte, escoge
como dignas de ser observadas sólo a unas pocas de entre las muchas sensaciones a su alcance, y
suprime todas las restantes.
[...] Un pensamiento empírico de una persona dependerá de las cosas por ella experimentadas,
pero a su vez éstas serán determinadas en gran parte por sus hábitos de atención.
James, W., Principios de psicología. En J.M. Gondra, La psicología moderna. Textos básicos para su
génesis y desarrollo histórico. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1990 (3ª ed.) (pp. 108-131). Trad., J.M.
Gondra.
JOHN DEWEY
Un nuevo concepto de "arco reflejo"
[1896]
Es natural que ahora, cuando todas las generalizaciones y clasificaciones psicológicas son muy
cuestionadas y cuestionables, haya una mayor demanda de un principio unificador y de una hipótesis
de trabajo controladora [...] En conjunto, la idea del arco reflejo es la que más se ha acercado a
satisfacer esta demanda [...].
Al criticar esta concepción no pretendemos hacer una defensa de los principios explicativos y
clasificatorios desplazados por la idea del arco reflejo; por el contrario, queremos insistir en que
dichos principios no han sido todavía suficientemente desplazados [...].
El antiguo dualismo entre sensación e idea se repite en la actualidad en el dualismo estímulo-
respuesta. […] [Para éste] (u)na cosa es el estímulo sensorial, otra distinta la actividad central que
representa a la idea y otra la descarga motora representativa del acto propiamente dicho. En
consecuencia, el arco reflejo no es una unidad orgánica o global, sino un conjunto de partes
desmembradas, una conjunción mecánica de procesos inconexos. Es necesario que el principio
subyacente a la idea del arco reflejo como unidad psíquica fundamental vuelva a entrar en acción y
determine los valores de sus factores constitutivos. Más en concreto, lo que se necesita es que
consideremos al estímulo sensorial, conexiones centrales y respuestas motoras, no como entidades
completas y distintas en sí mismas, sino como divisiones de trabajo, factores de funcionamiento
integrados dentro de la totalidad concreta singular, ahora llamada arco reflejo.
[...] (L)a idea del arco reflejo, tal como es usada comúnmente, es defectuosa por cuanto que
supone que el estímulo y la respuesta motora tienen existencias psíquicas distintas, siendo así que en
realidad siempre están dentro de una coordinación. [...]
[...] Se trata de hallar el verdadero significado de las palabras estímulo o sensación, y
movimiento o respuesta; ver que únicamente aluden a distinciones funcionales flexibles, y no a rígidas
distinciones reales; que una misma ocurrencia puede desempeñar uno o ambos papeles, según cambie
el interés […].
[…] La realidad es que estímulo y respuesta no son distinciones reales, sino distinciones
teleológicas, distinciones fundadas en la función o papel desempeñado, en la consecución o
mantenimiento de una meta. [...]
[...] La teoría del arco reflejo, al olvidar, al prescindir de esta génesis y función, nos ofrece una
parte desmembrada del proceso como si fuese la totalidad del mismo. Nos da literalmente un arco, en
lugar de un circuito; y al no darnos el circuito al que pertenece el arco, no nos permite colorar, centrar,
el arco. Este arco, nuevamente, queda escindido en dos existencias distintas, las cuales tienen que
ajustarse bien sea mecánicamente, bien de un modo externo.
El arco es una coordinación en la que algunos de sus miembros han entrado en conflicto
mutuo. Es la desintegración temporal y la necesidad de recomposición la que explica su génesis, la
distinción consciente entre el estímulo sensorial por un lado, y la respuesta motora por otro. El
estímulo es aquella fase de una coordinación en formación que representa las condiciones a satisfacer
para concluirla con éxito; la respuesta es la fase de esa misma coordinación todavía no concluida que
nos da la clave para la satisfacción de estas condiciones, que sirve de instrumento efectuar esa
coordinación con éxito. Por tanto, ambos son estrictamente correlativos y contemporáneos. [...]
Es la coordinación la que unifica aquello que el concepto del arco reflejo sólo nos da en
fragmentos descoyuntados. La coordinación es el circuito dentro del cual están las distinciones de
estímulo y respuesta como fases funcionales de su propia mediación o complección. [...]
Dewey, J., “El concepto de arco reflejo en psicología”. En J.M. Gondra, La psicología moderna.
Bilbao: Desclée de Brouwer, 1982 (pp. 198-207). Trad., J.M. Gondra.
NOAM CHOMSKY
Una crítica al conductismo skinneriano
[1959]
Las nociones "estímulo", "respuesta", "reforzamiento" están relativamente bien definidas con
respecto a los experimentos de presionar la palanca y otros con limitaciones semejantes. Sin embargo,
antes de que podamos extenderlos al comportamiento de la vida real, debemos abordar ciertas
dificultades. En primer lugar debemos decidir si llamaremos estímulo a cualquier hecho físico ante el
que el organismo es capaz de reaccionar en una ocasión dada o solamente a aquellos ante los que el
organismo reacciona de hecho; y paralelamente, debemos decidir si vamos a llamar respuesta a
cualquier parte del comportamiento o sólo a aquellas que están conectadas con los estímulos de
acuerdo con unas determinadas leyes. [...] Si él [el psicólogo] acepta las definiciones amplias, según
las cuales un estímulo es cualquier hecho físico que incide sobre el organismo, y una respuesta es
cualquier parte del comportamiento del organismo, debe concluir que no se ha demostrado que el
comportamiento siga unas leyes. [...] Si aceptamos las definiciones más restringidas, entonces el
comportamiento, por definición, sigue unas leyes (si es que consiste en respuestas); pero este hecho
tiene una importancia limitada, ya que casi todo lo que el animal hace, simplemente no será
considerado como comportamiento. Por tanto el psicólogo debe admitir, o que el comportamiento no
está sometido a leyes [...], o debe restringir su atención a aquellas áreas limitadísimas en que sigue
unas leyes (por ejemplo, la presión de las ratas sobre la palanca, con los controles adecuados; para
Skinner, el sometimiento a leyes del comportamiento observado proporciona una definición implícita
de un buen experimento).
Skinner no adopta consistentemente ninguno de estos caminos. Utiliza los resultados
experimentales como pruebas del carácter científico de su sistema de comportamiento, y las conjeturas
analógicas (formuladas en términos de una extensión metafórica del vocabulario técnico del
laboratorio) como pruebas de su alcance. Esto crea la ilusión de que nos encontramos frente a una
teoría científica rigurosa de gran envergadura [...]. Para demostrar esta evaluación, un examen crítico
del libro debe poner de manifiesto que, con una lectura literal [...], el libro no cubre casi ningún
aspecto del comportamiento lingüístico, y que si la lectura es metafórica, no es más científico que los
enfoques tradicionales sobre este tema y raramente tan claro y cuidadoso como éstos.
...
[...] (P)odemos predecir que cualquier tentativa directa para explicar el comportamiento real
del hablante, del oyente y del que aprende que no esté basada en una compresión previa de la
estructura de las gramáticas, conseguirá éxitos muy limitados. Es preciso ver la gramática como un
componente de la conducta del hablante y del oyente que únicamente puede ser inferida [...] a partir de
los datos físicos que resultan. El hecho de que todos los niños normales adquieran gramáticas
comparables en lo esencial, de gran complejidad y con notable rapidez, sugiere que los seres humanos,
de alguna forma, están especialmente diseñados para hacerlo así y que poseen una aptitud para
elaborar datos o para "formular hipótesis" cuyo carácter y complejidad nos son desconocidos. [...]
puede ser posible estudiar el problema de determinar lo que debe ser la estructura innata de un sistema
de procesamiento de la información (de formulación de hipótesis) para permitirle (a este sistema)
llegar a la gramática de una lengua a partir de los datos disponibles y en el tiempo disponible.
Chomsky, N., "Crítica de 'Verbal Behavior', de B.F. Skinner". En R. Bayés (comp.), ¿Chomsky o
Skinner? La génesis del lenguaje. Barcelona: Fontanella, 1980 (pp. 29-31 y 84-85). Trad., A. Coy.
JEROME S. BRUNER
Los avatares de la psicología cognitiva
[1990]
Quiero comenzar adoptando como punto de partida la Revolución Cognitiva. El objetivo de
esta revolución era recuperar la “mente” en las ciencias humanas después de un prolongado y frío
invierno de objetivismo. Pero lo que voy a contar a continuación no es la típica historia del progreso
que avanza siempre hacia adelante. Porque, al menos en mi opinión, actualmente esa revolución se ha
desviado hacia problemas que son marginales en relación con el impulso que originalmente la
desencadenó. De hecho, se ha tecnicalizado de tal manera que incluso ha socavado aquel impulso
original. Esto no quiere decir que haya fracasado: ni mucho menos, puesto que la ciencia cognitiva se
encuentra sin duda entre las acciones más cotizadas de la bolsa académica. Más bien, puede que se
haya visto desviada por el éxito, un éxito cuyo virtuosismo técnico le ha costado caro. Algunos críticos
sostienen incluso, quizá injustamente, que la nueva ciencia cognitiva, la criatura nacida de aquella
revolución, ha conseguido sus éxitos técnicos al precio de deshumanizar el concepto mismo de mente
que había intentado reinstaurar en la psicología y que, de esta forma, ha alejado a buena parte de la
psicología de las otras ciencias humanas y de las humanidades [...].
Pero, para empezar, voy a contarles sobre qué creíamos yo y mis amigos que trataba la
revolución allá a finales de los años 50. Creíamos que se trataba de un decidido esfuerzo por instaurar
el significado como el concepto fundamental de la psicología; no los estímulos y las respuestas, ni la
conducta abiertamente observable, ni los impulsos biológicos y su transformación, sino el significado.
[...] Su meta era descubrir y describir formalmente los significados que los seres humanos creaban a
partir de sus encuentros con el mundo, para luego proponer hipótesis acerca de los procesos de
construcción de significado en que se basaban. Se centraba en las actividades simbólicas empleadas
por los seres humanos para construir y dar sentido no sólo al mundo, sino también a ellos mismos [...]
Creo que a estas alturas debería haber quedado totalmente claro que lo que pretendíamos no era
“reformar” el conductismo sino sustituirlo [...].
Podría escribirse un ensayo absorbente sobre la historia intelectual del último cuarto de siglo,
intentando averiguar qué sucedió con el impulso originario de la revolución cognitiva, cómo llegó a
fraccionarse y tecnicalizarse. Quizá sea mejor que la redacción de la historia completa quede para los
historiadores del pensamiento. [...] (Pero), por ejemplo, algo que sucedió muy temprano fue el cambio
de la construcción del significado al procesamiento de la información. Estos dos temas son
profundamente diferentes. El factor clave de este cambio fue la adopción de la computación como
metáfora dominante y de la computabilidad como criterio imprescindible de un buen modelo teórico.
[...]
Era inevitable que, siendo la computación la metáfora de la nueva ciencia cognitiva, y la
computabilidad el criterio necesario, aunque no suficiente, de la funcionalidad de una teoría en la
nueva ciencia, se produjese un resurgimiento del antiguo malestar respecto al mentalismo. Con la
mente equiparada a un programa, ¿cuál sería es status de los estados mentales (estados mentales a la
vieja usanza, identificables no por sus características programáticas en un sistema computacional, sino
por su vitola subjetiva)? En estos sistemas no había sitio para la “mente” (“mente” en el sentido de
estados intencionales como creer, desear, pretender, captar un significado). No tardó mucho en alzarse
la voz que pedía la erradicación de estos estados intencionales dentro de la nueva ciencia. [...]
Me doy perfecta cuenta de que posiblemente estoy dando una imagen exagerada de lo que
sucedió con la revolución cognitiva cuando se vio subordinada al ideal de la computabilidad en el
edificio de la ciencia cognitiva [...]. (N)o cabe ninguna duda de que la ciencia cognitiva ha contribuido
a nuestra comprensión de cómo se hace circular la información y cómo se procesa. Como tampoco le
puede caber duda alguna a nadie que se lo piense detenidamente de que en su mayor parte ha dejado
sin explicar precisamente los problemas fundamentales que inspiraron originalmente la revolución
cognitiva.
Bruner, J., Actos de significado. Más allá de la revolución cognitiva. Madrid: Alianza, 1995 (2ª ed.)
(pp. 19-27). Trad., J.C. Gómez Crespo y J.L. Linaza.
THOMAS SZASZ
El mito de la enfermedad mental
[1970]
[...] Así, las enfermedades mentales se consideran básicamente similares a otras enfermedades.
La única diferencia [...] entre una enfermedad mental y otra orgánica es que la primera, al afectar al
cerebro, se manifiesta por medio de síntomas mentales, en tanto que la segunda, al afectar a otros
sistemas orgánicos -p.ej., la piel, el hígado, etc.-, se manifiesta por medio de síntomas que pueden ser
referidos a dichas partes del cuerpo.
A mi juicio, esta concepción se basa en dos errores fundamentales. En primer lugar, una
enfermedad cerebral, análoga a una enfermedad de la piel o de los huesos, es un defecto neurológico,
no un problema de la vida. Por ejemplo, es posible explicar un defecto en el campo visual de un
individuo relacionándolo con ciertas lesiones en el sistema nervioso. En cambio, una creencia del
individuo -ya se trate de su creencia en el cristianismo o en el comunismo, o de la idea de que sus
órganos internos se están pudriendo y que su cuerpo ya está muerto- no puede explicarse por un
defecto o enfermedad del sistema nervioso. La explicación de este tipo de fenómenos [...] debe
buscarse por otras vías.
El segundo error es epistemológico. Consiste en interpretar las comunicaciones referentes a
nosotros mismos y al mundo que nos rodea como síntomas de funcionamiento neurológico. No se trata
aquí de un error de observación o de razonamiento, sino de organización y expresión del
conocimiento. En el presente caso, el error radica en establecer un dualismo entre los síntomas físicos
y mentales, dualismo que es un hábito lingüístico y no el resultado de observaciones empíricas.
Veamos si esto es así.
En la práctica médica, cuando hablamos de trastornos orgánicos nos estamos refiriendo ya sea
a signos (p.ej., la fiebre) o a síntomas (p.ej., el dolor). En cambio, cuando hablamos de síntomas
psíquicos nos estamos refiriendo a comunicaciones del paciente acerca de sí mismo, de los demás y
del mundo que lo rodea. El paciente puede asegurar que es Napoleón o que lo persiguen los
comunistas; estas afirmaciones sólo se considerarán síntomas psíquicos si el observador cree que el
paciente no es Napoleón o que no lo persiguen los comunistas. Se torna así evidente que la
proposición “X es un síntoma psíquico” implica formular un juicio que entraña una comparación tácita
entre las ideas, conceptos o creencias del paciente y las del observador y la sociedad en la cual viven
ambos. La noción de síntoma psíquico está, pues, indisolublemente ligada al contexto social, y
particularmente al contexto ético, en el que se la formula, así como la noción de síntoma orgánico está
ligada a un contexto anatómico y genético.
Resumiendo: para quienes consideran los síntomas psíquicos como signos de enfermedad
cerebral, el concepto de enfermedad mental es innecesario y equívoco. Si lo que quieren decir es que
las personas rotuladas “enfermos mentales” sufren alguna enfermedad cerebral, sería preferible, en
bien de la claridad, que dijeran eso y nada más.
...
[...] [La noción de enfermedad mental] es la auténtica heredera de los mitos religiosos en
general, y de la creencias en las brujas en particular. La función de estos sistemas de creencia fue
actuar como tranquilizantes sociales, alentando la esperanza de adquirir dominio sobre ciertos
problemas mediante operaciones mágico-simbólicas sustitutivas. El concepto de enfermedad mental
sirve, pues, principalmente para ocultar el hecho diario de que la vida es, para la mayoría de la gente,
una lucha continua, no por la supervivencia biológica, sino por “encontrar un lugar bajo el sol”, por
alcanzar la “paz del espíritu” o algún otro sentido o valor. Una vez que el hombre ha satisfecho la
necesidad de conservación de su cuerpo, y quizá de su especie, se enfrenta al problema de la
significación personal: ¿Qué hará de sí mismo? ¿Para qué vive? La adhesión permanente al mito de la
enfermedad mental le permite a la gente evitar enfrentarse con este problema, en la certeza de que la
salud mental, concebida como la ausencia de enfermedad mental, les asegura que harán
automáticamente elecciones correctas y seguras en la vida. Ahora bien, ocurre exactamente al revés:
¡son las eleciones sensatas que una persona ha hecho en su vida lo que la gente considera,
retrospectivamente, como prueba de su buena salud mental!
Cuando afirmo que la enfermedad mental es un mito, no estoy diciendo que no existan la
infelicidad personal ni la conducta socialmente desviada; lo que digo es que las categorizamos como
enfermedades por nuestra propia cuenta y riesgo.
La expresión “enfermedad mental” es una metáfora que equivocadamente hemos llegado a
considerar un hecho real. Decimos que una persona está físicamente enferma cuando el
funcionamiento de su organismo viola ciertas normas anatómicas y fisiológicas; análogamente,
decimos que está mentalmente enferma cuando su conducta viola ciertas normas éticas, políticas y
sociales. Esto explica por qué a tantas figuras históricas, desde Jesús hasta Castro y desde Job hasta
Hitler, se les diagnosticó haber sufrido tal o cual enfermedad psiquiátrica.
Por último, el mito de la enfermedad mental fomenta nuestra creencia en su corolario lógico:
que la interacción social sería armoniosa y gratificante y serviría de base firme para una buena vida si
no fuera por la influencia disruptiva de la enfermedad mental, o de la psicopatología. Sin embargo, la
felicidad humana universal, al menos en esta forma, no es sino una expresión más de deseos
fantasiosos. Creo en la posibilidad de la felicidad o bienestar humanos, no sólo para una selecta
minoría, sino en una escala hasta ahora inimaginable; pero esto sólo se podrá lograr si muchos
hombres, y no un puñado únicamente, son capaces de hacer frente con franqueza a sus conflictos
éticos, personales y sociales y están dispuestos a salirles valientemente al paso. Esto implica tener el
coraje y la integridad necesarios para dejar de librar batallas en falsos frentes y de encontrar soluciones
para problemas vicarios –p.ej., luchar contra la acidez estomacal y la fátiga crónica en vez de enfrentar
un conflicto conyugal.
Nuestros adversarios no son demonios, brujas, el destino o la enfermedad mental. No tenemos
ningún enemigo contra el cual combatir mediante la “cura” o al cual podamos exorcizar o disipar por
esta vía. Lo que tenemos son problemas de la vida, ya sean biológicos, económicos, políticos o
psicosociales. [...] Mi argumentación se ha restringido a proponer que la enfermedad mental es un mito
cuya función consiste en disfrazar y volver más asimilable la amarga píldora de los conflictos morales
en las relaciones humanas.
Szasz, T., Ideología y enfermedad mental. Buenos Aires: Amorrortu, 1976 (pp. 32-34). Trad., L.
Wolfson.